Sábado, 15 de abril
TRAUMAS DE INFANCIA
La
Semana Santa nunca me ha resultado simpática, pero no por motivos religiosos.
Me fascinan las historias de extraterrestres, aparecidos, milagros, sábanas
santas y demás parafernalia. Lo que nos hace humanos es precisamente la
capacidad de inventar quimeras y luego ser capaces de morir y de matar por
ellas.
A mí las procesiones nunca me han
molestado, al contrario que a mi amigo José Luis Piquero (claro que él vive en
Andalucía). Si la Semana Santa despierta en mí malos recuerdos es porque,
cuando yo era adolescente, no había cine ni música, estaba prohibido divertirse
(cosa que nunca me ha interesado mucho, la verdad), no había clase (cosa que sí
me divertía) y además cerraban la biblioteca pública durante durante un tiempo
que se me hacía interminable. Entonces solo se podía sacar un libro al día;
para el fin de semana yo dejaba los más voluminosos (novelones de Galdós o
Tolstoi), pero un libro que me durara tanto tiempo como duraba la Semana Santa no
lo había.
Y yo no tenía dinero para comprar nada ni conocía a
nadie que me pudiera prestar la lectura que me interesaba. O sea que la Semana
Santa era para mí verdaderamente un tiempo de ayuno y abstinencia. Con qué
alegría esperaba yo que el presunto muerto resucitara y todo volviera a la
normalidad.
Algo del
resquemor de entonces me llega todavía ahora que tengo casi todos los libros
del mundo a mi alcance. Pero guarde el trabajo que guarde para estas fechas,
siempre me sigue sobrando tiempo.
¿Y por qué no aprovechas para ir de
vacaciones a algún sitio?, me preguntan. Pero si hay algo que detesto tanto o
más que la Semana Santa son las vacaciones. Otro trauma de infancia, de
cuando pasaba los veranos en el pueblo y en seguida se me acababa todo lo que
había llevado para leer. Desde que pude tomar decisiones por mi cuenta no he
ido jamás de vacaciones a ninguna parte. Solo de pensar en ir de vacaciones ya
me pongo de mal humor. Todos mis viajes son de trabajo. Para poder pasar unos
días fuera de casa, aunque sea en Venecia, necesito inventarme un pretexto
laboral. Afortunadamente tengo mucha imaginación y si me apetece ir a un sitio
(siempre a una ciudad, soy alérgico a la naturaleza sin aditivos) no tardo ni
un minuto en encontrar un buen pretexto.
Lunes, 17 de abril
AHORRA O NUNCA
De pronto me vuelve la vieja angustia del tiempo de
Semana Santa. Estoy trabajando tranquilamente en mi despacho del Milán y se me
ocurre consultar un libro que sé que tengo desde hace tiempo. Lo
busco, no lo encuentro (algo menos habitual de lo que podría pensarse al
conocer mi despacho y mi casa) y no me importa porque también lo tienen en la
Biblioteca de la Facultad: en ella no hay problemas para encontrar nada. Me sorprende que no esté abierta. Y entonces caigo en la cuenta de que,
aunque es lunes y solo es fiesta en Avilés y Cataluña, la Universidad está
cerrada a cal y canto, dicen que para ahorrar. ¿Para ahorrar? ¿Y por qué no la
cierran el resto del curso y nos apuntamos todos a la universidad a distancia?
Nuestras
cabezas dirigentes parecen haber olvidado que una universidad no es una
guardería, que aunque no haya clases los centros tienen que estar abiertos
(sobre todo las bibliotecas) porque profesores y alumnos siguen con su trabajo.
Pero, en fin, hay que ahorrar (y a la vez a unos cuantos profesores mayores de
sesenta años se les paga para que se queden en casa y no trabajen).
Afortunadamente,
la Semana Santa de ahora no es como la de antes, ya no cierra el país para que
todos nos dediquemos a llorar la muerte de Cristo. No cierra el país, aunque
cierre la Universidad de Oviedo durante una semana de fraile, o sea, de
bastante más de siete días. (El libro que buscaba lo encontré digitalizado en
Google Books.)
Martes, 18 de abril
SUGERENCIAS AL DIRECTOR
El estreno del documental
Un lugar propicio a la felicidad no
resultó tan incómodo como me esperaba, aunque el mediometraje de Marciano
Martín Manuel sí respondiera con creces a mis expectativas.
Fue como si no
hablara de mí y como si no estuviéramos en un estreno, sino en una sesión de trabajo.
Me entretuve anotando las sugerencias que haría para el montaje definitivo: 1/
eliminar unos quince minutos, de modo que no supere la media hora, 2/ un
tratamiento distinto de las abundantes fotografías (no colocarlas sobre un
marco de hojas u de otro tipo, sino que ocupen toda la pantalla y darles vida y
movimiento acercándonos a uno u otro detalle), 3/ eliminar la cabeza del
protagonista niño que bailotea sobre la
imagen de la fuente de la Pista, 4/ ponerles voz a los haikus que aparecen
acompañados de los dibujos de Alicia Varela (uno de los mejores momentos del
documental), 5/ volver a grabar ciertas intervenciones en que el protagonista
comete algún error (habla del premio Ángel González en lugar del Emilio
Alarcos).
Todo lo anoté minuciosamente. Espero que el director y
guionista tenga en cuenta algunas –si no todas– de estas observaciones en el
montaje definitivo. El estreno en Avilés no fue más que un emocionante
preestreno para amigos y familiares que, si me perdonan a mí mis defectos, con
más razón se los perdonaron –salvo algún poeta joven que aún no ha aprendido a
disimular– al laborioso y esforzado documental.
Miércoles, 19 de abril
ENCUENTROS Y DESENCUENTROS
Miro a un lado y a otro
de la gran mesa del comedor de gala y le digo al poeta Constantino Molina, que
se sienta a mi lado: “Aquí hay por lo menos diez escritores de cuyos últimos
libros he hablado y no demasiado bien. Tendré que tener cuidado de que no me
pongan nada raro en la bebida. Allá está Bonet, ahí enfrente Javier Gomá…”
Aunque la mesa es ancha y yo hablaba casi al oído de mi
acompañante, el director de la fundación March enseguida notó que me refería a
él: “¿Eres José Luis?”, dijo. Y yo, temiéndome lo peor: “Sí, sí, luego al final
si te parece hablamos”.
Y hablé con él y con Sergio Vila-Sanjuán, que me confesó
que había encargado la reseña sobre El
arte de quedarse solo para el suplemento de La Vanguardia antes de leer lo que yo había escrito sobre su última
novela: “Te voy a ser sincero: si lo
hubiera leído, no la habría encargado. Dudé mucho en publicarla y, si al final
me decidí, fue por el autor, Miguel Barrero, no por ti”. Pero estas cosas me las
dijo sonriendo.
Javier Gomá estaba muy al tanto de lo que había escrito
sobre él. Y no es de extrañar, cuando los elogios son unánimes (el propio
Alfredo Martínez, jefe de Protocolo, me dijo que había leído su último libro, La imagen de tu vida, mientras volvía
del viaje a Japón con los reyes y que le había entusiasmado), que destaque
quien pone algún reparo. Y no un reparo minúsculo: todo el razonamiento del
autor, toda su filosofía, parte de un sofisma que, a mi entender, sirve para
encubrir un axioma de carácter religioso.
“Te agradezco la atención que me has dedicado, pero te
puedo desmontar fácilmente tus reparos”, me dice con su mejor sonrisa. Habla
tan bien como escribe y se nota que está acostumbrado a deslumbrar a los
interlocutores. “Confundes ejemplo y ejemplaridad”, me dice, “Cuando quieras lo
debatimos, en público o en privado”. “Mejor en público, en privado cada uno
habla para sí mismo, en público hay personas ajenas a las que convencer”, le
respondo. Pero de sobra sé que esa ocasión no llegará.
Veo dar vueltas, solitario, desentendiéndose de unos y de
otros, a un envejecido Pere Gimferrer. Le leo desde 1970, cuando compré su
libro Poemas 1963-1969, publicado en
la colección Ocnos. Desde entonces creo que he leído todo lo que ha publicado y
que he hablado por escrito de la mayoría, o la totalidad, de sus libros de versos
(y de algunos otros).
Como más de una vez he dicho que toda su poesía que vale
la pena está en ese volumen de hace casi medio siglo, no sé si le alegrará
mucho que me presente. Lo hago, sin embargo. Me mira un momento y luego, como
si llevara una ficha preparada, se pone a enumerar todo lo que he dicho de su
poesía.
––De Rapsodia –concluye–
no hablaste del todo mal, hubo algún poema que te gustó. También te gustaron
varios de No en mis días. El poema
con el que más te ensañaste le entusiasma a Caballero Bonald (y yo no pude por
menos de añadir: “No me extraña”), pero tenías razón en lo del traghetto a la
Academia, aunque hay dos traghettos cercanos, pero no en que con lo de “ridi, pagliaccio,
e la giubba infarina”; no me refería a la ópera de Leoncavallo sino a un
artículo de Haro Teglen que la citaba refiriéndose a Chávez; de ahí lo de
“vivimos una noche de cariátides, / solemne, pero bufa y sanguinaria”. En mi
poesía es muy importante la crítica política, aunque tú no sepas verlo.
Cuando termina de leerme la ficha de sus reparos a mis
críticas, se aleja sin despedirse. A mí me alegra de haberle dado ocasión de
decirme todos los reproches que guardaba, en algunos casos desde hace veinte o
treinta años. Es un genio, algo descacharrado, pero un genio.
Me doy la vuelta y veo que Xuan Bello (que se mueve por
estos salones como el más consumado palaciego, aunque asiste por primera vez)
aprovecha un instante en que el rey parece quedarse solo para acercarse a él y
decirle: “Perdone, señor, tengo un recado para usted. Me ha encargado Graciano
García que le diga que le quiere mucho”. El rey sonríe y responde: “Yo también
le tengo mucho cariño. Y le estoy muy agradecido. Siempre me está enviando
citas, por si me pueden ser útiles para mis discursos, y también poemas”.
Jueves, 20 de abril
RETORNO A MAX AUB
En la sede del Cervantes,
Juan Manuel Bonet inaugura una exposición sobre Max Aub comisariada por Juan
Marqués. Más Aub fue un autor que me interesó mucho un tiempo. Recuerdo que en
1969 le dediqué uno de mis primeros artículos: “Breve noticia de Max Aub con
motivo de su vuelta a España”. Por entonces era un escritor mitológico, como
tantos exiliados, al que admirábamos sin poder leerlo. Me fascinaban sus
juegos, como el de aquel pintor apócrifo, que engañó a tantos. Se me ocurre
ahora que el modelo de Jugar con fuego no fue Pessoa, al que
conocí más tarde, sino Max Aub. Luego me resultó un escritor esforzado y
trabajoso y me fui desentendiendo de él. Ahora en esta exposición descubro otra
de sus bromas, las falsas noticias de El
correo de Euclides, y vuelve a entusiasmarme.