domingo, 26 de septiembre de 2010

Al otro lado: La interpretación de los sueños

Sábado, 18 de septiembre
EL CONFORMISTA

Nos conocimos hace medio siglo, allá por 1960, al empezar el bachillerato en el Carreño Miranda. Durante un tiempo fuimos inseparables: nos pasábamos libros, nos corregíamos los primeros versos. Me ve al cruzar por El Atrio y sube a saludarme. “¡Siempre el mismo! Es bueno que haya algunas cosas que nunca cambien”. “Últimamente estoy cambiando bastante”. “Pero no te has casado, supongo”. “No, no he cambiado hasta ese punto, pero me lo estoy pensando”, sonrío.


Mi amigo Artime (nos seguimos llamando por el apellido, pero ese no es su verdadero apellido) se ha casado tres veces, tiene cuatro hijos, cinco nietos, un espléndido piso en Avilés con una fachada que mira al Ayuntamiento y otra al parque de Ferrera, y no sé cuántas residencias más por esos mundos. Se dedicó a la construcción, cambió a tiempo de negocios, se mostró siempre generoso con determinados políticos, es un triunfador. Pero no se ha olvidado de su antiguo compañero. “¿Por qué no pasas esta tarde a verme? He estado en México y he comprado algunos libros que te pueden interesar”. Mi amigo sigue comprando libros –qué maravillosa biblioteca la suya—, pero hace tiempo que no tiene tiempo para leerlos. Por la tarde, con una botella de whisky por medio (yo apenas lo pruebo, él lo hace generosamente), hablamos de esto y aquello, sobre todo de los antiguos profesores (y volvemos a reírnos con las anécdotas de costumbre). Artime se levanta de pronto y me trae un libro. “Lo he comprado para ti”. Se titula El oficio de escritor, está editado en 1968, y reproduce entrevistas publicadas inicialmente en The Paris Review. “A la edad que tú tienes todos estos escritores eran ya grandes escritores; me preocupa que a los sesenta años nadie te conozca y sigas escribiendo en el periódico local, como nuestro amigo Juan Manuel Pendás; habrá que hacer algo por ti”. “¿Para evitar que sea un fracasado? Me temo que ya es tarde”. “De los dos el que tenías talento eras tú, yo creía que ibas para Premio Nobel”. “Y resulta que quien de verdad lo tenía eras tú, a la vista está. Si no te hubieras dedicado a otra cosa, seguro que ahora eras ya, si no Premio Nobel, por lo menos premio Planeta o premio Loewe”. Sonríe y sigue bebiendo.
¡Qué curiosas las rivalidades juveniles! Mi mejor amigo se pasó los años de instituto tratando de superarme. Lo ha conseguido ampliamente. Y sin embargo, todavía duda, necesita que yo se lo confirme. Y a mí no me cuesta nada darle a entender lo mucho que envidio sus matrimonios (ahora tiene una compañera de veintipocos años), sus casas, sus viajes, sus exitosos negocios, sus amistades (es íntimo de Álvarez Cascos). Y la verdad es que de alguna manera le envidio. Si yo me hubiera casado tres veces, seguramente habría escrito menos, pero me habría entretenido más.
Me sorprende descubrir que, a pesar de que me considera un fracasado, y me lo recuerda siempre que nos vemos, todavía sigue viéndome como el amigo que sacaba mejores notas y escribía mejor que él en la revista del colegio.
En fin, que nadie está contento con su vida. Pero yo, la verdad, fracasado y todo, me siento bastante conforme con la mía, aunque me esfuerce por disimularlo.
En lo que de mí depende, mi vida es lo que yo he querido que sea. En lo demás, paciencia y barajar.



Domingo, 19 de septiembre
EN LA ERMITA DE LA LUZ

Hay viajes cortos en el espacio, pero largos en el tiempo. Poco más de media hora, a buen paso, según costumbre, tardo en llegar la ermita de la Luz. Subo por el alto del Vidriero, paso delante de un extraño parque con cipreses y el metafísico esqueleto de antiguos edificios, dejo a un lado de la colina el Barrio de la Luz y, tras la ermita envuelta en luz de otoño, me sorprende al otro lado el viejo Avilés arropado por los nuevos barrios, el rectángulo azul de la ría, lo que queda de Ensidesa desperezándose entre humos y chimeneas; al fondo, la línea azul del mar, apenas un poco más intensa que el azul del cielo. El manchón blanco del Niemeyer, dos cabezas calvas que parecen asomarse sobre la ría, se distingue claramente. Hasta aquí subí muchas veces de niño. Luego dejé de hacerlo. Ahora pienso que caminamos en círculo y cuando más creemos alejarnos de casa más nos acercamos al punto de partida. A pesar de la inevitable melancolía, se está bien aquí, con la ciudad a mis pies, el mar al fondo, y la más hermosa colección de verdes rodeándolo todo. Saco el cuaderno que siempre llevo conmigo, procuro no pensar en nada, y perezosamente anoto algunas frases:


Sin el error, ninguna vida está completa.

No hay fracaso que no sea también una victoria.

Si nunca te han herido, ¿cómo pretendes curar a nadie?

Cada vez que despiertas, te regalan el mundo.

Hace falta quedarse de vez en cuando solo para saber que no se está solo.

Desconfía de la realidad, pero no de tus sueños.

No hay día en que no podamos pisar, aunque sea solo por un instante, el Paraíso.



Lunes, 20 de septiembre
BARNES & NOBLE

Cuántas tonterías escribimos los que nos dedicamos a escribir. Yo he escrito muchas, pero hay dos en las que no incurriré nunca. Jamás atacaré lo políticamente correcto –el último en hacerlo ha sido Quim Monzó, por lo general tan certero— ni haré el elogio de las pequeñas librerías frente a las grandes cadenas. Me entero ahora de que el Barnes & Noble cercano al Lincoln Center va a cerrar en enero. Parece ser que la película Tienes un e-mail, que narra las tribulaciones de una pequeña librería de barrio acosada por una gran librería, se inspiró precisamente en esta sucursal de la cadena. Cualquier local de Barnes & Noble es algo más que una librería: una biblioteca, un lugar de encuentros, una sucursal del paraíso. Yo he frecuentado poco este del Upper West Side (solo tomé un café y hojeé unos libros haciendo tiempo antes de la ópera), pero los de Union Square y el City Corp son como mi casa. Y no soy el único que los ama: ya han comenzado los lamentos y la recogida de firmas en el barrio.¡Y hay quien ve estos mágicos recintos, el sueño de mi inerme adolescencia, como una amenaza para la cultura!
Que a Quim Monzó, a Antonio Muñoz Molina y a otros apresurados articulistas que no perdonan un tópico, Santa Lucía les conserve la vista.



Miércoles, 22 de septiembre
NO DIRÉ NADA

Nunca hablo de política, ¿para qué? Por eso callo lo que pienso de la próxima huelga general. ¿Vas a ir a la huelga?, me preguntan. No digo ni que sí ni que no. Yo creo que, cuando las cosas están mal, lo primero que hay que hacer es procurar no empeorarlas. No soy experto en la materia, así que no sé si la reforma laboral recientemente aprobada es la más adecuada o no. Sin embargo, el que no haya gustado ni a empleadores ni a empleados, de intereses contrapuestos, me parece una buena señal. Y no me sorprende que unos y otros manifiesten su disgusto y traten de cambiarla a su favor. ¿Una huelga general es lo más adecuado para ello? Directamente no, pero indirectamente sí, ya que puede contribuir al cambio de gobierno. Pero el cambio de ley que vendrá tras el cambio de gobierno no será precisamente para hacerla más al gusto de los sindicatos, sino todo lo contrario. Por eso creo que los que convocan esta huelga general solo hacen el ridículo, tiran piedras contra su propio tejado. O quizá no, porque lo que pretenden los líderes de Comisiones y UGT es demostrarle al gobierno de izquierdas que tiene que hacerles caso porque, si no se lo hace, le pondrán la zancadilla para facilitarle el camino a la derecha. Defienden su poder, echan un pulso. Allá ellos y sus domesticados feligreses. Yo he aprendido a encogerme de hombros y a no tratar de desengañar a quienes son felices con su exasperada y útil (para otros) rebeldía.

Jueves, 23 de septiembre
UN ENCUENTRO EN GINEBRA

Durante un tiempo, cuando leía apasionadamente a Freud, me dediqué a anotar los sueños. Encuentro ahora ese viejo cuaderno. Hojeo la colección de ingenuos disparates con una sonrisa. Y de pronto me sorprende una extraña historia que viví, muchos años después, en Ginebra. Había llegado aquel día, había dejado la maleta en el hotel, y me había puesto de inmediato a patear la ciudad. Ya anochecido, caminaba por la orilla del lago cuando me sorprendió un fantasmagórico faro. Un pequeño camino llevaba hasta él. A un lado había un balneario. A pesar de que había oscurecido alguna gente se bañaba todavía en las aguas tranquilas. Yo estaba solo, acababa de llegar, nadie me conocía. Una joven que leía un libro, con los pies descalzos en el agua, unos pies muy blancos que brillaban como joyas, alzó los ojos y me sonrío. Yo, extrañado, me la quedé mirando, sin atreverme a corresponder a su sonrisa. “¿No te acuerdas de mí?”. Se levantó, dejó el libro a un lado (y en el sueño leo que eran los Sonetos a Orfeo, de Rilke, en la realidad no me fijé en la portada), y se acercó a besarme y abrazarme. Yo la rechacé sorprendido. Ella entonces comenzó a llorar. Traté de consolarla. Fuimos a su casa, en el sueño un caserón de la ciudad antigua, al que se llegaba tras subir angostas escaleras, cerca de una plazoleta con una fuente. En la realidad, un diminuto apartamento cercano. En el sueño me presentaba a su hermano gemelo, idéntico a ella, y hacían el amor sin que yo me decidiera a intervenir a pesar de sus incitaciones. Los detalles obscenos se narran con detalle en el cuaderno, no en vano yo entonces leía a Freud con religioso fervor. En la realidad… Bueno, hay cosas que un caballero nunca debe contar, especialmente si no se ha comportado exactamente como un caballero.
Mezclados con el cuaderno, en la casa de Avilés, había libros comprados en los años setenta. Uno de ellos me descubrió por qué había soñado con Ginebra. Era una novela de Pío Baroja, El mundo es ansí, sobre los exiliados rusos de principios del siglo XX, antes de que triunfara la revolución. La abro al azar: “Esta antigua ciudad, sombría y austera, al lado de un lago tan bello y riente como el lago Leman, debía de ser en otro tiempo extraña, algo como un contraste entre las malas intenciones del hombre y la bondad de la naturaleza”. Como siempre me ocurre, antes de estar en Ginebra ya había estado allí en las páginas de un libro: “La Cité es un conjunto de calles tortuosas y estrechas, que van escalonando con su caserío una colina en cuyo vértice se asienta la catedral. Estas calles angostas, torcidas, silenciosas, tienen escaleras, rinconadas, alguna que otra plazoleta en donde hay una fuente”.
El mundo no es para mí más que la ilustración de un libro. Todo lo que me ocurre ya lo he leído y soñado antes.

domingo, 19 de septiembre de 2010

Al otro lado: Colección particular

Sábado, 11 de septiembre
UN CAFÉ

Tomo un café con una amiga y ella, de pronto, interrumpe una conversación trivial en que nos reímos de dos o tres escritores que admiramos poco (nuestro deporte favorito) para apenas susurrar, con una voz distinta: “Tengo la sensación de que voy cuesta abajo, dando tumbos, y cada vez más deprisa”. “Eso nos pasa a todos a partir de cierta edad”, dije yo por decir algo.
Por un momento pareció que me iba a hacer alguna confidencia, pero enseguida se recuperó y seguimos haciendo bromas sobre Javier Marías, Juan Goytisolo, César Antonio Molina y otras figuras y figurones de nuestro parnaso particular. Sentí un cierto alivio, la verdad. Nunca hablamos de cosas demasiado personales y quizá por eso nos divertimos tanto juntos.
No sé si es buena o mala filosofía, pero yo procuro, cuando un problema no tiene solución, mirar por otro lado y olvidarme en lo posible del asunto. Al despedirnos recuerdo los versos de Vicente Gaos que tanto me gusta repetir: “La vida es dura / y no hay consuelo. / Saca el pañuelo, / literatura”. Y mi amiga sonríe y yo pienso que me agradece que no insistiera. Sí, la vida es dura y no hay consuelo, pero a veces basta tomar un café con alguien con quien te encuentras a gusto para que el mundo, por unos instantes, vuelva a estar bien hecho.



Domingo, 12 de septiembre
UNA CANCIÓN

Esta mañana desapacible y lluviosa, al pasar por el Campillín, mientras desalojaban los puestos de ropa, libros y cachivaches a toda prisa porque la lluvia comenzó a arreciar súbitamente, escuché a un músico callejero: “Si la vie s’en va / adieu la prochaine / si la vie s’en va s’en va s’écoulant…”
Esa canción la había oído yo en París, en el Boulevard St Michael, muy cerca del verleniano jardín del Luxemburgo: “Si la vie s’en va / adieu la dernière / si la vie s’en va s’en va s’épuisant…”
Cerré los ojos y se me llenaron los ojos de lágrimas (últimamente lloro por nada): “Si la vie s’en va / adieu la présente / si la vie s’en va s’en va s’éteignant…”
“Si la vida se va / se va para siempre” cantaba una voz ronca esta mañana de domingo mientras yo me empapaba de melancolía.
“Si la vida se va / se va sin retorno” insistía esa voz que de pronto abre una puerta que me lleva del Oviedo de todos los días a la ciudad soñada, acariciada un dorado otoño que parecía que no iba a acabar nunca y que acabó de pronto sin un gesto de despedida.
“Si la vie s’en va c’est qu’aucune est proche…”
Si la vida se va es que nadie está cerca. Nadie, salvo la terca melancolía de un domingo que también se hará hermoso en el recuerdo.



Lunes, 13 de septiembre
UN TESTIGO

Escucho a Esteban Volkov, nieto de Trotsky, hablar del primer atentado contra su abuelo, liderado por el pintor Sequeiros: “Dormía en un cuarto al lado del suyo. De repente sentí que abrían la puerta-ventana, que hacía ruido porque rozaba abajo, y al abrir los ojos vi entrar una silueta con vestimenta clara. Pensé que sería alguno de los secretarios de mi abuelo, no me imaginé que pudiera ser alguien de la calle. Casi en seguida oí disparos y sentí olor a pólvora. Ametrallaron la habitación del abuelo desde tres direcciones con unas Thompson como las que usaba Al Capone en Chicago. Me encogí en mi pequeño catre y luego me dejé caer al suelo. Sentí como una quemadura en un dedo del pie: me había rozado una bala. Se hizo luego el silencio. Los que estaban disparando salieron, pero todavía entró otra persona a la que oí decir: Allá van las bombas. Lanzaron unos frascos dentro del cuarto. De pronto surgió una llamarada. En ese momento pensé que la casa iba a volar y el miedo se convirtió en pánico. Salí de mi escondite y corrí hacia el jardín. Casi me tropiezo con alguno de los asaltantes, que se retiraban a la carrera. Por suerte no me hizo ni caso”.
Le escucho y pienso que es ya el único testigo de ese acontecimiento. Y recuerdo una de las prosas de El hacedor: hubo un momento en que murieron los últimos ojos que vieron a Cristo, la última persona que escuchó a Mozart interpretar su música, a Goethe hablar de la filosofía de los colores. “¿Qué morirá conmigo cuando yo muera?”, se preguntaba Borges y me pregunto yo.



Martes, 14 de septiembre
UN SECRETO

Cada día me gusta más disfrazarme de persona normal, vivir de incógnito, no llamar la atención. Hablo de fútbol, de Belén Esteban, de lo mal preparados que están los jóvenes de ahora, no saben ni ortografía, de lo que hay que hablar. Por eso hoy, al igual que los otros profesores, me quejo de que el curso comience un mes antes, de que nos hayan bajado el sueldo (eso dicen, yo ni me he enterado), del barullo de Bolonia, de la burocratización de la enseñanza. Y callo que, como cada año, desde hace treinta y ocho, tal día como hoy es para mí uno de los más hermosos del año. Me gusta mi trabajo, qué se le va a hacer.
Procuro no decirlo para que nadie se ofenda. Pero es que mi trabajo no es un trabajo cualquiera. Durante un cuatrimestre voy a hablar de poesía, voy a hablar de mis maestros, de Rubén Darío y de Antonio Machado, de Juan Ramón Jiménez y de Luis Cernuda. La mayoría de los poemas que comentaremos me los sé de memoria desde la adolescencia, son carne de mi carne y sangre de mi sangre. Nunca cansan, nunca se agotan, están siempre recién nacidos, como el mar de Paul Valery: “Dichoso el árbol apenas sensitivo / y más la piedra dura porque esa ya no siente…”. Y cada curso la inédita mirada de los alumnos me ayuda a verlos con distinta luz.
Luce un sol espléndido en este día inaugural de septiembre. Todos mis problemas quedan a la puerta del aula. Comienzo a disfrutar mi ración diaria de felicidad, probablemente inmerecida y por eso más de agradecer. A la salida, si me encuentro algún compañero, me quejaré, según costumbre, del fastidio de empezar a clase, y además un mes antes. A nadie le confesaré mi ofensivo secreto.



Miércoles, 15 de septiembre
UN PALACIO

En viejos libros ilustrados aprendí a construir un palacio para mí solo. Se parece a la Villa Rotonda, de Palladio. Está rodeado de jardines y cerca de una ciudad de enrevesadas callejuelas y secretas plazas. No es muy grande. Pero hay un sitio para cada cosa y todo está en su sitio. Puedo recorrerlo con los ojos cerrados. En la galería de pinturas hay sesenta cuadros, ni uno más ni uno menos. Son mis preferidos de entre todos los que he contemplado a lo largo de mi vida. Las obras maestras alternan con los caprichos, y el azar de los encuentros no respeta la cronología: a “Hipómenes y Atalanta”, de Guido Reni, le sigue una minuciosa acuarela de Alexandre Serebriakoff (el despacho de Robert de Balkany con ventana a la plaza Vendôme); y el erótico “Bodegón de frutas en una repisa de piedra”, de Caravaggio, cuelga al lado de una viñeta de Tintín navegando por el Río Amarillo.
En el diminuto salón de al lado está la biblioteca, de solo cien libros. Son los libros a los que vuelvo siempre; en las noches de insomnio no necesito más. El primero, y no solo por el orden alfabético, es de Azorín: El escritor. Me lo regalaron un día de mi cumpleaños, debía yo de cumplir once o doce años, un poco en broma, porque me pasaba todo el día escribiendo. Fue el primer libro que tuve que no era un libro infantil. Cierro los ojos y todavía puedo repetir el comienzo: “Nada en suma. Absolutamente nada. Nada que salga del carril cotidiano. La vida fluye incesable y uniforme: duermo, trabajo, discurro por Madrid, hojeo al azar un libro nuevo, torno a casa, leo de pensado, escribo bien o mal –seguramente mal—, con fervor o con desmayo. De rato en rato, me tumbo en un diván y contemplo el cielo, añil o ceniza”.
El palacio de la memoria. Hay otras estancias: el salón de música, el de la poesía. “Abenamar, Abenamar, / moro de la morería…” Nunca me canso de escuchar los versos que me fascinaron cuando niño. Para el final suelo dejar un soneto en cuyo verso final “reina la pura sombra sosegada”.
Siempre llevo conmigo ese palacio que nadie me puede arrebatar. ¿Nadie? Como tengo buena memoria, no olvido que ni siquiera la memoria es una posesión segura del hombre. A partir de cierta edad, la más insegura.



Jueves, 16 de septiembre
UN PUENTE

Colecciono puentes. Hoy añado a mi colección el más enigmático, todavía a medio construir. Lo veo desde el Alsa a mi regreso de Avilés, su gran armazón de acero descansando sobre un edificio desventrado. Es un puente que parece ir de ninguna parte a ninguna parte. Comienza en medio de una plaza, terminará en medio de la ría. Unos pocos metros más y llegaría al otro lado, donde se levanta el Centro Niemeyer, pero se queda juguetona e inexplicablemente a medias.
El falso puente esconde un atajo que sirve solo para cruzar las vías. Me gusta este puente disparatado que pondrá una rúbrica acerada y grácil sobre la antigua Plaza de Abastos, sobre los tejados de mi ciudad, muy cerca del origen de mi mundo: la antigua biblioteca Bances Candamo, en Jovellanos, 3.



Viernes, 17 de septiembre
SIETE HAIKUS

El mundo de los sueños / y este otro mundo / donde te sueño.

El tiempo vuela / pero siempre regresa / al mismo sitio.

Lejos, muy lejos / alguien me espera / y no lo sabe.

No tengo nada / y nada me hace falta / si tú sonríes.

En el recuerdo / la vida no vivida / vivo de nuevo.

Qué poca cosa / ese instante que llaman / eternidad.

Noches y días / y una noche en que caben / todos los días.

domingo, 12 de septiembre de 2010

Al otro lado: El viajero en casa

Domingo, 5 de septiembre
LA BIBLIOTECA DESAPARECIDA

“El mundo es más hondo que extenso” dice una cita de Pessoa que a mí me gusta repetir. Este verano la extensión del mundo ha quedado reducida a unos pocos kilómetros, a un puñado de calles. He vuelto a viajar, como cuando era niño, con el dedo sobre el mapa o con los ojos cerrados antes de dormirme. Pero también he redescubierto el pequeño mundo de mi antiguo barrio. Y una biblioteca.


Una biblioteca en la que entré por primera vez cuando tenía trece o catorce años y de la que creo que todavía no he salido. Se ha ido metamorfoseando con los años y ahora, entre el parque y la ciudad, es una de las más hermosas bibliotecas del mundo. Me gusta pasear entre el claro laberinto de sus estanterías, a un lado el torreón de San Francisco, al otro el parque de Ferrera; sentarme a hojear un libro como si estuviera en un jardín a resguardo de las inclemencias del tiempo.
No he podido pasear por la orilla del lago Leman, acercarme hasta el Château de Coppet, a saludar al fantasma de Madame de Staël, como era mi intención, pero he vuelto a recorrer una y otra vez los fatigados soportales y me he adentrado por primera vez entre las blancas curvas del centro Niemeyer.


Al cruzar el colorista puente de San Sebastián, lo he recordado negro y corroído y con el suelo de madera a punto de desprenderse sobre la ría. Al otro lado, había algo más que chimeneas, grúas y arqueología industrial: un enigmático y ruinoso caserón. Entre viejos papeles, encuentro una fotografía en que estoy frente a una casona medio derrumbada. Tras las ventanas se divisan hileras de libros. Aquel caserón era también una enigmática biblioteca. Nunca me atreví a entrar en ella y los libros que allí había fueron pudriéndose poco a poco. Seguramente carecían de interés. ¿Qué libros podía haber en aquel edificio sino informes técnicos y documentación obsoleta de Ensidesa? Pero ahora, tras recorrer el centro Niemeyer, una página en blanco, miro esa fotografía en la que yo aparezco, con pinta de sindicalista, ante las ruinas de una biblioteca y pienso que allí me aguardaban todos esos libros con los que me gusta soñar: el manuscrito de las Rimas de Bécquer, que desapareció en el saqueo del palacio de González Bravo, cuando la revolución del 68, pero que Rafael Montesinos, cien años después, me aseguró haber tenido en sus manos; la primera edición del Lazarillo, con esa página que falta en las ediciones conservadas…
Tantos años después, por razones familiares, vuelvo a pasar la mayor parte de mi tiempo en Avilés. Y todo son deslumbramientos y descubrimientos. El mundo es más hondo que extenso. Para el que sabe mirar, para el que no se ha olvidado de soñar, no hay lugar tan pequeño que no sea capaz de contener el universo ni tan familiar que no encierre un inagotable misterio.



Lunes, 6 de septiembre
EL HOMBRE MÁS MODESTO DEL MUNDO

Siempre he creído que a falsa modestia no me ganaba nadie, que era una de las pocas cosas de las que podía envanecerme. Pero leo hoy un artículo de Juan Goytisolo en El País y no tengo más remedio que reconocer que, en eso al menos, me da cien vueltas. Comienza contándonos que, enterado de su paso por Barcelona, Francisco Rico le envía a una amiga común para concertar una cita. Comen juntos, y el filólogo le propone ser académico de honor “sin la necesidad de las solicitudes y trámites burocráticos de quienes aspiran a formar parte de la docta corporación”. “Nunca he aceptado doctorados ni medallas”, le responde. Y luego enumera con inagotable minuciosidad todos los honores que ha rechazado, a pesar de merecerlos sobradamente, como aquel gran premio al mejor novelista del mundo que le concedieron los mejores críticos del mundo y que él no aceptó porque no solo era el mejor novelista del mundo sino también el más moral y el más modesto y la dotación procedía no sé si de Gadaffi o de algún otro dictador.
A mí me gustaría ser como Juan Goytisolo: rechazar todos los honores que se me ofrezcan, pero inmediatamente, para que todos se enteren, escribir un artículo en el periódico más leído haciendo público mi ejemplar comportamiento. Lástima que hasta el momento nadie me haya ofrecido ningún honor que yo pudiera rechazar.


Martes, 7 de septiembre
SEMÁFORO Y HAIKU

Podría no ser yo el hombre más modesto del mundo (eso lo dejo para Juan Goytisolo), pero de lo que no hay duda es de que era el más rutinario. Como Kant en Königsberg se podían poner en hora los relojes a mi paso. Pero ya no soy dueño de mi agenda. Por primera vez tengo a alguien a mi cargo, lo que para una persona que ha vivido sesenta años ocupándose solo de sí mismo es menos una carga que una inédita aventura.
Por fortuna mi memoria es excelente: los malos ratos los olvido pronto. Y siempre estoy atento al milagro, por mínimo que sea. Hoy, después de muchos días de horarios cambiados, salgo de casa a la hora de costumbre. El semáforo de General Elorza cambia de verde a rojo en el preciso instante en que llego a él. Aprovecho el momento para recuperar una antigua costumbre. Aparco preocupaciones y dejo que las palabras jueguen a su aire: “El día esconde / en tus ojos cerrados / toda su luz”. Saco mi negro Moleskine y lo anoto. En cuando termino de hacerlo el semáforo se pone verde y sigo mi camino hacia Las Salesas, donde me aguarda el café feliz de cada mañana. Otro milagro



Miércoles, 8 de septiembre
VERANO EN LAYTON COURT

Decía Borges que cuando la realidad se parece cada vez más a una pesadilla solo es posible la lectura de páginas que no aludan siquiera a la realidad. Por ejemplo, novelas policíacas. Abro al azar El misterio de Layton Court, de Anthony Berkeley, que acaba de editar Lumen, y me encuentro con el siguiente párrafo: “Los caballeros cordiales en torno a los sesenta años, más bien adinerados, que tienen una bodega excelente, cigarros no menos excelentes y reciben a sus amigos con generosa afabilidad, no suelen tener enemigos”. Ya veo, me digo, que este libro, como todos los libros que me interesan, habla de mí. Sigo leyendo: “Le gustaba reunir en torno a él a un grupo selecto de personas alegres y divertidas, sobre todo jóvenes. Y cada verano alquilaba un sitio distinto para hacerlo; y cuando más grande y más antiguo fuese, y cuantas más reminiscencias aristocráticas tuviese, mejor. Este año, su elección había recaído en Layton Court, con sus torreones góticos, su ventanas con celosías y sus habitaciones forradas de roble”. Exactamente lo que yo hago todos los veranos, según saben bien quienes tienen la amabilidad de leerme.
No me gusta leer novelas, salvo que sean grandes novelas. Para distraerme me basta con los folletones que yo me invento. Sigo siendo el adolescente que puede convertir una noche de insomnio en las más fascinantes mil y una noches. Leo en la contraportada: “Layton Court es una mansión de campo en la que Víctor Stanworth, impecable anfitrión ha invitado a unos cuantos amigos a pasar unos días. Una mañana aparece muerto en la biblioteca y nadie puede concluir si se trata de un suicidio o de un asesinato”. ¿Qué más necesito? Ahora, mientras la enferma duerme tranquila, yo me entretengo en resolver un viejo problema: el crimen en una habitación cerrada. Y todo ocurre en otro mundo, en la fantaseada Inglaterra de los años veinte, donde existe “la convención de que un hombre no debe, bajo ninguna circunstancia, expresar emociones en presencia de otro hombre”.



Jueves, 9 de septiembre
HIGH LINE

En una cafetería avilesina en la que no había estado nunca leo un libro de Mary Cantwell sobre el Nueva York de su juventud, cuando trabajada en una revista de modas de Madison Avenue. Cada capítulo es una dirección y yo voy siguiendo ese itinerario en mi cabeza. La tengo llena de planos de ciudades. Nada me gusta más que aprenderme el plano de una ciudad que me gusta y, cuando leo una novela que pasa en ella, acompañar a los personajes, visualizar una esquina, una plaza, detectar una equivocación del autor. También lo hago con las películas. Hay malas películas que solo veo para ir reconociendo los exteriores. Un pequeño cambio, la pésima comedia de Josh Gordon y Will Speck, termina en una casa de Montague Street, frente al Promenade y el perfil de Manhattan, con la que yo he soñado muchas veces. La última vivienda de Mary Cantwell se encuentra al sur de Manhattan, cerca del Hudson: “A mi espalda está el mercado de la carne. Durante el día, hombretones con chaquetas manchadas de sangre y cascos metálicos cargan reses muertas en los camiones y hacen pausas para almorzar en los muelles de carga. Por la noche, salen los prostitutos, hombres jóvenes en su mayoría, en general negros, y a veces vestidos de mujer. Se quedan en las sombras arrojadas por las marquesinas metálicas o, si hace frío, alrededor del fuego que alguien ha encendido en un bidón oxidado”. Conozco ese lugar, paseé por él un día soleado y nada tenía que ver con el que recuerda Mary Cantwell. Ahora han convertido las antiguas vías del ferrocarril elevado que cruzaba el barrio en un paseo, el High Line, con vistas al río y a la ciudad, y los destartalados almaneces en viviendas de lujo. Todavía en los años ochenta Gil de Biedma frecuentaba estos lugares que la mayoría de los neoyorquinos procuraba cuidadosamente evitar. Mary Cantwell, cuando volvía por la noche, le pedía por favor al taxista que no se fuera hasta que ella entrara en casa. Ahora es uno de esos lugares que calman el dolor. Cierro los ojos un momento y vuelvo a caminar junto a las vías sin uso, entre las que crecen las mismas yerbas silvestres de antes de que fueran incorporadas al paseo. Sonrío al recordar el ejército de jardineros que ahora se ocupa tan cuidadosamente de que no pierdan su aire descuidado. También la verdad se inventa.



Viernes, 10 de septiembre
JAMÁS ME HE EQUIVOCADO EN NADA

En estos días en que tengo tiempo de sobra para hacer recuento de mi vida y pensar en todo lo que no debería pensar, me vienen una y otra vez a la cabeza unos versos de Luis Rosales. Yo, como él, jamás me he equivocado en nada, salvo en las dos o tres cosas que de verdad importan.
Pero no me considero especialmente desafortunado por eso. Sospecho que apenas habrá hombre sobre la tierra que, si se para a reflexionar, no pueda decir lo mismo.

sábado, 4 de septiembre de 2010

Las veladas del jardín: Adiós a todo eso

Los días se acortan, las noches refrescan, las estrellas parecen haber perdido su fulgor y en el pazo hay un invitado más: la venenosa melancolía. Los otros invitados pronto nos iremos, cada uno a su vida, pero ella se quedará aquí para siempre.
El conde está cada vez de más negro humor. Hoy, después de largo rato de silencio, nos ha preguntado si conocemos la diferencia entre espectro y fantasma. Ana ha respondido: “Pero ¿no son la misma cosa?”. El conde ha sacado del bolsillo un libro: “Diciendo espectro evocamos una envoltura; diciendo espectro, un esqueleto. El fantasma se levanta, de noche acaso, entre los follajes de un jardín, semejante a la niebla; el espectro se yergue fatídico entre las colgaduras de un salón, semejante a una sombra. El fantasma nace de la imaginación; suele surgir solo. Al espectro hay que evocarlo. Puede el fantasma no carecer de seducción; un espectro tiene siempre algo que hiela y que crispa. Podemos correr detrás de un fantasma; nunca lo haremos detrás de un espectro. El fantasma es con frecuencia caprichosa falsía; el espectro, una aterradora, una estremecedora verdad: la sombra de un antiguo crimen”.
Luego ha guardado el libro, sin darnos tiempo a ver el nombre del autor, y se ha quedado en silencio. Pronto comenzamos a sentirnos incómodos, como si nos observara fijamente alguien a quien nosotros no pudiéramos ver.
“Me he acostado con muchas mujeres, con infinitas mujeres. Si yo escribiera la historia de mis conquistas, dejaría chiquitas las plúmbeas memorias de Casanova. También con algunos hombres. Con las mujeres lo he hecho por placer; con los hombres, por el placer de escandalizar. Siempre he tenido buen cuidado de no enamorarme, de no insistir con las mujeres que me gustaban demasiado. Con los hombres no repetí nunca, salvo con Cocteau, que me divertía. Este pazo fue la herencia de una anciana que hasta el momento de su muerte conservó el recuerdo de una noche que pasamos juntos en una quinta de las afueras de Lisboa, allá por los años de la guerra civil. Ella era muy religiosa y muy franquista. Dudó entre dejarme a mí por heredero o al propio general Franco; pero este ya tenía el pazo de Meirás y no iba a disfrutar del suyo, así que me prefirió”.
Volvió a callar el conde y el negro espectro de la melancolía, que daba vueltas en torno nuestro, cayó de pronto sobre mí. Yo tampoco me he enamorado nunca, solo he jugado a estar enamorado. Siempre traté de comportarme de la manera más inteligente posible. Cuántas veces no habré contado aquella anécdota de Menéndez Pelayo. Una noche, en el Teatro Real, el erudito borrachín contempló en un palco a una antigua novia suya. Estaba oronda y deslumbrante y a su lado, como prescindible apéndice, tenía a un hombrecillo, su marido. Menéndez Pelayo se volvió hacia don Juan Valera, su mentor en la vida social, y le dijo: “Dios mío, de qué felicidad me he librado”.
Para mí, hasta hoy mismo, la vida ha sido un baile en el que, para seguir divirtiéndose, hay que cambiar continuamente de pareja. Dije que nunca había estado enamorado y mentía. Toda mi vida he estado enamorado de la misma persona: de mí mismo. Y no me ha ido mal.


Pero de pronto negros nubarrones cubren el horizonte. Quizá todos estábamos pensando en lo mismo. “Si volviera a nacer –dijo Pelayo, hasta entonces silencioso—, viviría de otra manera”.
“Una mujer se suicidó por mi culpa –el conde pareció de pronto seguir en voz alta el hilo sus pensamientos—, o eso creyeron todos. Pero no fue un suicidio, fue un crimen. No lo he contado nunca, lo voy a contar ahora. Ocurrió hace mucho tiempo, el delito ya ha prescrito, no corro ningún riesgo. Preferiría, sin embargo, la cárcel a seguir viéndola cada noche. Yo entonces ya no era joven, tenía la edad que tú tienes ahora –me dijo mirándome fijamente a los ojos—, ella hacía poco que había cumplido veinte años. Fue en 1935, en Ginebra, una ciudad que son dos ciudades: la puritana heredera de Calvino, dedicada a hacer dinero y a cultivar la virtud, y otra con gente de todo el mundo, exiliados y diplomáticos, que quiere vivir al día y que sabe gozar del instante. Ella era española, había sido alumna de Pedro Salinas en los cursos de la Universidad Internacional de Santander, y habría dado cualquier cosa por ser la inspiradora de La voz a ti debida. En realidad estaba enamorada del amor: el poeta o yo éramos meros pretextos para su fantasía, actores de una obra que ella había escrito. Yo me dejé querer, pero me cansé pronto. Decidí marcharme sin avisarla; pero a los dos días la encontré a la puerta de mi apartamento en Londres. Acabó tirándose por una ventana, o eso creyeron todos. Yo no sentí ningún remordimiento. Si no puedes vivir, si tu vida es un infierno, ahí tienes la puerta, o la ventana”.


Ya he hablado de que aquella fresca noche, quizá la última noche de verano, había una invitada más. Hablaba en metáfora: me refería, ya lo dije, a la negra melancolía. Pero ahora, cuando el conde volvió a callar y seguí la dirección de su mirada, me di cuenta de que, efectivamente, había una invitada más. Al principio creí reconocerla: era Susana Rivera, la viuda de Ángel González. Y pensé que acaso había venido a buscar una sede para la nonata Fundación del poeta. Pero no: aquella mujer tendría poco más de veinte años y a quien se parecía era la dulce y desdichada Ofelia de los pintores prerrafaelitas.
El conde se levantó bruscamente y nos dejó solos con ella. Por poco tiempo: todos fuimos testigos de cómo se desvanecía y se convertía en un puñado de niebla que se enredaba entre las ramas de un cercano laurel. “Como Dafne”, dijo Almuzara.
Yo tenía los ojos llenos de lágrimas. Me ocurre a veces, y no hay nada más incómodo si estoy con gente. Disimulé como pude. Luego, cuando todos se fueron, cada uno a su sueño, me quedé un rato más paseando por el jardín, sin miedo al relente ya otoñal. La luna rielaba hipnóticamente sobre las aguas de la ría. Sentí de pronto una tranquila respiración detrás de mí. Me di la vuelta. Allí estaba ella: la falsa Susana Rivera, la Ofelia de los prerrafaelitas, la única mujer que me había querido de verdad, o eso creía yo. “¿Por qué huiste? —me dijo—. ¿Por qué fuiste tan cobarde?”. “¿Por qué no me dejas en paz? Han pasado casi cuarenta años”, pensé yo, pero no dije nada.


Es curioso que, cuando uno hace recuento de su vida, el saldo sale positivo o negativo según el momento en el que haga las cuentas. Siempre he pensado que he sido razonablemente feliz, que en cada momento de mi vida he tomado la decisión correcta. Y sin embargo… Recuerdo los versos de Ángel González: “Yo mismo me encontré frente a mí mismo en una encrucijada”. Y me miré a los ojos: y no me gustó lo que vi en ellos.
La barca se balanceaba en la orilla. Solo entonces me fijé en el remero. Había comenzado a cantar, primero muy suavemente, como en un murmullo, luego elevando poco a poco la voz. La mujer –fuimos inseparables no sé si durante cinco días, cinco años o toda una eternidad— me había besado en los labios y luego había comenzado, una vez más, a desvanecerse. “Es un fantasma amigo”, pensé yo, “no un espectro”. Toda mi melancolía se fue con ella. Recordé entonces unos versos que aprendí de niño: “Quién hubiera tal ventura / sobre las aguas del mar…”. En voz alta dije: “Por tu vida, el marinero, / dígasme hora ese cantar”. Y el joven remero, sonriente, respondió: “Yo no digo mi canción / sino a quien conmigo va”. Cuando me subí a la barca, la Aurora de rosados dedos comenzaba a hacer sus abluciones.