sábado, 1 de julio de 2023

Otros mundos: El secreto de Sofía

 


¿Cree usted en los ovnis, señor García Martín? Me imagino que no. ¡Alguien que presume tanto de lo bien que razona! Y, sin embargo, está en uno. Bueno, no exactamente.

            Déjeme que Le explique. Sabrá que este Palacio Nacional de Cultura antes llevaba el nombre de Lyudmila Zhivkova, que fue quien tuvo la idea de construirlo cuando era ministra de Cultura. Han quitado el nombre, pero ella todavía sigue aquí. Y de dos maneras. Una muy evidente. La gigantesca estatua dorada que abre los brazos en el vestíbulo para acoger a la humanidad es ella, aunque ahora le quieran dar distintos significados alegóricos, que si la Patria, que si la Libertad, que si qué sé yo. Es ella. Tenga la curiosidad de comparar su rostro con el de las fotografías de la hija del dictador, Todor Zhivkov.

             La otra manera en que está aquí esperando la resurrección ya se la explicaré, tenga un poco de paciencia. Cuando encargó este edificio, entre las indicaciones que dio al arquitecto, no recuerdo ahora cómo se llama, estaba un dibujo, un garabato que a ella le había pasado Baba Ganga. No ha oído usted hablar de Baba Vanga? Pues sin ella no se entiende la Bulgaria del siglo XX, y no solo.

            Era una mujer que tenía el don de la curación y la profecía. De niña, una niña hija de campesinos analfabetos, nacida en un remoto pueblo que entonces pertenecía aún al imperio otomano y que luego fue disputado por búlgaros, serbios y macedonios, fue abducida por una nave extraterrestre. Lo que recordaba de aquella nave lo plasmó en el dibujo que, muchos años después, le entregó a Lyudmila para que le sirviera de modelo para el inmenso palacio que debía construir como garantía de su regreso a las estrellas. Por eso le he dicho a usted que estaba en un ovni. De algún modo este Palacio Nacional de Cultura es como un inmenso ovni posado en lo alto del bulevar Vitosha.

            No todos creen lo de la abducción, por supuesto. Otros hablan de un tornado que la arrebató por los aires y la arrojó lejos en un despoblado. Lo cierto es que, como consecuencia de ello, perdió casi por completo la vista y a la vez se volvió clarividente. Curaba las más diversas enfermedades con hierbas que recogía en el campo y a la vez adivinaba el porvenir. Vivió muchos años, hasta 1996, y sus profecías, las que ya se han cumplido y las que se van cumpliendo, están recogidas en varios volúmenes.

            Claro que no todas fueron acertadas, aunque quizá eso se deba a que se interpretaron mal. Baba Vanga a veces hablaba muy claro y a veces era como la Sibila de Cumas, tan nebulosa que lo que decía lo mismo podía entenderse en un sentido que en el contrario. Y no crea usted que venían a verla solo campesinos y gente iletrada. Incluso jefes de Estado, sobre todo del bloque socialista, recurrían a ella. También intelectuales. El patinazo de Mario Benedetti se debió a una mala interpretación de sus palabras. A finales de los ochenta, asustado por la deriva de la perestroika, durante un viaje promocional por estas tierras fue a ver a la adivina. A su regreso, un amigo mío, Víctor Ronquillo, le hizo una entrevista que apareció en enero de 1990 en la revista mexicana Plural. Ya había caído el muro de Berlín, pero Benedetti puso todo su empeño en aclarar un equívoco, un mal entendido. No era cierto que la Europa del Este fuera a pasar del socialismo al capitalismo. Se trataba solo de depurar el socialismo, de mejorar las relaciones entre gobernantes y gobernados, de generar el nivel de libertad que está en la esencia del socialismo. Pocos meses después la Unión Soviética se iba al garete. Y Benedetti afirmando que era dentro de los países capitalistas donde había mucho que perestroikar y mucho que glasnostar.

            Pero me estoy apartando del tema. No creo que se le pueda culpar a Baba Vanga de esa profecía fallida, sino a la ceguera ideológica del bueno de Benedetti. Ludmila Zhivkova tuvo un grave accidente de tráfico en 1973. Fue entonces cuando conoció a Baba Vanga, a la que creía deber su salvación. Luego, en 1975, su papá la nombra ministra de Cultura.

            Hizo una labor importante en los pocos años que le quedaban de vida. Ella sabía que iba a morir antes de cumplir los cuarenta. Se lo había dicho Baba Vanga. También que cincuenta años después resucitaría y sería la salvadora de la humanidad, la única capaz de impedir que pereciera en una catástrofe nuclear. Por cierto, la guerra de Ucrania también la predijo Baba Vanga. Y no dijo quién la iba a ganar, pero sí quién la iba a perder: Europa. Pero esa es otra historia.

            El cuerpo de Lyudmila debía ser conservado intacto para que pudiera resucitar. Este palacio —y aquí está el secreto que pocos saben— es la gran pirámide de Keops de Lyudmila. Se comenzó a construir en 1978, se inauguró en 1981, conmemorando los mil trescientos años de la nación búlgara. Ese mismo año murió Lyudmila. La encontraron muerta en el baño de su casa. Oficialmente se habló de muerte natural, pero los rumores se inclinaban por el suicidio o por un asesinato organizado por la Unión Soviética, que temía que sucediera a su padre y que sus ideas fantasiosas alejaran a la fiel Bulgaria de la órbita rusa.

El entierro fue apoteósico, todo el país se echó a la calle. Nunca se vio nada igual. Pero el ataúd que enterraron en el cementerio central de Sofía está vacío. Oficialmente, el Palacio de Cultura, además de las ocho plantas, tiene otras tres bajo tierra, pero hay una más. En ella, perfectamente conservado y criogenizado, se encuentra el cuerpo de Ludmila.

Ya sabe usted que las pirámides se construían como un laberinto que impidiera a los saqueadores el acceso a la Sala que conservaba el cuerpo del faraón. Este inmenso palacio es también un Laberinto. Todos los años se pierde alguien en sus recovecos de salas y pasillos y escaleras que no se sabe si ascienden o descienden, incluso hubo quien falleció antes de que se le encontrara. Luis Alberto de Cuenca me contó que una vez, hace ya casi veinte años, estuvo más de una hora extraviado antes de conseguir llegar a la terraza donde le esperaban para leer poemas. ¿Dice que usted leyó con él ese día? Pues ya sabe a qué me refiero.

Este lugar, el club Peroto, es lo único amable en todo este inmenso catafalco. ¿Sabía usted que abre veinticuatro horas al día y siete días a la semana? Y, como ve, hay libros por todas partes, hasta la barra del bar está formada por libros. Siempre que vuelva por Sofía, si quiere encontrarme, lo mejor es que se dé una vuelta por aquí. Y si el tiempo y la salud lo permiten aquí espero estar el 21 de julio de 2031.

¿Cómo será la resurrección de ¿Ludmila? ¿Aparecerá resplandeciente de luz como Cristo al abandonar el ¿Sepulcro? ¿Será el comienzo de la paz universal, el hombre dejará de ser un ¿Lobo para el hombre?

Es broma, señor García Martín, es broma. No me pona esa cara, no me tome por un loco. Ahí abajo está Lyudmila y hay un grupo de secretos conjurados que cuidan de su cuerpo hasta que se cumpla el medio siglo de la profecía. Lo que pasará después, nadie lo sabe, pero yo tengo mis dudas de que esa santa comunista sea capaz de arreglar el mundo. Me temo que no tiene arreglo. Y ahora permítame que pida otro whisky. ¿No se anima a acompañarme en un brindis por Baba y Lyudmila?




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