lunes, 27 de enero de 2014

A buen entendedor: Cuanto más te conozco


Sábado, 18 de enero
HISTORIAS DE LA NOCHE

Generalmente duermo bien, de un tirón, sin sueños, y me despierto como recién nacido. Pero de vez en cuando hay excepciones. Yo, que tiendo a mirarlo todo desde el lado optimista, pienso que esas ocasionales malas noches sirven para que aprecie más las otras, para que las aprecie como un don, como un reiterado regalo y no mera rutina fisiológica. También las malas noches me permiten tener algo que contar. La felicidad no tiene historia o, si la tiene, es mortalmente aburrida.
            La pasada noche tardé en dormirme y cuando lo hice alguien abrió la caja de Pandora y comenzaron a revolotear a mi alrededor viejos fantasmas que me susurraban historias que creía olvidadas para siempre. Creo que no llegué a dormirme nunca del todo, o quizá sí estaba dormido cuando oí una voz lastimera que me llamaba. Me levanté sin pensarlo dos veces, me vestí y salí a la calle. El frío de la noche me hizo reaccionar. “Pero ¿adónde vas?”, me dije. Caminaba muy deprisa, más de lo habitual, como si fuera con urgencia a alguna parte. No iba a ninguna, pero de pronto me apetecía caminar. Quizá así me entrara el sueño y pudiera luego dormir bien, sin incómodas telarañas. En la calle de La Luna se abrió un antro de mala muerte (a cuya puerta siempre me encuentro los desechos del fin de semana cuando cada mañana de domingo me dirijo hacia el Fontán) y una mujer desdentada, muy atrozmente maquillada, me invitó a pasar. Al fondo de la escalera se adivinaba un barullo de música, humo y luces agrias. La mujer me había agarrado del brazo y me empujaba dentro. Me costó librarme de ella. Me alejé de allí rápidamente. “¿No te acuerdas de mí?”, me gritó. “Creí que estabas muerta”, le respondí desde lo alto de la calle. Llegué hasta la plaza de la catedral, que me parecía inmensa a aquellas horas, y luego descendí por la calle del Águila. En la esquina con Jovellanos había un tipo con mala pinta. Me asusté un poco, pero ya estaba demasiado cerca como para retroceder. Aceleré el paso. Me miró al pasar y yo creí reconocerle. De pronto echó a andar tras de mí. Yo me quedé quieto y le hice frente. No sé de dónde me vino el valor porque soy la persona más asustadiza del mundo. Le reconocí de inmediato, habíamos sido los mejores amigos del mundo, pero luego cada uno siguió su camino. Y ahora, después de treinta años, volvían a cruzarse en una noche fría de enero en la que yo no sabía muy bien si estaba dormido o despierto. Sigo sin saberlo en la tarde del sábado cuando escribo estas líneas en medio del doméstico ajetreo de Los Prados. Creo recordar que bebimos algo, que volvimos juntos a casa, que le escuché algún reproche (“conmigo no te portaste bien”), que luego dormí profundamente, que me levanté tarde, que no había ninguna señal de que nadie más hubiera estado en casa. Los viejos fantasmas habían regresado al sótano y yo me apresuré a dar otra vuelta más de llave a la cerradura. A veces pienso que soy yo mismo quien los dejo salir de tarde en tarde solo para darme el gusto de tener algo que contar. La felicidad carece de historia.


Domingo, 19 de enero
OTRA HISTORIA

Comienzo a ver La gran belleza, la película de Sorrentino estrenada tardíamente en Oviedo, y de inmediato siento que vuelvo a casa, a una de mis casas dispersas si no por todo el ancho mundo. Son las doce de la mañana de un día de verano. Estoy en el Gianicolo. Escucho el disparo del cañón que suena siempre a esa hora, la ciudad entera en torno mío. Sobre una terraza cercana ondea una bandera conocida. Ahí está la embajada y, muy cerca, la Academia de España, donde me he alojado algunas veces, las suficientes para hacer que este barrio de Roma sea también mi barrio. La habitación daba en unas ocasiones al jardín y a la huerta del convento cercano; me despertaban los pájaros “con su cantar suave, no aprendido”, como en el poema de Fray Luis; en otras, al claustro que separa la Academia de la iglesia de San Pietro in Montorio. Delante de mí, tenía el tempietto, casi podía tocarlo con la mano.
            Cuando Jep Gambardella lo visita en la película, hay una niña escondida en la cripta; la madre la llama a gritos. No sé qué sentido tiene esa escena; quizá ninguno, como tantas otras. Son solo un pretexto para mostrar lugares hermosos de Roma.
            De todas las veces que he estado en ella, pocas veces he disfrutado tanto de su magia como esta tarde en el cine. Yo también, como el protagonista, he visitado intrincados palacios cerrados al público, pero en mi caso no fue porque me los mostrara ese inverosímil hombre de confianza de las viejas princesas que guarda todas las llaves, sino porque uno de mis viajes coincidió con un día de puertas abiertas de monumentos habitualmente cerrados.
            La película de Sorrentino hay que verla como quien escucha un bonito cuento, adormecido cualquier espíritu crítico. ¿Qué periodista es ese Gambardella que una vez escribió una novela y puede vivir en un ático fastuoso frente al Coliseo? El cuento de hadas de Vacaciones en Roma resulta más creíble que esta pretenciosa denuncia del vacío de la sociedad contemporánea. Pero qué importa eso. Vuelvo a pasear por el Lungotevere, la melena de la larga hilera de plátanos inclinada sobre las aguas del río; vuelvo a escuchar, al igual que aquel amanecer, el incesante y fresco rumor de la fontanona, de la Fontana Paola… Como en el poema de Alberti “las campanas del Transtevere / van y vienen por mis sueños”. Aunque solo lo hicieran una noche, quizá la única noche de mi vida que pasé despierto y feliz deambulando por la ciudad, subiendo luego hasta el Gianicolo para ver amanecer: “Solos tú y yo en el mundo, cogidos de la mano / por el Campo dei Fiori. Solos tú y yo en el mundo / por Via del Babuino, por el Corso, al pie / del viejo Arco de Tito, bajo las rotas bóvedas / del Foro de Trajano…”
            Pero esa es otra historia. Que recordar no quiero. Y que olvidar no puedo.


Martes, 21 de enero
EL ENEMIGO ACECHA

El azar es un buen asistente, siempre dispuesto a ofrecerme la lectura adecuada en el momento oportuno. Antes del café de la tarde paso por la librería del Campillín porque no me apetece la compañía de ninguno de los libros recién llegados. Me llama la atención Carta a mi madre sobre la felicidad, de Alberto Bevilacqua. ¿Es una novela? Si es una novela, no me interesa, salvo que sea una obra maestra; si es un texto autobiográfico, me interesa mucho, aunque sea una obra menor.
            No es una novela, sino una kafkiana historia verdadera. Los hechos son los siguientes: un divorcio problemático y las intimidades del caso que acaban haciéndose públicas; una mujer que se presenta en una comisaría con la inverosímil denuncia de que Bevilacqua, el conocido escritor, el director de cine, el incansable polemista, es nada menos que “el monstruo de Florencia”, un asesino en serie que ejecutaba a las parejas mientras hacían el amor en el interior de un coche; una periodista que decide hacer caso a la denunciante y se dedica a propagar las acusaciones contra el escritor y a confirmarlas con fragmentos de sus obras que, en su opinión, dejan a las claras su carácter sádico. Y por si todo eso fuera poco, el teléfono que suena continuamente con amenazas de muerte, llamadas a la puerta a altas horas de la noche, el gato del escritor que aparece con la cabeza aplastada en la calle… Me interesa esta absurda historia verdadera; me interesan mucho menos los edulcorados recuerdos de infancia, el retrato idealizado de la madre, las recetas para ser feliz en medio del mayor infortunio.
            ¿Cómo puede un escritor transformarse de pronto para la opinión común en el más célebre asesino de la Italia contemporánea? El “perverso mecanismo” que permite esa metamorfosis se explica así: “Al principio hay una mujer de treinta años, odontóloga genovesa, que escribe poesías y me pide opinión sobre ellas. Son situaciones engorrosas con las que suelen encontrarse los escritores… El escritor recibe a la mujer en su casa ‘durante media hora’, como ha explicado a los magistrados. La mujer dice que se acostaron y que él le confesó ser ‘el verdadero monstruo’, pero sin llegar a especificar que era ‘el monstruo de Florencia’. En ese momento aparece en escena la otra mujer, que es periodista y dirige un seminario”.
            No importa que la policía no encontrara convincente la acusación ni que contra la acusadora se iniciara un proceso por calumnias; la periodista está dispuesta a explotar al máximo esa noticia.
            Leo el libro de Bevilacqua saltándome los pasajes líricos; solo me interesa la historia del falso culpable, que hace realidad una de mis más recurrentes pesadillas. En el principio hay siempre una mujer, un determinado tipo de mujer: “Se ponen en contacto manteniéndose al principio en el anonimato, para lo cual utilizan un diminutivo o un pseudónimo. Escriben mensajes y cartas, a veces también poemas, en los que reflejan sus obsesiones, sus manías y sus ardientes fantasías. Las cartas llegan primero por correo. En un segundo momento, las depositan furtivamente en el buzón o bajo el felpudo. Por último, la mujer se presenta de pronto en la puerta”.
            La actuación de estas presuntas admiradoras se manifiesta siempre en tres fases: la del intento de captura; la del despecho, si no consiguen su objetivo; la del rencor y el odio, cada vez más acentuados y vengativos, hacia la persona antes idealizada.  
            Yo hasta ahora he sabido dar un salto atrás a tiempo, no me he dejado enredar por ninguna telaraña. Pero uno se va haciendo viejo y cada vez se acentúan más la vanidad y el miedo a la soledad, cada vez me vuelvo más vulnerable. El enemigo acecha. En las noches de insomnio oigo su respiración anhelante. Pero yo sigo en guardia. De momento solo logra derribar la puerta en mis pesadillas.


Miércoles, 22 de enero
LA RUTINA DE LA RESURRECCIÓN

Deprisa, deprisa. Me gusta que con los años el tiempo se acelere. Antes cada curso duraba, como el embarazo, nueve meses; ahora dura apenas cuatro. Mañana otra vez cambian las caras de los alumnos, las asignaturas, los horarios. Esa expectativa me tiene todo el día de buen humor. El comienzo de curso se relaciona siempre para mí con el mito de la resurrección; el tiempo lineal se vuelve circular, todo recomienza y yo participo un año más de ese nuevo comienzo.
            Me gustan tanto las rutinas que hago colección de ellas. En el paraíso que yo me imagino todos los días son iguales y ninguno está repetido.


Jueves, 23 de enero
SILENCIOS ESCOGIDOS

En el libro de aforismos de José Mateos, que acabo de recibir, encuentro este: “Cuando hablo de mí mismo, me oculto. Solo hablo de mí cuando hablo de los demás”.
            Por eso yo me paso la vida hablando de mí mismo. Para esconderme mejor.


Viernes, 24 de enero
POR NADIE

“¿Pero es que a ti nunca te han roto el corazón?”, me pregunta mi amigo Luis cuando yo trato de frivolizar un poco con sus cuitas amorosas. “¿Y qué fue lo más duro que te dijeron en una ruptura?”, añade. Sonrío. Yo no hablo de esas cosas. Que me cuente si quiere sus problemas que yo no pienso contarle los míos. Pero recuerdo perfectamente lo que me dijeron. Y todavía me duele: “Cuanto más te conozco, menos me gustas”. Quizá por eso desde entonces no me dejo conocer por nadie.


4 comentarios:

  1. No conocía esa historia de Alberto Bevilacqua. Terrible. En cualquier caso, hay una gran tradición de escritores asesinos. Ahora mismo me acuerdo de dos: Jack Unterweger y Jack Abbott. Ambos cometieron sendos crímenes, ambos escribieron sus memorias en la cárcel y ambos obtuvieron el indulto gracias al apoyo de importantes intelectuales (como Elfride Jelinek en el primer caso y Norman Mailer en el segundo).
    Unterweger se convirtió en una estrella mediática como periodista pero siguió asesinando prostitutas en su país, Austria, e incluso en los Estados Unidos. Incluso cubría los casos para un periódico austríaco. Finalmente sospecharon de él, lo detuvieron y se suicidó en la cárcel.
    Jack Abbott también se convirtió en una celebridad literaria pero sólo le duró un mes. Lo justo para pelearse con un camarero en un restaurante y asesinarlo sin más ni más. Como el otro, se suicidó en la cárcel. Dos psicópatas con talento, dos monstruos.

    ResponderEliminar
  2. Curiosas historias, pero lo que yo cuento va más de admiradoras psicópatas que de escritores asesinos.

    JLGM

    ResponderEliminar
  3. La foto de la Librería de Valdés me recuerda los cientos de horas pasados en ese pequeño gran espacio durante casi diez años, la última vez allá por 1992. Lo curioso del caso es que, desde entonces, uno de mis sueños relativamente recurrente es estar de nuevo en Oviedo, buscar ese lugar y no encontrarlo. Nunca. Nunca.

    ResponderEliminar
  4. Pues todavía puedes encontrarlo siempre que vuelvas a Oviedo.

    JLGM

    ResponderEliminar