La
crítica literaria es un deporte de riesgo. O al menos eso dicen. La verdad es
que yo, en casi medio siglo que llevo practicándola, apenas si había tenido
incidentes de importancia hasta hace unos días durante una lectura poética en
las Caldas, en que llegué a temer por mi vida.
Una vez me invitaron a un congreso
literario y un amigo me advirtió muy serio: "Ni se te ocurra asistir. Te puede
pasar lo que en la novela de Agatha Christie Asesinato en el Orient Express, que aparezcas muerto en tu habitación y la mitad de los asistentes –a los
que has ridiculizado en tus reseñas y diarios-- tengan algo que ver". Y fui y
no pasó nada en aquel encuentro en Verines, salvo algunas caras largas.
Otra vez, en el Palacio de Oriente,
haciendo antesala para una de esas comidas con el rey con motivo del premio
Cervantes, veo que se dirige hacia mí Juan Manuel Bonet. Sonrío y voy a alargar
la mano para saludarle cuando, ya muy cerca de mí, tras mirarme fríamente, se
da la vuelta. Lo comento extrañado con Enrique García-Máiquez, que me acompaña,
y él me responde: "A lo mejor no le ha sentado bien lo que has escrito sobre su
antología de poesía ultraísta; decías que era un acrítico centón en el que
metía todos los poemas vanguardistas que encontraba sin importarle lo malos que
fueran".
Recuerdo otra ocasión en que me
alojaron en el mismo hotel que Antonio Gamoneda, quien había ido a Madrid a
recibir el Cervantes, unos días después de que le concedieran otro premio, el
reina Sofía. En el salón de desayunos, cuando yo bajé, no había nadie. Estoy
disfrutando tranquilamente de mi croissant y de mi café con leche cuando veo
que entra un señor mayor. Llena su bandeja y, con todas las mesas libres, viene
a sentarse precisamente en la mía, aunque al otro extremo. Es Gamoneda, pero
hago como que no le reconozco y sigo con mi desayuno. Entra entonces una mujer
que, al verlo, se acerca a él con grandes aspavientos. "¡Don Antonio! ¡Qué
alegría poder saludarle! Yo estoy preparando una tesis sobre su poesía. Antes
me dedicaba a Leopardi, pero Francisco Rico me aconsejó que le estudiara a
usted". Cuando la profesora se fue, me pareció que ya no podía seguir fingiendo
que no le conocía y que debía saludarle. A fin de cuentas habíamos coincidido
en algún jurado y compartido alguna comida. "Buenos días. No sé si me recuerda
usted...", dije tímidamente. Y él entonces me miró triunfal y me soltó en voz muy
alta la frase que sin duda traía preparada: "Sé de sobra quién es usted, pero
no tengo ningún interés en hablar con usted". Sonreí y seguí desayunando
tranquilamente. "Ya tengo algo que contar", me dije.
Cosas así me han pasado algunas más,
pero no creo que de ello se pueda deducir que la crítica literaria es un
deporte de riesgo. Para lo que no sirve, si se practica con un mínimo de
profesionalidad, es para hacer amigos. Pero puede ser muy útil para
promocionarse y eso es algo que todos los poetas jóvenes –y no tan jóvenes--
con ganas de escalar rápido saben muy bien. Algún veto que otro sí que te
ganas, como cuando yo le puse reparos –la puse un poco en ridículo, en
realidad—a una novela sobre Pessoa de cierto autor asturiano y él se vengó haciendo
que no me invitaran a los actos literarios que organizaba la Fundación
Municipal que dirigía.
Nada grave, al menos hasta ahora.
Anécdotas para reírse un rato en la tertulia. Pero empiezo a comprender que un
poeta, si recibe una herida en su vanidad, puede convertirse en un animal
peligroso.
Unos días antes del encuentro
poético annual que debería celebrarse en Valdediós, pero que tuvo lugar en las
Caldas porque un clérigo con mando en plaza que sintió que se ponía en duda su
autoridad nos expulsó del monasterio, recibí un anónimo. No era el primero. En
mi ya no corta vida, he tenido ocasión de recibir algunos. No todos amenazantes
e insultantes. También hubo declaraciones amorosas, aunque esté mal que yo lo
diga. Nunca les di demasiada importancia, pero este me último me asustó un
poco. Supuraba rencor. Y amenazaba de muerte.
En el idílico jardín de las Caldas,
a poco de llegar, mientras saludaba a unos y a otros, entreví al fondo una
mirada rencorosa. Aquel tipo me resultaba vagamente familiar. No sé por qué lo
relacioné de inmediato con el autor del anónimo. Tenía un rictus como de
asesino psicópata en una película de serie B. De pronto caí en la cuenta de
quién podía ser, alguien que había pasado hace algún tiempo por la tertulia, me
había llevado unos versos, me había pedido mi opinión sobre una novela que
tenía inédita. No valían gran cosa ni los primeros ni la segunda. Pero fui
amable en mis observaciones, siempre lo soy con los principiantes. Tras unos
pocos viernes, dejó de asistir a la tertulia y yo me olvidé de él, ni siquiera
recuerdo su nombre.
No se acercó a saludarme, pero daba
vueltas en torno mío. A los poetas que iban a leer y a mí que los presentaba
nos sentaron en unas sillas frente al público. Tuve un presentimiento, me volví
y allí estaba muy cerca. Temí que me atacara por detrás –ves demasiadas
películas, me dije-- y pasé todo el acto de pie, yendo de un lado para otro con
el pretexto de hacer fotos.
Volvía a Oviedo en el coche de un
amigo y nos lo cruzamos en el estrecho camino que lleva desde la casa de Martín
Caicoya donde se celebraba el recital hasta la carretera. Me miró y con una
mano hizo el gesto de apuntarme con una pistola y disparar. "¿Habéis visto
eso?", dije yo asustado, pero mis acompañantes iban hablando de sus cosas y no
se habían dado cuenta de nada.
Temí que apareciera en el Chelsea
donde hicimos un rato de tertulia, como todos los viernes. Afortunadamente no
fue así y yo me tranquilicé un poco. Acompañé a unos amigos hasta su hotel, cerca
de mi casa. "Un día largo", me dije al quedarme solo. Y fue entonces, sacaba ya
la llave para abrir el portal, cuando me percaté de aquella negra sombra que
estaba allí, esperándome.
--Tengo que hablar con usted. ¿Puedo subir?
--Perdón, he olvidado una cosa, dije
y escapé raudo hacia la cafetería de la esquina.
--¿Tienes miedo?, le oí
decir mientras venía tras de mí. En la cafetería me tranquilicé un poco. Además
del camarero, quedaban algunos clientes.
--¿Quién es usted? ¿Qué quiere?
--De sobra sabes quién soy... Me jodiste la vida.
--No le recuerdo, la verdad. Y haga
el favor de dejarme en paz o llamo a la policía.
--¿Por qué no salimos fuera y
solucionamos esto a hostias?
Me di cuenta entonces de que estaba algo
bebido. Pidió a gritos un whisky; yo, un agua mineral. Se lo bebió de un trago
y se puso a llorar desconsoladamente.
--Perdona, perdona, perdona. Me
rompiste el corazón.
Caí entonces en la cuenta de que quizá no era quien yo pensaba, el poetastro que había zaherido en la tertulia.
Quizá tampoco había escrito el anónimo amenazante, sino otros anónimos
anteriores.
Me escabullí rápidamente y no hizo
ademán de seguirme. Pasé la noche temiendo que hiciera sonar el timbre. Al salir oí que decía: "Cualquier día de estos
te mato o me mato". Confío en que sea una de esas ideas que desaparecen cuando
pasa la borrachera. Hasta hoy no he vuelto a saber de él.
No es la crítica literaria un
deporte de riesgo, pero sí la vida, cualquier vida, incluso la de alguien tan
rutinario y poco aventurero como yo.
José Luis, lo de las declaraciones de amor que te hacen me lo creo, pero lo otro...
ResponderEliminarQué poca credibilidad la mía!
ResponderEliminarYo lo hubiera invitado a subir a casa , así, en plan farol de póker jaajaja
ResponderEliminarTen cuidado con tus amistades.
ResponderEliminarMe temo que también ellas deben tenerlo conmigo.
EliminarEl dueño de alguna cafetería. "Me jodiste la vida"...cuatro horas con un café y si vienen los amigotes el local ocupado con un café, otro compartido, varios vasos de agua.. Dando voces.
ResponderEliminarSeguro