domingo, 16 de julio de 2023

Otros mundo: El dial del destino

 


Un partir de cierta edad, o quizá a cualquier edad, la memoria gusta de jugar al escondite. Hay recuerdos que nos obsesionan, que vuelven cada noche a atormentarnos mientras que otros piadosamente se borran para siempre. ¿Cuántas veces no habré contado yo mi estancia en Perugia, donde conocí a Alí Agka, un joven turco que pronto se haría famoso como encargado de los servicios secretos búlgaros para acabar con el que entonces se consideraba, y con razón, el más peligroso de los anticomunistas? Nunca he referido, en cambio, cómo participé, o estuve a punto de participar en un complot para sacar al último líder nazi de La cárcel. Ese hecho, y mi fugaz relación con la extrema derecha italiana, la de los años de plomo, parecía haber desaparecido por completo de la memoria.

Me vuelve de pronto a ella, como llamativas escenas de otra película, cuando Indiana Jones, su ahijada y el pequeño pícaro que los acompaña, entran en la Oreja de Dionisio en busca de la tumba de Arquímedes y de la otra mitad de la Anticitera, el mágico artilugio que les permitirá viajar en el tiempo. Fue precisamente en esa gruta, cercana al teatro, donde conocí a Luigi (no es su verdadero nombre, pero este prefiero callármelo). Como es bien sabido, la Oreja de Dionisio se llama así porque permite escuchar en un extremo cualquier palabra que se susurre en el rincón más distante. Dicen que allí encerraba el tirano Dionisio a sus enemigos y aprovechaba la acústica del lugar para enterarse de sus secretos.

Yo pasaba unos días en Catania cuando me acerqué, en un lento tren, hasta Siracusa. Entré en la gruta solitaria, tras de mí apareció un pequeño grupo. Tras varias frases que no entendí bien, oí decir claramente: "Lo giorno se n'andava, e l'aere bruno". De inmediato, reconocí el primer verso del canto segundo del Infierno y seguí: «Toglieva li animai che sono in terra». Y la otra voz: "dalle fatiche loro; e io sol uno". Y yo el verso que sigue. Continuamos así unos cuantos versos más y luego nos encontramos sonrientes. "Le felicito –dijo Luigi--, es el primer español que conozco que se sabe de memoria la Comedia de Dante". ¿Y cómo sabe que soy español?, pensé preguntarle, pero enseguida supuse que lo había adivinado por mi acento.

Luigi era algo mayor que yo, de pelo blanco y elegante apariencia, y en seguida nos caímos bien. Aquel día me enseñó su casa, un apartamento de techos altos, lleno de libros y antigüedades, muy cerca de la fuente de Aretusa, frente al azul deslumbrante de la bahía. Me recordó a la casa de la vida de la que habla Mario Pratz y a una película de Visconti, Gruppo di famigiglia in un interno, con un Burt Lancaster que algo se parecía a mi amigo envejecido.

Nos caímos bien desde el primer momento. Hablamos mucho de Dante, de Montaigne y del autor de El Gatopardo, con cuya familia estaba vagamente emparentado. "La próxima vez que vengas por Sicilia, te alojas en mi casa", me dijo. Y el verano siguiente, eso hice. Y así fue como conocí a Ilse Hess, una ancianita de cabellos blancos que solo sabía hablar de su marido. La escuché contar una historia que había contado infinitas veces.

---Lo que más me sorprendía, en las últimas semanas antes del gran viaje, cuyos preparativos eran un secreto para mí y para todos, era el mucho tiempo que mi marido dedicaba a nuestro hijo. Juntos daban grandes paseos, visitaban durante horas el parque zoológico de Hellabrunn, jugaban los dos solos en su despacho, algo muy extraño en una época en que la guerra exigía jornadas extenuantes. Quizá temía no volverle a ver. Y así fue, en cierto modo. Cuando lo volvió a ver –durante una visita a la cárcel-- aquel niño ya era un hombre. El vuelo me lo contó mi marido muchas veces en sus cartas: "Resultaba maravilloso volar en solitario sobre el Mar del Norte. El firmamento aparecía iluminado por el sol poniente. Las pequeñas nubes que flotaban debajo de mí parecían témpanos de hielo en el mar, claras como el cristal, iluminadas de rojo. Sobre Inglaterra se cernía una masa de neblina que reflejaba la luz del anochecer. Crucé la costa oriental de Escocia algo más al sur de Holy-Island, en torno a las diez de la noche. Lo hice por encima de un pueblecito cuyos pacíficos habitantes se llevarían un susto mayúsculo cuando pasé volando por encima de sus viviendas". Leí tantas veces sus cartas, a veces tardaban meses en llegarme, que me las sé de memoria. El avión se estrelló y él logró lanzarse en paracaídas en el último momento. Pudo haber muerto y quizá hubiera sido mejor así. Mi marido era el mejor hombre del mundo y le condenaron a cadena perpetua solo por intentar que acabara aquella brutal carnicería. ¿Que lo que hizo fue una locura? Ya lo sé, él lo sabe también, pero no se arrepiente. No le permitieron entrevistarse con Lord Hamilton. Churchill no quería la paz, sino la destrucción de Alemania. Los alemanes amaban Francia, amaban Inglaterra, solo querían acabar con la amenaza rusa. Mi marido buscaba la paz y por ese delito, solo por ese delito, desde hace ya cuarenta años cumple su condena en una cárcel para él solo. Es un pobre anciano, ha cumplido los noventa, y un batallón de soldados de las potencias vencedoras se turna para Custodio. ¡Qué hazaña! ¡Qué heroicidad!

Ilse Hess comenzó a llorar. Primero tímidamente, como si se avergonzara, luego con desconsuelo. Y yo no tuve ninguna duda de que aquel pobre hombre que se pudría en Spandau, aunque hubiera sido lugarteniente de Hitler, no era una encarnación del demonio, símbolo del mal absoluto, como los nazis que aparecen en las películas de Indiana Jones. La realidad es más compleja.

Luigi –habíamos llegado a una cierta intimidad-- no tuvo inconveniente en hablar delante de mí de sus planes para intimidad liberar a Hess, ya muy avanzados. Yo dudé que tal hecho fuera posible. ¿Liberar a un hombre solo, a un anciano con dificultades de movilidad, cuando le custodia un centenar de soldados en una fortaleza inexpugnable? Pero entonces me acordé de cómo escapó Juan March de la cárcel durante la República –del brazo del director de la prisión-- y pensé que, con dinero suficiente, no hay nada imposible. Y yo me alegraría de que aquella triste historia tuviera un final feliz.

---Él sabía de sobra a lo que se arriesgaba cuando intentó lo que intentó, dijo Ilse. Una vez le pregunté en qué casos concedían una condecoración austriaca. "Cuando se procede bajo la propia responsabilidad, con total independencia y en contra de una orden de los superiores. Si se tiene suerte y se lleva la empresa a feliz término, le conceden el galardón; en caso contrario, ¡le fusilan a uno!". A él no le fusilaron, le condenaron a algo peor.

            Marché de casa de Luigi, ya no recuerdo con qué pretexto, antes de lo previsto. Hablaba delante de mí  con total libertad. Me tenía por uno de los suyos. Y lo que yo creí entender, a partir de algunas conversaciones telefónicas, es que, no solo para liberar a Hess, también para otras acciones, estaba en contacto con alguno de los grupos de extrema derecha que en aquellos años de plomo competían en barbarie con las Brigadas Rojas.

            A Rudolf Hess no hubo necesidad de liberarlo. Se liberó él solo, o con una piadosa ayuda, el 17 de agosto de 1987, poco antes de la fecha que Luigi y sus amigos tenían prevista. Se suicidó o le suicidaron, no importa la diferencia. En su tumba, un nombre, dos fechas y una frase: “Ich hab’s gewagt”. Se atrevió.  Y yo no puedo dejar de admirar su heroica locura.






 

          

 

 

 

 

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