Un
partir de cierta edad, o quizá a cualquier edad, la memoria gusta de jugar al
escondite. Hay recuerdos que nos obsesionan, que vuelven cada noche a
atormentarnos mientras que otros piadosamente se borran para siempre. ¿Cuántas
veces no habré contado yo mi estancia en Perugia, donde conocí a Alí Agka, un
joven turco que pronto se haría famoso como encargado de los servicios secretos
búlgaros para acabar con el que entonces se consideraba, y con razón, el más
peligroso de los anticomunistas? Nunca he referido, en cambio, cómo participé,
o estuve a punto de participar en un complot para sacar al último líder nazi de
La cárcel. Ese hecho, y mi fugaz relación con la extrema derecha italiana, la
de los años de plomo, parecía haber desaparecido por completo de la memoria.
Me vuelve de pronto a ella, como
llamativas escenas de otra película, cuando Indiana Jones, su ahijada y el
pequeño pícaro que los acompaña, entran en la Oreja de Dionisio en busca de la
tumba de Arquímedes y de la otra mitad de la Anticitera, el mágico artilugio
que les permitirá viajar en el tiempo. Fue precisamente en esa gruta, cercana
al teatro, donde conocí a Luigi (no es su verdadero nombre, pero este prefiero
callármelo). Como es bien sabido, la Oreja de Dionisio se llama así porque permite
escuchar en un extremo cualquier palabra que se susurre en el rincón más
distante. Dicen que allí encerraba el tirano Dionisio a sus enemigos y
aprovechaba la acústica del lugar para enterarse de sus secretos.
Yo pasaba unos días en Catania cuando
me acerqué, en un lento tren, hasta Siracusa. Entré en la gruta solitaria, tras
de mí apareció un pequeño grupo. Tras varias frases que no entendí bien, oí
decir claramente: "Lo giorno se n'andava, e l'aere bruno". De inmediato,
reconocí el primer verso del canto segundo del Infierno y seguí:
«Toglieva li animai che sono in terra». Y la otra voz: "dalle fatiche loro; e
io sol uno". Y yo el verso que sigue. Continuamos así unos cuantos versos más y
luego nos encontramos sonrientes. "Le felicito –dijo Luigi--, es el primer
español que conozco que se sabe de memoria la Comedia de Dante". ¿Y cómo
sabe que soy español?, pensé preguntarle, pero enseguida supuse que lo había
adivinado por mi acento.
Luigi era algo mayor que yo, de pelo
blanco y elegante apariencia, y en seguida nos caímos bien. Aquel día me enseñó
su casa, un apartamento de techos altos, lleno de libros y antigüedades, muy
cerca de la fuente de Aretusa, frente al azul deslumbrante de la bahía. Me recordó
a la casa de la vida de la que habla Mario Pratz y a una película de Visconti, Gruppo
di famigiglia in un interno, con un Burt Lancaster que algo se parecía a mi
amigo envejecido.
Nos caímos bien desde el primer
momento. Hablamos mucho de Dante, de Montaigne y del autor de El Gatopardo,
con cuya familia estaba vagamente emparentado. "La próxima vez que vengas por
Sicilia, te alojas en mi casa", me dijo. Y el verano siguiente, eso hice. Y así
fue como conocí a Ilse Hess, una ancianita de cabellos blancos que solo sabía
hablar de su marido. La escuché contar una historia que había contado infinitas
veces.
---Lo que más me sorprendía, en las
últimas semanas antes del gran viaje, cuyos preparativos eran un secreto para
mí y para todos, era el mucho tiempo que mi marido dedicaba a nuestro hijo. Juntos
daban grandes paseos, visitaban durante horas el parque zoológico de
Hellabrunn, jugaban los dos solos en su despacho, algo muy extraño en una época
en que la guerra exigía jornadas extenuantes. Quizá temía no volverle a ver. Y así
fue, en cierto modo. Cuando lo volvió a ver –durante una visita a la cárcel-- aquel
niño ya era un hombre. El vuelo me lo contó mi marido muchas veces en sus
cartas: "Resultaba maravilloso volar en solitario sobre el Mar del Norte. El
firmamento aparecía iluminado por el sol poniente. Las pequeñas nubes que
flotaban debajo de mí parecían témpanos de hielo en el mar, claras como el
cristal, iluminadas de rojo. Sobre Inglaterra se cernía una masa de neblina que
reflejaba la luz del anochecer. Crucé la costa oriental de Escocia algo más al
sur de Holy-Island, en torno a las diez de la noche. Lo hice por encima de un
pueblecito cuyos pacíficos habitantes se llevarían un susto mayúsculo cuando
pasé volando por encima de sus viviendas". Leí tantas veces sus cartas, a veces
tardaban meses en llegarme, que me las sé de memoria. El avión se estrelló y él
logró lanzarse en paracaídas en el último momento. Pudo haber muerto y quizá
hubiera sido mejor así. Mi marido era el mejor hombre del mundo y le condenaron
a cadena perpetua solo por intentar que acabara aquella brutal carnicería. ¿Que
lo que hizo fue una locura? Ya lo sé, él lo sabe también, pero no se
arrepiente. No le permitieron entrevistarse con Lord Hamilton. Churchill no
quería la paz, sino la destrucción de Alemania. Los alemanes amaban Francia,
amaban Inglaterra, solo querían acabar con la amenaza rusa. Mi marido buscaba
la paz y por ese delito, solo por ese delito, desde hace ya cuarenta años cumple
su condena en una cárcel para él solo. Es un pobre anciano, ha cumplido los noventa,
y un batallón de soldados de las potencias vencedoras se turna para
Custodio. ¡Qué hazaña! ¡Qué heroicidad!
Ilse Hess comenzó a llorar. Primero
tímidamente, como si se avergonzara, luego con desconsuelo. Y yo no tuve
ninguna duda de que aquel pobre hombre que se pudría en Spandau, aunque hubiera
sido lugarteniente de Hitler, no era una encarnación del demonio, símbolo del
mal absoluto, como los nazis que aparecen en las películas de Indiana Jones. La
realidad es más compleja.
Luigi –habíamos llegado a una cierta
intimidad-- no tuvo inconveniente en hablar delante de mí de sus planes para intimidad
liberar a Hess, ya muy avanzados. Yo dudé que tal hecho fuera posible. ¿Liberar
a un hombre solo, a un anciano con dificultades de movilidad, cuando le
custodia un centenar de soldados en una fortaleza inexpugnable? Pero entonces
me acordé de cómo escapó Juan March de la cárcel durante la República –del
brazo del director de la prisión-- y pensé que, con dinero suficiente, no hay
nada imposible. Y yo me alegraría de que aquella triste historia tuviera un
final feliz.
---Él sabía de sobra a lo que se
arriesgaba cuando intentó lo que intentó, dijo Ilse. Una vez le pregunté en qué
casos concedían una condecoración austriaca. "Cuando se procede bajo la propia
responsabilidad, con total independencia y en contra de una orden de los
superiores. Si se tiene suerte y se lleva la empresa a feliz término, le
conceden el galardón; en caso contrario, ¡le fusilan a uno!". A él no le
fusilaron, le condenaron a algo peor.
Marché de casa de Luigi, ya no
recuerdo con qué pretexto, antes de lo previsto. Hablaba delante de mí con total libertad. Me tenía por uno de los
suyos. Y lo que yo creí entender, a partir de algunas conversaciones
telefónicas, es que, no solo para liberar a Hess, también para otras acciones,
estaba en contacto con alguno de los grupos de extrema derecha que en aquellos
años de plomo competían en barbarie con las Brigadas Rojas.
A Rudolf Hess no hubo necesidad de
liberarlo. Se liberó él solo, o con una piadosa ayuda, el 17 de agosto de 1987,
poco antes de la fecha que Luigi y sus amigos tenían prevista. Se suicidó o le
suicidaron, no importa la diferencia. En su tumba, un nombre, dos fechas y una
frase: “Ich hab’s gewagt”. Se atrevió. Y
yo no puedo dejar de admirar su heroica locura.
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