Fui a Sevilla para presentar un libro y acabé
resolviendo un asesinato de hace más de cien años. A la presentación
asistieron, si no cuatro, poco más de una docena de gatos, pero todos buenos amigos
–si es que se puede ser del todo amigo de alguien que no distingue entre amigos
y enemigos a la hora de los zarpazos--, algunos desde hace ya medio siglo y
otros del tiempo de las redes sociales, a varios de los cuales veía en vivo y
en directo y por primera vez.
Al
día siguiente, visité a Abelardo Linares en su nave de la calle Buganvilla, en
Valentina de la Concepción, muy cerca de las ruinas de Itálica y del monasterio
de San Isidoro del Campo, donde un puñado de frailes, encabezados por Casiodoro de Reina, el traductor de la Biblia del Oso, trataron de encontrar bajo la
Costra del Católica la verdad del cristianismo. La sede de la editorial
Renacimiento es por fuera una anodina nave industrial que no se distingue de
las otras que forman una calle que no hace honor a su nombre; por dentro, es un
galeón galáctico cargado de maravillas, una inagotable cueva de Aladino.
Mientras
hacíamos tiempo para ir a comer, Abelardo fue mostrándome lo que pudo conseguir
en una reciente subasta cernudiana: los libros que el poeta se dedicaba a sí
mismo ("A Luis, ya que solo nuestro dolor sabe"), los que le dedicaban a él sus
compañeros del 27, el retrato de Serafín Ferro –de quien estuvo tan
doloridamente enamorado-- pintado por Ramón Gaya... Pero a mí ahora, aunque
sigo siendo sensible a esos fetichismos, lo que más me interesa son las
colecciones de viejos periódicos y revistas. Mientras Abelardo se pone ante el
ordenador a seguir con su búsqueda obsesiva de colaboraciones de Chaves Nogales
dispersas por las hemerotecas del mundo, yo hojeo los tomos de Ahora publicados durante la guerra, cuando el diario fue expropiado por los
trabajadores. Al principio, todavía sigue con su espléndida colaboración
literaria, pero pronto hazañas bélicas y desastres bélicos ocupan todas las
menguantes páginas.
Entre los números sueltos de periódicos amontonados en una esquina, encuentro un ABC con el "Recuadro de Vicenta Verdier", en que Azorín evoca un crimen sin resolver que tuvo lugar allá por 1907. Ocurrió en la calle Tudescos y se hizo tan famoso como el de la calle de Fuencarral que tuvo a Galdós como excepcional cronista. Me sorprende al releerlo ahora –ya lo conocía del libro Los recuadros-- que en uno y otro crimen aparece la figura de José Millán Astray, el padre del fundador de la Legión. En 1888, cuando el crimen de Fuencarral, era el director de la prisión de Madrid, donde estaba encerrado José Vázquez Varela, el hijo de la mujer asesinada, Luciana Barcino, y al que señaló como asesino Higinia Balaguer, la criada, a la que acabarían ejecutando en garrote vil. El hijo, conocido como el Pollo Varela, un vivalavirgen aficionado al juego, a la bebida y a las mujeres, no podía haber asesinado a su madre, que se negaba a darle más dinero, porque estaba en la cárcel. Pero pronto se descubrió que Millán Astray tenía la costumbre de dejar salir a internos amigos con los que compartía francachelas. Tiempo después, Vázquez Varela tiraría por un balcón de la calle de la Montera a una prostituta. Le cayeron catorce años de cárcel, que no sé si llegaría a cumplir; a las buenas gentes seguro que les parecería mucha pena por tan poca cosa.
Vicenta Verdier no era una prostituta, pero vivía sola, había tenido un amante que se casó con otra y ahora recibía, con más o menos discreción, a distintos caballeros. También se la veía con cierta frecuencia en cafés de mucha fama y dudosa reputación, como el Fornos. Tal como nos la cuenta Azorín, su muerte fue el perfecto crimen en una habitación cerrada: "Una tarde de julio, a primera hora, apareció en el balcón dando gritos de espanto. Acudió la gente y forzaron la puerta: Vicenta yacía degollada al pie de la cama; en el suelo se veía una medalla de la Virgen del Pilar; junto a Vicenta velaba una perrita: no ladraba. En la cocina había un barreño con agua sanguinolenta: el criminal se había lavado las manos. La puerta estaba cerrada por dentro. Una ventana que daba al tejado no era camino para la fuga; habría sido necesario saltar sobre la calle para ganar el tejado de enfrente".
Intrigó
mucho aquel crimen. Un periodista famoso, Mariano de Cavia, propuso que se
escribiera a Conan Doyle para ver si podía hacer que Sherlock Holmes se diera
una vuelta por Madrid. Lo que yo no sabía es que esa petición –formulada en una
de sus famosas "Chácharas", luego reunidas en un volumen de Renacimiento--, se
llevó a cabo. Un redactor de ABC escribió
al novelista y este respondió.
La
supuesta estancia de Sherlock Holmes en el Madrid de 1907 podría haber dado
lugar para uno de esos artículos de Azorín que mezclan ficción y ensayo. En un
diálogo entre Feijoo y Moratín, le hace decir al primero: "Mira este librete en
castellano que me acaban de enviar de Inglaterra. Es de un invencionero
peregrino que se llama Arturo Conan Doyle".
Sherlock
Holmes no vino a Madrid a comienzos del siglo pasado, pero sí resolvió el
crimen de la calle Tudescos. "Elemental, querido Azorín", le habría dicho tras
leer su información sobre el crimen: "La portera de la casa, que antes era
locuaz, se ha vuelto muda. Un distinguido caballero a quien se le interrogó
–con promesa de secreto-- dijo que él había venido tres o cuatro veces, por la
noche, a ver a Vicenta. No se insistió, dada la respetabilidad del caballero".
--Elemental
querido Azorín. Insístase con la portera, véase si ha recibido algún
sustancioso donativo, si a un hijo suyo le han conmutado inesperadamente la
pena o se ha librado de quintas. El "distinguido caballero" subió a ver a
Vicenta; discutieron; no sabemos la causa; quizá él quiso terminar la relación
y ella amenazó con hacerla pública; no sabemos. Ella se sintió amenazada y
salió gritando al balcón; volvió a entrar; nadie hizo demasiado caso; la
violencia contra las mujeres por parte de sus parejas era algo habitual. Esta
vez él sufrió un acceso de ira y la apuñaló, o quizá todo lo hizo fríamente,
porque luego se lavó cuidadosamente las manos, abrió la ventana, revolvió el
cuarto para que se pensara en un ladrón y bajó a hablar con la portera. En su
cuchitril se quedó escondido hasta que ella subió, descubrió el cadáver, gritó,
se arremolinaron los vecinos. Cuando no había nadie en el portal, salió
tranquilamente y se fue a casa.
Y
esto son suposiciones mías, sino del propio Sherlock Holmes según la carta que
Conan Doyle escribió al periodista de ABC.
Esa carta –traducida al español-- llegó a estar compuesta para ser publicada,
pero alguien la retiró en el último momento. Yo encuentro las galeradas en el
lugar más inesperado: una novela de Pedro de Lorenzo, Diario de la mañana.
--¿Cuánto
quieres por este libro, Abelardo?
--Te
lo regalo.
Por lo que en esas memorias cuenta, sería vetado Pedro
de Lorenzo en el periódico que había llegado a dirigir. A lápiz, en una esquina
de las amarillentas galeradas, alguien ha escrito el nombre de un militar que encabezaría
un golpe de Estado.
Cometedor un crimen perfecto en aquella España era relativamente fácil, bastaba con que la victima fuera una mujer de ligeras costumbres y el asesino un "distinguido caballero". No me extraña que Sherlock Holmes no quisiera desplazarse a Madrid para un asunto que podía resolver sin moverse de su sillón.
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