Sábado, 14 de noviembre
SOY BUENO
“Ya no eres tan malo como antes, ya no eres tan divertido”, me dice un amigo que hace tiempo que no veo. Y es verdad. “Malo” quiere decir tan solo que, cuando escribo reseñas, ya no llamo al pan pan y al memo memo. Tampoco antes lo hacía mucho, pero sí alguna que otra vez.
Ahora he aprendido a mirar para otro lado cuando una momia más o menos venerable se pone pomposamente en ridículo. Ahora hasta sería capaz de elogiar, como un Jambrina cualquiera, “la noche cosida de azofaifas” y “la bandada de pájaros pasiegos” que le señalan la frente al bueno de Gimferrer “con la luz de los ojos de la Cuca”.
“¿Has visto la última novela de Muñoz Molina? ¡Qué horror, mil páginas! Parece un diario de Andrés Trapiello”. La he entrevisto y he admirado la ponderada caligrafía de cualquiera de sus frases: “Con un silbido como de sirena de barco el tren se aparta de la orilla del río y se sumerge a más velocidad en el túnel de hojas amarillas, ocres, naranjas, azuladas, rojas, de un bosque tan tupido que la claridad de la tarde apenas lo atraviesa”.
Es La noche de los tiempos una obra maestra tan evidente, y resulta tan previsible su evocación republicana y saliniana, que para darse cuenta de ello no hace falta ni siquiera leerla. Algo que no deja de ser un alivio, todo hay que decirlo.
Lunes, 16 de noviembre
ENCUENTROS EN TURÍN
Hablé yo de Sarawak, que el sultán de Brunei cedió al imperio inglés, y de Sir James Brooke, que llego a ser el Rajah de ese territorio, y José Luis Piquero me escribe para contarme que se trata de uno de los héroes de su adolescencia, un compañero de aventuras del mítico Sandokán. Y entonces yo también recuerdo y a la cabeza me vienen unos versos de los que ignoro el autor: “Tuve en la adolescencia la manía / de trazar en mis horas solitarias / itinerarios de la fantasía / para viajes por tierras legendarias. / Con la inquietud del corazón por guía / términos eran de mis rutas varias / El Cairo, Benarés, Alejandría… / Del tiempo aquel de mi existencia vana / apenas si persiste / la memoria de un viaje imaginado / por un muchacho soñador y triste”.
Cuando Pierre Loti pasó por Turín, Salgari fue a su encuentro. Le llamó la atención que Loti, el exótico novelista aventurero, usara corsé y se pintara los labios. Era, sin embargo, un hombre atlético. Cierto día, paseando ambos por los jardines de Nervi, dio un salto mortal con la agilidad de un acróbata, aunque por entonces tenía más de cuarenta años. Esa misma noche entraron en un cafetín popular. Algunos clientes empezaron a lanzarle bromas subidas de tono al advertir los labios pintados. Loti deslabró a media docena a puñetazos y silletazos, mientras Salgari hacía añicos toda la botillería.
Qué final tan triste el de aquel hombre que llenó tantas horas de mi vida de fascinación y aventura. Cierto día a la lavandera Luisa Quirino, mientras recogía leña en un bosquecillo, le llamó la atención un hombre tendido al pie de un tronco. Se acercó. Reconoció espantada a su vecino Emilio Salgari, desangrándose. Era la mañana del 26 de abril de 1911. Su mano empuñaba la navaja con la que había puesto fin a su vida, a la manera japonesa, practicando el harakiri. Aquella muerte trajo la desgracia sobre la familia. Su mujer perdió la razón y fue recluida en un manicomio. La hija Fátima murió apenas cumplidos los 21 años, su hijo Romero se mató arrojándose desde el balcón a la calle. Su tercer hijo, Nadir, pereció en un accidente. Solo le sobrevivió su hijo Omar, que se pasó la vida en los tribunales, viejo e hipocondríaco, defendiendo unos derechos de autor que se le escapaban de las manos.
César Tiempo, a quien yo conocí, le conoció en un café de Turín. Omar también escribía. Se rumoreaba que era el autor de varias de las novelas póstumas de su padre. También conoció a Andrea Villongo, librero y editor, que traía a mal traer al hijo de Salgari. Se lo presentó Cesare Pavese, que azuzaba al uno contra el otro, y se reía mucho con las trifulcas entre ambos.
César Tiempo –un argentino que había nacido en la remota Ekaterinoslav y se llamaba Israel Zeitlin-- se alojaba, cuando conoció a Omar y a Pavese, en el hotel Roma, el mismo en el que aquel risueño novelista en la cumbre de su fortuna decidió, poco después, no escribir más, repetir, menos melodramáticamente, el gesto de Salgari.
Martes, 17 de noviembre
ILSA BAREA
Gregorio Torres Nebrera, que asiste al congreso sobre el exilio que ha organizado con minuciosa gentileza Antonio Insuela, me regala su edición de La forja, primer tomo de la fascinante autobiografía de Arturo Barea. En el prólogo, que se lee como una novela detectivesca, encuentro la solución de un enigma. ¿Cómo es posible que de esa obra maestra de la literatura española se haya perdido el texto original y solo podemos leerla en una traducción de versión inglesa? Pues porque no hubo tal original, porque la presunta traductora –la revolucionaria austriaca Ilsa Kulcsar- es la principal autora de la obra. Torres Nebrera reproduce unas declaraciones de Rafael Martínez Nadal, que conoció a la pareja durante su exilio londinense: “Todas las mañanas ella le dejaba preparado el trabajo del día: sobre la mesa, el libro o libros que tendría que leer, a mano siempre el diccionario de lengua española, la variedad de lápices y plumas; el cuaderno para anotar lo que se le ocurriera; notas que luego, a la noche, después de la cena, serían motivo de conversación y comentarios”. El método de escritura de La Forja de un rebelde se deduce de las palabras de Ilsa: ‘Pero lo mejor es oír a Arturo expresar, en su lenguaje tosco, las más agudas, inesperadas observaciones. Tan fuertes, tan vívidas y vividas que ahora todas las noches voy tomando notas en inglés de lo que él me cuenta en español. Luego me las revisa nuestra compañera de casa y van quedando páginas de una posible autobiografía de Barea escrita en un idioma que él no conoce”.
Miércoles, 18 de noviembre
LAS COSAS CLARAS
Con mi amigo Alfonso, que las ha reseñado, comento las memorias ovetenses de Marino Gómez Santos, su particular ajuste de cuentas con la ciudad. El titular de una entrevista publicada hace unos meses anticipaba el tono: “Ángel González era un hombre acobardado, estaba aislado, nadie conocía su poesía”. Lola Fernández Lucio se sintió particularmente ofendida y escribió una carta al periódico, que yo no pude conocer entonces y que ahora me trae fotocopiada a Las Salesas. Gómez Santos presentaba al adolescente Ángel González “acodado en el mirador de la casa de su madre en la avenida de Galicia, esperando algo que no sabía lo que era. Un hombre acobardado. Venía de Villamanín de mirar a las estrellas. Estaba aislado. Apareció por los cafés, decía que escribía poesía, pero no la conocía nadie”. Lola Lucio puntualiza: “La casa de su madre, en la avenida de Galicia, número 8, no tenía ningún mirador. Tenía ventanas. Yo vivía, como tú sabes, en el número 6, y recuerdo perfectamente esa fachada, y también, por cierto, unas cuantas fotografías de aquellos grandes intelectuales españoles amigos tuyos decorando el suelo de mi portal… inexplicablemente”. De viva voz me explica Lola que un día, al salir de casa, se encontró el portal lleno de fotos en blanco y negro, muchas de ellas dedicadas, de Azorín, Baroja, Marañón, también un misal y otros cachivaches, y a un apesadumbrado Marino tratando de recogerlo todo. En el portal de Lola vivía la novia. Al parecer habían reñido y ella había tirado todos los regalos del joven triunfador en Madrid por las escaleras.
Sigue, en la carta del periódico, replicando a la entrevista: “Si alguna vez viste a Ángel detrás de una ventana, no me extraña que tú no supieras qué esperaba. Él sí lo sabía: un futuro mejor, otro tiempo distinto a aquel de banderas desplegadas, mejor y más justo. Lo calificas de acobardado. Quizá no sepas que con diez años le sirvió a su madre de mensajero, entregándole la carta que un sacerdote de la iglesia de San Juan había puesto en sus manos infantiles, en la que se le comunicaba a doña María Ruiz el fusilamiento de uno de sus hijos. Inolvidable para él la escalada de la calle de Toreno aquella mañana mientras oía el canto de los pájaros en el campo de San Francisco”.
Comprendo la indignación de Lola Lucio contra Marino Gómez Santos, pero yo siento más bien pena. ¡Tantos años, tantos éxitos, tantas biografías de reinas y nobeles y aún no ha sido capaz de olvidar el maltrato al que el Oviedín del alma le sometió en los años cuarenta! Tuvo que irse a Madrid para encontrar su sitio. Y allí lo encontró muy pronto: tenía poco más de veinte años y ya era un periodista de éxito que se codeaba con los más grandes. Y volvió un día, a la tertulia de siempre, dispuesto a recibir la admiración y la envidia de todos. ¡Cuántas veces había soñado con ese momento! Pero llegó al café de la calle Uría, se sentó en la esquina de costumbre, y todos siguieron con sus cosas y sus bromas, sin prestarle mayor atención. Por fin, uno de los contertulios habituales se fijó en él: “Marianín, hace tiempo que no apareces por aquí. ¿Tuviste malu?”. Esos fueron todos los aplausos que recogió el ambicioso arribista que llegaba cargado de laureles. A mí no me extraña nada su odio a Oviedo, al que llamó Orbayal en un irónico y despreciativo artículo publicado en la famosa tercera del ABC de entonces.
Jueves, 19 de noviembre
COLECCIÓN DE ASOMBROS
Gabriel Ferrater escribió, y yo lo he citado más de una vez, que hacía colección de días y que los tenía todos repetidos. Los míos son todos distintos, y cada uno trae su afán y su asombro. Esta tarde, Marcos Vallaure nos guía por los entresijos del Museo de Bellas Artes: la biblioteca, la sala de restauración, el taller de carpintería, los almacenes donde conviven, nariz con nariz, un elegante Alfonso XIII lleno de entorchados y un desastrado San Francisco, la secreta, prodigiosa terraza sobre la torre y los tejados de la catedral… No es la gótica torre clariniana, que aquí tengo al alcance de la mano, la que más me admira, sino la otra, la hermana mayor y pobre, la torre románica que se alza sobre la Cámara Santa, y que solo desde este lugar puede verse en toda su austera elegancia.
No hay día que no llegue cargado de tesoros: unas veces es una sonrisa, otras la luz del atardecer, en ocasiones una puerta que una mano amiga nos abre y nos permite atisbar la trastienda del milagro. Algunos de esos tesoros llegan bien camuflados, como de contrabando. Pero yo procuro no dejar escapar ninguno.
Qué interesante lo que cuentas de Salgari. Además, me ha traido bellos recuerdos, un autor que me hizo pasar y vivir bellos momentos...
ResponderEliminar