domingo, 28 de febrero de 2010

Línea roja: El invierno en las ciudades

Sábado, 20 de febrero
UNAS MANOS

“Sé pocas cosas, ciertamente, pero de algo estoy seguro. De que este mundo no es más que sueño y apariencia vana, de que por detrás de lo que vemos hay algo que no veremos nunca y que es la verdadera realidad”.


No soy yo demasiado dado a misticismos y sonreí al escuchar aquellas palabras. No sé por qué –pensé—, siempre que viajo en tren tiene que sentarse junto a mí algún chiflado con ganas de hablar.
“Ya veo que es usted un escéptico, uno de esos hombres fuertes que solo creen en lo que se puede pesar, medir y contar. Pues le voy a contar una historia cierta y le desafío a que encuentre una explicación medianamente razonable. Vivía yo entonces en una aldea del occidente asturiano. La casa, con un pequeño huerto detrás, estaba al borde mismo del acantilado. Vivía solo, mi mujer había muerte hacía no muchos meses, y mis hijos vivían lejos, cada uno demasiado ocupado en su vida como para tener tiempo de ocuparse de mí. Me gustaban los días de invierno, los días de tormenta, cuando el oleaje azotaba tan fuerte que parecía que la roca entera iba a desmoronarse y con ella la casa en la que yo vivía. No me habría importado mucho, esa es la verdad. Por entonces yo creía que la muerte todo lo acababa y estaba deseando acabar. Una noche, con el mar plácido, con todas las estrellas reflejándose en el agua, con una luna inmensa, sentí que aquel era un buen momento para decir adiós. Escribí una nota de despedida, me llegué hasta el borde del acantilado, cerré los ojos y di un salto. Mientras caía recordé algunos momentos en que había sido feliz. Una tarde en Ginebra, por ejemplo. Yo tenía poco más de veinte años. Había llegado allí en busca de trabajo y lo había encontrado de inmediato en un hotel cercano a la estación de Cornavin. Esa tarde yo estaba libre y paseaba por la orilla del lago. No conocía a nadie en la ciudad, nadie me conocía. Había otros españoles trabajando allí, bastantes exiliados de la guerra, pero yo hacía rancho aparte. Me había sentado en un banco y contemplaba el faro que hay en medio del lago, junto al balneario, los Bains des Pâquis, como creo recordar que se llaman.
Unas manos me taparon delicadamente los ojos y una voz vagamente familiar dijo: ¿Adivinas quién soy? Aparté aquellas cálidas manos y me di la vuelta. Allí estaba, sonriente, una jovencita bastante más joven que yo, una adolescente. Pues no, no te conozco, y bien que lo lamento –dije. Pues yo a ti, sí –respondió ella y se alejó sin dejar de sonreír y sin que yo, en mi timidez de entonces, me decidiera a seguirla. Diez años después nos volvimos a encontrar y nos casamos de inmediato, en cuanto pudimos arreglar los trámites. Yo seguía cayendo y volvía a estar sentado en aquel banco frente al lago Leman. Sentí el golpe del agua y perdí el conocimiento. Cuando abrí los ojos, estaba sobre la arena de la playa y mi mujer me miraba con la misma sonrisa adolescente, que nunca había perdido. Por poco no lo cuentas –dijo. Yo volví a cerrar los ojos. Cuando los abrí, me rodeaba un grupo de gente, pero ella había desaparecido. Poco después me colocaron en una camilla y me llevaron hasta una ambulancia. Me recobré pronto, pude destruir la nota de despedida antes de que nadie la encontrara. Mis hijos vinieron a verme de mala gana. Tienes que ir a una residencia –me dijeron—, ya no puedes vivir solo. Yo sonreí. A donde yo tenía que ir es a Ginebra y sentarme en el mismo banco que entonces, recuerdo perfectamente cuál era, frente al faro, y esperar a que otra vez unas manos delicadas me cierren otra vez los ojos…”
“Una historia bonita, pero no sé qué quiere demostrar con ella.”
“No hay nada que demostrar, eso es lo que quería decirle. La vida es un cuento absurdo, sin pies ni cabeza, pero a veces con manos. Solo por esas manos que una vez me cerraron delicadamente los ojos vale la pena haber vivido”.


Domingo, 21 de febrero
LA ISLA

La imagen inicial del ferry surgiendo de la niebla y luego la silueta de la isla, Shutter Island, cerca de Boston. Los dos detectives con gabardina y sombrero, uno de ellos terriblemente mareado. La tormenta que aísla a los personajes del mundo, la silueta oscura del fortín en lo alto.
La película de Martin Scorsese es efectista y tramposa como una novela de Agatha Christie, pero acierta a reflejar algunos terrores de mi adolescencia. Y el comienzo para mí de cualquier aventura: el barco entre la niebla, la isla misteriosa, el faro del fin del mundo.
Vuelvo luego a la desolación del centro comercial y, mientras espero el autobús, tiemblo al pensar que los monstruos que más temo están dentro de mí.



Lunes, 22 de febrero
UN REY CON MUCHOS HUMOS

“¡Quién me iba a decir a mí que un rey acabaría cayéndome bien! ¿Sabes cuál fue la primera decisión que tomó Alfonso XIII cuando le coronaron rey a los dieciséis años?”
“No se me ocurre”, le respondo a la humeante amiga –un cigarrillo tras otro—que ha estado hojeando el libro de Cortés Cavanillas que acabo de comprar.
“Y ahora que su Majestad es rey con plenitud de derechos, ¿cuál va ser su primer acto?, le preguntó deferente uno de sus ministros. ¿Mi primer acto? Llenar cuarenta veces al día mi pitillera. Parece que hasta entonces su madre no le dejaba fumar más de veinte cigarrillos”.


Martes, 23 de febrero
Y UN JAMÓN

El mismo día en que hay manifestaciones contra el retraso de la edad de jubilación, me llega una carta certificada del Vicerrector de Profesorado en la que me ofrece el sueldo íntegro, un incentivo especial que se me abonará mensualmente y hasta un jamón (bueno, esto lo añado yo, pero poco lo falta) si accedo a jubilarme ya, diez años antes de la fecha prevista. La verdad es que la economía es una ciencia ciertamente arcana.


Miércoles, 24 de febrero
LLOVÍA

Las ciudades, como las personas, tienen varios rostros. El que hoy me ofrece Mondoñedo nada tiene que ver con los mundos fantasiosos del señor Cunqueiro, con los jardines de camelios, los peregrinos, las princesas errantes y la materia de Bretaña. Recuerda más bien los cuentos tristes de Fernández Flórez, sus tragedias de la vida vulgar: “Llovía; llovía siempre. Junté mi frente a los cristales y vi cómo los monstruos de las gárgolas vomitaban el agua sucia de los tejados”. Ante la catedral, veo yo también caer la lluvia en la plaza sin nadie, me entretengo en imaginar la vida en estos caserones oscuros que solo parecen habitados por la melancolía. “Se sentía un leve zumbar: quizá la sangre en los oídos; quizá el de los espíritus que vuelan de noche; quizás, era tan solo la vida misteriosa de la ciudad. Las ciudades tienen también su vida. Algo del espíritu de los que en ella moran va quedando en los rincones oscuros, en las paredes, entre las vigas del techo, hasta en los ocultos agujeros que abre la polilla”.



Jueves, 25 de febrero
VALPARAÍSO

“Se habla de guerra sucias, pero quisiera saber yo qué guerra es limpia”, exclama indignada ante la enésima matanza de civiles en Afganistán. Como a parte de los que matan los pago con mis impuestos, a mí también me salpica esa sangre.
No hay guerras limpias, pero hay guerras más caballerosas que otras. Y pienso en Méndez Núñez, el marino español que dio la vuelta al mundo con “La Numancia”. En 1866 bombardeó Valparaíso. “Antes –cuenta Manuel de Mendívil— señaló un plazo para que los habitantes de la ciudad la abandonaran, y así lo hicieron, coronando las alturas inmediatas, en su afán de contemplar el espectáculo. Había ordenado que se izasen banderas blancas en iglesias, hospitales y establecimientos benéficos, que sus cañones respetarían. Los respetaron, pero hubo 14 balas perdidas, tres de las cuales tocaron en la iglesia Matriz, dos en la de San Francisco, cuatro en un improvisado hospital y cinco en la iglesia de los Jesuitas. Resultaron ilesos, sin un solo proyectil, el asilo del Buen Pastor, el barrio del Arsenal, la plaza de abastos, el hospital Inglés, otro hospital privado, el asilo del Salvador, la iglesia de la Merced y todos los otros establecimientos de igual índole. ¿Son muchas 14 balas perdidas entre 2600 que se dispararon. La operación causó un quebrando al enemigo de 15 millones de pesos. En Santiago de Chile se hallaban prisioneros el comandante, los oficiales y la dotación de la fragata Covadonga. Podía temerse una implacable represalia. El gobierno chileno se condujo hidalgamente y respetó la vida de los cautivos. Los oficiales que en el cuartel de Cazadores los custodiaban arriesgaron su propia vida defendiéndolos de los exaltados, que asaltaron la prisión, y de la guarnición del cuartel, que pretendía unirse a ellos”.


Viernes, 26 de febrero
CARTAS DE AMOR


Un puñado de cartas de amor impúdicamente sacadas a la luz. “Hoy he paseado solo por esta ciudad de pronto vacía, con recuerdos en cada esquina, recuerdos de amor y locura”.
La carta lleva el membrete del hotel Cornavin, frente a la estación ginebrina, y la firma Pablo Neruda. Durante algunos años vivió un amor clandestino y en ese hotel tuvieron lugar los más apasionados momentos.
Todas las cartas de amor son ridículas, pienso con Pessoa. “¿Te acuerdas? Yo sí. Ay, qué divino”, escribe tiempo después en un folio con membrete del mismo hotel. Se guardo varios de aquellos papeles timbrados, con el dibujo del edificio, y de vez en cuando escribí en ellos una nota para Matilde:
“No eran celos, amor, sino exigencia de tu plenitud, de tu totalidad. Ahora ya te he arado entera, te he sembrado entera, te he abierto y cerrado, ahora eres mía. ¡Para siempre!”
“Amor mío, pienso en todas partes que estoy a tu lado, más bien que soy parte de ti misma. Quiero no solo amarte, alma mía, sino ayudarte a vivir”.
“Sueño mío, adorada mía, ¿sabes dónde vas? Vas hacia mí. Adonde vayas, andes, vueles, corras, vas andando, volando, corriendo hacia mí”.
Todas las cartas de amor son ridículas, pero al final los únicos verdaderamente ridículos somos los que nunca hemos escrito cartas de amor.

domingo, 21 de febrero de 2010

Línea roja: Café con libros

Domingo, 14 de febrero
TRISTE GRACIA

Leyendo la antología de Julián del Casal que acaba de publicar Renacimiento me viene a la memoria uno de los poemas mínimos de Ángel González: “Triste gracia: / Se murió de risa”. El desolado poeta cubano (“ansias de aniquilarme sólo siento”) padecía tuberculosis. Tras pasar una temporada en el campo, en el verano de 1893, regresó a La Habana. Un amigo, el doctor Lucas de los Santos, se lo encuentra en la calle, aparentemente muy recuperado, y lo invita a comer. Durante la comida se muestra animado y feliz. En la sobremesa, alguien cuenta un chiste. El poeta ríe a carcajadas. Como consecuencia de ello, sufre un aneurisma con hemorragia que al instante le provoca la muerte.
“¿Por qué has hecho, ¡oh, Dios mío!, mi alma tan triste?”, termina uno de sus poemas. Parece que ese Dios al que invoca le hubiera querido gastar una macabra broma final.



Lunes, 15 de febrero
ZSA ZSA GABOR

Yo le conocí –se había acercado a mi mesa en Los Porches a recoger el periódico de la casa y señalaba las memorias de Indro Montanelli—, tuve la suerte de hablar con él más de una vez cuando era ya muy viejo. Tenía infinidad de cosas que contar, pero le gustaba hablar sobre todo de sus andanzas en Abisinia. Antes de marchar, desde París le envió a Kipling una traducción de su poema más famoso. A punto de embarcarse le llegó una invitación para que le visitara en Inglaterra. Le contestó: “Sepa usted que parto por culpa suya. Voy a Abisinia por haberle leído”. Y el escritor le respondió: “Si no fuese un viejo enfermo, partiría con usted”.
Yo también –continuó, ya sentado frente a mí, después de haber pedido permiso— me embarqué a los veinte años, pero no para Abisinia, sino para Hollywood. Tuve la suerte de formar parte, como ayudante de cocina, del “Angelita”, el velero más lujoso que jamás haya existido. Era una especie de palacio de Versalles flotante. Alfombras persas, auténticos gobelinos. Había hasta cuadros del Renacimiento. En la biblioteca, viejas cartas marinas e incunables sobre temas náuticos. La tripulación estaba formada por ciento veinte hombres de la Marina de guerra. Con nosotros viajaba una orquesta formada por los más famosos músicos del Caribe. La primera etapa fue Acapulco. No hubo belleza que no pasara por las fiestas que se dieron a bordo ni por las manos desdeñosas de Ramfis, que era el jefe del Estado Mayor de las Fuerzas Armadas dominicanas y un vividor que no tenía nada que envidiar a su cuñado, Porfirio Rubirosa. Mis padres, que eran de Moreda, emigraron a América cuando yo era niño. Solo tenían dos admiraciones en el mundo: una era Franco; otra, Rafael Leónidas Trujillo. El primero había reconstruido el país tras la guerra; el segundo, tras un terremoto todavía más devastador que el de Haití. Yo entonces tenía veinte años y me parecía vivir un sueño. La tripulación, claro, no participaba en las fiestas, pero de vez en cuando alguna belleza borracha se extraviaba por los pasillos y, bueno, yo entonces tenía veinte años. Ya en Los Ángeles me tocó la lotería. Quien se extravió por el interior del navío fue nada menos que Zsa Zsa Gabor, que tenía una aventura con el jefe, pero a la que éste ya no hacía demasiado caso porque andaba muy ilusionado con Kim Novak, otra rubia espectacular. De los crímenes del hijo y del padre yo entonces no sabía nada; tardé en saberlo. Una vez Ramfis fue a felicitar a los cocineros y a mí me dio la mano y una palmadita en el hombro; durante mucho tiempo estuve más orgulloso de ello que de haberme acostado con la actriz”.



Martes, 16 de febrero
LIBRE DE LIBROS

El mejor café, si no es con un libro recién llegado a mis manos, no me sabe a nada. Esta fría tarde de carnaval, en la que todo el mundo parece haberse disfrazado de hombre invisible, abro el número 700 de la colección Visor, de feo título, Filobiblón, y hermoso subtítulo: “Amor al libro”. Lo primero que escucho es una queja de José María Velázquez-Gaztelu que parece hacerse eco de las mías: “No sé dónde guardar los libros. Rebosan, se amontonan en las estanterías, encima de las sillas se doblan cuarteados. Aquí y allá, por todas partes libros y más libros inundando las mesas, reventando los cajones. En cualquier sitio hay libros. Alguien me sugiere selección rigurosísima, que tire la mitad, o casi todos, escasos como estamos de espacio para muebles o discos o cuadros que duermen escondidos, sin ver su luz la luz”.
De la segunda parte del poema –porque se trata de un presunto poema escrito presuntamente en verso, aunque yo lo copie en prosa— parece deducirse que no va a ser capaz de librarse del ahogo libresco: “Pero yo quiero a los libros: / los buenos y los malos, si los hay”.
Cuántas tonterías escribimos los poetas. Yo también amo los libros, pero eso no quiere decir que me sienta obligado a conservar todos los que llegan a mis manos. La mayoría se agotan en una primera lectura o una rápida hojeada, y a los otros de nada sirve conservarlos si cuando los necesito no puedo encontrarlos.
He hablado con varios libreros para que pasen por casa y me ayuden a hacerla más habitable. No siento pena por desprenderme de libros que alguna vez me hicieron feliz. Que vayan en busca de otras manos, de otros ojos. A mis libros los quiero libres.


Ya tengo la mejor biblioteca del mundo, sin necesidad de convertir mi casa en un almacén. Mi sección de fondo está en la biblioteca del Milán, a dos pasos. Para las novedades, tengo una biblioteca de mañana, que es la librería Cervantes; por la tarde, Ojanguren, que ya surtía a Clarín, y por supuesto Valdés, con su cordial trastienda. Y luego están los libros que me llegan sin solicitarlos a la redacción de la revista o a mi casa (estos, casi siempre de poesía y dedicados por sus autores, lo que plantea un problema adicional a la hora de desprenderse de ellos). No todas esas bibliotecas son gratis. En algunas tengo que pagar. Y lo hago con placer. El libro que me interesa nunca me parece caro. ¡Hace falta tanto trabajo, tanto esfuerzo, tantísima gente –autor, editor, corrector, impresor, mozo de almacén, distribuidor, librero— para que yo pueda disfrutar cada día escogiendo en la mesa de novedades el volumen que me va a proporcionar mi cotidiana ración de felicidad!



Miércoles, 17 de febrero
CELOS

En el patio de la Universidad, tras la conferencia de Darío Villanueva, me encuentro a un fatigado Antonio Masip. “¡La que habéis armado! –le digo— Pobre Ángel González…”
Qué historia más triste la de esa fundación con la que hicieron ilusionarse al poeta en los últimos tiempos, a pesar de que él no era hombre de fundaciones. Y qué historia más repetida. Siempre los herederos acaban tirándose los trastos en público. En el fondo, una historia de celos. Los amigos por un lado; el último gran amor, por el otro.
Pero quizá no se pierda nada con que se pierda esa fundación que serviría sin duda más para lucimiento de otros que para gloria del poeta.
Veo alejarse por el patio a Masip y siento haberle recriminado. Seguro que es el que menos culpa tiene.



Jueves, 18 de febrero
NI CONTIGO NI SIN TI

Esta fría tarde en el Rosal, junto a la cristalera anochecida y el habitual café, abro al azar Travesías vanguardistas, de Domingo Ródenas, y el primer párrafo que encuentro dice así: “En el camposanto de la historia literaria no todo son mausoleos y nichos con su lápida, también existe una fosa común anónima e innúmera. Las razones de que un escritor acabe ahí son múltiples y en ocasiones muy caprichosas, por ejemplo no elegir adecuadamente las compañías”. Cuenta luego la novelera historia de una escritora mexicana, Lucila Harmony, que sedujo a un viejo verde, Benjamín Jarnés, y firmaba con el nombre de una de sus heroínas, Paulita Brook. Nada me entretiene más que la chismosa erudición.
¿Encontró Ángel González las mejores compañías? Siempre se dejó querer por los amigos que le convenían, pero el amor no sabe de conveniencias. En los últimos tiempos, no podía vivir con Susana allá en el desolado Nuevo México, pero tampoco podía vivir sin ella en el amical y etílico Madrid. Esa fue su tragedia. Las dos mitades de su corazón parece que siguen siendo incompatibles.



Viernes, 19 de febrero
EN LOS PORCHES

“Cada mañana lo veo aquí en Los Porches, y siempre con libros distintos. ¿Tiene tiempo de leerlos todos? No acabé de contarle la historia de Ramfis. Me lo volví a encontrar en Madrid, en un bar en el que yo trabajaba de camarero. No había cambiado nada. Se le veía feliz acompañado de una dama espectacular. Me acerqué a saludarle. Se le iluminó la cara cuando le hablé de aquella travesía hasta California. Desde entonces habían ocurrido algunas cosas. Una noche Trujillo, vestido de blanco y con el pecho lleno de condecoraciones, se subió a su Cadillac para ir a visitar a su amante. Siempre le acompañaban dos guardaespaldas, pero aquella vez hizo un gesto para que se quedaran fuera. El chófer se extrañó. A unos diez kilómetros de la ciudad se dieron cuenta de que los seguían. En un cruce, el coche, se acercó a una distancia de diez metros y en ese momento se bajaron los cristales de las ventanillas. Varios hombres, armados con metralletas, se asomaron a ellas volcándose hacia el exterior y empezaron a disparar. El Cadillac aceleró, sin responder a los disparos. Uno de ellos reventó un neumático y el vehículo cayó por la cuneta. El chófer salió disparando. Trujillo también salió, sin acabar de creérselo, y en seguida fue abatido por los disparos. El capitán lo fue poco después, aunque finalmente salvaría la vida. A Trujillo le siguieron disparando después de muerto. Luego cargaron su cadáver en el coche y lo pasearon por la ciudad, como un trofeo de caza. Pero Ramfis, a pesar de aquella tragedia, seguía siendo un príncipe, como cuando seducía a las actrices de Hollywood. Al despedirse, me dejó como propina varios billetes de mil pesetas, que entonces eran una fortuna. Le puedo asegurar que en aquellos billetes, que me vinieron muy bien y me permitieron casarme, no había, o por lo menos no se notaba, ni una sola mancha de sangre”.

domingo, 14 de febrero de 2010

Línea roja: Donde tropieces y caigas

Domingo, 7 de febrero
SOY YO

Me sobresaltaron unos golpes en la puerta pasada ya la media noche, cuando estaba a punto de irme a la cama. “Abre, soy yo”, dijo una voz de mujer. “¿Y quién eres tú?”, estuve a punto de preguntar. No conocía la voz, no esperaba a nadie. Pero abrí. Y allí estaba, asustada, como huyendo de alguien, una mujer ni guapa ni fea, de unos treinta años, a la que no había visto nunca. “¿Puedo pasar?”, y antes de que tuviera tiempo de decir nada ya estaba dentro. Se sorprendió de los montones de libros que cubrían el suelo y las sillas, a veces en equilibrio bastante inestable. “Creí que vivías en una biblioteca, pero veo que vives en un almacén de libros viejos”, me dijo.
Para que pudiera sentarse quité los libros y periódicos viejos que había en una de las sillas y yo me senté en el rincón que dejaban libre en el sofá. El televisor, como es habitual, parpadeaba sin voz. “Espero que no te moleste que me quede a dormir aquí esta noche”. “¿Perdón?”. No acababa de creerme lo que había oído. Hablaba como si me conociera de toda la vida y yo estaba casi seguro de no haberla visto nunca.


“¿No me irás a decir que no te acuerdas de mí?”, se enfadó y por un momento me pareció que iba a ponerse agresiva. “¿Quién me mandará a mí meter locas en casa?”, pensaba yo.
Se puso a llorar y de inmediato me sentí conmovido. Soy incapaz de ver llorar a una mujer o a un niño. “Si es solo una noche…”, dije. Y fui a quitar los libros que ocupaban la cama del segundo dormitorio, que es el que utilizo para leer un rato después de comer. Dejó de llorar de inmediato y todo lo iluminó con su sonrisa: “Gracias”.
Me di cuenta entonces de que no llevaba con ella ningún equipaje, solo el pequeño bolso que las mujeres no abandonan nunca, ni siquiera en las situaciones más desesperadas.
“¿Quieres que te preste uno de mis pijamas?”, “No, no es necesario. Y puedes acostarte cuando quieras, ya sé que es tarde para ti. Yo me quedaré un rato, todavía no tengo sueño. “¿Qué estabas viendo? ¿National Geographic? En ese momento, en la pantalla sin voz, aparecía un paisaje que me resultaba familiar: la bahía de Nápoles, con el perfil de Capri al fondo y a un lado la silueta del Vesubio. Luego un edificio medio en ruinas, que surgía, como los palacios venecianos, de las mismas aguas, el palacio de Don’Anna. Le di la voz al televisor y escucho entonces que está lleno de espectros y que en su sótano, a media noche, se escucha todavía el canto de las sirenas que fundaron la ciudad. Yo lo escuché una noche, eso sí que lo recuerdo bien. Y me fui a la cama dispuesto a fantasear un poco antes de dormirme.
Dormí de un tirón y cuando me levanté resulta que la mujer –seguía sin recordar su nombre-- estaba en la cocina, había terminado de desayunar y había dejado el café y las tostadas listos para mí. Me dio un beso, repitió gracias y se marchó. Me asomé a la terraza. Abajo la esperaba un taxi.
Llamé a mi amiga Catarina y se lo conté todo. “¡Qué cosas te pasan! Más te vale que sea un sueño o una de esas historias tuyas de fantasmas, porque si no vas a acabar recibiendo un buen susto como sigas abriéndole a cualquiera la puerta de tu casa”.



Lunes, 8 de febrero
MILLONARIO

Cuando no sé qué leer, abro al azar uno de los tomos últimos de las obras completas de Baroja –esos que reúnen sus artículos y deshilvanados ensayos-- y vuelvo a escucharle divagar, disparatar, arremeter contra esto y aquello, y sé que no tardaré en quedar fascinado, como en las inacabables tardes de mi adolescencia. “Yo siempre he tenido tiempo de sobra”, le escucho afirmar. “Otras cosas me han faltado en la vida, sobre todo dinero y suerte, pero el tiempo me ha sobrado siempre a montones. He sido millonario de días, de horas, de cuartos de hora y de minutos”.
Yo, más que el dinero, que siempre he necesitado poco, he echado en falta el talento, pero el tiempo no. En eso he sido siempre millonario.


Martes, 9 de febrero
PANORAMA


Recuerdo perfectamente el primer paisaje que me fascinó de verdad. Era una vista del golfo de Nápoles, desde las colinas de Posillipo, con la redondeada copa de un pino en primer plano y el humeante volcán al fondo, que venía en la Enciclopedia Álvarez. Esta tarde encuentro en la librería del Campillín una colección de antiguas postales coloreadas a mano: Ricordo di Napoli. Despliego el cuadernillo sobre la mesa del café. En ese mar azul, en ese abigarramiento de cúpulas, callejuelas y palacios tenían cabida todas las aventuras. Veo la Stazione Maritima, con su elegante racionalismo de los años treinta, pero no encuentro la metálica cúpula de las Galerías. En su lugar está todavía el barrio que arrasaron tras la peste de 1884. También falta, en la plaza del Plebiscito, el edificio del café Gambrinus. Pero el café se inauguró en 1860. ¿De qué fecha es entonces esta fotografía? Parece que el panorama que despliego ante mí está formado por imágenes de distinta época, que esta ciudad, tal como yo la contemplo ahora, no ha existido nunca.
También el Nápoles por el que a mí me gusta pasear, de la mano del niño que fui, está fuera del mapa y del calendario. Cierro los ojos, escucho el sonido de la sirena, y otra vez, en el Molo Beverello, embarco para Capri o Ischia.


Miércoles, 10 de febrero
SÉ MENTIR

Me llama, desde Valladolid, un periodista de la agencia EFE para preguntarme por el libro de Emilio Alarcos, Eternidad en vilo, donde se recopilan algunos de sus dispersos estudios de poesía contemporánea. Al final, ya terminada la entrevista, me dice: “Creo que usted es extremeño”, “Sí, de Aldeanueva del Camino”, “Conozco el pueblo, está muy cerca de Hervás. Por cierto, de Aldeanueva del Camino cuenta Marañón una curiosa historia sobre el encuentro del rey Alfonso XIII, cuando visitó Las Hurdes, con un pastor que había estado en la guerra de Cuba”.
Desde el otro lado del teléfono, no nota mi sonrisa. Claro que conozco esa historia: la he inventado yo. Me divierte comprobar que circula como verdadera.
Me gusta jugar un poco con el lector distraído. En lo que escribo, casi todo lo que parece ficción, es autobiografía, pero en cambio casi todo lo autobiográfico resulta rigurosamente inventado.
Pero el lector atento no se confunde nunca. Sabe que todo es verdad, o lo que es lo mismo, literatura.


Jueves, 11 de febrero
LA SOLEDAD

Una vida enteramente razonable, ese es mi ideal. Un ideal que, afortunadamente, no alcanzaré nunca.
He recordado el nombre de la mujer que estuvo en mi casa. Pero nunca fue amiga mía. Pasó, hace algún tiempo, tres o cuatro veces por la tertulia. Eso es todo.
¿De qué huía? ¿Por qué vino a mi casa, en dónde no había estado nunca? No sé, no quiero saberlo, solo me interesa el comienzo de las historias. Me aburre llegar hasta el final, siempre decepcionante.
Me gusta decir lo que pienso con un poco de ironía para que todos piensen que pienso otra cosa.
Antes de dormirme, para no seguir dándole vueltas a la extraña visita, vuelvo a Baroja: “Yo he pasado muchas horas solo, no teniendo más entretenimiento que mirar por la ventana a la calle o a las nubes, a una carretera o a un descampado. Cuando el espectáculo es hermoso, no hace falta más para sentirse a gusto; cuando es feo, se puede inventar una pequeña fábula. Me he habituado a la soledad y ya no me pesa y a menudo me encanta, siempre que no perturbe, como cuando va unida al insomnio o al lumbago”.



Viernes, 12 de febrero
LA POSTERIDAD

“¿Recuerdas el cuento Enoch Soames, de Max Beerbohm?”, me preguntan en el Oriental, que es donde hoy me incorporo a la tertulia después de una charla en La Felguera. “Seguro que lo leíste en la Antología de la literatura fantástica, de Borges y Bioy Casares. Un escritorzuelo vanidoso, deseoso de conocer lo que dirá de él la posteridad, hace un pacto con el diablo y reaparece cien años después de su muerte para llevarse la sorpresa de que nadie lo recuerda. ¿Qué harías tú si tuvieras la certeza de que serás olvidado, olvidado por completo, después de tu muerte?”
Afortunadamente, a mí el diablo no me va a proponer ningún pacto de ese tipo, así que siempre puedo conservar alguna esperanza. Pero no conviene tener demasiada. La posteridad es un tribunal de segunda instancia que suele ratificar las sentencias de los contemporáneos, siempre que estas sean desfavorables. Hay excepciones, claro, pero son eso, excepciones. Y debidas solo a que el escritor murió joven, o inédito, y sus obras tardaron en darse a conocer. La regla general es que, si ahora te hacen poco caso, luego te harán menos.
Pero yo –ya sé que lo elegante es quejarse- no necesito que me hagan más caso que el poco que me hacen. Y en la posteridad que a mí me gusta, por suerte, no hay viudas, ni cantautores, ni fundaciones, ni políticos que busquen hacerse una foto. Solo unos pocos lectores, como ahora, que en una biblioteca o en el rincón de una librería encuentran un libro mío y lo hojean y quieren seguir leyendo. ¿Que serán pocos? ¿Y qué? A mí, después de muerto, un lector me basta para seguir vivo.



Sábado, 13 de febrero
EL ORO

“Parece que ahora solo lees relatos protagonizados por gente de sesenta años a la que le pasan cosas desagradables”, me escribe un amigo desde México. Sonrío. Precisamente acabo de comenzar la última novela de Philip Roth, que trata de un hombre de sesenta años, un actor de éxito, que de un día para otro pierde su magia y siente que el mundo está agotado.
Yo no estoy agotado y el mundo no ha perdido para mí aún su magia. Pero tengo miedo: sé que esa es la próxima estación. Mientras tanto, recuerdo un precepto antiguo: “Donde tropieces y caigas, ahí encontrarás el oro”.

domingo, 7 de febrero de 2010

Línea roja: Siempre ocurre lo inesperado

Domingo, 31 de enero
GOOGLE MAPS

Mañana pasearé por las calles de Burdeos y esta mañana ya lo hago en la pantalla del ordenador. Trazo mis itinerarios: busco la plaza de la Bolsa, la del Gran Teatro, la librería Laurenciers, en el muelle de la Harina, que me ha recomendado Valdés; llego hasta el calmo río… El hotel está cerca de la Place des Grandes Hommes, con su rara cubierta de invernadero, allí podré refugiarme si hace mal tiempo.


Dejo el ordenador y abro un libro de François Mauriac. En Burdeos me aguardan las sombras amigas de Goya y Moratín, pero es el minucioso cronista de las sórdidas pasiones provinciales el que más me atrae: “Las casas, las calles de Burdeos son los acontecimientos de mi vida. Cuando el tren aminora la marcha sobre el puente del Garona y a la luz del crepúsculo vislumbro enteramente el cuerpo inmenso que se estira y se desposa con la curva del río, busco los lugares señalados por un campanario, una alegría, un pecado, un sueño. Burdeos es mi infancia y mi adolescencia separadas de mí, hechas piedra. Su historia es la historia de mi cuerpo y de mi alma”.
Para mí no hay nada más grato que recorrer una ciudad llena de historias, pero al margen de mi historia. Es como estrenar el mundo.


Lunes, 1 de febrero
LA DESCONOCIDA DEL RESTAURANTE

Había estado trabajando toda la mañana en el pequeño huerto que tengo detrás de casa, luego me duché, me cambié de ropa y cogí el coche para irme a comer al restaurante de Darío, en el centro del pueblo. Los fines de semana suele haber bastante gente y también los miércoles, día de mercado, pero hoy estaba casi vacío: una pareja a la que conocía de vista, a la que saludé con un gesto, y una mujer que comía cerca de la ventana que daba a la plaza. Yo me senté en mi mesa favorita, en la otra esquina, y mientras esperaba que me sirvieran no pude dejar de ojearla. No era ni muy guapa ni muy joven, pero era –no sé si me explico bien— confortable. Daba la impresión de que era capaz de hacer la vida más fácil a todo el que se moviera cerca de ella. Me habría gustado encontrar algún pretexto para entrar en conversación, pero antes de que pudiera decidirme hizo un gesto al camarero, pagó la cuenta y salió a la calle. Le pregunté a Darío, que en aquel momento salía de la cocina, si sabía algo de ella. “No la he visto nunca; tampoco parece que tuviera ganas de hablar”, me dijo.


Últimamente ando algo bajo de ánimos. No hay ninguna razón para ello, pero voy a cumplir sesenta, vivo solo, y cosas que hasta ahora habían ocupado buena parte de mi tiempo han comenzado a dejar de interesarme. He recorrido medio mundo, pero ahora me cuesta coger el coche si no es para comer en algún restaurante cercano. Sigo comprando libros, como siempre hice, pero ya no abro los paquetes impaciente nada más recibir un nuevo envío. Ahora quedan sin abrir a veces durante semanas. Las mujeres nunca me han interesado mucho. Me casé porque todo el mundo lo hacía y me divorcié luego sin demasiada pena, aunque un poco fastidiado por tanto engorro.
Ahora que no lo soy puedo decir sin equivocarme que durante los últimos años he sido feliz. Mi casa está bastante aislada, desde la ventana del dormitorio y desde la terraza veo el mar, tengo un pequeño huerto y una gran biblioteca, relativamente buena salud, nadie que me moleste, ¿qué más puedo pedir? Y de pronto fue como si los alimentos dejaran de tener sabor, como si el mundo entero, y con él mi pequeño paraíso, se volviera insípido.
Cuando salí del restaurante, me puse a pasear por el pueblo con la secreta esperanza, con la absurda esperanza, de volver a ver a aquella mujer. Una mujer, lo repito, que no tenía nada especial. No la encontré, por supuesto. Tampoco me detuve a hablar con nadie. La verdad es que tengo poca capacidad de hacer amigos. Llevo viviendo en este pueblo más de diez años y, salvo la asistenta, son muy pocas las personas que han estado en mi casa y yo no he estado de visita en ninguna casa. Hasta ahora no había echado de menos esa falta de vida social, todo lo contrario. Mi aislamiento era voluntario y formaba parte de mi felicidad. Y ahora, de pronto, sin saber por qué, comenzaba a pesarme. Debe de ser porque voy a cumplir sesenta años.
Di una vuelta por el pueblo, respondí al saludo de unas cuantas personas, entré en la iglesia (no a rezar, sino porque me gusta su penumbra silenciosa y una imagen de San Roque con su perro), me demoré cuanto pude, esperando no sé qué, y luego cogí el coche y volví a casa. Siempre me ha gustado volver a casa, yo creo que muchas veces si salía a dar una vuelta era solo para disfrutar con el regreso. Pero esta vez no. Esta vez volvía inexplicablemente apesadumbrado.
Iba tan abstraído en mis pensamientos que hasta que no detuve el coche no me di cuenta de que había alguien a la puerta. Se había dado la vuelta al oírme llegar. Su gesto era de impaciencia, como si hubiéramos tenido una cita y yo me hubiera retrasado más de la cuenta. Pero no teníamos ninguna cita. O sí. Porque aquella mujer era precisamente la desconocida del restaurante. Pero ahora, mirándome con gesto de enfado, no tenía un aspecto confortable, sino más bien amenazador.


Martes, 2 de febrero
EL LOBO

Antes de dormirme, me gusta contarme historias. Siempre digo que detesto las novelas, pero en mi cabeza he escrito cientos de novelas en las que yo, algo retocado, soy el protagonista. Supongo que a todos los adolescentes les habrá ocurrido lo mismo. Y yo sigo siendo un adolescente. Ayer, como no me sentía con ánimos para hablar de lo que me había pasado, traté de poner por escrito la última de esas historias, la que me ayudó a soportar la noche del domingo.
“¿Pero no estabas en Burdeos?”, me pregunta Ana Vega cuando me encuentra en el Rosal, hojeando un libro, escuchando música, viendo pasar la gente.


No, no estoy en Burdeos. El domingo, en el cine, a mitad de la película comencé a sentirme mal. Salí al baño: todo se oscureció de pronto. Un buen susto.
Alguna vez vendrá de verdad el lobo, pero esta vez parece que ha sido una falsa alarma. Ayer me creía morir y hoy recupero mis costumbres, lo que es para mí la mayor felicidad.


Miércoles, 3 de febrero
CALVIN KLEIN

En las noches de insomnio, me cuento historias, o pienso en los lugares en los que me gustaría vivir. En el monasterio de Novy Dvur, en la República Checa, por ejemplo. Nunca he estado allí, pero me fascina en las fotografías su geométrica simplicidad, el claustro de bóvedas suspendidas, sin columnas, su elegancia sigilosa. Es un monasterio cisterciense construido en el 2004. La abadía de Sept-Fons, en Borgoña, decidió fundar un nuevo monasterio y buscaron el arquitecto contemporáneo que mejor se adecuara a los preceptos enumerados por San Bernardo de Claraval. Y lo encontraron en John Pawson, famoso por sus minimalistas diseños de las tiendas de Calvin Klein.
No estaría mal retirarse a descansar un tiempo en ese monasterio. Unos frailes que descubren en una tienda de lujo al arquitecto capaz de dar forma actual a los ideales cistercienses seguro que resultarían compañeros interesantes. Pero de lo que yo necesito descansar un tiempo es de mí mismo y me temo que, vaya donde vaya, me llevaría conmigo.


Jueves, 4 de febrero
AÚN NO

Uno está seguro en su casa, en su mundo, y de pronto llaman a la puerta. Ese es siempre el comienzo de las historias que me gusta contar. Abro la puerta a una desconocida y todo cambia. Acaba la tranquilidad, comienza quizás la verdadera vida.
De sobra sé quién será la última visita. Este domingo, por un momento, pensé que era ella quién llamaba. Pero todavía no…


Viernes, 5 de febrero
UNA NOCHE DE INVIERNO

“Qué triste hacerse viejo y vivir y morir solo”, oigo decir en una mesa cercana de Los Porches. Ahora todo el mundo me parece que habla de mí. Pero yo me defiendo recordando una enternecedora historia familiar. La cuenta Mauriac, que amaba tanto a su provincia natal que no la soportaba.
----Un muchachito va una noche a buscar al médico porque su abuelo está enfermo. Se pone en marcha en un cabriolet, en mitad de la noche de invierno, por el camino lleno de baches. Para llegar a la alquería se ha de seguir una vereda de arena en plena oscuridad. A unos cuantos metros de la casa, el doctor ata su caballo a un pino y avanza de puntillas. Sorprende el alboroto de las risas, de las canciones en dialecto, de las botellas descorchadas, todo el estallido de una alegría inmensa porque el viejo se ha muerto. Pero el muchacho, corriendo, da la alarma. En un segundo, los llantos suceden a las risas, las canciones se cambian en gritos y lamentos.
“A los campesinos –escribe Mauriac— no les gusta que sus ascendientes, cuando llegan a cierta edad, duren demasiado. Solo llaman al médico a la cabecera del viejo para guardar las formas y cuando están seguros de que esa visita será la última”.


Sábado, 6 de febrero
UN ARTE DE VIDA

“Es una lástima que no seas creyente –me dice una amiga-, porque tú podrías haber sido un monje perfecto”.
Sonrío, pero la verdad es que el tipo de vida que a mí me habría gustado llevar, y el tipo de persona que me habría gustado ser se parece bastante al de un orensano que vivió casi toda su vida en el monasterio de San Vicente, aquí en Oviedo.
Una celda llena de libros es todo lo que necesito para ser feliz. Pero una celda que no sea un lago estancado, sino un río. Libros nuevos que entran cada día, toda la novedad de las prensas del mundo, y libros que salen para la biblioteca del monasterio, para las librerías de viejo o directamente para el reciclaje. Y no tener que preocuparme de la vida práctica. Solo leer y comentar lo leído, y discutir con este y con aquel, y arremeter incansable contra oscurantismos y sinrazones.