sábado, 29 de julio de 2023

Otros mundos. París en Infiesto

--A Miguel Ángel Asturias le conocí a principios de los setenta, cuando yo viajaba con frecuencia a Madrid para entrevistarme con Lauro Olmo, a quien pensaba dedicar la tesis doctoral. Pilar Enciso, la mujer de Lauro, era muy amiga de los Asturias. El escritor colaboraba entonces en el ABC, por intermedio de Anson, a quien nada le fascinaba más que llevar escritores de izquierda a su suplemento cultural, y si premios Nobel, pues qué te voy a contar. Pero eran artículos escritos con desgana, que interesaban poco. Miguel Ángel Asturias había estado en Rumanía, donde había sido tratado por la famosa doctora Aslan, y lo pagó escribiendo un libro laudatorio sobre el país y su conducator. Se había vuelto a casar con una mujer más joven y lo que entonces más le preocupaba era no poder cumplir. Yo le pedía que me hablara de sus años jóvenes, cuando había estado en París y conocido a Miguel de Unamuno. Y él me respondía con su voz soñolienta, como quien cuenta un cuento repetido muchas veces.

(Tras recorrer con unos amigos la senda de la Peridiella, que parte del santuario de la Virgen de la Cueva y discurre junto al río La Marea, me había sentado en el bar Venecia, en Infiesto, a hojear el libro Conversaciones con Miguel Ángel Asturias que acababa de comprar en una librería de saldo. Se acercó a saludarme un amigo que hacía años que no veía, Antonio Fernández, profesor unos años en Oviedo y luego en Murcia. Había conocido al escritor.)

--A poco de llegar yo a París –le contaba Miguel Ángel Asturias--, donde me matriculé como estudiante en La Sorbona, apareció don Miguel de Unamuno, tras escapar de modo muy novelero de su destierro en Fuerteventura. Durante un tiempo fue el hombre del día. Su foto y sus declaraciones aparecían en todos los periódicos. Él trataba de llevar una vida muy semejante a la que hacía en Salamanca y daba grandes paseos y todas las tardes tenía su tertulia en un café. Su preferido era La Rotonde. En cuanto nos enteramos, un grupo de estudiantes hispanoamericanos fuimos allí para escucharle. Nos sentábamos en una mesa cercana y no perdíamos palabra. Era el único que hablaba. Los otros exiliados le escuchaban en silencio. Con frecuencia despotricaba contra el ganso real, que era como llamaba a Primo de Rivera, y a nosotros nos hacía mucha gracia que dijera Suspensorio, en lugar de Directorio. Al rey y a su madre también los ponía de vuelta y media. Un día sus ojos, que siempre parecían mirar a ninguna parte, se fijaron en mí. Estuvo un rato en silencio y yo, que soy bastante tímido, me puse a temblar. "Usted es de Nicaragua, hijo mío, ¿no es cierto? Y tiene sangre indígena como el gran Rubén, el autor de esos cantos de vida y esperanza que ahora tanto necesitamos", me dijo. "Soy de Guatemala, maestro, y tengo sangre maya en las venas. Ahora estoy traduciendo, con la ayuda del profesor George Raynaud, el Popol Vuh de los indios quichés". Todos me miraban y yo enrojecí, pero seguí hablando: "A Rubén Darío tuve la suerte de conocerlo personalmente. A finales de 1915, había llegado enfermo a Estados Unidos. Unos admiradores suyos convencieron al dictador Estrada Cabrera para que le invitara a Guatemala. Lo alojaron en el hotel más lujoso que había entonces y, enterados de ello, decidimos unos cuantos estudiantes de bachillerato ir a visitarle. Preguntamos por él en recepción y el conserje nos dijo que seguramente estaría en el bar. Y allí estaba, recostado en una especie de diván. Nos acercamos sin atrevernos a decirle nada. Él nos miraba con cierto temor. Creía que veníamos a reprocharle que hubiera aceptado la invitación de Estrada Cabrera, el aborrecido dictador, al que la juventud empezaba a perder el miedo. Por fin, uno de mis compañeros pudo hablar y decirle cuánto le admirábamos. Rubén sonrió, se sentó, pidió otro coñac y nos contó que ya había estado en Guatemala al comienzo de su juventud, entornó los ojos y nos encandiló largo rato con su verbo florido". Unamuno seguía mirándome sin decir nada, todos me miraban, y yo me sentí aterrado, sin comprender cómo me había atrevido a hablar tanto. Hubo un incómodo silencio y luego Unamuno comenzó a recitar: "Horas de pesadumbre y de tristeza / paso en mi soledad. Pero Cervantes / es buen amigo, endulzas mis instantes / ásperos y reposa mi cabeza". Tras el soneto de Rubén Darío, se puso a hablar de Cervantes. No me atreví a volver a La Rotonde las tardes siguientes, pero acabé volviendo y fue testigo de una escena como de cine mudo que pudo haber acabado en tragedia. Una tarde entró una mujer elegante, oronda, como de unos cincuenta años. Se sentó en una esquina, algo apartada, pero yo me di cuenta de que no dejaba de mirar a Unamuno con ojos febriles, de loca, que me asustaron un poco. Nadie más pareció darse cuenta de su presencia. Y entonces la vi sacar un pequeño revólver nacarado que parecía una joya. Jugueteó un momento con él y luego apuntó a Unamuno. Yo quedé tan sorprendido que ni siquiera fui capaz de gritar. Pero ella lo bajó de inmediato, lo guardó en su bolso y salió del local tropezando con las mesas. Entonces la vio Unamuno y por la cara que puso supe que la conocía y que no era precisamente de su agrado. Y claro que la conocía. Se trataba, luego lo supe, de Delfina Molina, una profesora argentina que le escribía largas cartas de amor desde hacía décadas. No se conocían personalmente, pero cuando él fue desterrado a Fuerteventura se presentó sorpresivamente en la Isla para Liberarle. Luego le siguió hasta París, se le ofreció, le ofreció dinero, le acosó de todas las maneras posibles. Unamuno la despreció públicamente en Cómo se escribe una novela. La llamó "pobre mujer de letras" que a su lado quería buscar emociones y vivir las aventuras de las películas. Delfina, que era algo más que una pobre mujer, a pesar de haber sido convertida en la rechifla de todos, siguió enamorada de él hasta su muerte. En la última carta que le escribió, en 1936, le decía: "Cuídate, alma mía, piensa que estoy sola, lejos de ti, y piensa en lo que tú representas en mi vida". No era una pobre mujer, fue la primera doctora en Químicas de Argentina, escribió ensayos, libros de poemas, una autobiografía. Yo la conocí en 1958, cuando ya era muy mayor, en mi casa de la Avenida del Libertador, en Buenos Aires. Le recordé aquel momento en que sacó su revólver y estuvo a punto de asesinar a Unamuno. "Nunca tuve revólver", me dijo. "Y de matar a alguien me habría matado yo, no al amor de mi vida", añadió. Yo ahora pienso que Delfina fue la protagonista de la gran novela que Unamuno no se atrevió a escribir, la que habría sido su obra maestra. Como el protagonista de Niebla, que fue a su despacho a suplicarle que le dejara seguir con vida, Delfina fue a ver a Unamuno a Fuerteventura para suplicarle que escribiera la novela de su amor, que la dejara vivir para siempre sus páginas. Era un personaje en busca de autor y su historia una de las más conmovedoras que hayan existido nunca, más que la de Julieta, Beatriz o la monja portuguesa. Se puso en contacto con Unamuno para pedirle bibliografía porque preparaba una tesis sobre él. También Blanca, cuando yo más perdido estaba, me contactó por el mimo motivo. Pero yo, en eso más inteligente que el maestro, no la dejé marchar. El amor pasaba por mi puerta, y dos veces no pasa.




sábado, 22 de julio de 2023

Otros mundos: Incidente en las Caldas.

 

La crítica literaria es un deporte de riesgo. O al menos eso dicen. La verdad es que yo, en casi medio siglo que llevo practicándola, apenas si había tenido incidentes de importancia hasta hace unos días durante una lectura poética en las Caldas, en que llegué a temer por mi vida.

Una vez me invitaron a un congreso literario y un amigo me advirtió muy serio: "Ni se te ocurra asistir. Te puede pasar lo que en la novela de Agatha Christie Asesinato en el Orient Express, que aparezcas muerto en tu habitación y la mitad de los asistentes –a los que has ridiculizado en tus reseñas y diarios-- tengan algo que ver". Y fui y no pasó nada en aquel encuentro en Verines, salvo algunas caras largas.

Otra vez, en el Palacio de Oriente, haciendo antesala para una de esas comidas con el rey con motivo del premio Cervantes, veo que se dirige hacia mí Juan Manuel Bonet. Sonrío y voy a alargar la mano para saludarle cuando, ya muy cerca de mí, tras mirarme fríamente, se da la vuelta. Lo comento extrañado con Enrique García-Máiquez, que me acompaña, y él me responde: "A lo mejor no le ha sentado bien lo que has escrito sobre su antología de poesía ultraísta; decías que era un acrítico centón en el que metía todos los poemas vanguardistas que encontraba sin importarle lo malos que fueran".

Recuerdo otra ocasión en que me alojaron en el mismo hotel que Antonio Gamoneda, quien había ido a Madrid a recibir el Cervantes, unos días después de que le concedieran otro premio, el reina Sofía. En el salón de desayunos, cuando yo bajé, no había nadie. Estoy disfrutando tranquilamente de mi croissant y de mi café con leche cuando veo que entra un señor mayor. Llena su bandeja y, con todas las mesas libres, viene a sentarse precisamente en la mía, aunque al otro extremo. Es Gamoneda, pero hago como que no le reconozco y sigo con mi desayuno. Entra entonces una mujer que, al verlo, se acerca a él con grandes aspavientos. "¡Don Antonio! ¡Qué alegría poder saludarle! Yo estoy preparando una tesis sobre su poesía. Antes me dedicaba a Leopardi, pero Francisco Rico me aconsejó que le estudiara a usted". Cuando la profesora se fue, me pareció que ya no podía seguir fingiendo que no le conocía y que debía saludarle. A fin de cuentas habíamos coincidido en algún jurado y compartido alguna comida. "Buenos días. No sé si me recuerda usted...", dije tímidamente. Y él entonces me miró triunfal y me soltó en voz muy alta la frase que sin duda traía preparada: "Sé de sobra quién es usted, pero no tengo ningún interés en hablar con usted". Sonreí y seguí desayunando tranquilamente. "Ya tengo algo que contar", me dije.

Cosas así me han pasado algunas más, pero no creo que de ello se pueda deducir que la crítica literaria es un deporte de riesgo. Para lo que no sirve, si se practica con un mínimo de profesionalidad, es para hacer amigos. Pero puede ser muy útil para promocionarse y eso es algo que todos los poetas jóvenes –y no tan jóvenes-- con ganas de escalar rápido saben muy bien. Algún veto que otro sí que te ganas, como cuando yo le puse reparos –la puse un poco en ridículo, en realidad—a una novela sobre Pessoa de cierto autor asturiano y él se vengó haciendo que no me invitaran a los actos literarios que organizaba la Fundación Municipal que dirigía.

Nada grave, al menos hasta ahora. Anécdotas para reírse un rato en la tertulia. Pero empiezo a comprender que un poeta, si recibe una herida en su vanidad, puede convertirse en un animal peligroso.

Unos días antes del encuentro poético annual que debería celebrarse en Valdediós, pero que tuvo lugar en las Caldas porque un clérigo con mando en plaza que sintió que se ponía en duda su autoridad nos expulsó del monasterio, recibí un anónimo. No era el primero. En mi ya no corta vida, he tenido ocasión de recibir algunos. No todos amenazantes e insultantes. También hubo declaraciones amorosas, aunque esté mal que yo lo diga. Nunca les di demasiada importancia, pero este me último me asustó un poco. Supuraba rencor. Y amenazaba de muerte.

En el idílico jardín de las Caldas, a poco de llegar, mientras saludaba a unos y a otros, entreví al fondo una mirada rencorosa. Aquel tipo me resultaba vagamente familiar. No sé por qué lo relacioné de inmediato con el autor del anónimo. Tenía un rictus como de asesino psicópata en una película de serie B. De pronto caí en la cuenta de quién podía ser, alguien que había pasado hace algún tiempo por la tertulia, me había llevado unos versos, me había pedido mi opinión sobre una novela que tenía inédita. No valían gran cosa ni los primeros ni la segunda. Pero fui amable en mis observaciones, siempre lo soy con los principiantes. Tras unos pocos viernes, dejó de asistir a la tertulia y yo me olvidé de él, ni siquiera recuerdo su nombre.

No se acercó a saludarme, pero daba vueltas en torno mío. A los poetas que iban a leer y a mí que los presentaba nos sentaron en unas sillas frente al público. Tuve un presentimiento, me volví y allí estaba muy cerca. Temí que me atacara por detrás –ves demasiadas películas, me dije-- y pasé todo el acto de pie, yendo de un lado para otro con el pretexto de hacer fotos.

Volvía a Oviedo en el coche de un amigo y nos lo cruzamos en el estrecho camino que lleva desde la casa de Martín Caicoya donde se celebraba el recital hasta la carretera. Me miró y con una mano hizo el gesto de apuntarme con una pistola y disparar. "¿Habéis visto eso?", dije yo asustado, pero mis acompañantes iban hablando de sus cosas y no se habían dado cuenta de nada.

Temí que apareciera en el Chelsea donde hicimos un rato de tertulia, como todos los viernes. Afortunadamente no fue así y yo me tranquilicé un poco. Acompañé a unos amigos hasta su hotel, cerca de mi casa. "Un día largo", me dije al quedarme solo. Y fue entonces, sacaba ya la llave para abrir el portal, cuando me percaté de aquella negra sombra que estaba allí, esperándome.

--Tengo que hablar con usted. ¿Puedo subir?

--Perdón, he olvidado una cosa, dije y escapé raudo hacia la cafetería de la esquina.

--¿Tienes miedo?, le oí decir mientras venía tras de mí. En la cafetería me tranquilicé un poco. Además del camarero, quedaban algunos clientes.

--¿Quién es usted? ¿Qué quiere?

--De sobra sabes quién soy... Me jodiste la vida.

--No le recuerdo, la verdad. Y haga el favor de dejarme en paz o llamo a la policía.

--¿Por qué no salimos fuera y solucionamos esto a hostias?

Me di cuenta entonces de que estaba algo bebido. Pidió a gritos un whisky; yo, un agua mineral. Se lo bebió de un trago y se puso a llorar desconsoladamente.

--Perdona, perdona, perdona. Me rompiste el corazón.

Caí entonces en la cuenta de que quizá no era quien yo pensaba, el poetastro que había zaherido en la tertulia. Quizá tampoco había escrito el anónimo amenazante, sino otros anónimos anteriores.

Me escabullí rápidamente y no hizo ademán de seguirme. Pasé la noche temiendo que hiciera sonar el timbre. Al salir oí que decía: "Cualquier día de estos te mato o me mato". Confío en que sea una de esas ideas que desaparecen cuando pasa la borrachera. Hasta hoy no he vuelto a saber de él.

No es la crítica literaria un deporte de riesgo, pero sí la vida, cualquier vida, incluso la de alguien tan rutinario y poco aventurero como yo.




 

 

 

domingo, 16 de julio de 2023

Otros mundo: El dial del destino

 


Un partir de cierta edad, o quizá a cualquier edad, la memoria gusta de jugar al escondite. Hay recuerdos que nos obsesionan, que vuelven cada noche a atormentarnos mientras que otros piadosamente se borran para siempre. ¿Cuántas veces no habré contado yo mi estancia en Perugia, donde conocí a Alí Agka, un joven turco que pronto se haría famoso como encargado de los servicios secretos búlgaros para acabar con el que entonces se consideraba, y con razón, el más peligroso de los anticomunistas? Nunca he referido, en cambio, cómo participé, o estuve a punto de participar en un complot para sacar al último líder nazi de La cárcel. Ese hecho, y mi fugaz relación con la extrema derecha italiana, la de los años de plomo, parecía haber desaparecido por completo de la memoria.

Me vuelve de pronto a ella, como llamativas escenas de otra película, cuando Indiana Jones, su ahijada y el pequeño pícaro que los acompaña, entran en la Oreja de Dionisio en busca de la tumba de Arquímedes y de la otra mitad de la Anticitera, el mágico artilugio que les permitirá viajar en el tiempo. Fue precisamente en esa gruta, cercana al teatro, donde conocí a Luigi (no es su verdadero nombre, pero este prefiero callármelo). Como es bien sabido, la Oreja de Dionisio se llama así porque permite escuchar en un extremo cualquier palabra que se susurre en el rincón más distante. Dicen que allí encerraba el tirano Dionisio a sus enemigos y aprovechaba la acústica del lugar para enterarse de sus secretos.

Yo pasaba unos días en Catania cuando me acerqué, en un lento tren, hasta Siracusa. Entré en la gruta solitaria, tras de mí apareció un pequeño grupo. Tras varias frases que no entendí bien, oí decir claramente: "Lo giorno se n'andava, e l'aere bruno". De inmediato, reconocí el primer verso del canto segundo del Infierno y seguí: «Toglieva li animai che sono in terra». Y la otra voz: "dalle fatiche loro; e io sol uno". Y yo el verso que sigue. Continuamos así unos cuantos versos más y luego nos encontramos sonrientes. "Le felicito –dijo Luigi--, es el primer español que conozco que se sabe de memoria la Comedia de Dante". ¿Y cómo sabe que soy español?, pensé preguntarle, pero enseguida supuse que lo había adivinado por mi acento.

Luigi era algo mayor que yo, de pelo blanco y elegante apariencia, y en seguida nos caímos bien. Aquel día me enseñó su casa, un apartamento de techos altos, lleno de libros y antigüedades, muy cerca de la fuente de Aretusa, frente al azul deslumbrante de la bahía. Me recordó a la casa de la vida de la que habla Mario Pratz y a una película de Visconti, Gruppo di famigiglia in un interno, con un Burt Lancaster que algo se parecía a mi amigo envejecido.

Nos caímos bien desde el primer momento. Hablamos mucho de Dante, de Montaigne y del autor de El Gatopardo, con cuya familia estaba vagamente emparentado. "La próxima vez que vengas por Sicilia, te alojas en mi casa", me dijo. Y el verano siguiente, eso hice. Y así fue como conocí a Ilse Hess, una ancianita de cabellos blancos que solo sabía hablar de su marido. La escuché contar una historia que había contado infinitas veces.

---Lo que más me sorprendía, en las últimas semanas antes del gran viaje, cuyos preparativos eran un secreto para mí y para todos, era el mucho tiempo que mi marido dedicaba a nuestro hijo. Juntos daban grandes paseos, visitaban durante horas el parque zoológico de Hellabrunn, jugaban los dos solos en su despacho, algo muy extraño en una época en que la guerra exigía jornadas extenuantes. Quizá temía no volverle a ver. Y así fue, en cierto modo. Cuando lo volvió a ver –durante una visita a la cárcel-- aquel niño ya era un hombre. El vuelo me lo contó mi marido muchas veces en sus cartas: "Resultaba maravilloso volar en solitario sobre el Mar del Norte. El firmamento aparecía iluminado por el sol poniente. Las pequeñas nubes que flotaban debajo de mí parecían témpanos de hielo en el mar, claras como el cristal, iluminadas de rojo. Sobre Inglaterra se cernía una masa de neblina que reflejaba la luz del anochecer. Crucé la costa oriental de Escocia algo más al sur de Holy-Island, en torno a las diez de la noche. Lo hice por encima de un pueblecito cuyos pacíficos habitantes se llevarían un susto mayúsculo cuando pasé volando por encima de sus viviendas". Leí tantas veces sus cartas, a veces tardaban meses en llegarme, que me las sé de memoria. El avión se estrelló y él logró lanzarse en paracaídas en el último momento. Pudo haber muerto y quizá hubiera sido mejor así. Mi marido era el mejor hombre del mundo y le condenaron a cadena perpetua solo por intentar que acabara aquella brutal carnicería. ¿Que lo que hizo fue una locura? Ya lo sé, él lo sabe también, pero no se arrepiente. No le permitieron entrevistarse con Lord Hamilton. Churchill no quería la paz, sino la destrucción de Alemania. Los alemanes amaban Francia, amaban Inglaterra, solo querían acabar con la amenaza rusa. Mi marido buscaba la paz y por ese delito, solo por ese delito, desde hace ya cuarenta años cumple su condena en una cárcel para él solo. Es un pobre anciano, ha cumplido los noventa, y un batallón de soldados de las potencias vencedoras se turna para Custodio. ¡Qué hazaña! ¡Qué heroicidad!

Ilse Hess comenzó a llorar. Primero tímidamente, como si se avergonzara, luego con desconsuelo. Y yo no tuve ninguna duda de que aquel pobre hombre que se pudría en Spandau, aunque hubiera sido lugarteniente de Hitler, no era una encarnación del demonio, símbolo del mal absoluto, como los nazis que aparecen en las películas de Indiana Jones. La realidad es más compleja.

Luigi –habíamos llegado a una cierta intimidad-- no tuvo inconveniente en hablar delante de mí de sus planes para intimidad liberar a Hess, ya muy avanzados. Yo dudé que tal hecho fuera posible. ¿Liberar a un hombre solo, a un anciano con dificultades de movilidad, cuando le custodia un centenar de soldados en una fortaleza inexpugnable? Pero entonces me acordé de cómo escapó Juan March de la cárcel durante la República –del brazo del director de la prisión-- y pensé que, con dinero suficiente, no hay nada imposible. Y yo me alegraría de que aquella triste historia tuviera un final feliz.

---Él sabía de sobra a lo que se arriesgaba cuando intentó lo que intentó, dijo Ilse. Una vez le pregunté en qué casos concedían una condecoración austriaca. "Cuando se procede bajo la propia responsabilidad, con total independencia y en contra de una orden de los superiores. Si se tiene suerte y se lleva la empresa a feliz término, le conceden el galardón; en caso contrario, ¡le fusilan a uno!". A él no le fusilaron, le condenaron a algo peor.

            Marché de casa de Luigi, ya no recuerdo con qué pretexto, antes de lo previsto. Hablaba delante de mí  con total libertad. Me tenía por uno de los suyos. Y lo que yo creí entender, a partir de algunas conversaciones telefónicas, es que, no solo para liberar a Hess, también para otras acciones, estaba en contacto con alguno de los grupos de extrema derecha que en aquellos años de plomo competían en barbarie con las Brigadas Rojas.

            A Rudolf Hess no hubo necesidad de liberarlo. Se liberó él solo, o con una piadosa ayuda, el 17 de agosto de 1987, poco antes de la fecha que Luigi y sus amigos tenían prevista. Se suicidó o le suicidaron, no importa la diferencia. En su tumba, un nombre, dos fechas y una frase: “Ich hab’s gewagt”. Se atrevió.  Y yo no puedo dejar de admirar su heroica locura.






 

          

 

 

 

 

jueves, 6 de julio de 2023

Otros mundos: Crimen perfecto

 

Fui a Sevilla para presentar un libro y acabé resolviendo un asesinato de hace más de cien años. A la presentación asistieron, si no cuatro, poco más de una docena de gatos, pero todos buenos amigos –si es que se puede ser del todo amigo de alguien que no distingue entre amigos y enemigos a la hora de los zarpazos--, algunos desde hace ya medio siglo y otros del tiempo de las redes sociales, a varios de los cuales veía en vivo y en directo y por primera vez.

Al día siguiente, visité a Abelardo Linares en su nave de la calle Buganvilla, en Valentina de la Concepción, muy cerca de las ruinas de Itálica y del monasterio de San Isidoro del Campo, donde un puñado de frailes, encabezados por Casiodoro de Reina, el traductor de la Biblia del Oso, trataron de encontrar bajo la Costra del Católica la verdad del cristianismo. La sede de la editorial Renacimiento es por fuera una anodina nave industrial que no se distingue de las otras que forman una calle que no hace honor a su nombre; por dentro, es un galeón galáctico cargado de maravillas, una inagotable cueva de Aladino.

Mientras hacíamos tiempo para ir a comer, Abelardo fue mostrándome lo que pudo conseguir en una reciente subasta cernudiana: los libros que el poeta se dedicaba a sí mismo ("A Luis, ya que solo nuestro dolor sabe"), los que le dedicaban a él sus compañeros del 27, el retrato de Serafín Ferro –de quien estuvo tan doloridamente enamorado-- pintado por Ramón Gaya... Pero a mí ahora, aunque sigo siendo sensible a esos fetichismos, lo que más me interesa son las colecciones de viejos periódicos y revistas. Mientras Abelardo se pone ante el ordenador a seguir con su búsqueda obsesiva de colaboraciones de Chaves Nogales dispersas por las hemerotecas del mundo, yo hojeo los tomos de Ahora publicados durante la guerra, cuando el diario fue expropiado por los trabajadores. Al principio, todavía sigue con su espléndida colaboración literaria, pero pronto hazañas bélicas y desastres bélicos ocupan todas las menguantes páginas.

Entre los números sueltos de periódicos amontonados en una esquina, encuentro un ABC con el "Recuadro de Vicenta Verdier", en que Azorín evoca un crimen sin resolver que tuvo lugar allá por 1907. Ocurrió en la calle Tudescos y se hizo tan famoso como el de la calle de Fuencarral que tuvo a Galdós como excepcional cronista. Me sorprende al releerlo ahora –ya lo conocía del libro Los recuadros-- que en uno y otro crimen aparece la figura de José Millán Astray, el padre del fundador de la Legión. En 1888, cuando el crimen de Fuencarral, era el director de la prisión de Madrid, donde estaba encerrado José Vázquez Varela, el hijo de la mujer asesinada, Luciana Barcino, y al que señaló como asesino Higinia Balaguer, la criada, a la que acabarían ejecutando en garrote vil. El hijo, conocido como el Pollo Varela, un vivalavirgen aficionado al juego, a la bebida y a las mujeres, no podía haber asesinado a su madre, que se negaba a darle más dinero, porque estaba en la cárcel. Pero pronto se descubrió que Millán Astray tenía la costumbre de dejar salir a internos amigos con los que compartía francachelas. Tiempo después, Vázquez Varela tiraría por un balcón de la calle de la Montera a una prostituta. Le cayeron catorce años de cárcel, que no sé si llegaría a cumplir; a las buenas gentes seguro que les parecería mucha pena por tan poca cosa.

Vicenta Verdier no era una prostituta, pero vivía sola, había tenido un amante que se casó con otra y ahora recibía, con más o menos discreción, a distintos caballeros. También se la veía con cierta frecuencia en cafés de mucha fama y dudosa reputación, como el Fornos. Tal como nos la cuenta Azorín, su muerte fue el perfecto crimen en una habitación cerrada: "Una tarde de julio, a primera hora, apareció en el balcón dando gritos de espanto. Acudió la gente y forzaron la puerta: Vicenta yacía degollada al pie de la cama; en el suelo se veía una medalla de la Virgen del Pilar; junto a Vicenta velaba una perrita: no ladraba. En la cocina había un barreño con agua sanguinolenta: el criminal se había lavado las manos. La puerta estaba cerrada por dentro. Una ventana que daba al tejado no era camino para la fuga; habría sido necesario saltar sobre la calle para ganar el tejado de enfrente".

Intrigó mucho aquel crimen. Un periodista famoso, Mariano de Cavia, propuso que se escribiera a Conan Doyle para ver si podía hacer que Sherlock Holmes se diera una vuelta por Madrid. Lo que yo no sabía es que esa petición –formulada en una de sus famosas "Chácharas", luego reunidas en un volumen de Renacimiento--, se llevó a cabo. Un redactor de ABC escribió al novelista y este respondió.

La supuesta estancia de Sherlock Holmes en el Madrid de 1907 podría haber dado lugar para uno de esos artículos de Azorín que mezclan ficción y ensayo. En un diálogo entre Feijoo y Moratín, le hace decir al primero: "Mira este librete en castellano que me acaban de enviar de Inglaterra. Es de un invencionero peregrino que se llama Arturo Conan Doyle".

Sherlock Holmes no vino a Madrid a comienzos del siglo pasado, pero sí resolvió el crimen de la calle Tudescos. "Elemental, querido Azorín", le habría dicho tras leer su información sobre el crimen: "La portera de la casa, que antes era locuaz, se ha vuelto muda. Un distinguido caballero a quien se le interrogó –con promesa de secreto-- dijo que él había venido tres o cuatro veces, por la noche, a ver a Vicenta. No se insistió, dada la respetabilidad del caballero".

--Elemental querido Azorín. Insístase con la portera, véase si ha recibido algún sustancioso donativo, si a un hijo suyo le han conmutado inesperadamente la pena o se ha librado de quintas. El "distinguido caballero" subió a ver a Vicenta; discutieron; no sabemos la causa; quizá él quiso terminar la relación y ella amenazó con hacerla pública; no sabemos. Ella se sintió amenazada y salió gritando al balcón; volvió a entrar; nadie hizo demasiado caso; la violencia contra las mujeres por parte de sus parejas era algo habitual. Esta vez él sufrió un acceso de ira y la apuñaló, o quizá todo lo hizo fríamente, porque luego se lavó cuidadosamente las manos, abrió la ventana, revolvió el cuarto para que se pensara en un ladrón y bajó a hablar con la portera. En su cuchitril se quedó escondido hasta que ella subió, descubrió el cadáver, gritó, se arremolinaron los vecinos. Cuando no había nadie en el portal, salió tranquilamente y se fue a casa.

Y esto son suposiciones mías, sino del propio Sherlock Holmes según la carta que Conan Doyle escribió al periodista de ABC. Esa carta –traducida al español-- llegó a estar compuesta para ser publicada, pero alguien la retiró en el último momento. Yo encuentro las galeradas en el lugar más inesperado: una novela de Pedro de Lorenzo, Diario de la mañana.

--¿Cuánto quieres por este libro, Abelardo?

--Te lo regalo.

Por lo que en esas memorias cuenta, sería vetado Pedro de Lorenzo en el periódico que había llegado a dirigir. A lápiz, en una esquina de las amarillentas galeradas, alguien ha escrito el nombre de un militar que encabezaría un golpe de Estado.

Cometedor un crimen perfecto en aquella España era relativamente fácil, bastaba con que la victima fuera una mujer de ligeras costumbres y el asesino un "distinguido caballero". No me extraña que Sherlock Holmes no quisiera desplazarse a Madrid para un asunto que podía resolver sin moverse de su sillón.



sábado, 1 de julio de 2023

Otros mundos: El secreto de Sofía

 


¿Cree usted en los ovnis, señor García Martín? Me imagino que no. ¡Alguien que presume tanto de lo bien que razona! Y, sin embargo, está en uno. Bueno, no exactamente.

            Déjeme que Le explique. Sabrá que este Palacio Nacional de Cultura antes llevaba el nombre de Lyudmila Zhivkova, que fue quien tuvo la idea de construirlo cuando era ministra de Cultura. Han quitado el nombre, pero ella todavía sigue aquí. Y de dos maneras. Una muy evidente. La gigantesca estatua dorada que abre los brazos en el vestíbulo para acoger a la humanidad es ella, aunque ahora le quieran dar distintos significados alegóricos, que si la Patria, que si la Libertad, que si qué sé yo. Es ella. Tenga la curiosidad de comparar su rostro con el de las fotografías de la hija del dictador, Todor Zhivkov.

             La otra manera en que está aquí esperando la resurrección ya se la explicaré, tenga un poco de paciencia. Cuando encargó este edificio, entre las indicaciones que dio al arquitecto, no recuerdo ahora cómo se llama, estaba un dibujo, un garabato que a ella le había pasado Baba Ganga. No ha oído usted hablar de Baba Vanga? Pues sin ella no se entiende la Bulgaria del siglo XX, y no solo.

            Era una mujer que tenía el don de la curación y la profecía. De niña, una niña hija de campesinos analfabetos, nacida en un remoto pueblo que entonces pertenecía aún al imperio otomano y que luego fue disputado por búlgaros, serbios y macedonios, fue abducida por una nave extraterrestre. Lo que recordaba de aquella nave lo plasmó en el dibujo que, muchos años después, le entregó a Lyudmila para que le sirviera de modelo para el inmenso palacio que debía construir como garantía de su regreso a las estrellas. Por eso le he dicho a usted que estaba en un ovni. De algún modo este Palacio Nacional de Cultura es como un inmenso ovni posado en lo alto del bulevar Vitosha.

            No todos creen lo de la abducción, por supuesto. Otros hablan de un tornado que la arrebató por los aires y la arrojó lejos en un despoblado. Lo cierto es que, como consecuencia de ello, perdió casi por completo la vista y a la vez se volvió clarividente. Curaba las más diversas enfermedades con hierbas que recogía en el campo y a la vez adivinaba el porvenir. Vivió muchos años, hasta 1996, y sus profecías, las que ya se han cumplido y las que se van cumpliendo, están recogidas en varios volúmenes.

            Claro que no todas fueron acertadas, aunque quizá eso se deba a que se interpretaron mal. Baba Vanga a veces hablaba muy claro y a veces era como la Sibila de Cumas, tan nebulosa que lo que decía lo mismo podía entenderse en un sentido que en el contrario. Y no crea usted que venían a verla solo campesinos y gente iletrada. Incluso jefes de Estado, sobre todo del bloque socialista, recurrían a ella. También intelectuales. El patinazo de Mario Benedetti se debió a una mala interpretación de sus palabras. A finales de los ochenta, asustado por la deriva de la perestroika, durante un viaje promocional por estas tierras fue a ver a la adivina. A su regreso, un amigo mío, Víctor Ronquillo, le hizo una entrevista que apareció en enero de 1990 en la revista mexicana Plural. Ya había caído el muro de Berlín, pero Benedetti puso todo su empeño en aclarar un equívoco, un mal entendido. No era cierto que la Europa del Este fuera a pasar del socialismo al capitalismo. Se trataba solo de depurar el socialismo, de mejorar las relaciones entre gobernantes y gobernados, de generar el nivel de libertad que está en la esencia del socialismo. Pocos meses después la Unión Soviética se iba al garete. Y Benedetti afirmando que era dentro de los países capitalistas donde había mucho que perestroikar y mucho que glasnostar.

            Pero me estoy apartando del tema. No creo que se le pueda culpar a Baba Vanga de esa profecía fallida, sino a la ceguera ideológica del bueno de Benedetti. Ludmila Zhivkova tuvo un grave accidente de tráfico en 1973. Fue entonces cuando conoció a Baba Vanga, a la que creía deber su salvación. Luego, en 1975, su papá la nombra ministra de Cultura.

            Hizo una labor importante en los pocos años que le quedaban de vida. Ella sabía que iba a morir antes de cumplir los cuarenta. Se lo había dicho Baba Vanga. También que cincuenta años después resucitaría y sería la salvadora de la humanidad, la única capaz de impedir que pereciera en una catástrofe nuclear. Por cierto, la guerra de Ucrania también la predijo Baba Vanga. Y no dijo quién la iba a ganar, pero sí quién la iba a perder: Europa. Pero esa es otra historia.

            El cuerpo de Lyudmila debía ser conservado intacto para que pudiera resucitar. Este palacio —y aquí está el secreto que pocos saben— es la gran pirámide de Keops de Lyudmila. Se comenzó a construir en 1978, se inauguró en 1981, conmemorando los mil trescientos años de la nación búlgara. Ese mismo año murió Lyudmila. La encontraron muerta en el baño de su casa. Oficialmente se habló de muerte natural, pero los rumores se inclinaban por el suicidio o por un asesinato organizado por la Unión Soviética, que temía que sucediera a su padre y que sus ideas fantasiosas alejaran a la fiel Bulgaria de la órbita rusa.

El entierro fue apoteósico, todo el país se echó a la calle. Nunca se vio nada igual. Pero el ataúd que enterraron en el cementerio central de Sofía está vacío. Oficialmente, el Palacio de Cultura, además de las ocho plantas, tiene otras tres bajo tierra, pero hay una más. En ella, perfectamente conservado y criogenizado, se encuentra el cuerpo de Ludmila.

Ya sabe usted que las pirámides se construían como un laberinto que impidiera a los saqueadores el acceso a la Sala que conservaba el cuerpo del faraón. Este inmenso palacio es también un Laberinto. Todos los años se pierde alguien en sus recovecos de salas y pasillos y escaleras que no se sabe si ascienden o descienden, incluso hubo quien falleció antes de que se le encontrara. Luis Alberto de Cuenca me contó que una vez, hace ya casi veinte años, estuvo más de una hora extraviado antes de conseguir llegar a la terraza donde le esperaban para leer poemas. ¿Dice que usted leyó con él ese día? Pues ya sabe a qué me refiero.

Este lugar, el club Peroto, es lo único amable en todo este inmenso catafalco. ¿Sabía usted que abre veinticuatro horas al día y siete días a la semana? Y, como ve, hay libros por todas partes, hasta la barra del bar está formada por libros. Siempre que vuelva por Sofía, si quiere encontrarme, lo mejor es que se dé una vuelta por aquí. Y si el tiempo y la salud lo permiten aquí espero estar el 21 de julio de 2031.

¿Cómo será la resurrección de ¿Ludmila? ¿Aparecerá resplandeciente de luz como Cristo al abandonar el ¿Sepulcro? ¿Será el comienzo de la paz universal, el hombre dejará de ser un ¿Lobo para el hombre?

Es broma, señor García Martín, es broma. No me pona esa cara, no me tome por un loco. Ahí abajo está Lyudmila y hay un grupo de secretos conjurados que cuidan de su cuerpo hasta que se cumpla el medio siglo de la profecía. Lo que pasará después, nadie lo sabe, pero yo tengo mis dudas de que esa santa comunista sea capaz de arreglar el mundo. Me temo que no tiene arreglo. Y ahora permítame que pida otro whisky. ¿No se anima a acompañarme en un brindis por Baba y Lyudmila?