--A Miguel Ángel Asturias le conocí a principios de los setenta, cuando yo viajaba
con frecuencia a Madrid para entrevistarme con Lauro Olmo, a quien pensaba
dedicar la tesis doctoral. Pilar Enciso, la mujer de Lauro, era muy amiga de
los Asturias. El escritor colaboraba entonces en el ABC, por intermedio de
Anson, a quien nada le fascinaba más que llevar escritores de izquierda a su
suplemento cultural, y si premios Nobel, pues qué te voy a contar. Pero eran
artículos escritos con desgana, que interesaban poco. Miguel Ángel Asturias
había estado en Rumanía, donde había sido tratado por la famosa doctora Aslan,
y lo pagó escribiendo un libro laudatorio sobre el país y su conducator. Se
había vuelto a casar con una mujer más joven y lo que entonces más le
preocupaba era no poder cumplir. Yo le pedía que me hablara de sus años
jóvenes, cuando había estado en París y conocido a Miguel de Unamuno. Y él me respondía
con su voz soñolienta, como quien cuenta un cuento repetido muchas veces.
(Tras recorrer con unos amigos la
senda de la Peridiella, que parte del santuario de la Virgen de la Cueva y
discurre junto al río La Marea, me había sentado en el bar Venecia, en
Infiesto, a hojear el libro Conversaciones con Miguel Ángel Asturias que
acababa de comprar en una librería de saldo. Se acercó a saludarme un amigo que
hacía años que no veía, Antonio Fernández, profesor unos años en Oviedo y luego
en Murcia. Había conocido al escritor.)
--A poco de llegar yo a París –le contaba
Miguel Ángel Asturias--, donde me matriculé como estudiante en La Sorbona,
apareció don Miguel de Unamuno, tras escapar de modo muy novelero de su
destierro en Fuerteventura. Durante un tiempo fue el hombre del día. Su foto y
sus declaraciones aparecían en todos los periódicos. Él trataba de llevar una
vida muy semejante a la que hacía en Salamanca y daba grandes paseos y todas
las tardes tenía su tertulia en un café. Su preferido era La Rotonde. En cuanto
nos enteramos, un grupo de estudiantes hispanoamericanos fuimos allí para escucharle.
Nos sentábamos en una mesa cercana y no perdíamos palabra. Era el único que
hablaba. Los otros exiliados le escuchaban en silencio. Con frecuencia
despotricaba contra el ganso real, que era como llamaba a Primo de Rivera, y a
nosotros nos hacía mucha gracia que dijera Suspensorio, en lugar de Directorio.
Al rey y a su madre también los ponía de vuelta y media. Un día sus ojos, que
siempre parecían mirar a ninguna parte, se fijaron en mí. Estuvo un rato en
silencio y yo, que soy bastante tímido, me puse a temblar. "Usted es de
Nicaragua, hijo mío, ¿no es cierto? Y tiene sangre indígena como el gran Rubén,
el autor de esos cantos de vida y esperanza que ahora tanto necesitamos", me
dijo. "Soy de Guatemala, maestro, y tengo sangre maya en las venas. Ahora estoy
traduciendo, con la ayuda del profesor George Raynaud, el Popol Vuh de
los indios quichés". Todos me miraban y yo enrojecí, pero seguí hablando: "A
Rubén Darío tuve la suerte de conocerlo personalmente. A finales de 1915, había
llegado enfermo a Estados Unidos. Unos admiradores suyos convencieron al
dictador Estrada Cabrera para que le invitara a Guatemala. Lo alojaron en el
hotel más lujoso que había entonces y, enterados de ello, decidimos unos
cuantos estudiantes de bachillerato ir a visitarle. Preguntamos por él en
recepción y el conserje nos dijo que seguramente estaría en el bar. Y allí
estaba, recostado en una especie de diván. Nos acercamos sin atrevernos a
decirle nada. Él nos miraba con cierto temor. Creía que veníamos a reprocharle
que hubiera aceptado la invitación de Estrada Cabrera, el aborrecido dictador, al
que la juventud empezaba a perder el miedo. Por fin, uno de mis compañeros pudo
hablar y decirle cuánto le admirábamos. Rubén sonrió, se sentó, pidió otro
coñac y nos contó que ya había estado en Guatemala al comienzo de su juventud,
entornó los ojos y nos encandiló largo rato con su verbo florido". Unamuno
seguía mirándome sin decir nada, todos me miraban, y yo me sentí aterrado, sin
comprender cómo me había atrevido a hablar tanto. Hubo un incómodo silencio y
luego Unamuno comenzó a recitar: "Horas de pesadumbre y de tristeza / paso en
mi soledad. Pero Cervantes / es buen amigo, endulzas mis instantes / ásperos y
reposa mi cabeza". Tras el soneto de Rubén Darío, se puso a hablar de
Cervantes. No me atreví a volver a La Rotonde las tardes siguientes, pero acabé
volviendo y fue testigo de una escena como de cine mudo que pudo haber acabado
en tragedia. Una tarde entró una mujer elegante, oronda, como de unos cincuenta
años. Se sentó en una esquina, algo apartada, pero yo me di cuenta de que no
dejaba de mirar a Unamuno con ojos febriles, de loca, que me asustaron un poco.
Nadie más pareció darse cuenta de su presencia. Y entonces la vi sacar un
pequeño revólver nacarado que parecía una joya. Jugueteó un momento con él y
luego apuntó a Unamuno. Yo quedé tan sorprendido que ni siquiera fui capaz de
gritar. Pero ella lo bajó de inmediato, lo guardó en su bolso y salió del local
tropezando con las mesas. Entonces la vio Unamuno y por la cara que puso supe
que la conocía y que no era precisamente de su agrado. Y claro que la conocía.
Se trataba, luego lo supe, de Delfina Molina, una profesora argentina que le
escribía largas cartas de amor desde hacía décadas. No se conocían personalmente,
pero cuando él fue desterrado a Fuerteventura se presentó sorpresivamente en la
Isla para Liberarle. Luego le siguió hasta París, se le ofreció, le ofreció
dinero, le acosó de todas las maneras posibles. Unamuno la despreció
públicamente en Cómo se escribe una novela. La llamó "pobre mujer de
letras" que a su lado quería buscar emociones y vivir las aventuras de las
películas. Delfina, que era algo más que una pobre mujer, a pesar de haber sido
convertida en la rechifla de todos, siguió enamorada de él hasta su muerte. En
la última carta que le escribió, en 1936, le decía: "Cuídate, alma mía, piensa
que estoy sola, lejos de ti, y piensa en lo que tú representas en mi vida". No
era una pobre mujer, fue la primera doctora en Químicas de Argentina, escribió
ensayos, libros de poemas, una autobiografía. Yo la conocí en 1958, cuando ya
era muy mayor, en mi casa de la Avenida del Libertador, en Buenos Aires. Le
recordé aquel momento en que sacó su revólver y estuvo a punto de asesinar a
Unamuno. "Nunca tuve revólver", me dijo. "Y de matar a alguien me habría matado
yo, no al amor de mi vida", añadió. Yo ahora pienso que Delfina fue la
protagonista de la gran novela que Unamuno no se atrevió a escribir, la que
habría sido su obra maestra. Como el protagonista de Niebla, que fue a
su despacho a suplicarle que le dejara seguir con vida, Delfina fue a ver a
Unamuno a Fuerteventura para suplicarle que escribiera la novela de su amor,
que la dejara vivir para siempre sus páginas. Era un personaje en busca de
autor y su historia una de las más conmovedoras que hayan existido nunca, más
que la de Julieta, Beatriz o la monja portuguesa. Se puso en contacto con
Unamuno para pedirle bibliografía porque preparaba una tesis sobre él. También
Blanca, cuando yo más perdido estaba, me contactó por el mimo motivo. Pero yo,
en eso más inteligente que el maestro, no la dejé marchar. El amor pasaba por
mi puerta, y dos veces no pasa.
José Luis, tú también has tenido tus Delfinas y tus Delfines. No seas tan humilde.
ResponderEliminarAbelardo, Abelardo, tengo muchos defectos, pero no todos, no exageres. De humilde tengo poco.
ResponderEliminar¿La historia la inventa M.A. Asturias o Antonio Fernández con quien topas en Infiesto?
ResponderEliminarDisculpa que no te lea con atención. Demasiados objetos indirectos.
Resulta increíble
Disculpa que lo que escribo requiera un lector atento.
EliminarPues atento. No me creo nada de la historia del revólver.
ResponderEliminarAntes, hace unos años, la comunicación era epistolar. ¿Amor de esa mujer a Unamuno?
Tampoco me lo creo.
Por eso.
El único enamorado de Unamuno era Miguel de Unamuno, y lo citas y citas. Date una vuelta por Ortega.
ResponderEliminarQué atrevida es la ignorancia.
ResponderEliminarMás atrevida es la erudición que no conlleva sabiduría. La imagen de Unamuno que tengo, y no soy el único, es esa, y la saboreo.
ResponderEliminarY es sobre la reseña, puedo creer a Antonio, al que no creo es a M.A. Asturias.
ResponderEliminarUna persona en busca de personaje, Esta Delfina es como José Luis. Que yo no sé si tiene quien no le escriba.
ResponderEliminarBueno, no es una reseña. (Últimamente no me sale Crisis de papel en Google, en algo hay que matar el tiempo.)
ResponderEliminarPunto antes de paréntesis .
No, coño con esta gente. Uno me contó que escucho, etc
ResponderEliminar