lunes, 27 de enero de 2014

A buen entendedor: Cuanto más te conozco


Sábado, 18 de enero
HISTORIAS DE LA NOCHE

Generalmente duermo bien, de un tirón, sin sueños, y me despierto como recién nacido. Pero de vez en cuando hay excepciones. Yo, que tiendo a mirarlo todo desde el lado optimista, pienso que esas ocasionales malas noches sirven para que aprecie más las otras, para que las aprecie como un don, como un reiterado regalo y no mera rutina fisiológica. También las malas noches me permiten tener algo que contar. La felicidad no tiene historia o, si la tiene, es mortalmente aburrida.
            La pasada noche tardé en dormirme y cuando lo hice alguien abrió la caja de Pandora y comenzaron a revolotear a mi alrededor viejos fantasmas que me susurraban historias que creía olvidadas para siempre. Creo que no llegué a dormirme nunca del todo, o quizá sí estaba dormido cuando oí una voz lastimera que me llamaba. Me levanté sin pensarlo dos veces, me vestí y salí a la calle. El frío de la noche me hizo reaccionar. “Pero ¿adónde vas?”, me dije. Caminaba muy deprisa, más de lo habitual, como si fuera con urgencia a alguna parte. No iba a ninguna, pero de pronto me apetecía caminar. Quizá así me entrara el sueño y pudiera luego dormir bien, sin incómodas telarañas. En la calle de La Luna se abrió un antro de mala muerte (a cuya puerta siempre me encuentro los desechos del fin de semana cuando cada mañana de domingo me dirijo hacia el Fontán) y una mujer desdentada, muy atrozmente maquillada, me invitó a pasar. Al fondo de la escalera se adivinaba un barullo de música, humo y luces agrias. La mujer me había agarrado del brazo y me empujaba dentro. Me costó librarme de ella. Me alejé de allí rápidamente. “¿No te acuerdas de mí?”, me gritó. “Creí que estabas muerta”, le respondí desde lo alto de la calle. Llegué hasta la plaza de la catedral, que me parecía inmensa a aquellas horas, y luego descendí por la calle del Águila. En la esquina con Jovellanos había un tipo con mala pinta. Me asusté un poco, pero ya estaba demasiado cerca como para retroceder. Aceleré el paso. Me miró al pasar y yo creí reconocerle. De pronto echó a andar tras de mí. Yo me quedé quieto y le hice frente. No sé de dónde me vino el valor porque soy la persona más asustadiza del mundo. Le reconocí de inmediato, habíamos sido los mejores amigos del mundo, pero luego cada uno siguió su camino. Y ahora, después de treinta años, volvían a cruzarse en una noche fría de enero en la que yo no sabía muy bien si estaba dormido o despierto. Sigo sin saberlo en la tarde del sábado cuando escribo estas líneas en medio del doméstico ajetreo de Los Prados. Creo recordar que bebimos algo, que volvimos juntos a casa, que le escuché algún reproche (“conmigo no te portaste bien”), que luego dormí profundamente, que me levanté tarde, que no había ninguna señal de que nadie más hubiera estado en casa. Los viejos fantasmas habían regresado al sótano y yo me apresuré a dar otra vuelta más de llave a la cerradura. A veces pienso que soy yo mismo quien los dejo salir de tarde en tarde solo para darme el gusto de tener algo que contar. La felicidad carece de historia.


Domingo, 19 de enero
OTRA HISTORIA

Comienzo a ver La gran belleza, la película de Sorrentino estrenada tardíamente en Oviedo, y de inmediato siento que vuelvo a casa, a una de mis casas dispersas si no por todo el ancho mundo. Son las doce de la mañana de un día de verano. Estoy en el Gianicolo. Escucho el disparo del cañón que suena siempre a esa hora, la ciudad entera en torno mío. Sobre una terraza cercana ondea una bandera conocida. Ahí está la embajada y, muy cerca, la Academia de España, donde me he alojado algunas veces, las suficientes para hacer que este barrio de Roma sea también mi barrio. La habitación daba en unas ocasiones al jardín y a la huerta del convento cercano; me despertaban los pájaros “con su cantar suave, no aprendido”, como en el poema de Fray Luis; en otras, al claustro que separa la Academia de la iglesia de San Pietro in Montorio. Delante de mí, tenía el tempietto, casi podía tocarlo con la mano.
            Cuando Jep Gambardella lo visita en la película, hay una niña escondida en la cripta; la madre la llama a gritos. No sé qué sentido tiene esa escena; quizá ninguno, como tantas otras. Son solo un pretexto para mostrar lugares hermosos de Roma.
            De todas las veces que he estado en ella, pocas veces he disfrutado tanto de su magia como esta tarde en el cine. Yo también, como el protagonista, he visitado intrincados palacios cerrados al público, pero en mi caso no fue porque me los mostrara ese inverosímil hombre de confianza de las viejas princesas que guarda todas las llaves, sino porque uno de mis viajes coincidió con un día de puertas abiertas de monumentos habitualmente cerrados.
            La película de Sorrentino hay que verla como quien escucha un bonito cuento, adormecido cualquier espíritu crítico. ¿Qué periodista es ese Gambardella que una vez escribió una novela y puede vivir en un ático fastuoso frente al Coliseo? El cuento de hadas de Vacaciones en Roma resulta más creíble que esta pretenciosa denuncia del vacío de la sociedad contemporánea. Pero qué importa eso. Vuelvo a pasear por el Lungotevere, la melena de la larga hilera de plátanos inclinada sobre las aguas del río; vuelvo a escuchar, al igual que aquel amanecer, el incesante y fresco rumor de la fontanona, de la Fontana Paola… Como en el poema de Alberti “las campanas del Transtevere / van y vienen por mis sueños”. Aunque solo lo hicieran una noche, quizá la única noche de mi vida que pasé despierto y feliz deambulando por la ciudad, subiendo luego hasta el Gianicolo para ver amanecer: “Solos tú y yo en el mundo, cogidos de la mano / por el Campo dei Fiori. Solos tú y yo en el mundo / por Via del Babuino, por el Corso, al pie / del viejo Arco de Tito, bajo las rotas bóvedas / del Foro de Trajano…”
            Pero esa es otra historia. Que recordar no quiero. Y que olvidar no puedo.


Martes, 21 de enero
EL ENEMIGO ACECHA

El azar es un buen asistente, siempre dispuesto a ofrecerme la lectura adecuada en el momento oportuno. Antes del café de la tarde paso por la librería del Campillín porque no me apetece la compañía de ninguno de los libros recién llegados. Me llama la atención Carta a mi madre sobre la felicidad, de Alberto Bevilacqua. ¿Es una novela? Si es una novela, no me interesa, salvo que sea una obra maestra; si es un texto autobiográfico, me interesa mucho, aunque sea una obra menor.
            No es una novela, sino una kafkiana historia verdadera. Los hechos son los siguientes: un divorcio problemático y las intimidades del caso que acaban haciéndose públicas; una mujer que se presenta en una comisaría con la inverosímil denuncia de que Bevilacqua, el conocido escritor, el director de cine, el incansable polemista, es nada menos que “el monstruo de Florencia”, un asesino en serie que ejecutaba a las parejas mientras hacían el amor en el interior de un coche; una periodista que decide hacer caso a la denunciante y se dedica a propagar las acusaciones contra el escritor y a confirmarlas con fragmentos de sus obras que, en su opinión, dejan a las claras su carácter sádico. Y por si todo eso fuera poco, el teléfono que suena continuamente con amenazas de muerte, llamadas a la puerta a altas horas de la noche, el gato del escritor que aparece con la cabeza aplastada en la calle… Me interesa esta absurda historia verdadera; me interesan mucho menos los edulcorados recuerdos de infancia, el retrato idealizado de la madre, las recetas para ser feliz en medio del mayor infortunio.
            ¿Cómo puede un escritor transformarse de pronto para la opinión común en el más célebre asesino de la Italia contemporánea? El “perverso mecanismo” que permite esa metamorfosis se explica así: “Al principio hay una mujer de treinta años, odontóloga genovesa, que escribe poesías y me pide opinión sobre ellas. Son situaciones engorrosas con las que suelen encontrarse los escritores… El escritor recibe a la mujer en su casa ‘durante media hora’, como ha explicado a los magistrados. La mujer dice que se acostaron y que él le confesó ser ‘el verdadero monstruo’, pero sin llegar a especificar que era ‘el monstruo de Florencia’. En ese momento aparece en escena la otra mujer, que es periodista y dirige un seminario”.
            No importa que la policía no encontrara convincente la acusación ni que contra la acusadora se iniciara un proceso por calumnias; la periodista está dispuesta a explotar al máximo esa noticia.
            Leo el libro de Bevilacqua saltándome los pasajes líricos; solo me interesa la historia del falso culpable, que hace realidad una de mis más recurrentes pesadillas. En el principio hay siempre una mujer, un determinado tipo de mujer: “Se ponen en contacto manteniéndose al principio en el anonimato, para lo cual utilizan un diminutivo o un pseudónimo. Escriben mensajes y cartas, a veces también poemas, en los que reflejan sus obsesiones, sus manías y sus ardientes fantasías. Las cartas llegan primero por correo. En un segundo momento, las depositan furtivamente en el buzón o bajo el felpudo. Por último, la mujer se presenta de pronto en la puerta”.
            La actuación de estas presuntas admiradoras se manifiesta siempre en tres fases: la del intento de captura; la del despecho, si no consiguen su objetivo; la del rencor y el odio, cada vez más acentuados y vengativos, hacia la persona antes idealizada.  
            Yo hasta ahora he sabido dar un salto atrás a tiempo, no me he dejado enredar por ninguna telaraña. Pero uno se va haciendo viejo y cada vez se acentúan más la vanidad y el miedo a la soledad, cada vez me vuelvo más vulnerable. El enemigo acecha. En las noches de insomnio oigo su respiración anhelante. Pero yo sigo en guardia. De momento solo logra derribar la puerta en mis pesadillas.


Miércoles, 22 de enero
LA RUTINA DE LA RESURRECCIÓN

Deprisa, deprisa. Me gusta que con los años el tiempo se acelere. Antes cada curso duraba, como el embarazo, nueve meses; ahora dura apenas cuatro. Mañana otra vez cambian las caras de los alumnos, las asignaturas, los horarios. Esa expectativa me tiene todo el día de buen humor. El comienzo de curso se relaciona siempre para mí con el mito de la resurrección; el tiempo lineal se vuelve circular, todo recomienza y yo participo un año más de ese nuevo comienzo.
            Me gustan tanto las rutinas que hago colección de ellas. En el paraíso que yo me imagino todos los días son iguales y ninguno está repetido.


Jueves, 23 de enero
SILENCIOS ESCOGIDOS

En el libro de aforismos de José Mateos, que acabo de recibir, encuentro este: “Cuando hablo de mí mismo, me oculto. Solo hablo de mí cuando hablo de los demás”.
            Por eso yo me paso la vida hablando de mí mismo. Para esconderme mejor.


Viernes, 24 de enero
POR NADIE

“¿Pero es que a ti nunca te han roto el corazón?”, me pregunta mi amigo Luis cuando yo trato de frivolizar un poco con sus cuitas amorosas. “¿Y qué fue lo más duro que te dijeron en una ruptura?”, añade. Sonrío. Yo no hablo de esas cosas. Que me cuente si quiere sus problemas que yo no pienso contarle los míos. Pero recuerdo perfectamente lo que me dijeron. Y todavía me duele: “Cuanto más te conozco, menos me gustas”. Quizá por eso desde entonces no me dejo conocer por nadie.


lunes, 20 de enero de 2014

A buen entendedor: El orgullo de ser español


Sábado, 11 de enero
CAMINOS FORESTALES

No conoceremos a nadie mientras no sepamos cuál es su idea de la felicidad. Por eso me gustan los libros en los que el autor comienza tratando de precisar la suya. Para Logan Pearsall Smith la felicidad está al alcance de la mano aunque resulte inalcanzable: “Los jugadores de críquet en el parque, los campesinos recogiendo el heno al sol del atardecer, las pequeñas barcas que navegan empujadas por el viento, todas estas cosas crean en mí una ilusión de felicidad, como si un reino de placer luminoso, un fragmento del paraíso perdido, estuviera oculto no en mares lejanos o tras montañas inaccesibles, sino en un valle cercano. Ciertos caminos forestales cubiertos de hierba parecen llevar allí; los pájaros del bosque hablan de ello entre los árboles”.
            También yo, en mis paseos solitarios, he creído a veces entrever ese valle. Afortunadamente nunca he llegado hasta él. Por eso lo sigo buscando y esa búsqueda es lo más parecido a la felicidad que encontraré nunca.


Domingo, 12 de enero
REPETICIONES Y VARIACIONES

“Perdona que te lo diga, pero hace tiempo que he dejado de leerte. Te repites mucho”, me reprocha un conocido al que le acabo de comentar, no demasiado favorablemente, un libro inédito de poemas.
            Hablamos luego de otras cosas, pero cuando vuelvo a casa no dejo de pensar en esas palabras. De sobra sé que las dijo solo para fastidiarme, un tanto molesto por mis observaciones a sus versos. No por ello deja de tener razón. Me temo que me he convertido ya en uno de esos ancianos que repiten una y otra vez las mismas anécdotas. ¿Cuántas veces habré contado en la tertulia esta o aquella aventurilla erótica (siempre frustrada) de Víctor Botas? ¿Cuántas aquel rocambolesco primer viaje a París cuando todavía en la aduana registraban el equipaje en busca de libros prohibidos? La única disculpa es que los contertulios se renuevan y siempre hay alguno que escucha las viejas historias por primera vez.
            ¿Se renuevan también los lectores? No estoy yo tan seguro. Pero no todos tienen la buena memoria de aquel amigo que un día, cuando yo comencé a recitar un poema de Li Po (“¿Cuánto podrá durar para nosotros / el disfrute del oro, la posesión del jade?”) lo terminó él diciéndome que, por favor, no lo repitiera más porque en la tertulia todo el mundo había acabado sabiéndoselo de memoria.
            “Lo mismo de siempre” tituló un crítico su reseña de una obra de Somerset Maugham y él, aceptando el reproche, usó ese título para su siguiente libro. En el prólogo anota con melancolía: “Llega un momento (si el escritor es lo suficientemente imprudente como para vivir hasta una edad madura) en que advierte que los lectores se alejan de él con cansancio. Demostrará sensatez si se da cuenta de que, habiendo dicho todo lo que tenía que decir, le toca resignarse a guardar silencio”.
            Pues yo no pienso resignarme todavía. A fin de cuentas, la repetición también tiene su encanto. De repeticiones y variaciones está hecha la música. Y también la literatura. Y mi vida, y cualquier vida.


Lunes, 13 de enero
HABLA EL GATO DE WISLAWA SZYMBORSKA

“Hay cosas que uno no se merece. ¿Qué puede hacer un gato en un piso vacío? Restregarse contra los muebles, subirse por las paredes. Nada ha cambiado, pero nada es como antes. Nada ha cambiado de sitio, pero nada está en su sitio. Anochece y nadie enciende la luz. Se oyen pasos en la escalera, pero nadie abre la puerta. Alguien estaba aquí desde siempre, y de repente desapareció y se empeña en no estar. He buscado en los armarios, he recorrido los estantes, incluso he roto la prohibición de revolver los papeles. ¿Qué más puedo hacer? Solo dormir y esperar. Pero pobre de ella cuando regrese, pobre de ella cuando aparezca. Se va a enterar de que estas no son maneras de tratar a un gato. Cuando quiera acariciarme, me alejaré muy despacio, sobre unas patitas muy, muy ofendidas. Y por supuesto nada de brincos ni de ronroneos ni de frotarme contra sus piernas. ¡Dejarme solo en un piso vacío! Eso es algo que no se le hace a un gato”.
            Dejar a alguien solo en un piso vacío, en un mundo vacío… Eso es algo que no se le hace a un hombre, compañera.


Martes, 14 de enero
FORMAS DE LA FELICIDAD

Un corto viaje en tren y una novela de Simenon: Maigret y el caso Nahour. Me gustaría que el viaje fuera más largo para poder terminarla entera. Pero mejor así. Mejor solo la sugerencia del comienzo. A Maigret, que está teniendo una pesadilla. consecuencia de una copiosa cena en casa de su amigo el médico Pardon, le despierta el timbre del teléfono. Es ese mismo amigo quien le pide que vuelva urgentemente. Y entonces descubro una curiosa coincidencia: “Estaban a 14 de enero y la temperatura de París había sido, durante todo el día, de doce grados bajo cero. La nieve, que había caído en abundancia durante los días anteriores, se había endurecido hasta tal punto que había sido imposible quitarla, y a pesar de la sal esparcida por las aceras, quedaban trozos helados por los que resbalaban los transeúntes”. Acompaño a Maigret, bien abrigado, por las calles ateridas. Le acompaño también, al día siguiente, hasta un hotelito de la avenida del Parc-Montsouris, en el distrito catorce: “La circulación era lenta y difícil. Por aquí y por allá se veía, inmovilizado en la calle, un coche que había resbalado, y por las aceras los peatones andaban con muchas precauciones. El Sena estaba de un verde oscuro, sembrado de carámbanos que se deslizaban lentamente por la corriente”. El hotelito había sido construido a finales de los años veinte y mostraba la elegante geometría y los adornos dorados del art déco; delante tenía un pequeño jardín con un gran árbol descortezado.
            La mujer herida de bala que, muy avanzada la noche, se presenta en la consulta del médico amigo de Maigret acompañada de “un guapo muchacho, suave en apariencia, un poco melancólico, sin duda español o sudamericano”; el cadáver bajo una mesa de caoba en una villa alquilada a un pintor cerca del barojiano Montsouris… No necesito más para no seguir leyendo y fantasear yo mi propia novela mientras el tren sigue su marcha. La de Simenon la termino luego, antes de dormirme. Pronto solo recordaré de ella un viaje en tren y el helado París de otro 14 de enero.


Miércoles, 15 de enero
CAFÉ LA CORTE

Termino de hojear los libros que he traído conmigo. No aparece nadie por el café a hacerme compañía, así que saco mi cuaderno y me pongo a anotar ocurrencias que, muy probablemente, si tienen algún interés, ya se le han ocurrido antes a otro.
            Sin un gramo de locura. el guiso de la sensatez resulta insípido.
            Una mala reputación aumenta el atractivo de cualquier persona.
            Llegó a los noventa años y el único disgusto que dio fue el de morirse.
            Me gusta mostrar mi corazón al desnudo. Pero es un corazón falso; el verdadero lo escondo en casa y no se lo enseño a nadie.
            Lo malo de ser rico es que casi nunca se es lo bastante rico.
            Los amigos están para escuchar nuestras quejas no para aburrirnos con las suyas.
            Más importante que lo que un escritor quiere decir es lo que dice sin querer.
            Un poco de buen gusto no hace daño a nadie, el exceso resulta mortalmente aburrido.
            Hace más daño la bondad que las armas de fuego.
            Nadie es verdaderamente serio si no sabe hacer payasadas.
            Los amores no correspondidos son los únicos que no acaban mal.
            Solo hay dos cosas que se me dan verdaderamente bien: perder paraguas y perder amigos.


Jueves, 16 de enero
HABLA LOGAN PEARSALL SMITH

"La gente dice que lo importante es vivir, pero yo prefiero leer".

Viernes, 17 de enero
NO TODO ESTÁ PERDIDO

–-Pero vamos a ver, Martín, el hecho de que tú pienses una cosa y el resto del mundo otra, ¿no te lleva a sospechar que puedes estar equivocado?
            –-Pues claro, y me lleva a revisar mi razonamiento. Pero para cambiarlo necesito algo más que el hecho de que la mayoría piense otra cosa. En el calamitoso vodevil de François Hollande, por ejemplo, creo que la única persona que no ha hecho lo correcto ha sido su compañera, Valérie Trierweiler.
            ––¡Eso! Encima de cornuda, apaleada.
            ––Si uno decide no casarse, lo decide con todas sus consecuencias. También a mí me han roto el corazón más de una vez, pero siempre ha sido una cuestión estrictamente privada. En mis asuntos de cama, no quiero que se meta nadie. Por eso no me he casado. En los de Hollande, otro solterón, tampoco debería meterse nadie. Que tenga una compañera sentimental y luego la cambie por otra, tras un período más o menos conflictivo, como siempre ocurre, es asunto suyo. Pero si a la primera le ponen un despacho en el Elíseo y utiliza fondos públicos solo por acostarse con el presidente, entonces la cosa cambia, adquiere trascendencia política. O sea que Valérie Trierweiler, mujer adulta, independiente, y con profesión propia, no debía haber aceptado que su relación sentimental la convirtiera en “primera dama” (esa institución un tanto ridícula). Por cierto, no hay “primeros damos”.
            ––¡Pero es que también estás de parte de los tres diputados catalanes que rompieron la disciplina de voto! ¡Eso me parece impropio de un demócrata!
            ––Al revés. Ya sabes que yo, que no he estado afiliado nunca a ningún partido, desde 1982 he votado socialista. Últimamente, en asuntos clave, estoy cada vez más alejado de los propuestas oficiales de ese partido. Los tres diputados catalanes me han demostrado que se puede ser socialista y ser demócrata. El resto dan la impresión de que, antes que demócratas, se consideran españoles. Están en su derecho. Otra cosa es que Pere Navarro, con su decisión de negar a sus electores el derecho a decidir, ha acabado con su carrera política en Cataluña. A partir de ahora, y lo veremos en las próximas elecciones, a lo más que puede aspirar es a un cargo político en Madrid.
Los tres diputados catalanes que votaron de acuerdo con sus irrenunciables principios democráticos y no de acuerdo con las directrices del partido, me han devuelto el orgullo de ser socialista. ¿Y quién crees que me ha devuelto el orgullo de ser español? Pues no solo el juez Castro sino muy especialmente, quién lo iba a decir, el pseudosindicato (como lo llama habitualmente El País) Manos Limpias, el único que representa la acusación popular en el caso de la infanta Cristina.
            ––¡Tú ya das por sentado que es culpable!
            ––-Yo lo único que doy por sentado es que, si no hay razones para imputar a quien forma parte como vocal de una sociedad dedicada al saqueo de fondos públicos, entonces no habría razón para imputar –ni quizá para condenar– a nadie. Para mí los socialistas que están en contra de que los ciudadanos de Cataluña expresen su opinión sobre cómo deben organizarse políticamente no es que sean malos demócratas es que son malos españoles, como son malos españoles (de los que le hacen avergonzarse a uno de tenerlos por compatriotas) los que, cuando algo huele a podrido en una determinada familia, miran para otro lado. Pero, en fin, aún quedan diputados capaces de enfrentarse a los prejuicios nacionalistas, aún quedan jueces como José Torres y “pseudosindicatos” como Manos Limpias. No todo está perdido.


lunes, 13 de enero de 2014

A buen entendedor: Ecos de París


Viernes, 3 de enero
COINCIDENCIAS Y ASOMBRO

Me asomo a la ventana del hotel y veo, a mi izquierda, los árboles secos de una pequeña plaza y, en el centro, una rara construcción sepulcral. A finales de 1936, un anciano escritor español, fugitivo de la guerra civil, se alojó en este mismo hotel: “Desde la ventana del cuarto se atisba algo de la fronda de un jardín –o del ramaje desnudo, si es en invierno–. Ese jardín es el de la Capilla Expiatoria; es decir, un pedazo del antiguo cementerio de la Magdalena, donde fueron enterrados Luis XVI y María Antonia, guillotinados en la cercana plaza de la Concordia. Del cementerio queda una parcela con algunos sepulcros cubiertos de anchas losas blancas; el resto es una amena glorieta con árboles frondosos. Es lugar apacible y frecuentado por vecinos y transeúntes que aquí se sientan a descansar un momento”.
            Cuando el anciano escritor español residió en este hotel, su nombre era Buckingham; ahora ha cambiado por el de la calle, la rue des Mathurins. A mí me gusta su lema, inscrito en un óvalo a la entrada: “Le luxe d’étre chez soi”. Sí, el mayor lujo es estar en casa.
            En cuanto salgo a la calle, camino por las páginas de un libro o entre los estantes de una biblioteca. Hay dos teatros, uno al lado del otro; en uno de ellos, María Casares estrenó la primera obra de Albert Camus, Le Malentendu. Muy cerca, a la vuelta de la primera esquina, vivió Reynaldo Hahn, y al otro lado había un prostíbulo frecuentado por Marcel Proust (y descrito con fantasmagórica precisión en Sodoma y Gomorra).
            El anciano escritor no cuenta estas cosas, pero sí lo hace otro escritor español que siguió sus pasos en París, José Muñoz Millanes. Yo ahora sigo los pasos de ambos.
            Estamos todavía en tiempo de Navidad. Ante los escaparates de los almacenes Printemps, cada uno de ellos un fastuoso espectáculo animado, se amontonan padres y niños. Yo pienso en lo tristes que debieron ser las navidades de aquel remoto 1936.
            El anciano escritor había nacido en Monóvar, en 1873; cuando se alojaba en el mismo hotel en que yo me alojo estos días, cuando se asomaba a la ventana y veía un jardín que era también cementerio, tenía sesenta y tres años, la misma edad que yo tengo ahora. No me lo acabo de creer, vuelvo a echar las cuentas, pero no hay error.
            El Azorín crepuscular que paseaba por París en los días de la guerra civil tenía la misma edad que el aprendiz de escritor que ahora sigue sus pasos. Debería ponerme melancólico, pero no solo no me molesta tener la edad que tengo, sino que me gustaría seguir teniéndola durante los próximos veinte o treinta años.
            A Azorín todavía le quedaban por escribir algunos de sus libros que a mí más me gustan, como la novela El escritor, que me regalaron cuando tenía doce años porque entonces me pasaba el día escribiendo. Todavía recuerdo de memoria su comienzo: “Nada en suma. Absolutamente nada. Nada que se salga del carril cotidiano. La vida fluye incesable y uniforme: duermo, trabajo, hojeo al azar un libro nuevo…”
            Lo que a mí me quede por escribir valdrá, poco más o menos, lo mismo que lo que he escrito. Pero ahora paseo por las calles de una ciudad y por las páginas de un libro; me acompaña la luna sobre las mansardas y luego, cuando yo me detengo sobre un puente, se detiene también para contemplar las aguas negras del río que de pronto se agitan con el paso de una barcaza iluminada.
            Nada que se salga del carril cotidiano. Nada que se salga del cotidiano asombro de estar vivo.


Sábado, 4 de enero
AVENIDA KLÉBER

Recorro la avenida Kléber, desde el Arco del Triunfo hasta el Trocadero, y al cruzar frente al antiguo hotel Majestic, ahora vallado y en reconstrucción, no puedo dejar de pensar en Ernst Jünger y en los días de la ocupación alemana. Cierto que su historia es mucho más dilatada y que a este mismo lugar, pero no a este mismo edificio, llegó un día Galdós a visitar a una simpática anciana que hacía años que era parte de la historia de España y protagonista de la más picante chismografía. Y que en este hotel celebró Proust, que vivía cerca, una de sus últimas fiestas, una cena a la que asistieron Stravinsky y Picasso y no sé si también Cocteau.


            Pero lo que a mí me viene a la memoria son los días en blanco y negro de la ocupación, cuando era la sede de la Comandancia alemana. Aquí tenía su despacho Jünger, que se alojaba en el cercano Raphaël. Un día, a última hora de la tarde, fue a verle el teniente coronel Von Hofacker. Sospechaba que había escuchas y le pidió que bajaran a la calle para charlar tranquilos. Mientras iban y venían del Trocadero a la Étoile, le ha dado algunos detalles contenidos en informes de gente de confianza que trabaja para los generales en el alto mando de las SS. Ya no es posible evitar la catástrofe, pero sí atenuarla y para ello la condición previa es la desaparición de Hitler (al que Jünger en sus diarios denomina Kniébolo) al que hay que hacer saltar por los aires en alguna de las reuniones del Gran Cuartel General.
            Escuadrillas aéreas han sobrevolado la ciudad a última hora de la tarde; en el patio del hotel Majestic han llovido del cielo cascos de metralla. Una de esas incursiones aéreas la observa Jünger desde la terraza del hotel Raphaël, a la hora de la puesta del sol, con un vaso de borgoña en la mano –“en el que flotaban fresas”–, como un gran espectáculo de luz y sonido: “La ciudad con sus torres y cúpulas rojas se extendía a mi alrededor en toda su poderosa belleza, semejante al cáliz de una flor sobrevolado por insectos metálicos para recibir una fecundación letal”.
            No deja de anotar las lecturas de cada día y a mí se me ha quedado en la memoria su definición de las rubaiyatas de Omar Jayyam: “tulipanes rojos brotados de la tierra blanda de un cementerio”.
            La atmósfera sombría de la ocupación desaparece al llegar al palacio del Trocadero, donde hay una gran exposición titulada “1925, quand l’art déco séduit le monde”. Y yo me dejo seducir por la minuciosa elegancia –preludio de la catástrofe– de los bibelots y de los rascacielos, de los paquebotes y de los hoteles de lujo.


Domingo, 5 de enero
PARC MONCEAU

Avenidas desiertas, perezosa luz de la mañana de domingo. La hermosa verja dorada que rodea al parque parece que no ha sido suficiente para contener el avance de la ciudad. Tras ella me encuentro con la calle Murillo. Me dan ganas de buscar el número 5, de subir al 4º D y llamar a la puerta. ¿Quién me abrirá? ¿Quién será el desconocido que comparte mi dirección?
            Luego, el arbolado óvalo del parque, a esta hora ocupado solo por gente que corre y por las decimonónicas estatuas de músicos y escritores. Saludo primero a Gounod, un poco más allá a Guy de Maupassant. Para mejor pasar la eternidad todos están acompañados de su musa, voluptuosamente desnuda o envuelta en los ropajes de la época, pero siempre humildemente a los pies.
            Admiro, al fondo de la avenida central, la antigua casa de la aduana, que algo me recuerda al tempietto romano de San Pietro in Montorio. Busco luego los restos del “jardín de los sueños” imaginado por Louis Carmontelle en los años finales del Antiguo Régimen: el estanque con su isla, la columnata corintia, la pirámide, la artificiosa cascada… Pero lo mejor son los grandes árboles, que dibujan su ramaje en tinta china sobre el cielo invernal, y las mansiones a uno y otro lado de la verja. La más hermosa está en la avenida Van Dyck; tiene un modernista mirador de hierro y cristal que da al parque y un par de briosos caballos sobre el dintel de la puerta principal; en alguna parte he leído que la construyó un fabricante de chocolate; basta mirarla para darse cuenta de que conocía perfectamente lo que era la sabrosa dulzura de vivir.
            Nunca antes había estado aquí, pero algo en este lugar me resulta familiar. Y de pronto recuerdo un pasaje de los diarios de Jünger, que estos días me vienen continuamente a la cabeza. Habla en él de una sesión de trabajo en uno de los edificios de la Avenida Van Dyck. Frente a sus ventanas se alzaba un gran castaño en flor, quizá el mismo que, ya sin flores, tengo yo ahora delante: “A pleno sol sus flores se destacan del cielo azul por su luminoso color rojo coral; en la sombra resaltan del follaje verde como modeladas en cera rosa. Cuando se marchitan, sus pétalos caen con tal profusión que el tronco queda rodeado por un círculo de sombra intensamente rojo, es como un vestido de flores que el árbol se ha quitado”.


Lunes, 6 de enero
EL MISMO CIELO

De pronto, caminando al azar por los alrededores de la Bolsa, tras cruzar Les Halles, ahora en obras, y entrar en San Eustaquio, donde Rameau comparte la eternidad con Molière y la madre de Mozart, me encuentro la entrada de las galerías Vivienne, ese mágico espacio que en “El otro cielo” de Julio Cortázar enlazaba, a través del tiempo y del espacio, con el pasaje Güemes, en Buenos Aires, muy cerca de la calle Florida.
            Las figuras alegóricas que alargan las manos para ofrecernos una guirnalda son las mismas de cuando vivía, en el número 13, el enigmático Vidocq, el primer detective, que fue ladrón antes que fraile, el Vautrin de Balzac, protector de ambiciosos y guapos jóvenes provincianos. Siguen aquí las librerías de viejo y las agencias de viaje que parecen vender billetes para países fuera del mapa y del calendario.
            Me detengo en el mismo lugar en que el protagonista de “El otro cielo” conoció a Josiane “bajo las figuras de yeso que el pico del gas llenaba de temblores (las guirnaldas iban y venían entre los dedos de las Musas polvorientas)” y cierro un momento los ojos. Noto entonces una presencia ardiente y cercana. No sé si se trata de Josiane o de Laurent, de la víctima o del asesino. Todo parece posible en estas galerías.  
            Los caminos que yo prefiero son los que llevan de la vida a los libros. Recorrerlos y luego cerrar la puerta –cerrar el libro– y quedarse dentro.


Martes, 7 de enero
JARDÍN Y BIBLIOTECA

La primera vez que estuve en los jardines del Luxemburgo no fue a mediados de los setenta, durante mi primer viaje a París, sino muchos antes, cuando de la biblioteca Bances Candamo, en Avilés, saqué Los últimos románticos y luego, al día siguiente, Las tragedias grotescas. Las dos recreaciones barojianas del París del segundo imperio comienzan en este mismo lugar: “En aquel momento, una hora antes del anochecer, diluviaba. El agua caía de una manera torrencial en grandes gotas; sonaba en las aceras como un chasquido metálico y mojaba las hojas nacientes de los árboles del Luxemburgo, en cuyas enramadas verdes piaban los pájaros con algarabía estrepitosa”.        
            Ha dejado de llover. Me acerco hasta la fuente de Medici. Antes admiro al fauno danzante en el paseo que corona la cúpula del Panteón. La bella Galatea, “más suave / que los claveles que tronchó la aurora”, cierra voluptuosa los ojos en brazos de Acis, mientras sobre ellos acecha Polifemo. Las ramas de los árboles tiemblan en el agua del estanque, donde flotan todavía algunas hojas doradas.
            Miro el mundo y solo veo una edición ilustrada de la historia de la literatura.


Miércoles, 8 de enero
AUTORRETRATO ENCONTRADO

Abro al azar un libro y lo primero que leo me hace sonreír: “Admiro el orden y la precisión de su pensamiento, su ingenio volteriano y a la vez como de gato, que tiende ágilmente la zarpa hacia hombres y cosas, les da la vuelta como jugando y también les causa dolorosas heridas con sus arañazos”.
            Me gustaría merecer un elogio semejante; de momento ya coincido en causar, como jugando, y no siempre sin darme cuenta, dolorosas heridas a quienes más quiero.




lunes, 6 de enero de 2014

A buen entendedor: Natural, saludable, variado


Viernes, 27 de diciembre
EL CORAZÓN Y EL SOMBRERO

Sonetos y sombreros en uno de los salones del hotel Barceló. Extraña mezcla la de hieráticas modelos con sus tocados delicadamente extravagantes y los versos de amor de Shakespeare o Villamediana, Quevedo o Lorca: “Si vieras cómo me cuesta / quererte como te quiero. / Por tu amor me duele el aire, / el corazón y el sombrero”.
            Mientras llega la hora de mi lectura, me entretengo hojeando la rara antología que he traído conmigo, 505 sonetos de 505 autores, publicada por Afrodisio Aguado en 1945. De ese medio millar largo de autores, solo unos pocos forman parte de la historia de la literatura, pero no por eso el resto carece de interés. En “Mi gusto” un ignoto Constantino Gil describe a su mujer ideal. “No la quiero que sea literata” dice el primer verso; la quiere “discreta y sencilla”, que “cosa / y me sepa freír una tortilla”. Otro soneto se titula “El encierramozas” y nos describe una costumbre entonces habitual: “Apostado en los cruces del tranvía / cuando torna la gente del paseo, / más que audaz rondador de galanteo / creyéranle farol o policía. / Mas no hay moza que pase por la vía / que no sufra su estulto mosconeo / o lo lleve detrás, cual cirineo / que acosa a fuer de perro la jauría”. Un soneto (más para gritado que para recitado) de Ramón de Nocedal se titula “¡Firmeza!” y expresa bien la postura de la iglesia católica española: “¡Nada de transigir! ¡Firme en el puesto, / como soldado fiel en la trinchera! / ¡Nada de pacto! ¡Transacciones fuera! / ¿Es esta la verdad? ¡Sigamos esto!”. Animaba Nocedal a la guerra santa contra el infiel: “¡A luchar con valor! ¡Venga el impío, / que el católico brazo se levanta, / airado, a defender con fuerza y brío / los muros santos de la Iglesia santa. / ¡No haya temor, ni os horrorice el duelo, / que morir por la iglesia es ir al cielo!”
            Qué medievales y remotos parecen estos sonetos y, sin embargo, reflejan un mundo que yo todavía conocí, que quizá aún no ha desaparecido del todo. El poema “Invocación en Ginebra”, que Pere Gimferrer dedicó a José Ángel Valente, comienza con tres versos entrecomillados: “En la protesta –respondió sincero– / se vive con mayor desenvoltura, / mas para bien morir…”. Y luego, ya sin comillas, el resto de la estrofa se entremezcla con los propios versos: “pese a Lutero”, “la católica, madre”, “es más segura”. Jordi Gracia, en su edición anotada de Arde el mar, nos indica que esos versos “proceden del libro escolar de Gimferrer”.
            En esta curiosa antología del soneto encuentro el poema al que pertenecen. La madre de Melanchton, “un sectario de Lutero”, va a morir y le pregunta llorosa a su hijo si es mejor hacerlo como protestante o como católica: “Melanchton, aunque siempre fue embustero, / esta vez contestó la verdad pura. / –-En la protesta –respondió sincero– / se vive con mayor desenvoltura; / mas, para bien morir, ¡pese a Lutero!, / la Católica, madre, es la segura”.
            El soneto lo escribió Fray Ambrosio de Valencina y a Gimferrer se le quedó en la memoria como a mí todos los versos que venían en la vieja enciclopedia Álvarez.
            Quizá en la mala literatura, más que en la gran literatura, permanece la huella del tiempo pasado. Yo me abstraigo viajando en el tiempo con estos sonetos y cuando me toda la hora de intervenir resulta que me he olvidado del poema que pensaba recitar, un soneto de Aleixandre que me gusta mucho, y que ni siquiera he tenido la precaución de traer escrito. Improviso un soneto parecido y nadie se da cuenta, salvo uno de los poetas participantes: “Yo también me sé de memoria el soneto de Villamediana, pero no por eso he dejado de traer una copia”..
            Sonetos y sombreros. Hay sonetos que nunca pasan de moda, pero los otros, como nuestras viejas fotografías, que a veces nos horrorizan, también tienen su encanto.


 Sábado, 28 de diciembre
CONTRA LA IRONÍA

Tendría más amigos, y más lectores, si utilizara menos la ironía, eso que nadie entiende, según afirmó Pessoa, y que tan a menudo se confunde con el sarcasmo. Pero es que hay cosas de las que me resulta imposible hablar en serio, por ejemplo de mí mismo.
            Hojeando al azar Humano, demasiado humano encuentro que Nietzsche hace una curiosa defensa de esa mala costumbre: “La ironía es buena por parte de un maestro en relación con sus discípulos, cualesquiera que sean estos; su finalidad es la humillación saludable que despierta buenas resoluciones y que procura a quien la emplea un respeto y gratitud semejante al que sentimos por el médico”.
            ¿Una defensa? Más bien todo lo contrario. A nadie le gusta que le traten como a un alumno, y menos que nadie a los alumnos. Ahora comprendo por qué resulto tan antipático. Siempre ando sentando cátedra.
            Pero no sé si podré enmendarme. Lo he intentado muchas veces. Y no comprendo por qué me resulta tan difícil. Con un poco de esfuerzo, puedo se tan convincentemente hipócrita como cualquiera. Pero la verdad es que raras veces me apetece hacer ese esfuerzo. Acabaré solo, sin pareja, sin amigos, con la sola compañía de la única persona del mundo que siempre se divierte con mis irónicos dardos: yo mismo.


Domingo, 29 de diciembre
UNA RESPUESTA INDISCRETA

La verdad es que las preguntas indiscretas no me molestan demasiado. Tampoco es que hagan muchas. Cuento tantas cosas de mi vida privada que no abundan las personas interesadas en saber más.
            Pero hoy me llega un correo que me hace sonreír: “Leo sus libros, leo sus blogs, leo todos los días sus Facebook y me extraña que nunca haga referencia a su vida sentimental, quiero decir, sexual. ¿Ha hecho voto de castidad? Mi vida en ese aspecto es tan desastrosa que también lo he intentado, sin conseguirlo jamás. ¿Cómo se las arregla?”
            “Muchas gracias por su buen gusto al escoger lecturas, amigo lector, o lectora. Se habrá dado cuenta de que tampoco hablo de los restaurantes que frecuento ni cuelgo fotos de los platos que me gusta cocinar. No quiere eso decir que no me alimente todos los días. Lo mismo pasa con el sexo y otras actividades propias de los seres vivos. Me parece impropio de un caballero entrar en detalles. Pero puedo decirle que mis preferencias en cuanto al sexo son más o menos las mismas que las que se refieren a la alimentación: me gusta natural, saludable, en pocas cantidades y variado.


Lunes, 30 de diciembre
ELOGIO DE LA PUBLICIDAD

Todavía te queda mucho por conocer del lugar que mejor conoces. Este aforismo no es mío. Lo encuentro anunciando la guía Repsol.
            La publicidad tiene mala fama. Yo disfruto por eso doblemente dejándome seducir por ella. Y nunca me defrauda el paraíso prometido porque tengo la precaución de quedarme fuera. “No es el amor, sino sus alrededores, lo que vale la pena”, decía Bernardo Soares. Yo soy un asceta que puede prescindir de todo, salvo de la tentación.


Martes, 31 de diciembre
LA VIDA MÁS ABURRIDA

Como todo el mundo, yo también tengo mis recurrentes ataques de falsa modestia. Tomo esta tarde en La Corte el último café del año con Silvia, que ahora vive en Colombia, y con Jaime, que pasa este curso en el Trinity College de Dublín, y tras escuchar las aventuras de uno y de otro, se me ocurre decir: “¡Y pensar que yo solo he vivido en Aldeanueva del Camino, en Avilés y en Oviedo! ¿Qué interés puede tener lo que escriba alguien tan provinciano y poco aventurero?”
            ––Bueno, ya afirmaba Oscar Wilde que los escritores de vida más aburrida son los que escriben libros más divertidos –dice Jaime–. Claro que, bien mirado, tu vida no es aburrida.
            ––Ni tus libros divertidos  –concluye Silvia con una sonrisa.
            Los suyos lo son más, seguro, pero ha perdido la costumbre de escribirlos. Esperemos que sus aventuras en Villavicencio, capital del distrito de Meta, territorio de las FARC, le hagan recuperar esa costumbre.


Miércoles, 1 de enero
COMO TODOS LOS DÍAS

Me levanto a las ocho, como siempre (no me gusta madrugar, pero me gusta menos trasnochar, así que a esa hora ya suelo llevar un tiempo despierto). A las nueve me pongo a escribir; a las once, ya he acabado la tarea del día. Contesto algunos correos, actualizo el perfil en mi red social favorita y salgo a tomar un café.
            Hoy no hay periódicos en papel (pero los hojeo en el iPad) y está cerrada la cafetería habitual, así que tengo que entrar en otra, también junto al Fontán. He quedado con un amigo para corregir algunos textos.
            Me divierte ver la mala cara de los que han pasado la noche de fiesta. No divertirme por obligación es una de mis diversiones favoritas.
            El lunes hablé con Abelardo Linares y se ofreció a publicarme un nuevo libro. Esta tarde se me ha ocurrido el título, la división en partes, el título para cada una de ellas, el prólogo. Anoto todo y empiezo a recopilar el material. Antes he leído el guión de El consejero, de Cormac McCarthy. Soy tan poco aficionado al autor como a Roberto Bolaño o a Jesús Carrasco. Me he entretenido analizando sus trucos: una historia confusamente contada para que no parezca un telefilm, impactantes escenas de violencia (la cabeza del motorista cortada por un alambre) alternando con otras de sexo (pretenden ser escandalosas pero la mayoría se quedan en ridículas, como la de la señora que se excita frotándose contra la luna de un coche) y mucho diálogo con pretensiones más o menos trascendentales.
            Tengo tiempo por la tarde para pasar un rato por mi despacho del Milán a terminar de corregir los trabajos de los alumnos, tomar un café tranquilo con una amiga, pasear bajo la lluvia por las calles casi desiertas, aburrirme un poco (para mí no hay día completo sin una saludable ración de aburrimiento). Luego, ya en casa, trato de distraerme con la televisión, pero me puede más la tentación del grueso tomo de David Stevenson 1914-1918 Historia de la Primera Guerra Mundial. Aquella carnicería no fue inevitable ni una catástrofe natural; muchos querían la guerra, en un bando y en el otro, y los que pronto iban a ser masacrados inmisericordemente, y sus madres y sus mujeres y sus hijos, aplaudieron jubilosos el inicio del conflicto. Leo este libro para entender un poco mejor la estupidez natural, y cuidadosamente cultivada por la educación, del ser humano.
            Un día como cualquier día, un día como me gustaría que fueran todos los días del nuevo año.


Jueves, 2 de enero
LA CULPA ES MÍA

“Solo he vivido en Aldeanueva, en Avilés, en Oviedo, ¿qué interés tiene lo que puedo contar”, repito a menudo con mi falsa modestia acostumbrada.
            Pero vivas donde vivas tienes el universo a tu alrededor, seas quien seas eres solo una persona entre las demás y a la vez el centro del mundo.
            Si lo que cuentas no interesa a nadie, la culpa es solo tuya por no saber contar. Por no saber mirar. Por no saber sentir. Por no saber vivir (yo tampoco sé, pero me esfuerzo en fingir lo contrario).