Sábado, 25 de enero
AUTORRETRATO EN LOS PRADOS
Soy de esas personas que necesitan caer mal para sentirse
bien.
La bondad
nos vuelve invisibles.
Al hombre
lo creó Dios, pero a Dios lo inventó el diablo.
Tener razón
es el deporte que más me gusta.
Podría
vivir sin leer, podría vivir sin escribir, podría vivir sin amar, pero no
podría vivir sin vivir.
No me
importaría ser feliz si ser feliz no fuera tan aburrido.
La soledad
no está al alcance de cualquiera.
Nunca he
estado enamorado, pero con los años he aprendido a fingirlo a la perfección.
Juego a
menudo a no decir la verdad, pero mentir, lo que se dice mentir, no miento
nunca.
Ningún
llanto tan conmovedor como el que no es sincero.
Las
religiones son la mejor explicación de lo que no tiene explicación.
Qué
aburridos los días sin nadie a quien odiar.
Hay también
el odio platónico, el odio puro, que se recrea en sí mismo y no pretende causar
ningún daño en la persona odiada.
La bondad,
si no se acierta a disimular, siempre resulta un poco zarrapastrosa.
De noche
todos los gatos son diablos.
Vivir es un
malentendido.
Para estar
de verdad solo se necesita más de una persona.
Dicen que
nadie sabe lo que le espera después de muerto, pero en realidad nadie lo
ignora.
Los
misterios cuando se resuelven dejan de ser misterios, y de tener gracia.
El éxito
siempre resulta excesivo para los demás e insuficiente para uno mismo.
Ser o no
ser se convierten en sinónimos en cuanto pasa un poco de tiempo.
Nos quiere
quien nos quiere y no quien nosotros quisiéramos que nos quisiera.
La vida,
como un traje mal cortado, siempre resulta demasiado corta o demasiado larga.
No me
importa lo largo que sea un viaje siempre que punto de llegada coincida con el
de partida.
Nada
existe, nada existe de verdad, salvo la nada.
Me gusta
jugar con los dobles sentidos para intentar ocultar que nada tiene sentido.
Lunes, 27 de enero
LOS VIEJOS SOBRAMOS
Cuando cumplió setenta años, a Lord Kelvin, sus amigos le
hicieron un curioso regalo. Reunidos con él en Glasgow, redactaron un telegrama
de felicitación y lo enviaron a Terranova; de Terranova fue reenviado a Nueva
York; de allí, a Chicago; de Chicago, a San Francisco; de San Francisco, a Los
Ángeles; de Los Ángeles a Nueva Orleans; de Nueva Orleans, a Washington, y de
Washington volvió otra vez a Glasgow, donde llegó a manos del maestro siete
minutos después de haber sido emitido. Corría el año 1896 y William Thomson, a
quien se acababa de conceder el título de Lord Kelvin, era el creador de la
telegrafía trasatlántica. Le preguntaron al sabio por sus nuevas teorías; eran
tan nuevas que a sus discípulos les costaba seguirlas. No tenían tantos años
como él, pero eran mucho menos jóvenes.
Cuenta esta
historia Xenius en su Flos Sophorum,
un libro que yo leí deslumbrado en mi adolescencia y que ahora vuelvo a leer
para consolarme de la queja de las autoridades académicas por lo envejecido que
está el profesorado de la
Universidad de Oviedo; no se quejan de que seamos malos
profesores, sino de que seamos viejos, y eso al parecer pone en riesgo la
calidad de la docencia. ¿Debería haber hecho como tantos colegas y, a los
sesenta, irme para casa y seguir cobrando el sueldo íntegro sin hacer nada?
Subo a mi despacho del Milán teniendo buen cuidado de no tropezar en la
escalera a oscuras (porque ahora, para ahorrar, las luces se encienden tarde,
mal y nunca), con mala conciencia por superar, nada menos que en diez años, la
media de edad del profesorado.
Sigo leyendo
a Eugenio d’Ors: “¡Bienaventurado, no me cansaré de repetirlo, quien ha
conocido maestro! Porque ese sabrá pensar según cultura e inteligencia. Habrá
gozado, entre otras cosas, del espectáculo, tan ejemplar y fecundador, que es
el de la ciencia que se hace, en
lugar de la ciencia hecha, que los libros nos suelen dar”.
Miércoles, 29 de enero
UN POCO DE AUTOCRÍTICA
¡Cuántas tonterías acabamos escribiendo los que nos
dedicamos a escribir todos los días! Hoy le toca el turno a Juan Cruz, experto
en ambas cosas. Para elogiar a José Emilio Pacheco, en la necrológica que
publica El País, no se le ocurre otra
cosa que comenzar denigrando a otros escritores: Azorín, Unamuno, Oscar Wilde.
De Azorín dice que no era más que “un señor cursi que llevaba paraguas rosa
cuando iba al cine”.
El famoso
paraguas rojo de la juventud anarquista y escandalosa de Azorín, cuando todavía
no era Azorín, se metamorfosea en un paraguas rosa utilizado por el anciano que
acostumbraba a pasar las tardes de la negra posguerra en una sala de cine.
Ese
paraguas rojo aparece en el prólogo a Las
confesiones de un pequeño filósofo: “Lector: yo soy un pequeño filósofo; yo
tengo una cajita de plata llena de fino y oloroso polvo de tabaco, un sombrero
grande de copa y un paraguas de seda roja con recia armadura de ballena”. Y
también vuelve a aparecer en el epílogo: “Yo, pequeño filósofo, he cogido mi
paraguas de seda roja y he montado en el carro para hacer, tras largos años de
ausencia, el mismo viaje a Yecla que tantas veces hice en mi infancia. Y porto
también como viático una tortilla y unas chuletas fritas”.
José Emilio
Pacheco, al contrario que Azorín, Unamuno y Oscar Wilde era un hombre bueno que
nunca habló mal de nadie, en opinión de Juan Cruz. No era como esos escritores,
sino como Claudio Rodríguez, José Hierro, Ángel González, Francisco Brines o
como ese otro sabio de una manera de ser, Caballero Bonald, quien, por
supuesto, tampoco habla mal de nadie, ni siquiera en sus indiscretas memorias.
Si hacemos
caso de las necrológicas, solo se muere la buena gente. Es un consuelo saberlo.
Si eso es cierto, yo seré inmortal.
Jueves, 30 de enero
MALA CONCIENCIA
Termino el día escuchando Don Giovanni en el Campoamor. El enredo familiar, la música
conocida, me ayuda a pensar en otra cosa, a hacer recuento de mi vida. Mientras
desayunaba, me llamó mi amigo José Luna Borge desde Sevilla: “Ha muerto
Fernando Ortiz”. Luego, a la salida de la primera clase, en una entrada de
Facebook me entero de la muerte de Félix Grande. Busco la noticia en Google y
solo encuentro referencias a un Félix Grande de Salamanca que ha muerto a los
ochenta y cuatro años. Pienso que quizá solo sea un rumor de esos que con tanta
rapidez se propagan en las redes sociales. Pero no, la segunda noticia es tan
cierta como la primera.
A Félix
Grande le conocí incluso antes que a Fernando Ortiz. Fue en 1971, en Burgos, a
donde acudí para recibir mi primer (y único) premio literario, el que me dieron
por el libro Marineros perdidos en los
puertos. Él dio una conferencia sobre la nueva poesía española. Una
conferencia muy brillante, como todas sus intervenciones públicas. Nos vimos
luego con cierta frecuencia y él correspondió con generosidad a mi admiración
de entonces. Una admiración que, como ocurre a menudo, no tardó en comenzar a
decrecer. Incluso llegamos a tener un educado enfrentamiento público en las
páginas de la revista El Ciervo. Me
siguió mandando sus publicaciones, pero a mí me resultaba cada vez más
indigesto su estilo enfático y retóricamente desgarrado. Lo último que me envió
fue Libro de familia. Me habría
gustado que me gustara, pero en enseguida me echó para atrás su desmesura y
visceralidad. En un poema, “El madrigal del odio muerto”, hace una especie de
ajuste de cuentas con la madre, a la que al parecer odió en vida y a la que
perdona ya muerta: “Acomódate en tu mecedora de tierra. / Aparta de las cuencas
de tus ojos / los gusanitos, los escarabajos, / la mansa podre de la eternidad
/ y mírame despacio, con amor: lo necesito / ya soy viejo / y no quiero morirme
sin explicarte cuánto te he querido / chapoteando en aquel charco de odio”. El
poema continúa, en prosa y verso, durante páginas y más páginas, impúdicamente
desgarrador. Lleva, al final del volumen, una nota. Comienza así: “Hacia las
nueve de la noche del día 12 de marzo del año 2000, el señor José María Aznar,
ayudado sin duda por su cara de mala hostia, ¡Váyase, señor González! (los
antropólogos no ignoran que, al homo sapiens le fascinan las triquiñuelas
correosas, las certidumbres fulminantes y la cara de mando de los líderes…
mucho más que los razonamientos democráticos de un programa político), le ganó
las elecciones legislativas al Partido Socialista Obrero Español”. Me pareció
demasiada indigesta esa mezcla y no seguí leyendo. En lugar de la reseña que
pensaba hacer (donde tendría que decir la verdad), le escribí una larga carta
elogiosa; me respondió muy agradecido. No me arrepiento de esa mentira. Hoy,
después de la noticia, he leído Libro de
familia con la mejor voluntad, como un homenaje al amigo muerto, y se han
confirmado con creces mis expectativas. Afortunadamente, Félix Grande cuenta
con el suficiente número de devotos seguidores como para no necesitar mi
admiración. Pero estos pensamientos, que no le digo a nadie, me hacen sentirme
mal, un desagradecido y una mala persona en un mundo, el literario, tan lleno
de santos y beatos, si hemos de hacer caso a las necrológicas.
A Fernando
Ortiz también le conocí muy pronto, en los tiempos de Jugar con fuego, y fui uno de los valedores de su poesía, tan
ligada a la mejor tradición de la poesía elegíaca. Participamos juntos en
muchos combates literarios, contribuimos a arrumbar la entonces omnipresente
estética novísima. Pero, como me ocurre siempre, mi admiración por la poesía de
Fernando Ortiz comenzó pronto a decrecer. Sus libros últimos me parecieron
amanerados, repetitivos o simplemente blandengues. Me imagino que no se lo
diría tan claro, pero a mí lo que pienso se me nota en la cara. He aprendido a
mentir, pero sigo siendo (al menos en lo que a cuestiones literarias se
refiere) incapaz de engañar.
A Fernando
Ortiz me lo volví a encontrar, hace muy poco tiempo, en Sevilla, con motivo de
un homenaje a Luis Cernuda. Nos volvimos a saludar, estuvo muy cordial conmigo,
olvidadas al parecer las viejas rencillas. Solo al parecer. Cuando regresó a
casa escribió, y publicó en su blog, un romancillo contra mí y contra Abelardo
Linares, su gran amigo de los primeros tiempos, al que había llegado a detestar
casi tanto como a mí (pero en el caso de Abelardo, al contrario que en el mío,
sin motivo alguno).
Cierro los
ojos. Trato de no pensar en nada. Pero ni siquiera la música de Mozart me
reconcilia conmigo mismo en este día. Félix Grande, Fernando Ortiz fueron un
tiempo generosos amigos; su obra me fue interesando cada vez menos. Y ahora
siento ese desapego como una traición irremediable. Pero el verbo admirar, como
el verbo amar, no admite el imperativo.
Un día
triste este en el que hago recuento de mi vida, que ya avanza hacia su epílogo,
y no encuentro demasiados motivos para sentirme orgulloso de mí mismo.
La foto de juventud, impagable. Y respecto a la admiración, no creo que pueda decirse mejor: el verbo admirar no admite el imperativo. Nuestra obligación no es admirar siempre lo que admiramos alguna vez; sólo procurar no hacer daño a quienes admiramos un día, ni a los otros. A veces no es fácil. A veces no es ni siquiera posible. Pero intentarlo siempre lo es.
ResponderEliminarMuy atinadas palabras las del comentarista.
ResponderEliminarJLGM
Sí admite el imperativo pero no puede cumplirse. Ni siquiera uno puede obligarse u ordenarse a sí mismo amar, admirar, gustar de algo, perdonar, ni tampoco creer. O sea, que las acciones más importantes de la vida no son voluntarias.
ResponderEliminarMe sorprende que en el Decálogo se obligue a amar ("Amarás a Dios sobre todas las cosas"), cuando lo cierto es que uno no puede auto-ordenarse amar a alguien. Puede actuar "como si" amara, puede portarse bien con esa persona, favorecerla..., pero amar, lo que se dice amar, no depende de la propia voluntad.
Y lo mismo pasa con creer. Las religiones obligan a creer, pero la fe no es voluntaria. Yo no puedo auto-ordenarme creer en Alá o en la resurrección de la carne. Si interiormente no lo creo, no lo creo.
Tampoco puedo obligarme a que me guste algo. No puedo decir (mejor dicho, sí, pero de nada sirve) "He decidido que a partir de ahora va a gustarme el rugby". Si no me gusta, no me gusta.
En cierto modo son las creencias y los gustos quienes nos eligen a nosotros, y no nosotros a ellos.
Es cierto que se cambia de gustos y de creencias a lo largo de la vida, pero son cambios involuntarios. Son ellos (las creencias, los gustos) quienes deciden que cambiemos.
Y en cuanto a perdonar, se puede decidir "no vengarse" de alguien, actuar como si no hubiéramos recibido su ofensa, incluso "en vez de maldecirle con justo encono... colmarle de bendiciones" (parafraseando la copla). Pero perdonar de verdad, perdonar con el corazón (de modo que allí no resida el más mínimo rencor), no es voluntario. El único aporte que la voluntad puede hacer al perdón es el intento o esfuerzo por comprender. Por medio de la comprensión puede llegarse al perdón (en realidad sólo por este medio), pero finalmente el acto de perdonar es ajeno a la voluntad.
Hace mucho que no me fumo un porro, y de vez en cuando no es malo. Aitor, ¿tienes porros? Bah, por distender un poco.
ResponderEliminarMuy sensatas las palabras de Aitor; raro sentido del humor el del último anónimo.
ResponderEliminarJLGM
Qué tentación destapar al tapado...pero se lo dejo al señor Martín que estamos en su cortijo. Cómo me gustó eso de no admitir imperativo. Parece que puede estar orgulloso de cierta honestidad.
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