Sábado, 21 de noviembre
PERDER AMIGOS
“Un vínculo tan frágil como el amor: la amistad”. Leo el último libro de José Emilio Pacheco, poeta ingeniosamente prosaico que un tiempo me interesó más que ahora. Sí, la amistad es tan frágil y tan misteriosa como el amor, pero está más hecha de costumbre, cansa menos, quizá por eso casi todo el mundo la prefiere. Yo tengo mis dudas: la amistad será más descansada, pero entretiene menos.
¿Qué es un buen amigo? Pues alguien que se porta con nosotros como nosotros no nos portamos con él, que nos perdona cosas que nosotros jamás le perdonaríamos.
Es necesario aprender a perder amigos, ser conscientes de que la amistad es tan frágil como el amor: puede resistir tempestades y apagarse al soplo de un malentendido.
Hay un tipo de amistad, la complicidad literaria, que yo no he practicado nunca. Nada me fastidia más que, en un premio literario de cuyo jurado formo parte, gane un amigo. Yo no soy un Benjamín Prado, yo soy de los que creen que los verdaderos amigos, por delicadeza, en cuanto son conscientes de tal situación deberían retirarse. Me alegra especialmente, en cambio, que gane un excelente libro de alguien a quien no conozco o, mejor aún, por quien no tengo excesivas simpatías.
Sé distinguir perfectamente entre un buen escritor y un buen amigo. Otros no, pero se engañan diciendo que ellos solo se hacen amigos de los buenos escritores (quieren decir de los que les pueden ser útiles). Qué suerte. Yo no tengo esa capacidad de engañarme cuando me conviene.
Las complicidades, los intereses creados, son imprescindibles si se quiere ser alguien, tener algún poder, lo mismo en política que en literatura. En los talleres literarios debería enseñarse el arte de adular, sin el cual no se llega a ninguna parte. A nadie admiro más que a los que dominan ese arte, porque a mí me gustaría tener algún poder, bastante poder, cuanto más mejor. Por eso la adulación la he intentado más de una vez, pero no me sale. Mis falsos elogios, por mucho que me esfuerce, tienen siempre un tonillo que los hace parecer irónicos. Yo no adulo a nadie porque los adulados lo toman como una burla y es peor el remedio que la enfermedad. Tengo que resignarme a esa incapacidad mía.
Domingo, 22 de noviembre
RECTIFICO
Unas declaraciones de Muñoz Molina a propósito de su última novela: “Yo quería trabajar con los testimonios de las personas que vivieron esa época, utilizando sobre todo las cartas y los diarios, porque tienen la ventaja de la inmediatez; en las memorias hay un proceso de elaboración a posteriori. Yo quería llegar a saber qué se siente de verdad en los momentos en que suceden las cosas. Esto es lo contrario de la elaboración histórica que tiene la trampa de hacer que las cosas parezcan inevitables. Por eso es tan ilustrativo leer el día a día en los periódicos y en los diarios personales”.
Había dejado de lado el mamotreto de La noche de los tiempos, que me pareció tediosamente magistral, pero he comenzado a hojearlo y está lleno de precisos y minuciosos deslumbramientos. El protagonista viaja en tren por la orilla del Hudson: “Con renombrado asombro juvenil reconoce el puente George Washington, más admirable en la realidad que en las fotografías y en los planos, con el resplandor que debió tener una catedral gótica recién terminada, blanca todavía; pero más bello que cualquier catedral, delicado en su escala formidable, en la limpieza de su forma, tan pura como un axioma matemático. El arco invertido de los cables atraviesa de una orilla a otra con la exacta delicadeza de una curva de compás trazada en tinta azul sobre la cartulina blanca. La luz traspasa las torres como las filigranas geométricas de una celosía. Las torres desnudas, puros prismas de acero, su verticalidad tan firme como la horizontal ligeramente combada que se extiende sin más soporte que ellas entre las dos orillas, los cables como arcos y como dobles cuerdas de arpa, vibrando con el viento”.
Basta acompasar el paso a la morosidad de La noche de los tiempos para que desaparezca el tedio. La peripecia novelesca me interesa poco; ver lo que hace el autor con los materiales de la época me apasiona. Apenas hay párrafo sin una de esas “maravillas concretas” de las que hablaba Jorge Guillén.
Lunes, 23 de noviembre
MUNDOS DE FICCIÓN
Qué sorpresa encontrarse de pronto, en un estudio académico de Miguel Melendi, la justificación conceptual de las propias intuiciones. Se titula La narración artística como documento. Pero más sugestivo resulta el subtítulo: “Atribución de confianza a mundos de ficción”. Cita a Pío Baroja: “El escritor necesita siempre el trampolín de la realidad para dar saltos maravillosos en el aire. Sin ese trampolín, aun teniendo imaginación, son imposibles los saltos mortales”. En una obra de ficción no todo es ficción, aunque finja serlo. Y a veces interesa más el trampolín que los saltos mortales.
Martes, 24 de noviembre
UN DÍA DE GLORIA
“La vida es un arma. ¿Dónde herir, sobre qué obstáculo crispar nuestros músculos, de qué cumbre colgar nuestros deseos? ¿Será mejor gastarnos de un golpe y morir la muerte ardiente de la bala aplastada contra el muro o envejecer en el camino sin término y sobrevivir a la esperanza? Para el que tiene los ojos abiertos y el oído en guardia, para el que se ha incorporado una vez sobre la carne, la realidad es angustia. Gemimos de agonía y clamores de triunfo nos llaman en la noche. Nuestras pasiones, como una jauría impaciente, olfatean el peligro y la gloria. Nos adivinamos dueños de lo imposible, y nuestro espíritu ávido se desgarra”.
Qué raros caminos llevan de unos libros a otros. Se presenta mañana en Madrid Por partida doble, la antología de poesía asturiana que preparé hace unos meses, y yo releo Moralidades actuales, de Rafael Barrett, que encontré causalmente la tarde en que la presentamos en Berna.
El único día de gloria que tuvo Barrett fue aquel en que tuvo en sus manos este su primer y último libro. Enfermo de tuberculosis viajaba desde Paraguay hasta Francia. El barco se detuvo en Montevideo y allí, a la vez que el editor, subieron a bordo periodistas y admiradores: “Mi cuarto era una romería. Mi libro ha tenido un éxito loco”, escribe a su mujer. Murió pocas semanas después.
Qué vida la de Rafael Barrett. Había nacido en Torrelavega, era de la edad de Baroja o Azorín, conoció la bohemia y las inquietudes del fin de siglo, parecía destinado a brillar como nadie en medio de aquella generación gloriosa. Pero su vida cambió de rumbo por una “cuestión de honor”. Se sintió ofendido por no sé quién y lo retó a duelo, según costumbre de la época. Pero su rival no quiso batirse y disfrazó su cobardía dando pábulo a un rumor: “Barrett no era un caballero; tenía costumbres wildeanas”. Un tribunal de honor le dio la razón y Barrett indignado agrede al presidente de ese tribunal, el duque de Arón, durante una función de gala del Circo de París. El duque, a pesar de la ofensa pública, también se niega a batirse: “Barrett no es un caballero”, insiste. Recurre entonces a médicos “de reconocido prestigio” para que certifiquen que carece de hábitos nefandos. Lo certifican, algunos periódicos publican el hecho y ello no solo no devuelve su honor al joven dandy, sino que lo convierten en el hazmerreír de Madrid. Tras aquella ejecución moral, huye a América. Allí Barrett --agresivo, brillante, cada vez más próximo a las teorías anarquistas-- se convierte en un incansable defensor de causas perdidas, en el primer periodista de su tiempo, en uno de los grandes de todos los tiempos.
Miércoles, 25 de noviembre
PASEO
Un lento paseo, al anochecer, por calles poco frecuentadas y a la vez muy familiares. ¿Cuánto tiempo he estado caminando, primero solo, luego con Martín López-Vega como guía? ¿Dos, tres horas? Siempre he vivido en lugares donde, a los pocos minutos de marcha, ya se encuentra uno en pleno campo. Hay a quien le gusta eso. A mi la naturaleza siempre me da la sensación de intemperie. Solo me gustan las ciudades que no se acaban nunca, que nunca te dejan solo, que en cada esquina te cuentan una historia, te traen a la memoria una página de la historia de la literatura, que es la historia de mi vida.
Velázquez, Goya, Cibeles, el Paseo del Prado, el Botánico, la Cuesta de Moyano, la calle Huertas, las casas de Lope, Quevedo y Góngora, sus versos escritos en el suelo… Madrid me arropa y no me cansa nunca, quizá porque nunca he vivido en Madrid, porque nunca lo han emborronado los inconvenientes de la cotidianidad.
Me gusta no vivir en las ciudades en las que más me gusta vivir. Llegar al atardecer, acariciar unos pocos árboles, unas cuantas calles, entrar en algunas librerías, charlar con dos o tres amigos, y luego marcharse al día siguiente.
Me gusta desear lo que tengo al alcance de la mano y alargar la mano y acercar los labios y nunca devorar la manzana.
Jueves, 26 de noviembre
CIELO DE PAPEL
En la monotonía del viaje de regreso, un nombre que es una tentación: Villalar de los Comuneros. Me fascinan los escenarios de la historia tanto como los de la literatura. Nos desviamos de la autopista y por una solitaria carretera llegamos al pueblo. Una bandada de vencejos, sobrevolando la torre de una iglesia, llena de borrones el folio gris del cielo. Luego, calles vacías y una abierta plaza sin nadie. El día, neblinoso, muy poco castellano. Aclara algo, pero la luz sigue siendo triste y todo tiene un aire de grabado antiguo. El ayuntamiento a un lado, con sus banderas y soportales; la iglesia de San Juan, al fondo, y los campos de labor tras ella; al otro lado, la sucursal de un banco, en la que se entreven algunas móviles sombras, y en medio el monolito que conmemora el lugar donde fueron ejecutados Padilla, Bravo y Maldonado. Hay también una rara torre del reloj con caperuza de cuento de hadas. Qué extraño sitio, qué lugar fuera del mundo. Sobre la sucursal bancaria, un centro social. Subimos a tomar un café. Tres o cuatro lugareños nos miran sin demasiada simpatía. Hemos venido a perturbar su paz. Hoy no hay función. No es día de visita. Yo me llevo de Villalar el recuerdo de una plaza y un cielo de papel reciclado donde todo el dolor y el horror de una antigua historia ya ha desaparecido. Como ocurrirá con cualquier historia.
domingo, 29 de noviembre de 2009
domingo, 22 de noviembre de 2009
Línea roja: Del tiempo aquel
Sábado, 14 de noviembre
SOY BUENO
“Ya no eres tan malo como antes, ya no eres tan divertido”, me dice un amigo que hace tiempo que no veo. Y es verdad. “Malo” quiere decir tan solo que, cuando escribo reseñas, ya no llamo al pan pan y al memo memo. Tampoco antes lo hacía mucho, pero sí alguna que otra vez.
Ahora he aprendido a mirar para otro lado cuando una momia más o menos venerable se pone pomposamente en ridículo. Ahora hasta sería capaz de elogiar, como un Jambrina cualquiera, “la noche cosida de azofaifas” y “la bandada de pájaros pasiegos” que le señalan la frente al bueno de Gimferrer “con la luz de los ojos de la Cuca”.
“¿Has visto la última novela de Muñoz Molina? ¡Qué horror, mil páginas! Parece un diario de Andrés Trapiello”. La he entrevisto y he admirado la ponderada caligrafía de cualquiera de sus frases: “Con un silbido como de sirena de barco el tren se aparta de la orilla del río y se sumerge a más velocidad en el túnel de hojas amarillas, ocres, naranjas, azuladas, rojas, de un bosque tan tupido que la claridad de la tarde apenas lo atraviesa”.
Es La noche de los tiempos una obra maestra tan evidente, y resulta tan previsible su evocación republicana y saliniana, que para darse cuenta de ello no hace falta ni siquiera leerla. Algo que no deja de ser un alivio, todo hay que decirlo.
Lunes, 16 de noviembre
ENCUENTROS EN TURÍN
Hablé yo de Sarawak, que el sultán de Brunei cedió al imperio inglés, y de Sir James Brooke, que llego a ser el Rajah de ese territorio, y José Luis Piquero me escribe para contarme que se trata de uno de los héroes de su adolescencia, un compañero de aventuras del mítico Sandokán. Y entonces yo también recuerdo y a la cabeza me vienen unos versos de los que ignoro el autor: “Tuve en la adolescencia la manía / de trazar en mis horas solitarias / itinerarios de la fantasía / para viajes por tierras legendarias. / Con la inquietud del corazón por guía / términos eran de mis rutas varias / El Cairo, Benarés, Alejandría… / Del tiempo aquel de mi existencia vana / apenas si persiste / la memoria de un viaje imaginado / por un muchacho soñador y triste”.
Cuando Pierre Loti pasó por Turín, Salgari fue a su encuentro. Le llamó la atención que Loti, el exótico novelista aventurero, usara corsé y se pintara los labios. Era, sin embargo, un hombre atlético. Cierto día, paseando ambos por los jardines de Nervi, dio un salto mortal con la agilidad de un acróbata, aunque por entonces tenía más de cuarenta años. Esa misma noche entraron en un cafetín popular. Algunos clientes empezaron a lanzarle bromas subidas de tono al advertir los labios pintados. Loti deslabró a media docena a puñetazos y silletazos, mientras Salgari hacía añicos toda la botillería.
Qué final tan triste el de aquel hombre que llenó tantas horas de mi vida de fascinación y aventura. Cierto día a la lavandera Luisa Quirino, mientras recogía leña en un bosquecillo, le llamó la atención un hombre tendido al pie de un tronco. Se acercó. Reconoció espantada a su vecino Emilio Salgari, desangrándose. Era la mañana del 26 de abril de 1911. Su mano empuñaba la navaja con la que había puesto fin a su vida, a la manera japonesa, practicando el harakiri. Aquella muerte trajo la desgracia sobre la familia. Su mujer perdió la razón y fue recluida en un manicomio. La hija Fátima murió apenas cumplidos los 21 años, su hijo Romero se mató arrojándose desde el balcón a la calle. Su tercer hijo, Nadir, pereció en un accidente. Solo le sobrevivió su hijo Omar, que se pasó la vida en los tribunales, viejo e hipocondríaco, defendiendo unos derechos de autor que se le escapaban de las manos.
César Tiempo, a quien yo conocí, le conoció en un café de Turín. Omar también escribía. Se rumoreaba que era el autor de varias de las novelas póstumas de su padre. También conoció a Andrea Villongo, librero y editor, que traía a mal traer al hijo de Salgari. Se lo presentó Cesare Pavese, que azuzaba al uno contra el otro, y se reía mucho con las trifulcas entre ambos.
César Tiempo –un argentino que había nacido en la remota Ekaterinoslav y se llamaba Israel Zeitlin-- se alojaba, cuando conoció a Omar y a Pavese, en el hotel Roma, el mismo en el que aquel risueño novelista en la cumbre de su fortuna decidió, poco después, no escribir más, repetir, menos melodramáticamente, el gesto de Salgari.
Martes, 17 de noviembre
ILSA BAREA
Gregorio Torres Nebrera, que asiste al congreso sobre el exilio que ha organizado con minuciosa gentileza Antonio Insuela, me regala su edición de La forja, primer tomo de la fascinante autobiografía de Arturo Barea. En el prólogo, que se lee como una novela detectivesca, encuentro la solución de un enigma. ¿Cómo es posible que de esa obra maestra de la literatura española se haya perdido el texto original y solo podemos leerla en una traducción de versión inglesa? Pues porque no hubo tal original, porque la presunta traductora –la revolucionaria austriaca Ilsa Kulcsar- es la principal autora de la obra. Torres Nebrera reproduce unas declaraciones de Rafael Martínez Nadal, que conoció a la pareja durante su exilio londinense: “Todas las mañanas ella le dejaba preparado el trabajo del día: sobre la mesa, el libro o libros que tendría que leer, a mano siempre el diccionario de lengua española, la variedad de lápices y plumas; el cuaderno para anotar lo que se le ocurriera; notas que luego, a la noche, después de la cena, serían motivo de conversación y comentarios”. El método de escritura de La Forja de un rebelde se deduce de las palabras de Ilsa: ‘Pero lo mejor es oír a Arturo expresar, en su lenguaje tosco, las más agudas, inesperadas observaciones. Tan fuertes, tan vívidas y vividas que ahora todas las noches voy tomando notas en inglés de lo que él me cuenta en español. Luego me las revisa nuestra compañera de casa y van quedando páginas de una posible autobiografía de Barea escrita en un idioma que él no conoce”.
Miércoles, 18 de noviembre
LAS COSAS CLARAS
Con mi amigo Alfonso, que las ha reseñado, comento las memorias ovetenses de Marino Gómez Santos, su particular ajuste de cuentas con la ciudad. El titular de una entrevista publicada hace unos meses anticipaba el tono: “Ángel González era un hombre acobardado, estaba aislado, nadie conocía su poesía”. Lola Fernández Lucio se sintió particularmente ofendida y escribió una carta al periódico, que yo no pude conocer entonces y que ahora me trae fotocopiada a Las Salesas. Gómez Santos presentaba al adolescente Ángel González “acodado en el mirador de la casa de su madre en la avenida de Galicia, esperando algo que no sabía lo que era. Un hombre acobardado. Venía de Villamanín de mirar a las estrellas. Estaba aislado. Apareció por los cafés, decía que escribía poesía, pero no la conocía nadie”. Lola Lucio puntualiza: “La casa de su madre, en la avenida de Galicia, número 8, no tenía ningún mirador. Tenía ventanas. Yo vivía, como tú sabes, en el número 6, y recuerdo perfectamente esa fachada, y también, por cierto, unas cuantas fotografías de aquellos grandes intelectuales españoles amigos tuyos decorando el suelo de mi portal… inexplicablemente”. De viva voz me explica Lola que un día, al salir de casa, se encontró el portal lleno de fotos en blanco y negro, muchas de ellas dedicadas, de Azorín, Baroja, Marañón, también un misal y otros cachivaches, y a un apesadumbrado Marino tratando de recogerlo todo. En el portal de Lola vivía la novia. Al parecer habían reñido y ella había tirado todos los regalos del joven triunfador en Madrid por las escaleras.
Sigue, en la carta del periódico, replicando a la entrevista: “Si alguna vez viste a Ángel detrás de una ventana, no me extraña que tú no supieras qué esperaba. Él sí lo sabía: un futuro mejor, otro tiempo distinto a aquel de banderas desplegadas, mejor y más justo. Lo calificas de acobardado. Quizá no sepas que con diez años le sirvió a su madre de mensajero, entregándole la carta que un sacerdote de la iglesia de San Juan había puesto en sus manos infantiles, en la que se le comunicaba a doña María Ruiz el fusilamiento de uno de sus hijos. Inolvidable para él la escalada de la calle de Toreno aquella mañana mientras oía el canto de los pájaros en el campo de San Francisco”.
Comprendo la indignación de Lola Lucio contra Marino Gómez Santos, pero yo siento más bien pena. ¡Tantos años, tantos éxitos, tantas biografías de reinas y nobeles y aún no ha sido capaz de olvidar el maltrato al que el Oviedín del alma le sometió en los años cuarenta! Tuvo que irse a Madrid para encontrar su sitio. Y allí lo encontró muy pronto: tenía poco más de veinte años y ya era un periodista de éxito que se codeaba con los más grandes. Y volvió un día, a la tertulia de siempre, dispuesto a recibir la admiración y la envidia de todos. ¡Cuántas veces había soñado con ese momento! Pero llegó al café de la calle Uría, se sentó en la esquina de costumbre, y todos siguieron con sus cosas y sus bromas, sin prestarle mayor atención. Por fin, uno de los contertulios habituales se fijó en él: “Marianín, hace tiempo que no apareces por aquí. ¿Tuviste malu?”. Esos fueron todos los aplausos que recogió el ambicioso arribista que llegaba cargado de laureles. A mí no me extraña nada su odio a Oviedo, al que llamó Orbayal en un irónico y despreciativo artículo publicado en la famosa tercera del ABC de entonces.
Jueves, 19 de noviembre
COLECCIÓN DE ASOMBROS
Gabriel Ferrater escribió, y yo lo he citado más de una vez, que hacía colección de días y que los tenía todos repetidos. Los míos son todos distintos, y cada uno trae su afán y su asombro. Esta tarde, Marcos Vallaure nos guía por los entresijos del Museo de Bellas Artes: la biblioteca, la sala de restauración, el taller de carpintería, los almacenes donde conviven, nariz con nariz, un elegante Alfonso XIII lleno de entorchados y un desastrado San Francisco, la secreta, prodigiosa terraza sobre la torre y los tejados de la catedral… No es la gótica torre clariniana, que aquí tengo al alcance de la mano, la que más me admira, sino la otra, la hermana mayor y pobre, la torre románica que se alza sobre la Cámara Santa, y que solo desde este lugar puede verse en toda su austera elegancia.
No hay día que no llegue cargado de tesoros: unas veces es una sonrisa, otras la luz del atardecer, en ocasiones una puerta que una mano amiga nos abre y nos permite atisbar la trastienda del milagro. Algunos de esos tesoros llegan bien camuflados, como de contrabando. Pero yo procuro no dejar escapar ninguno.
SOY BUENO
“Ya no eres tan malo como antes, ya no eres tan divertido”, me dice un amigo que hace tiempo que no veo. Y es verdad. “Malo” quiere decir tan solo que, cuando escribo reseñas, ya no llamo al pan pan y al memo memo. Tampoco antes lo hacía mucho, pero sí alguna que otra vez.
Ahora he aprendido a mirar para otro lado cuando una momia más o menos venerable se pone pomposamente en ridículo. Ahora hasta sería capaz de elogiar, como un Jambrina cualquiera, “la noche cosida de azofaifas” y “la bandada de pájaros pasiegos” que le señalan la frente al bueno de Gimferrer “con la luz de los ojos de la Cuca”.
“¿Has visto la última novela de Muñoz Molina? ¡Qué horror, mil páginas! Parece un diario de Andrés Trapiello”. La he entrevisto y he admirado la ponderada caligrafía de cualquiera de sus frases: “Con un silbido como de sirena de barco el tren se aparta de la orilla del río y se sumerge a más velocidad en el túnel de hojas amarillas, ocres, naranjas, azuladas, rojas, de un bosque tan tupido que la claridad de la tarde apenas lo atraviesa”.
Es La noche de los tiempos una obra maestra tan evidente, y resulta tan previsible su evocación republicana y saliniana, que para darse cuenta de ello no hace falta ni siquiera leerla. Algo que no deja de ser un alivio, todo hay que decirlo.
Lunes, 16 de noviembre
ENCUENTROS EN TURÍN
Hablé yo de Sarawak, que el sultán de Brunei cedió al imperio inglés, y de Sir James Brooke, que llego a ser el Rajah de ese territorio, y José Luis Piquero me escribe para contarme que se trata de uno de los héroes de su adolescencia, un compañero de aventuras del mítico Sandokán. Y entonces yo también recuerdo y a la cabeza me vienen unos versos de los que ignoro el autor: “Tuve en la adolescencia la manía / de trazar en mis horas solitarias / itinerarios de la fantasía / para viajes por tierras legendarias. / Con la inquietud del corazón por guía / términos eran de mis rutas varias / El Cairo, Benarés, Alejandría… / Del tiempo aquel de mi existencia vana / apenas si persiste / la memoria de un viaje imaginado / por un muchacho soñador y triste”.
Cuando Pierre Loti pasó por Turín, Salgari fue a su encuentro. Le llamó la atención que Loti, el exótico novelista aventurero, usara corsé y se pintara los labios. Era, sin embargo, un hombre atlético. Cierto día, paseando ambos por los jardines de Nervi, dio un salto mortal con la agilidad de un acróbata, aunque por entonces tenía más de cuarenta años. Esa misma noche entraron en un cafetín popular. Algunos clientes empezaron a lanzarle bromas subidas de tono al advertir los labios pintados. Loti deslabró a media docena a puñetazos y silletazos, mientras Salgari hacía añicos toda la botillería.
Qué final tan triste el de aquel hombre que llenó tantas horas de mi vida de fascinación y aventura. Cierto día a la lavandera Luisa Quirino, mientras recogía leña en un bosquecillo, le llamó la atención un hombre tendido al pie de un tronco. Se acercó. Reconoció espantada a su vecino Emilio Salgari, desangrándose. Era la mañana del 26 de abril de 1911. Su mano empuñaba la navaja con la que había puesto fin a su vida, a la manera japonesa, practicando el harakiri. Aquella muerte trajo la desgracia sobre la familia. Su mujer perdió la razón y fue recluida en un manicomio. La hija Fátima murió apenas cumplidos los 21 años, su hijo Romero se mató arrojándose desde el balcón a la calle. Su tercer hijo, Nadir, pereció en un accidente. Solo le sobrevivió su hijo Omar, que se pasó la vida en los tribunales, viejo e hipocondríaco, defendiendo unos derechos de autor que se le escapaban de las manos.
César Tiempo, a quien yo conocí, le conoció en un café de Turín. Omar también escribía. Se rumoreaba que era el autor de varias de las novelas póstumas de su padre. También conoció a Andrea Villongo, librero y editor, que traía a mal traer al hijo de Salgari. Se lo presentó Cesare Pavese, que azuzaba al uno contra el otro, y se reía mucho con las trifulcas entre ambos.
César Tiempo –un argentino que había nacido en la remota Ekaterinoslav y se llamaba Israel Zeitlin-- se alojaba, cuando conoció a Omar y a Pavese, en el hotel Roma, el mismo en el que aquel risueño novelista en la cumbre de su fortuna decidió, poco después, no escribir más, repetir, menos melodramáticamente, el gesto de Salgari.
Martes, 17 de noviembre
ILSA BAREA
Gregorio Torres Nebrera, que asiste al congreso sobre el exilio que ha organizado con minuciosa gentileza Antonio Insuela, me regala su edición de La forja, primer tomo de la fascinante autobiografía de Arturo Barea. En el prólogo, que se lee como una novela detectivesca, encuentro la solución de un enigma. ¿Cómo es posible que de esa obra maestra de la literatura española se haya perdido el texto original y solo podemos leerla en una traducción de versión inglesa? Pues porque no hubo tal original, porque la presunta traductora –la revolucionaria austriaca Ilsa Kulcsar- es la principal autora de la obra. Torres Nebrera reproduce unas declaraciones de Rafael Martínez Nadal, que conoció a la pareja durante su exilio londinense: “Todas las mañanas ella le dejaba preparado el trabajo del día: sobre la mesa, el libro o libros que tendría que leer, a mano siempre el diccionario de lengua española, la variedad de lápices y plumas; el cuaderno para anotar lo que se le ocurriera; notas que luego, a la noche, después de la cena, serían motivo de conversación y comentarios”. El método de escritura de La Forja de un rebelde se deduce de las palabras de Ilsa: ‘Pero lo mejor es oír a Arturo expresar, en su lenguaje tosco, las más agudas, inesperadas observaciones. Tan fuertes, tan vívidas y vividas que ahora todas las noches voy tomando notas en inglés de lo que él me cuenta en español. Luego me las revisa nuestra compañera de casa y van quedando páginas de una posible autobiografía de Barea escrita en un idioma que él no conoce”.
Miércoles, 18 de noviembre
LAS COSAS CLARAS
Con mi amigo Alfonso, que las ha reseñado, comento las memorias ovetenses de Marino Gómez Santos, su particular ajuste de cuentas con la ciudad. El titular de una entrevista publicada hace unos meses anticipaba el tono: “Ángel González era un hombre acobardado, estaba aislado, nadie conocía su poesía”. Lola Fernández Lucio se sintió particularmente ofendida y escribió una carta al periódico, que yo no pude conocer entonces y que ahora me trae fotocopiada a Las Salesas. Gómez Santos presentaba al adolescente Ángel González “acodado en el mirador de la casa de su madre en la avenida de Galicia, esperando algo que no sabía lo que era. Un hombre acobardado. Venía de Villamanín de mirar a las estrellas. Estaba aislado. Apareció por los cafés, decía que escribía poesía, pero no la conocía nadie”. Lola Lucio puntualiza: “La casa de su madre, en la avenida de Galicia, número 8, no tenía ningún mirador. Tenía ventanas. Yo vivía, como tú sabes, en el número 6, y recuerdo perfectamente esa fachada, y también, por cierto, unas cuantas fotografías de aquellos grandes intelectuales españoles amigos tuyos decorando el suelo de mi portal… inexplicablemente”. De viva voz me explica Lola que un día, al salir de casa, se encontró el portal lleno de fotos en blanco y negro, muchas de ellas dedicadas, de Azorín, Baroja, Marañón, también un misal y otros cachivaches, y a un apesadumbrado Marino tratando de recogerlo todo. En el portal de Lola vivía la novia. Al parecer habían reñido y ella había tirado todos los regalos del joven triunfador en Madrid por las escaleras.
Sigue, en la carta del periódico, replicando a la entrevista: “Si alguna vez viste a Ángel detrás de una ventana, no me extraña que tú no supieras qué esperaba. Él sí lo sabía: un futuro mejor, otro tiempo distinto a aquel de banderas desplegadas, mejor y más justo. Lo calificas de acobardado. Quizá no sepas que con diez años le sirvió a su madre de mensajero, entregándole la carta que un sacerdote de la iglesia de San Juan había puesto en sus manos infantiles, en la que se le comunicaba a doña María Ruiz el fusilamiento de uno de sus hijos. Inolvidable para él la escalada de la calle de Toreno aquella mañana mientras oía el canto de los pájaros en el campo de San Francisco”.
Comprendo la indignación de Lola Lucio contra Marino Gómez Santos, pero yo siento más bien pena. ¡Tantos años, tantos éxitos, tantas biografías de reinas y nobeles y aún no ha sido capaz de olvidar el maltrato al que el Oviedín del alma le sometió en los años cuarenta! Tuvo que irse a Madrid para encontrar su sitio. Y allí lo encontró muy pronto: tenía poco más de veinte años y ya era un periodista de éxito que se codeaba con los más grandes. Y volvió un día, a la tertulia de siempre, dispuesto a recibir la admiración y la envidia de todos. ¡Cuántas veces había soñado con ese momento! Pero llegó al café de la calle Uría, se sentó en la esquina de costumbre, y todos siguieron con sus cosas y sus bromas, sin prestarle mayor atención. Por fin, uno de los contertulios habituales se fijó en él: “Marianín, hace tiempo que no apareces por aquí. ¿Tuviste malu?”. Esos fueron todos los aplausos que recogió el ambicioso arribista que llegaba cargado de laureles. A mí no me extraña nada su odio a Oviedo, al que llamó Orbayal en un irónico y despreciativo artículo publicado en la famosa tercera del ABC de entonces.
Jueves, 19 de noviembre
COLECCIÓN DE ASOMBROS
Gabriel Ferrater escribió, y yo lo he citado más de una vez, que hacía colección de días y que los tenía todos repetidos. Los míos son todos distintos, y cada uno trae su afán y su asombro. Esta tarde, Marcos Vallaure nos guía por los entresijos del Museo de Bellas Artes: la biblioteca, la sala de restauración, el taller de carpintería, los almacenes donde conviven, nariz con nariz, un elegante Alfonso XIII lleno de entorchados y un desastrado San Francisco, la secreta, prodigiosa terraza sobre la torre y los tejados de la catedral… No es la gótica torre clariniana, que aquí tengo al alcance de la mano, la que más me admira, sino la otra, la hermana mayor y pobre, la torre románica que se alza sobre la Cámara Santa, y que solo desde este lugar puede verse en toda su austera elegancia.
No hay día que no llegue cargado de tesoros: unas veces es una sonrisa, otras la luz del atardecer, en ocasiones una puerta que una mano amiga nos abre y nos permite atisbar la trastienda del milagro. Algunos de esos tesoros llegan bien camuflados, como de contrabando. Pero yo procuro no dejar escapar ninguno.
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domingo, 15 de noviembre de 2009
Línea roja: Deprisa, deprisa
Sábado, 7 de noviembre
NO PENSAR
Sentado en primera fila del autobús, mientras la cinta de la carretera se desliza hipnóticamente ante mí, trato de no pensar en nada. Pero aún no soy lo suficientemente sabio para conseguirlo.
“Todo lo que no es normalidad es monotonía; todo lo que no es racionalidad es vulgaridad”, escribió no sé quién, quizá Eugenio d’Ors.
Detesto lo extraordinario, aborrezco el exotismo. Esta ruta forma también parte de mi rutina. Cuando crucé el Pajares, amanecía y los primeros rayos coronaron de rosa una de las cumbres rodeada de nubes oscuras. Fue el primer regalo.
Trato de no pensar en nada, de hacer colección de estampas, como un pintor japonés, pero me temo que voy a tener tiempo para pensar en todo.
El viaje en autobús de Oviedo a Cáceres está previsto que dure ocho horas, pero siempre regalan algo más de propina. Hace medio siglo que me vine a Asturias. Y ahora que lo pienso quizá fue el único viaje de mi vida, y no dependió de una decisión mía: tenía nueve años. Los demás viajes no pasaron de excursiones por los alrededores de casa. No volví a cambiar de paisaje ni de paisanaje. Soy sedentariamente afortunado. Las turbulencias del azar no me han zarandeado de un sitio a otro, como a tantos.
Voy a Cáceres a un encuentro de escritores, y no puedo dejar de recordar la primera vez que regresé a mi tierra con un propósito semejante. Aquel congreso lo inauguraba el ministro de Cultura, Ricardo de la Cierva, y lo presidía la elegante esfinge de Pedro de Lorenzo. Qué remotos, casi medievales, resultan esos nombres. En estos casos siempre acabo contando la misma anécdota. Una vez, en uno de los cursos veraniegos de Santander, rodeados de los jóvenes poetas a los que habíamos antologado, le dije a Luis Antonio de Villena: “Ya vamos siendo viejas glorias”. Y él entonces me miró desdeñoso, por encima del hombro, como pensando “¿qué se creerá este?”, y respondió: “Viejas somos todas; glorias… solo algunas”.
Domingo, 8 de noviembre
NUEVA ADMIRACIÓN
Cruzo la Plaza Mayor, atravieso el Arco de la Estrella, recorro una vez más las calles y plazas del viejo Cáceres. Podría ir de un palacio a otro, de una iglesia a otra con los ojos cerrados, y sin embargo nunca deja de asombrarme tanta maravilla. Me vienen a la memoria, los versos que Segismundo le dice a Rosaura en La vida es sueño: “Con cada vez que te veo / nueva admiración me das, / y cuanto te miro más / muy más mirarte deseo”.
Pero también cada vez que vuelvo me encuentro con un regalo inédito. Esta vez se trata del palacio de los Becerra, en la plaza de San Jorge, convertido en sede de la fundación Mercedes Calle. Tiene el sobrio caserón tanto de museo como de almoneda. Yo lo siento lleno de fantasmas. Aquí están las obras de arte que coleccionó doña Mercedes Calles Martín-Pedrilla y también sus objetos personales, sus fotografías, los cuadernos manuscritos en que anotó impresiones de viaje, íntimas perplejidades. Me asomo a los historiados espejos y contemplo en ellos la luz de otro tiempo.
En la sala de exposiciones, dedicada a la cerámica portuguesa, me encuentro con un viejo amigo, Fernando Pessoa, y a la memoria me vienen los versos de “Tabacaria”: “No soy nada. / Nunca seré nada. / No puedo querer ser nada. / Aparte de eso, tengo en mí todos los sueños del mundo”.
Yo también tengo en mí todos los sueños del mundo y no soy nada y nunca seré nada, pero me gusta dialogar con los fantasmas y pensar que algún día seré uno de ellos. Entonces, viajero que juegas a perderte en el hermoso laberinto del viejo Cáceres, seguro que te encuentras conmigo al doblar una ventosa esquina o en las salas de cualquier viejo palacio. No me parece la peor manera de pasar la eternidad.
Lunes, 9 de noviembre
EL ORIGEN DEL MUNDO
Creo que era Marià Manent quien decía que todos tenemos un Bosque, una Fuente, un Río, una Montaña con mayúscula, con los que comparamos a todos los demás. Son el bosque, la fuente, el río, la montaña que conocimos cuando niños. Mi país primordial está entre Salamanca y Extremadura, abarca la sierra de Béjar, el valle del Ambroz. Aunque viaje con los ojos cerrados, noto cuando me acerco, el corazón me late más deprisa. Los castaños y los robles están especialmente hermosos en estos días de otoño. Al ir y al volver paso por delante de la antigua estación de Béjar. Fue el destino de mi primer viaje en tren. Recuerdo bien la aventura, con el monstruo humeante tirando de los vagones de madera y la ciudad derramada inmensa sobre una alargada colina. Y en Baños de Montemayor me aguarda una vez más la cerrada curva que una vez hizo exclamar a una señora: “Parece Montecarlo”. Y yo me sonreí de aquella extravagancia hasta que pude comprobar que ciertamente era muy semejante a otra que hay en Montecarlo y que da mucho juego en no sé qué carreras de coches.
Antes la carretera pasaba exactamente por delante de mi casa. Desde la ventanilla del autobús podría tocarse el balcón en que miraba las estrellas cuando niño. Ahora la nueva autovía rodea el pueblo. Me gusta verlo así, derramado, con las torres de las dos iglesias, la de la parte de Arriba y la de la parte de Abajo, y destacando especialmente sobre el caserío el edificio de la escuela. Las incomodidades del largo viaje en autobús se justifican por estos pocos minutos, llenos de maravillas. Allá distingo el perfil del Pinajarro, acá, sobre la ladera, el blanco caserío de Segura de Toro o de Casas del Monte; por ahí se va a la Abadía, donde estuvo el mágico jardín de los duques de Alba que supo de las ensoñaciones de Garcilaso y que ahora solo pervive en los versos de Lope de Vega: “Cantaré del jardín del Abadía, / famoso donde nace y muere el día”.
Aquí está el origen del mundo, aquí todo huele a infancia y paraíso. Pero necesito cruzar así, raudo, para que la ensoñación se mantenga. Más de un hora en mi pueblo y siento que me falta el aire, que tengo que seguir carretera adelante. Lo quiero mucho, pero no lo soporto. Me pasa también con las personas que más quiero. Quizá por eso vivo solo.
Martes, 10 de noviembre
MÁS DEPRISA
Leo El piloto ciego, de Papini, y no puedo dejar de sentirme identificado: “¡Más deprisa, más deprisa! ¿Dónde está el director de orquesta del mundo? ¡Llamadlo, que se presente enseguida ante mí! ¡Acelerad el ritmo, apurad el tiempo! ¡Más deprisa, más rápido! ¡Más deprisa todavía, más rápido todavía! ¿No sentís cómo se arrastra despacio y lento este perezoso mundo? ¡Parece un anciano gotoso, un cojo decrépito, un enfermo atontado!”
Sí, yo también, perpetuo acelerado, quiero vivir toda mi vida en un día: “Niño por la mañana, amante al mediodía, poeta al atardecer, sabio al caer la noche. ¡Que las estaciones se sucedan a cada instante, que nazca y se ponga el sol cada minuto, que cada latido de mi corazón marque un nuevo placer!”
Deprisa, siempre deprisa… Y al fondo, sin querer escucharlos, los versos de Yeats que afirmar que esta inquietud “es tan solo nostalgia de la tumba”.
Miércoles, 11 de noviembre
UN PUÑADO DE HIGOS
Pocas veces el destino actuó de manera tan acelerada como en el caso de Masaniello, el vendedor de pescado del Mercado napolitano que pasó de no ser nadie a ser el dueño de la ciudad mientras el virrey se recluía asustado en el Castell Novo; de ejercer con sabia ecuanimidad la justicia y dar ejemplo de modestia, a enloquecer con el poder absoluto como un emperador romano que dispone a su capricho de las vidas de sus súbditos, y de ser asesinado y arrastrado su cadáver por las calles de la ciudad a venerársele como santo y a celebrarse en su honor el más glorioso funeral hasta entonces conocido. Y todo ello no en pocos años, ni siquiera en pocos meses: “En el corto espacio de tres días, Masaniello fue respetado como un monarca, muerto como un facineroso y honrado como un santo”.
Escucho el aria final del Masaniello furioso, de Keiser, y vuelvo a pasear por la Piazza del Mercato, por la Piazza del Carmine, por los desvencijados rincones de Nápoles que tan poco parecen haber cambiado desde aquel día de 1647 en que un puñado de higos arrojados al suelo desencadenó el más extraño desafío al que se hubiera enfrentado nunca el imperio español.
Jueves, 12 de noviembre
EL FILÓSOFO DOLIENTE
Mientras habla Rada Panchovska, en el aula José Gaos, de las traducciones al búlgaro de literatura española, yo recuerdo alguno de los aforismos del ilustre trasterrado: “En amor es inútil pedir piedad; si hace falta pedirla es porque aquel a quien se la pide ya no la tiene”.
La hija de Gaos escribió unos recuerdos del padre que a mí me pasó Ricardo, el taxista que me lleva habitualmente al aeropuerto; a él le había regalado el folleto la autora. A Gaos le importaba su obra, su carrera profesional, no la familia. Un día decidió irse a vivir solo en busca de mayor tranquilidad; su mujer, que le admiraba y le quería, le dejó marchar, dolida, pero sin reproches. Parece que no era solo tranquilidad lo que buscaba, que también había una devota discípula. El caso es que cierta tarde, después de llevar más de un año fuera, al llegar a casa se lo encontró acostado en el lecho conyugal. “No me encuentro bien –le dijo--, he vuelto unos días para que me cuides”.
Viernes, 13 de noviembre
EL VIAJERO INMÓVIL
No sé hacer solo una cosa, no sé estar en un solo sitio. Mientras veo la televisión, leo un libro; mientras escucho una conferencia, si no puedo leer, preparo el artículo del día siguiente; mientras espero a que cambie el semáforo, escribo haikus.
Deprisa, siempre deprisa, tratando de no pensar en lo que no puedo dejar de pensar
NO PENSAR
Sentado en primera fila del autobús, mientras la cinta de la carretera se desliza hipnóticamente ante mí, trato de no pensar en nada. Pero aún no soy lo suficientemente sabio para conseguirlo.
“Todo lo que no es normalidad es monotonía; todo lo que no es racionalidad es vulgaridad”, escribió no sé quién, quizá Eugenio d’Ors.
Detesto lo extraordinario, aborrezco el exotismo. Esta ruta forma también parte de mi rutina. Cuando crucé el Pajares, amanecía y los primeros rayos coronaron de rosa una de las cumbres rodeada de nubes oscuras. Fue el primer regalo.
Trato de no pensar en nada, de hacer colección de estampas, como un pintor japonés, pero me temo que voy a tener tiempo para pensar en todo.
El viaje en autobús de Oviedo a Cáceres está previsto que dure ocho horas, pero siempre regalan algo más de propina. Hace medio siglo que me vine a Asturias. Y ahora que lo pienso quizá fue el único viaje de mi vida, y no dependió de una decisión mía: tenía nueve años. Los demás viajes no pasaron de excursiones por los alrededores de casa. No volví a cambiar de paisaje ni de paisanaje. Soy sedentariamente afortunado. Las turbulencias del azar no me han zarandeado de un sitio a otro, como a tantos.
Voy a Cáceres a un encuentro de escritores, y no puedo dejar de recordar la primera vez que regresé a mi tierra con un propósito semejante. Aquel congreso lo inauguraba el ministro de Cultura, Ricardo de la Cierva, y lo presidía la elegante esfinge de Pedro de Lorenzo. Qué remotos, casi medievales, resultan esos nombres. En estos casos siempre acabo contando la misma anécdota. Una vez, en uno de los cursos veraniegos de Santander, rodeados de los jóvenes poetas a los que habíamos antologado, le dije a Luis Antonio de Villena: “Ya vamos siendo viejas glorias”. Y él entonces me miró desdeñoso, por encima del hombro, como pensando “¿qué se creerá este?”, y respondió: “Viejas somos todas; glorias… solo algunas”.
Domingo, 8 de noviembre
NUEVA ADMIRACIÓN
Cruzo la Plaza Mayor, atravieso el Arco de la Estrella, recorro una vez más las calles y plazas del viejo Cáceres. Podría ir de un palacio a otro, de una iglesia a otra con los ojos cerrados, y sin embargo nunca deja de asombrarme tanta maravilla. Me vienen a la memoria, los versos que Segismundo le dice a Rosaura en La vida es sueño: “Con cada vez que te veo / nueva admiración me das, / y cuanto te miro más / muy más mirarte deseo”.
Pero también cada vez que vuelvo me encuentro con un regalo inédito. Esta vez se trata del palacio de los Becerra, en la plaza de San Jorge, convertido en sede de la fundación Mercedes Calle. Tiene el sobrio caserón tanto de museo como de almoneda. Yo lo siento lleno de fantasmas. Aquí están las obras de arte que coleccionó doña Mercedes Calles Martín-Pedrilla y también sus objetos personales, sus fotografías, los cuadernos manuscritos en que anotó impresiones de viaje, íntimas perplejidades. Me asomo a los historiados espejos y contemplo en ellos la luz de otro tiempo.
En la sala de exposiciones, dedicada a la cerámica portuguesa, me encuentro con un viejo amigo, Fernando Pessoa, y a la memoria me vienen los versos de “Tabacaria”: “No soy nada. / Nunca seré nada. / No puedo querer ser nada. / Aparte de eso, tengo en mí todos los sueños del mundo”.
Yo también tengo en mí todos los sueños del mundo y no soy nada y nunca seré nada, pero me gusta dialogar con los fantasmas y pensar que algún día seré uno de ellos. Entonces, viajero que juegas a perderte en el hermoso laberinto del viejo Cáceres, seguro que te encuentras conmigo al doblar una ventosa esquina o en las salas de cualquier viejo palacio. No me parece la peor manera de pasar la eternidad.
Lunes, 9 de noviembre
EL ORIGEN DEL MUNDO
Creo que era Marià Manent quien decía que todos tenemos un Bosque, una Fuente, un Río, una Montaña con mayúscula, con los que comparamos a todos los demás. Son el bosque, la fuente, el río, la montaña que conocimos cuando niños. Mi país primordial está entre Salamanca y Extremadura, abarca la sierra de Béjar, el valle del Ambroz. Aunque viaje con los ojos cerrados, noto cuando me acerco, el corazón me late más deprisa. Los castaños y los robles están especialmente hermosos en estos días de otoño. Al ir y al volver paso por delante de la antigua estación de Béjar. Fue el destino de mi primer viaje en tren. Recuerdo bien la aventura, con el monstruo humeante tirando de los vagones de madera y la ciudad derramada inmensa sobre una alargada colina. Y en Baños de Montemayor me aguarda una vez más la cerrada curva que una vez hizo exclamar a una señora: “Parece Montecarlo”. Y yo me sonreí de aquella extravagancia hasta que pude comprobar que ciertamente era muy semejante a otra que hay en Montecarlo y que da mucho juego en no sé qué carreras de coches.
Antes la carretera pasaba exactamente por delante de mi casa. Desde la ventanilla del autobús podría tocarse el balcón en que miraba las estrellas cuando niño. Ahora la nueva autovía rodea el pueblo. Me gusta verlo así, derramado, con las torres de las dos iglesias, la de la parte de Arriba y la de la parte de Abajo, y destacando especialmente sobre el caserío el edificio de la escuela. Las incomodidades del largo viaje en autobús se justifican por estos pocos minutos, llenos de maravillas. Allá distingo el perfil del Pinajarro, acá, sobre la ladera, el blanco caserío de Segura de Toro o de Casas del Monte; por ahí se va a la Abadía, donde estuvo el mágico jardín de los duques de Alba que supo de las ensoñaciones de Garcilaso y que ahora solo pervive en los versos de Lope de Vega: “Cantaré del jardín del Abadía, / famoso donde nace y muere el día”.
Aquí está el origen del mundo, aquí todo huele a infancia y paraíso. Pero necesito cruzar así, raudo, para que la ensoñación se mantenga. Más de un hora en mi pueblo y siento que me falta el aire, que tengo que seguir carretera adelante. Lo quiero mucho, pero no lo soporto. Me pasa también con las personas que más quiero. Quizá por eso vivo solo.
Martes, 10 de noviembre
MÁS DEPRISA
Leo El piloto ciego, de Papini, y no puedo dejar de sentirme identificado: “¡Más deprisa, más deprisa! ¿Dónde está el director de orquesta del mundo? ¡Llamadlo, que se presente enseguida ante mí! ¡Acelerad el ritmo, apurad el tiempo! ¡Más deprisa, más rápido! ¡Más deprisa todavía, más rápido todavía! ¿No sentís cómo se arrastra despacio y lento este perezoso mundo? ¡Parece un anciano gotoso, un cojo decrépito, un enfermo atontado!”
Sí, yo también, perpetuo acelerado, quiero vivir toda mi vida en un día: “Niño por la mañana, amante al mediodía, poeta al atardecer, sabio al caer la noche. ¡Que las estaciones se sucedan a cada instante, que nazca y se ponga el sol cada minuto, que cada latido de mi corazón marque un nuevo placer!”
Deprisa, siempre deprisa… Y al fondo, sin querer escucharlos, los versos de Yeats que afirmar que esta inquietud “es tan solo nostalgia de la tumba”.
Miércoles, 11 de noviembre
UN PUÑADO DE HIGOS
Pocas veces el destino actuó de manera tan acelerada como en el caso de Masaniello, el vendedor de pescado del Mercado napolitano que pasó de no ser nadie a ser el dueño de la ciudad mientras el virrey se recluía asustado en el Castell Novo; de ejercer con sabia ecuanimidad la justicia y dar ejemplo de modestia, a enloquecer con el poder absoluto como un emperador romano que dispone a su capricho de las vidas de sus súbditos, y de ser asesinado y arrastrado su cadáver por las calles de la ciudad a venerársele como santo y a celebrarse en su honor el más glorioso funeral hasta entonces conocido. Y todo ello no en pocos años, ni siquiera en pocos meses: “En el corto espacio de tres días, Masaniello fue respetado como un monarca, muerto como un facineroso y honrado como un santo”.
Escucho el aria final del Masaniello furioso, de Keiser, y vuelvo a pasear por la Piazza del Mercato, por la Piazza del Carmine, por los desvencijados rincones de Nápoles que tan poco parecen haber cambiado desde aquel día de 1647 en que un puñado de higos arrojados al suelo desencadenó el más extraño desafío al que se hubiera enfrentado nunca el imperio español.
Jueves, 12 de noviembre
EL FILÓSOFO DOLIENTE
Mientras habla Rada Panchovska, en el aula José Gaos, de las traducciones al búlgaro de literatura española, yo recuerdo alguno de los aforismos del ilustre trasterrado: “En amor es inútil pedir piedad; si hace falta pedirla es porque aquel a quien se la pide ya no la tiene”.
La hija de Gaos escribió unos recuerdos del padre que a mí me pasó Ricardo, el taxista que me lleva habitualmente al aeropuerto; a él le había regalado el folleto la autora. A Gaos le importaba su obra, su carrera profesional, no la familia. Un día decidió irse a vivir solo en busca de mayor tranquilidad; su mujer, que le admiraba y le quería, le dejó marchar, dolida, pero sin reproches. Parece que no era solo tranquilidad lo que buscaba, que también había una devota discípula. El caso es que cierta tarde, después de llevar más de un año fuera, al llegar a casa se lo encontró acostado en el lecho conyugal. “No me encuentro bien –le dijo--, he vuelto unos días para que me cuides”.
Viernes, 13 de noviembre
EL VIAJERO INMÓVIL
No sé hacer solo una cosa, no sé estar en un solo sitio. Mientras veo la televisión, leo un libro; mientras escucho una conferencia, si no puedo leer, preparo el artículo del día siguiente; mientras espero a que cambie el semáforo, escribo haikus.
Deprisa, siempre deprisa, tratando de no pensar en lo que no puedo dejar de pensar
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Línea roja
lunes, 9 de noviembre de 2009
Línea roja: Un engaño piadoso
Sábado, 31 de octubre
EN EL CIRCO
En el circo una madre imprudente permite que su hijo se preste a participar en las demostraciones de un mago chino. Le encierran en un arcón. Abren el arcón; está vacío. Vuelven a cerrarlo. Lo abren; el niño aparece y regresa a su asiento. Nadie se da cuenta de que no es el mismo niño.
Yo soy ese niño al que de niño cambiaron por otro exactamente igual, pero distinto. Y el arcón no era un arcón, sino una biblioteca.
Domingo, 1 de noviembre
CONTRA LOS LIBROS
Me gustan los libros, detesto los libros. Siempre lo que más amamos es también lo más odiado. Benefactores de la humanidad quienes conservan los libros, igualmente benefactores quienes los destruyen. Si los hombres fuéramos inmortales, hace tiempo que en la Tierra no habría sitio para nadie. Si nunca se hubiera destruido un impreso (y solo hace poco más de cinco siglos que se imprimen libros), ya no habría almacenes suficientes en el mundo para contenerlos todos.
El libro electrónico, que no ocupa espacio, está muy bien, pero tampoco estaría mal que se imprimieran libros con un pequeño dispositivo que los hiciera desaparecer nada más leídos o, como tantos libros de poesía, apenas hojeados.
Esta mañana, mientras desayunaba, he hecho un movimiento brusco y una torre de libros dispuesta precariamente en la mesa ha caído sobre los que se amontaban en una banqueta. Todo el suelo de la cocina ha quedado salpicado de papel y literatura. En momentos así a uno le resulta simpático incluso al bárbaro que prendió fuego a la biblioteca de Alejandría.
Pero luego visito la exposición bibliográfica del Banco Herrero y vuelvo a reconciliarme con los libros. Pocas veces he podido contemplar tantas maravillas juntas. Me deslumbra sobre todo uno de aquellos volúmenes que en el Nápoles de Carlos III reproducían con mágica minucia los restos arqueológicos que iban apareciendo en Pompeya y Herculano. Y me alegra encontrar, entre los bibliófilos que han prestado sus ejemplares, a un jovencísimo y genial amigo, Alberto Valdés, que no tenía aún diez años y ya conocía las primeras ediciones de Valle o Juan Ramón tan bien como mi admirado Andrés Trapiello, con quien a tan temprana edad llegó a tener algún involuntario encontronazo.
Yo no soy bibliófilo ni coleccionista, solo soy un lector. Disfrutaría acariciando y hojeando estos volúmenes prodigiosos, pero no disfruto menos con los que encuentro en el Fontán y que me alegran el café cada mañana de domingo. Por ejemplo, este Manual de la Comunidad Británica de Naciones y del Imperio, que encontré hoy. Fue editado en Londres en 1944, muy poco antes de que el mundo de Kipling se derrumbara. Cuánta sugestión hay en sus mapas, en sus precisas anotaciones geográficas. Nunca había oído hablar de Sarawak, ahora sé que “en 1841 fue obtenido el gobierno de este territorio del Sultán de Brunei por Sir James Brooke, que llegó a ser el Rajah. Se estableció el Protectorado británico por un convenio hecho en 1888. Extensión 129,450 kilómetros cuadrados. Población (1939) 442,900”. No necesito más para soñar elegantes heroísmos y sacrificados adulterios, a lo Somerset Maugham..
Lunes, 2 de noviembre
UN HOMBRE EJEMPLAR
Era muy diligente y procuraba cumplir bien sus múltiples tareas. Con horror de su alto personal trabajaba diariamente hasta las dos o las tres de la madrugada. Se preocupaba mucho de los pormenores de su trabajo y creía procedente entrar con toda minucia en cada línea de sus instrucciones y dictámenes, en vez de limitarse a dirigirlos e intervenir en líneas generales. Personalmente era incorruptible. Despreciaba el lujo y las riquezas y afirmaba que su mayor ambición era morir pobre. Castigaba toda especulación con el dinero público. Le repugnaban las ostentaciones y alzaba contra ellas una consigna: “Procura ser más de lo que pareces”. Tal sencillez y llaneza se exteriorizaban en su estilo de vida. Comía y bebía con extrema moderación. Aparecía siempre cortés y serio. Estaba casado. A su mujer, de más edad que él, la había conocido cuando era enfermera en un hospital. El matrimonio no parecía haber resultado demasiado feliz, pero siempre hablaba de su esposa con la mayor consideración. Procedía siempre muy respetuosamente con las mujeres y detestaba toda frase obscena o de doble sentido. Amaba mucho a los niños. Dedicaba gran atención a las viudas y huérfanos, sobre todo si eran víctimas de guerra. Detestaba todas las mezquindades.
Así retrata Felix Kersten, que fue su médico, que ejerció gran influencia sobre él, que aprovechó esa influencia para salvar a centenares de judíos, a Heinrich Himmler, ministro del Reich y jefe de las SS. Un hombre ejemplar, minuciosamente atento a su trabajo. Paseaba un día junto a una fosa, en la que se amontaban los cuerpos de los recién ejecutados y creyó ver que uno se movía. “Teniente, dispárele a ese”, dijo. Nl soportaba que las cosas quedaran a medio hacer. Murió con la conciencia tranquila. “Amé a mi patria, cumplí con mi deber”, parece que fueron sus últimas palabras.
Martes, 3 de noviembre
A MEDIANOCHE
Siempre creí que el relato en el que un joven jardinero le pide un caballo a su príncipe para escapar de la muerte, que le ha hecho un gesto de amenaza, quizá el más fascinante de los Cuentos breves y extraordinarios no lo había escrito Jean Cocteau, a quien se le atribuye, sino el propio Borges. Pero ahora, al leer su novela Le grand écart, recién traducida al español, lo encuentro al comienzo del capítulo segundo y, unas líneas después otra desasosegante brevería: “Una vez mi hermano pequeño y yo quisimos gastar una broma pesada a nuestro preceptor. Pero cuando, a medianoche, disfrazados de fantasmas, nos disponíamos a irrumpir en su habitación, la puerta se abrió y apareció nuestra madre, en camisón y con el pelo alborotado. La hoja de la puerta nos ocultaba. Atravesó el pasillo, apoyó la oreja en la puerta de la habitación de nuestro padre y regresó, sin vernos, a la del preceptor. No olvidaría jamás el momento en que mi hermano y yo volvimos de nuevo a la cama, sin mediar palabra”.
Miércoles, 4 de noviembre
LECTOR NARCISO
En la exposición “Las horas de los libros”, que vuelvo a visitar, me encuentro con una escultura de Julio López a la que no había prestado atención. Una joven (luego sabré que es la misma Esperanza López que camina frente al teatro Campoamor) sostiene en las manos una edición de la obras de San Juan de la Cruz. Pero lo que aparece en la página abierta no son los versos prodigiosos del fraile (“Oh cristalina fuente, / si en esos tus semblantes plateados / formases de repente / los ojos deseados / que tengo en mis entrañas dibujados”), sino el rostro de la lectora.
Al leer, nos leemos. Todo libro es un espejo que nos revela nuestro verdadero rostro, que no es el que vemos en los espejos, sino un detallado mapa del universo que abarca el universo entero.
Jueves, 5 de noviembre
GENTE IMPORTANTE
“Monarquía y Gobierno despiden a Ayala” dice el titular del periódico. Y en la fotografía, rodeando a su viuda, Carolyn Richmond, aparecen el presidente del Gobierno, los príncipes de Asturias, la ministra de Cultura, el alcalde de Madrid y también, con el pañuelo en la cabeza, Fátima, la mujer marroquí que le cuidó en los últimos años. Me alegra encontrar, junto a tanta gente importante, a alguien verdaderamente importante.
Viernes, 6 de noviembre
MANUSCRITOS PERDIDOS
En 1958, Morton Smith, encontró en la biblioteca del antiguo monasterio ortodoxo de Mar Saba, no lejos de Belén, una carta manuscrita de Clemente de Alejandría que citaba el Evangelio secreto de Marcos usado por la secta de los carpocráticos. La cita decía así: “Llegaron a Betania. Y allí se hallaba una mujer cuyo hermano había muerto. Y acercándose se postró ante Jesús y le dice: ‘Hijo de David, ten piedad de mí’. Pero los discípulos la apartaron. Jesús, enojado, fue con ella al jardín donde estaba la tumba e hizo rodar la piedra que tapaba la entrada. Entrando a donde estaba el joven, le levantó cogiéndole de la mano. Jesús le dijo lo que debía hacer y al anochecer el joven fue a su encuentro, vestido con una sábana de lino sobre el cuerpo desnudo. Y permaneció con él esa noche, porque Jesús le enseñó los misterios del reino de Dios. Y luego volvió al otro lado del Jordan”.
La carta de Clemente de Alejandría que incluye ese pasaje ha desaparecido y no falta quien piensa que Morton Smith se lo ha inventado todo. Pero un estudioso israelí, Guy Stroumsa, tuvo en sus manos esa carta y de ella copió otro enigmático fragmento en el que el Cristo resucitado parece dudar de su propia resurrección. Guy Stroumsa visitó el monasterio de Mar Saba en el verano de 1976. Desde entonces nadie ha vuelto a verla. Se cree que la robó algún coleccionista.
Pongo en español, con algunas licencias, las presuntas palabras de Cristo que Stroumsa cita en latín: “Ahora sé que mi vida ha sido solo trampa, cartón y nada. / Tú me has despertado y quiero agradecértelo, Señor de las Tinieblas. / El agua de la fuente que sonaba en la noche arrullando mis sueños, / la mano que besaba de niño antes de irme a dormir, / el rumor de los árboles en el amanecer, / los labios que decían quererme… / Todo era verdad y solo yo escondido del mundo detrás de mi sonrisa, / de mis vanos milagros y la sombra del Padre, / solo yo era mentira, un engaño piadoso. / No he resucitado, solo he vuelto un momento / de donde no se vuelve / para poder decíroslo”.
EN EL CIRCO
En el circo una madre imprudente permite que su hijo se preste a participar en las demostraciones de un mago chino. Le encierran en un arcón. Abren el arcón; está vacío. Vuelven a cerrarlo. Lo abren; el niño aparece y regresa a su asiento. Nadie se da cuenta de que no es el mismo niño.
Yo soy ese niño al que de niño cambiaron por otro exactamente igual, pero distinto. Y el arcón no era un arcón, sino una biblioteca.
Domingo, 1 de noviembre
CONTRA LOS LIBROS
Me gustan los libros, detesto los libros. Siempre lo que más amamos es también lo más odiado. Benefactores de la humanidad quienes conservan los libros, igualmente benefactores quienes los destruyen. Si los hombres fuéramos inmortales, hace tiempo que en la Tierra no habría sitio para nadie. Si nunca se hubiera destruido un impreso (y solo hace poco más de cinco siglos que se imprimen libros), ya no habría almacenes suficientes en el mundo para contenerlos todos.
El libro electrónico, que no ocupa espacio, está muy bien, pero tampoco estaría mal que se imprimieran libros con un pequeño dispositivo que los hiciera desaparecer nada más leídos o, como tantos libros de poesía, apenas hojeados.
Esta mañana, mientras desayunaba, he hecho un movimiento brusco y una torre de libros dispuesta precariamente en la mesa ha caído sobre los que se amontaban en una banqueta. Todo el suelo de la cocina ha quedado salpicado de papel y literatura. En momentos así a uno le resulta simpático incluso al bárbaro que prendió fuego a la biblioteca de Alejandría.
Pero luego visito la exposición bibliográfica del Banco Herrero y vuelvo a reconciliarme con los libros. Pocas veces he podido contemplar tantas maravillas juntas. Me deslumbra sobre todo uno de aquellos volúmenes que en el Nápoles de Carlos III reproducían con mágica minucia los restos arqueológicos que iban apareciendo en Pompeya y Herculano. Y me alegra encontrar, entre los bibliófilos que han prestado sus ejemplares, a un jovencísimo y genial amigo, Alberto Valdés, que no tenía aún diez años y ya conocía las primeras ediciones de Valle o Juan Ramón tan bien como mi admirado Andrés Trapiello, con quien a tan temprana edad llegó a tener algún involuntario encontronazo.
Yo no soy bibliófilo ni coleccionista, solo soy un lector. Disfrutaría acariciando y hojeando estos volúmenes prodigiosos, pero no disfruto menos con los que encuentro en el Fontán y que me alegran el café cada mañana de domingo. Por ejemplo, este Manual de la Comunidad Británica de Naciones y del Imperio, que encontré hoy. Fue editado en Londres en 1944, muy poco antes de que el mundo de Kipling se derrumbara. Cuánta sugestión hay en sus mapas, en sus precisas anotaciones geográficas. Nunca había oído hablar de Sarawak, ahora sé que “en 1841 fue obtenido el gobierno de este territorio del Sultán de Brunei por Sir James Brooke, que llegó a ser el Rajah. Se estableció el Protectorado británico por un convenio hecho en 1888. Extensión 129,450 kilómetros cuadrados. Población (1939) 442,900”. No necesito más para soñar elegantes heroísmos y sacrificados adulterios, a lo Somerset Maugham..
Lunes, 2 de noviembre
UN HOMBRE EJEMPLAR
Era muy diligente y procuraba cumplir bien sus múltiples tareas. Con horror de su alto personal trabajaba diariamente hasta las dos o las tres de la madrugada. Se preocupaba mucho de los pormenores de su trabajo y creía procedente entrar con toda minucia en cada línea de sus instrucciones y dictámenes, en vez de limitarse a dirigirlos e intervenir en líneas generales. Personalmente era incorruptible. Despreciaba el lujo y las riquezas y afirmaba que su mayor ambición era morir pobre. Castigaba toda especulación con el dinero público. Le repugnaban las ostentaciones y alzaba contra ellas una consigna: “Procura ser más de lo que pareces”. Tal sencillez y llaneza se exteriorizaban en su estilo de vida. Comía y bebía con extrema moderación. Aparecía siempre cortés y serio. Estaba casado. A su mujer, de más edad que él, la había conocido cuando era enfermera en un hospital. El matrimonio no parecía haber resultado demasiado feliz, pero siempre hablaba de su esposa con la mayor consideración. Procedía siempre muy respetuosamente con las mujeres y detestaba toda frase obscena o de doble sentido. Amaba mucho a los niños. Dedicaba gran atención a las viudas y huérfanos, sobre todo si eran víctimas de guerra. Detestaba todas las mezquindades.
Así retrata Felix Kersten, que fue su médico, que ejerció gran influencia sobre él, que aprovechó esa influencia para salvar a centenares de judíos, a Heinrich Himmler, ministro del Reich y jefe de las SS. Un hombre ejemplar, minuciosamente atento a su trabajo. Paseaba un día junto a una fosa, en la que se amontaban los cuerpos de los recién ejecutados y creyó ver que uno se movía. “Teniente, dispárele a ese”, dijo. Nl soportaba que las cosas quedaran a medio hacer. Murió con la conciencia tranquila. “Amé a mi patria, cumplí con mi deber”, parece que fueron sus últimas palabras.
Martes, 3 de noviembre
A MEDIANOCHE
Siempre creí que el relato en el que un joven jardinero le pide un caballo a su príncipe para escapar de la muerte, que le ha hecho un gesto de amenaza, quizá el más fascinante de los Cuentos breves y extraordinarios no lo había escrito Jean Cocteau, a quien se le atribuye, sino el propio Borges. Pero ahora, al leer su novela Le grand écart, recién traducida al español, lo encuentro al comienzo del capítulo segundo y, unas líneas después otra desasosegante brevería: “Una vez mi hermano pequeño y yo quisimos gastar una broma pesada a nuestro preceptor. Pero cuando, a medianoche, disfrazados de fantasmas, nos disponíamos a irrumpir en su habitación, la puerta se abrió y apareció nuestra madre, en camisón y con el pelo alborotado. La hoja de la puerta nos ocultaba. Atravesó el pasillo, apoyó la oreja en la puerta de la habitación de nuestro padre y regresó, sin vernos, a la del preceptor. No olvidaría jamás el momento en que mi hermano y yo volvimos de nuevo a la cama, sin mediar palabra”.
Miércoles, 4 de noviembre
LECTOR NARCISO
En la exposición “Las horas de los libros”, que vuelvo a visitar, me encuentro con una escultura de Julio López a la que no había prestado atención. Una joven (luego sabré que es la misma Esperanza López que camina frente al teatro Campoamor) sostiene en las manos una edición de la obras de San Juan de la Cruz. Pero lo que aparece en la página abierta no son los versos prodigiosos del fraile (“Oh cristalina fuente, / si en esos tus semblantes plateados / formases de repente / los ojos deseados / que tengo en mis entrañas dibujados”), sino el rostro de la lectora.
Al leer, nos leemos. Todo libro es un espejo que nos revela nuestro verdadero rostro, que no es el que vemos en los espejos, sino un detallado mapa del universo que abarca el universo entero.
Jueves, 5 de noviembre
GENTE IMPORTANTE
“Monarquía y Gobierno despiden a Ayala” dice el titular del periódico. Y en la fotografía, rodeando a su viuda, Carolyn Richmond, aparecen el presidente del Gobierno, los príncipes de Asturias, la ministra de Cultura, el alcalde de Madrid y también, con el pañuelo en la cabeza, Fátima, la mujer marroquí que le cuidó en los últimos años. Me alegra encontrar, junto a tanta gente importante, a alguien verdaderamente importante.
Viernes, 6 de noviembre
MANUSCRITOS PERDIDOS
En 1958, Morton Smith, encontró en la biblioteca del antiguo monasterio ortodoxo de Mar Saba, no lejos de Belén, una carta manuscrita de Clemente de Alejandría que citaba el Evangelio secreto de Marcos usado por la secta de los carpocráticos. La cita decía así: “Llegaron a Betania. Y allí se hallaba una mujer cuyo hermano había muerto. Y acercándose se postró ante Jesús y le dice: ‘Hijo de David, ten piedad de mí’. Pero los discípulos la apartaron. Jesús, enojado, fue con ella al jardín donde estaba la tumba e hizo rodar la piedra que tapaba la entrada. Entrando a donde estaba el joven, le levantó cogiéndole de la mano. Jesús le dijo lo que debía hacer y al anochecer el joven fue a su encuentro, vestido con una sábana de lino sobre el cuerpo desnudo. Y permaneció con él esa noche, porque Jesús le enseñó los misterios del reino de Dios. Y luego volvió al otro lado del Jordan”.
La carta de Clemente de Alejandría que incluye ese pasaje ha desaparecido y no falta quien piensa que Morton Smith se lo ha inventado todo. Pero un estudioso israelí, Guy Stroumsa, tuvo en sus manos esa carta y de ella copió otro enigmático fragmento en el que el Cristo resucitado parece dudar de su propia resurrección. Guy Stroumsa visitó el monasterio de Mar Saba en el verano de 1976. Desde entonces nadie ha vuelto a verla. Se cree que la robó algún coleccionista.
Pongo en español, con algunas licencias, las presuntas palabras de Cristo que Stroumsa cita en latín: “Ahora sé que mi vida ha sido solo trampa, cartón y nada. / Tú me has despertado y quiero agradecértelo, Señor de las Tinieblas. / El agua de la fuente que sonaba en la noche arrullando mis sueños, / la mano que besaba de niño antes de irme a dormir, / el rumor de los árboles en el amanecer, / los labios que decían quererme… / Todo era verdad y solo yo escondido del mundo detrás de mi sonrisa, / de mis vanos milagros y la sombra del Padre, / solo yo era mentira, un engaño piadoso. / No he resucitado, solo he vuelto un momento / de donde no se vuelve / para poder decíroslo”.
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Diario,
Línea roja
jueves, 5 de noviembre de 2009
Lecturas y lugares: Incidente en Livorno
Aunque me esfuerce en parecer racional y equilibrado, soy persona propensa a los ataques de pánico. Recuerdo bien el último, en un taxi que compartía con un norteamericano borracho, mientras dábamos vueltas y más vueltas por el puerto de Livorno, sin encontrar a nadie a quien preguntar, sin ser capaces de dar con la dársena en que estaba atracado nuestro barco.
Me había distraído en Florencia, dejé escapar el autobús y el único modo que tenía de llegar a tiempo era un taxi, que costaba una pequeña fortuna, bastante más de lo que llevaba conmigo. Afortunadamente apareció un americano que se encontraba en mi misma situación y se ofreció a compartirlo conmigo. No dejó de hablar un momento, de farfullar más bien, en una mezcla de español e italiano. Al principio no me molestaba demasiado, aunque me distraía de la contemplación del pictórico paisaje de la Toscana, pero ya en el caótico laberinto del puerto, con sus infinitas naves, aparcamientos de coches relucientes, murallas de contenedores que parecían contener mercancías de todas las partes del mundo, contribuyó no poco a aumentar mi angustia. Hasta el taxista le tuvo que pedir que se callara. Pero él seguía y seguía con su historia, ocurrida al parecer hacía más de treinta años en las aguas del golfo de Tonkín. “Mi amigo Johny era como un hermano. Cayó por la borda en la toldilla una noche de tormenta. Le arrojamos el equipo y tuvimos tiempo de verle nadar hacia él antes de perderse en la oscuridad. Estábamos en aguas enemigas y no se pudieron encender las luces. No se volvió a saber nada más de mi amigo. Su última mirada, llena de confianza, fue para mí que le había visto caer y que haría lo posible por salvarle. No pude hacer nada”.
Dimos por fin con el barco cuando ya habían demorado todo lo posible la retirada de la escala. Observé desde lo algo la lenta ceremonia de desatraque sin que me desapareciera del todo la angustia. Para distraerme me senté en cubierta y abrí un libro, Byron in Love, de Edna O’Brien, que volvía a contar la historia de mi personaje favorito. En esta biografía el gran escritor aparece a menudo, demasiado a menudo, como un pequeño canalla. Y de pronto las páginas que refieren la muerte de Shelley me devuelven al puerto de Livorno. Yo sabía que su esquife –una embarcación poco marinera de seis metros de eslora— había naufragado frente a La Spezia, algunas millas al norte, cerca de Génova. Lo que no sabía es que el poeta, Edward Williams y el grumete Charles Vivian habían embarcado en el puerto de Livorno, contra el consejo del capitán retirado Daniel Roberts, que les señalaba los jirones de nubes negras que colgaban del cielo y presagiaban tormenta. Pero Shelley y Williams tenían prisa por volver a La Spezia, donde les esperaban sus mujeres. “En cuanto abandonaron la costa, bajó la niebla y empezaron los rayos y los truenos. Desde una torre de Livorno, Roberts fue el último en ver la embarcación, que dio fuertes cabeceos hasta desaparecer en las encrespadas aguas”.
Los cuerpos se encontraron diez días después, mutilados y esparcidos. A Shelley lo reconocieron porque llevaba en el bolsillo un ejemplar de los poemas de Keats y a Williams por su corbata de seda negra, anudada al modo de los marineros.
Cuando le conté la historia al norteamericano que compartió conmigo el taxi, y que me buscó para sentarse a mi lado en la cena, él volvió a su tema: “Tuvieron más suerte que Johny, del que no quedó rastro. Podía haberse salvado. Al día siguiente volvimos por aquella zona y encontramos restos del equipo de salvamento. ¿Llegó a utilizarlo? Quizá perdió los nervios al ver que el barco se alejaba en la noche y que su mejor amigo le volvía la espalda. El miedo a lo desconocido es el mayor peligro con que uno puede encontrarse en la mar. El miedo sin esperanza. No hacen falta tiburones ni heridas. La oscuridad lo mismo que la monotonía del cielo y las aguas bajo un sol enloquecedor pueden matar. Lo que no mata son los remordimientos. En caso contrario, hace tiempo que yo estaría muerto”.
Me había distraído en Florencia, dejé escapar el autobús y el único modo que tenía de llegar a tiempo era un taxi, que costaba una pequeña fortuna, bastante más de lo que llevaba conmigo. Afortunadamente apareció un americano que se encontraba en mi misma situación y se ofreció a compartirlo conmigo. No dejó de hablar un momento, de farfullar más bien, en una mezcla de español e italiano. Al principio no me molestaba demasiado, aunque me distraía de la contemplación del pictórico paisaje de la Toscana, pero ya en el caótico laberinto del puerto, con sus infinitas naves, aparcamientos de coches relucientes, murallas de contenedores que parecían contener mercancías de todas las partes del mundo, contribuyó no poco a aumentar mi angustia. Hasta el taxista le tuvo que pedir que se callara. Pero él seguía y seguía con su historia, ocurrida al parecer hacía más de treinta años en las aguas del golfo de Tonkín. “Mi amigo Johny era como un hermano. Cayó por la borda en la toldilla una noche de tormenta. Le arrojamos el equipo y tuvimos tiempo de verle nadar hacia él antes de perderse en la oscuridad. Estábamos en aguas enemigas y no se pudieron encender las luces. No se volvió a saber nada más de mi amigo. Su última mirada, llena de confianza, fue para mí que le había visto caer y que haría lo posible por salvarle. No pude hacer nada”.
Dimos por fin con el barco cuando ya habían demorado todo lo posible la retirada de la escala. Observé desde lo algo la lenta ceremonia de desatraque sin que me desapareciera del todo la angustia. Para distraerme me senté en cubierta y abrí un libro, Byron in Love, de Edna O’Brien, que volvía a contar la historia de mi personaje favorito. En esta biografía el gran escritor aparece a menudo, demasiado a menudo, como un pequeño canalla. Y de pronto las páginas que refieren la muerte de Shelley me devuelven al puerto de Livorno. Yo sabía que su esquife –una embarcación poco marinera de seis metros de eslora— había naufragado frente a La Spezia, algunas millas al norte, cerca de Génova. Lo que no sabía es que el poeta, Edward Williams y el grumete Charles Vivian habían embarcado en el puerto de Livorno, contra el consejo del capitán retirado Daniel Roberts, que les señalaba los jirones de nubes negras que colgaban del cielo y presagiaban tormenta. Pero Shelley y Williams tenían prisa por volver a La Spezia, donde les esperaban sus mujeres. “En cuanto abandonaron la costa, bajó la niebla y empezaron los rayos y los truenos. Desde una torre de Livorno, Roberts fue el último en ver la embarcación, que dio fuertes cabeceos hasta desaparecer en las encrespadas aguas”.
Los cuerpos se encontraron diez días después, mutilados y esparcidos. A Shelley lo reconocieron porque llevaba en el bolsillo un ejemplar de los poemas de Keats y a Williams por su corbata de seda negra, anudada al modo de los marineros.
Cuando le conté la historia al norteamericano que compartió conmigo el taxi, y que me buscó para sentarse a mi lado en la cena, él volvió a su tema: “Tuvieron más suerte que Johny, del que no quedó rastro. Podía haberse salvado. Al día siguiente volvimos por aquella zona y encontramos restos del equipo de salvamento. ¿Llegó a utilizarlo? Quizá perdió los nervios al ver que el barco se alejaba en la noche y que su mejor amigo le volvía la espalda. El miedo a lo desconocido es el mayor peligro con que uno puede encontrarse en la mar. El miedo sin esperanza. No hacen falta tiburones ni heridas. La oscuridad lo mismo que la monotonía del cielo y las aguas bajo un sol enloquecedor pueden matar. Lo que no mata son los remordimientos. En caso contrario, hace tiempo que yo estaría muerto”.
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Lecturas y lugares
domingo, 1 de noviembre de 2009
Línea roja: Aventura y abismo
Sábado, 24 de octubre
CASTILLOS EN EL AIRE
El comienzo de una historia me gusta más que cualquier historia: “A decir verdad, cuando subí al tren aquella mañana de octubre, mi pulso no latía con la acostumbrada regularidad. Para ser precisos, sentía el corazón dilatado de esperanza, como un muchacho de quince años que acude a su primera cita. Pero ¿qué esperaba yo con exactitud? ¿Que la aventura me llevara del brazo en medio de la niebla? De sobra sabía que la realidad más cotidiana rebosa de extraños y aterradores abismos. A los cincuenta años, había trabado conocimiento con el peligro y desde entonces éste ejercía sobre mí una singular seducción”.
Leo, en el tren, una vieja novela de misterio que comienza en un tren. ¿Leo? Me basta con el párrafo inicial. Luego cierro el libro y me distraigo con la niebla que se devana tras la ventanilla.
Mi corazón tampoco late con la adecuada regularidad. También el peligro –cierta clase de peligro-- ejerce sobre mí particular seducción.
Pero pase lo que pase no voy a contar el resto de la historia. En la vida real, como en las viejas novelas de misterio, lo que viene a continuación nunca está a la altura del intrigante comienzo.
Me esperan en la estación. “No me has visto nunca, pero me reconocerás nada más verme”, dijo. Y no necesitó decir más para que yo me dedicara a mi ocupación favorita: construir castillos en el aire.
Domingo, 25 de octubre
EL DÍA MÁS LARGO
Los días deberían hacerse a medida, como los trajes: más largos o más cortos según conviniera. El de hoy tiene una hora más y parece que no se acaba nunca.
Me divierte la paradoja de que levantarse a la hora de siempre sea levantarse una hora antes que la hora siempre y que acostarse a la hora de costumbre suponga acostarse una hora más tarde de la hora de costumbre.
¿A qué dedicar ese tiempo sobrante? Aprovecho para salir a la terraza, en esta noche casi veraniega, y contemplar las estrellas.
Y pensar en lo absurdo de mi vida. Siempre a la espera de algo que nunca llega o que llega y, a pesar de ser exactamente lo que esperaba, nunca es lo que yo esperaba.
De las historias de amor, como de cualquier historia, me basta con el capítulo inicial. Todo lo demás es consabida prosa. Retorcida prosa, en ocasiones.
De la historia de ayer solo se salva el viaje el tren, cuando todo era posible. Lo demás es lo de menos, para hacer un fácil juego de palabras.
Contemplo las estrellas, en este tiempo de propina, y me entretengo, mientras llega el sueño, en abstrusas filosofías sobre el sentido de la vida. Finalmente sonrío, me encojo de hombros y pienso con Baroja que la cuestión es pasar el rato sin adquirir compromisos serios. Una de las anónimas estrellas, de acuerdo conmigo, me hace un guiño malicioso.
Lunes, 26 de octubre
MIS ODIOS FAVORITOS
“Ya sabemos las tres cosas que más odias en el mundo”, se burla un amigo, “el campo, la novela y el matrimonio”.
Odiar, odiar, lo que se dice odiar… Yo solo he sido capaz, algunas veces, de odiarme a mí mismo. Pero pocas veces.
En el campo he pasado muchos momentos maravillosos, pero ninguno tanto como el momento de subir al coche y volver a la ciudad.
Las novelas comenzaron a aburrirme cuando cumplí cuarenta años. Afortunadamente para entonces ya había leído todas las que había que leer, salvo el Ulises de Joyce. Y con ninguna disfruté tanto como con La isla misteriosa, de Julio Verne, leída a los diez años en dos o tres tardes de un inagotable verano.
¿El matrimonio? ¿Cómo voy a odiar el matrimonio? Lo que pasa es que me gusta bromear. ¡Con lo que relaja tener alguien con quien discutir al llegar a casa! ¿Odiar yo al matrimonio? ¡Si he pensado en casarme infinitas veces! Lo que ocurre es que luego se me pasa pronto. En cuanto encuentro con quién.
Martes, 27 de octubre
MISTERIOSOS ESPACIOS
Bécquer hablaba de los “misterios espacios que separan / la vigilia del sueño”. A mí me gusta deambular por esos lugares, encontrarle grietas a la realidad, entrever lo que ocurre al otro lado. Y luego contar banales historias de fantasmas, de esas que solo asustan a los niños, y seguir viviendo como si nada hubiera visto.
Me gusta hacer como que no creo en las únicas cosas en que verdaderamente creo.
En ti, por ejemplo, el más encantador demonio que haya conocido nunca y que algunas veces vuelves para sacarme de la cama y arrastrarme otra vez contigo al infierno.
Pero siempre despierto, sudoroso y frustrado, antes de que lo consigas.
Miércoles, 28 de octubre
PELLEGRINA LEONI
Era de noche cuando llegamos al palacio de Meres. A pesar de eso, antes de entrar en la casona decidimos dar una vuelta por el bosque ancestral. En un claro, rodeada de tejos, encontramos una gran mesa y unos bancos de piedra. La luna se asomaba entre las ramas y la temperatura era agradable, veraniega. “¡Qué lugar tan apropiado para sentarse a contar historias de aparecidos!”, dijo alguien. Y Ramón, uno de nuestros anfitriones: “Aquí venía yo a jugar de niño con mis primos; esta mesa fue mesa de Blancanieves y fue barco pirata y fue gruta del tesoro”.
Una rama se me enganchó en la ropa y por un momento me pareció una mano esquelética que me sujetaba. Recordé entonces la historia de Pellegrina Leoni, la gran diva de la ópera que perdió la voz y la belleza a causa de su desmedido gusto por los dulces y el vino y las fiestas hasta el amanecer rodeada de falsos amigos. Un día, cansada de todo, dejó su casa y se puso a recorrer los caminos del mundo. Salió sin dinero, sin más resto de su antigua fortuna que un gran anillo de diamantes. Gracias a ese anillo encontró siempre dónde comer y dónde dormir. Entraba en las casas y todos pensaban que era una gran señora que viajaba de incógnito y mataban un cordero para ella y le ofrecían el mejor lecho. Ella sonreía, se dejaba querer y luego seguía su deambular. Un día se encontró a un peregrino, o eso parecía, al que le faltaba una mano y en la otra llevaba una pequeña maleta. Le saludó, pero él no quiso contestarla y siguió andando, malencarado y hosco. Pellegrina se sintió extrañada: era la primera persona que no le había sonreído en todo el viaje. Insistió: “Caballero, parece que llevamos el mismo camino, ¿quiere usted que le acompañe un rato?”. El hombre siguió sin contestar. “¿Quiere que le ayude a llevar su carga?”. El hombre entonces la miró sorprendido. “¿Cómo sabe usted que llevo una carga superior a mis fuerzas?”. Abrió entonces la pequeña maleta y en ella apareció el esqueleto de la mano que le faltaba. “Aquí donde usted me ve yo soy un gran señor condenado por mis pecados a vagar por el mundo”. “Yo soy una cantante que perdió la voz”. “Yo tenía un gran palacio rodeado de bosques, infinitos sirvientes, una mujer que me quería”. “A mí me aplaudían en todos los teatros del mundo”. “No hay perdón en este mundo ni en el otro para mi delito”, dijo él. Y ella: “Quizá le alivie contárselo a alguien”.
Habían llegado a los alrededores de un gran caserón que parecía abandonado. Se sentaron en torno a una mesa de piedra, en un claro del bosque, rodeados de hojas secas. Pellegrina se quitó el anillo y se lo dio: “A usted le hará sin duda más falta que a mí”. Pero al quitarse el anillo Pellegrina perdió el poder que la protegía y entonces aquella mano esquelética la cogió de la hermosa mata de pelo, lo único hermoso que conservaba, y la arrastró hasta el infierno. El condenado a vagar por el mundo reía: “Estas cosas son lo único que me alivia un poco de mis pesares”.
Jueves, 29 de octubre
ENCUESTA
¿No sientes la nostalgia de un gran amor, de esos que te cambian la vida y duran toda la vida? No, no siento nostalgia, siento terror.
¿A cambio de qué le venderías tu alma al demonio? Si le interesa, se la regalo.
¿Podrías formular un deseo? Que por mucho que viva siempre me quede al menos un deseo que cumplir.
¿Cree que hay vida después de la vida? Creo que no siempre hay vida en la vida.
¿Un día perfecto para mí? Aquel en que comienzo un nuevo libro, un nuevo amor. Aquel en que llego por primera vez una ciudad. Aquel en que abro los ojos y me encuentro con el intacto azul de la primera mañana del mundo.
Viernes, 30 de octubre
REGRESO
La aventura del sábado pasado, aquella que comenzó en un tren, ya es historia antigua. Los enigmas solo interesan hasta que uno da con la solución. Siempre trivial.
Afortunadamente –qué aburrida sería la vida sin ellos-- hay enigmas que no se resuelven nunca. Al regresar a casa, en la alta noche estrellada, me vuelven una y otra vez a la memoria los versos de Bergamín que leí el miércoles pasado en la historiada penumbra del palacio de Meres: “Miente el cielo su azul y oscura sima. / Y las estrellas mienten / su viva luz. Me mienten a mí mismos / mis ojos al cegarse por la muerte”.
Voy dejando tras de mí un rastro de libros y de amores mordisqueados.
De sobra sé que todas las historias tiene el mismo final, especialmente las que no tienen final.
CASTILLOS EN EL AIRE
El comienzo de una historia me gusta más que cualquier historia: “A decir verdad, cuando subí al tren aquella mañana de octubre, mi pulso no latía con la acostumbrada regularidad. Para ser precisos, sentía el corazón dilatado de esperanza, como un muchacho de quince años que acude a su primera cita. Pero ¿qué esperaba yo con exactitud? ¿Que la aventura me llevara del brazo en medio de la niebla? De sobra sabía que la realidad más cotidiana rebosa de extraños y aterradores abismos. A los cincuenta años, había trabado conocimiento con el peligro y desde entonces éste ejercía sobre mí una singular seducción”.
Leo, en el tren, una vieja novela de misterio que comienza en un tren. ¿Leo? Me basta con el párrafo inicial. Luego cierro el libro y me distraigo con la niebla que se devana tras la ventanilla.
Mi corazón tampoco late con la adecuada regularidad. También el peligro –cierta clase de peligro-- ejerce sobre mí particular seducción.
Pero pase lo que pase no voy a contar el resto de la historia. En la vida real, como en las viejas novelas de misterio, lo que viene a continuación nunca está a la altura del intrigante comienzo.
Me esperan en la estación. “No me has visto nunca, pero me reconocerás nada más verme”, dijo. Y no necesitó decir más para que yo me dedicara a mi ocupación favorita: construir castillos en el aire.
Domingo, 25 de octubre
EL DÍA MÁS LARGO
Los días deberían hacerse a medida, como los trajes: más largos o más cortos según conviniera. El de hoy tiene una hora más y parece que no se acaba nunca.
Me divierte la paradoja de que levantarse a la hora de siempre sea levantarse una hora antes que la hora siempre y que acostarse a la hora de costumbre suponga acostarse una hora más tarde de la hora de costumbre.
¿A qué dedicar ese tiempo sobrante? Aprovecho para salir a la terraza, en esta noche casi veraniega, y contemplar las estrellas.
Y pensar en lo absurdo de mi vida. Siempre a la espera de algo que nunca llega o que llega y, a pesar de ser exactamente lo que esperaba, nunca es lo que yo esperaba.
De las historias de amor, como de cualquier historia, me basta con el capítulo inicial. Todo lo demás es consabida prosa. Retorcida prosa, en ocasiones.
De la historia de ayer solo se salva el viaje el tren, cuando todo era posible. Lo demás es lo de menos, para hacer un fácil juego de palabras.
Contemplo las estrellas, en este tiempo de propina, y me entretengo, mientras llega el sueño, en abstrusas filosofías sobre el sentido de la vida. Finalmente sonrío, me encojo de hombros y pienso con Baroja que la cuestión es pasar el rato sin adquirir compromisos serios. Una de las anónimas estrellas, de acuerdo conmigo, me hace un guiño malicioso.
Lunes, 26 de octubre
MIS ODIOS FAVORITOS
“Ya sabemos las tres cosas que más odias en el mundo”, se burla un amigo, “el campo, la novela y el matrimonio”.
Odiar, odiar, lo que se dice odiar… Yo solo he sido capaz, algunas veces, de odiarme a mí mismo. Pero pocas veces.
En el campo he pasado muchos momentos maravillosos, pero ninguno tanto como el momento de subir al coche y volver a la ciudad.
Las novelas comenzaron a aburrirme cuando cumplí cuarenta años. Afortunadamente para entonces ya había leído todas las que había que leer, salvo el Ulises de Joyce. Y con ninguna disfruté tanto como con La isla misteriosa, de Julio Verne, leída a los diez años en dos o tres tardes de un inagotable verano.
¿El matrimonio? ¿Cómo voy a odiar el matrimonio? Lo que pasa es que me gusta bromear. ¡Con lo que relaja tener alguien con quien discutir al llegar a casa! ¿Odiar yo al matrimonio? ¡Si he pensado en casarme infinitas veces! Lo que ocurre es que luego se me pasa pronto. En cuanto encuentro con quién.
Martes, 27 de octubre
MISTERIOSOS ESPACIOS
Bécquer hablaba de los “misterios espacios que separan / la vigilia del sueño”. A mí me gusta deambular por esos lugares, encontrarle grietas a la realidad, entrever lo que ocurre al otro lado. Y luego contar banales historias de fantasmas, de esas que solo asustan a los niños, y seguir viviendo como si nada hubiera visto.
Me gusta hacer como que no creo en las únicas cosas en que verdaderamente creo.
En ti, por ejemplo, el más encantador demonio que haya conocido nunca y que algunas veces vuelves para sacarme de la cama y arrastrarme otra vez contigo al infierno.
Pero siempre despierto, sudoroso y frustrado, antes de que lo consigas.
Miércoles, 28 de octubre
PELLEGRINA LEONI
Era de noche cuando llegamos al palacio de Meres. A pesar de eso, antes de entrar en la casona decidimos dar una vuelta por el bosque ancestral. En un claro, rodeada de tejos, encontramos una gran mesa y unos bancos de piedra. La luna se asomaba entre las ramas y la temperatura era agradable, veraniega. “¡Qué lugar tan apropiado para sentarse a contar historias de aparecidos!”, dijo alguien. Y Ramón, uno de nuestros anfitriones: “Aquí venía yo a jugar de niño con mis primos; esta mesa fue mesa de Blancanieves y fue barco pirata y fue gruta del tesoro”.
Una rama se me enganchó en la ropa y por un momento me pareció una mano esquelética que me sujetaba. Recordé entonces la historia de Pellegrina Leoni, la gran diva de la ópera que perdió la voz y la belleza a causa de su desmedido gusto por los dulces y el vino y las fiestas hasta el amanecer rodeada de falsos amigos. Un día, cansada de todo, dejó su casa y se puso a recorrer los caminos del mundo. Salió sin dinero, sin más resto de su antigua fortuna que un gran anillo de diamantes. Gracias a ese anillo encontró siempre dónde comer y dónde dormir. Entraba en las casas y todos pensaban que era una gran señora que viajaba de incógnito y mataban un cordero para ella y le ofrecían el mejor lecho. Ella sonreía, se dejaba querer y luego seguía su deambular. Un día se encontró a un peregrino, o eso parecía, al que le faltaba una mano y en la otra llevaba una pequeña maleta. Le saludó, pero él no quiso contestarla y siguió andando, malencarado y hosco. Pellegrina se sintió extrañada: era la primera persona que no le había sonreído en todo el viaje. Insistió: “Caballero, parece que llevamos el mismo camino, ¿quiere usted que le acompañe un rato?”. El hombre siguió sin contestar. “¿Quiere que le ayude a llevar su carga?”. El hombre entonces la miró sorprendido. “¿Cómo sabe usted que llevo una carga superior a mis fuerzas?”. Abrió entonces la pequeña maleta y en ella apareció el esqueleto de la mano que le faltaba. “Aquí donde usted me ve yo soy un gran señor condenado por mis pecados a vagar por el mundo”. “Yo soy una cantante que perdió la voz”. “Yo tenía un gran palacio rodeado de bosques, infinitos sirvientes, una mujer que me quería”. “A mí me aplaudían en todos los teatros del mundo”. “No hay perdón en este mundo ni en el otro para mi delito”, dijo él. Y ella: “Quizá le alivie contárselo a alguien”.
Habían llegado a los alrededores de un gran caserón que parecía abandonado. Se sentaron en torno a una mesa de piedra, en un claro del bosque, rodeados de hojas secas. Pellegrina se quitó el anillo y se lo dio: “A usted le hará sin duda más falta que a mí”. Pero al quitarse el anillo Pellegrina perdió el poder que la protegía y entonces aquella mano esquelética la cogió de la hermosa mata de pelo, lo único hermoso que conservaba, y la arrastró hasta el infierno. El condenado a vagar por el mundo reía: “Estas cosas son lo único que me alivia un poco de mis pesares”.
Jueves, 29 de octubre
ENCUESTA
¿No sientes la nostalgia de un gran amor, de esos que te cambian la vida y duran toda la vida? No, no siento nostalgia, siento terror.
¿A cambio de qué le venderías tu alma al demonio? Si le interesa, se la regalo.
¿Podrías formular un deseo? Que por mucho que viva siempre me quede al menos un deseo que cumplir.
¿Cree que hay vida después de la vida? Creo que no siempre hay vida en la vida.
¿Un día perfecto para mí? Aquel en que comienzo un nuevo libro, un nuevo amor. Aquel en que llego por primera vez una ciudad. Aquel en que abro los ojos y me encuentro con el intacto azul de la primera mañana del mundo.
Viernes, 30 de octubre
REGRESO
La aventura del sábado pasado, aquella que comenzó en un tren, ya es historia antigua. Los enigmas solo interesan hasta que uno da con la solución. Siempre trivial.
Afortunadamente –qué aburrida sería la vida sin ellos-- hay enigmas que no se resuelven nunca. Al regresar a casa, en la alta noche estrellada, me vuelven una y otra vez a la memoria los versos de Bergamín que leí el miércoles pasado en la historiada penumbra del palacio de Meres: “Miente el cielo su azul y oscura sima. / Y las estrellas mienten / su viva luz. Me mienten a mí mismos / mis ojos al cegarse por la muerte”.
Voy dejando tras de mí un rastro de libros y de amores mordisqueados.
De sobra sé que todas las historias tiene el mismo final, especialmente las que no tienen final.
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