Recordé bien sus precisas indicaciones: “Tome
un taxi en Genève. Díga que le lleve hasta Meyren-Saint Denis, Grozet. En
realidad, no es necesario llegar a Grozet. A la izquierda antes de llegar se
abre el camino a La Pièce. Mi casa está pegada a otra con conejos y un perro. Se
reconoce por una especie de gallinero delante de mi ventana para proteger a mis
gatos. Enfrente hay un tilo. Aquí la única distracción es un camino para pasear
y los senderos de montaña”. Y charlar con ella, claro.
La
primera vez que José Ángel Valente llegó hasta La Pièce comenzaron a hablar a
media tarde, anocheció, llegó la madrugada y seguían hablando. Para ambos fue
una revelación, un encantamiento. El Ángel del Señor se había aparecido a
María.
Para
saber de mi vida, siempre me ha interesado curiosear otras vidas. En Ginebra,
alojado en un hotel cercano a la estación de Cornavin, me entretengo en seguir
los pasos de un escritor admirado y detestado, como quien sigue las huellas de
una vida que pudo haber sido la suya.
Era
muy consciente de su grandeza. Por eso procuró guardar hasta el más mínimo
papelito que tuviera que ver con él, incluso sacaba copia de las cartas que
enviaba, no fuera a ser que los destinatarios las perdieran. Todo ese material,
donado a una universidad española, cuidadosamente custodiado por Claudio
Rodríguez Fer, me permite a mí ahora seguir sus pasos en el espacio y en el
tiempo.
Borges,
que también vivió y murió aquí, consideraba Ginebra “uno de los lugares más
propicios a la felicidad”. Para Valente era de un insoportable color gris, “que
el lago inmóvil multiplica”. Nunca encontró en ella “reposo ni morada”, aunque
fuera su lugar de residencia durante casi treinta años.
Quizá
tampoco Borges fue feliz los años adolescentes que vivió cerca de la Iglesia
rusa y estudió en el Collège Calvin: tímido, miope, tartamudo, sufrió la burla
de sus condiscípulos. Pero la memoria mitifica y todo lo envuelve en luz
dorada. Luego vendrían las gratas estancias con María Kodama y los reencuentros de antiguos compañeros con los
que compartir viejos latines, elucubrar sobre la Kabala, rememorar un tiempo
tan remoto ya, para decirlo con una expresión que le era grata, “como el paso
de Aquiles por los Andes”.
Las
ciudades pequeñas hacen las mentes pequeñas. Y todas eran pequeñas en el
cerrado mundo del franquismo. Venirse a vivir a Ginebra fue para Valente una
manera de librarse de aquella asfixia. No era solo la heredera puritana de
Calvino, la capital de “las pálidas usuras”, sino un lugar abierto al mundo.
Allí
colaboró con los emigrantes gallegos y asturianos, con los resistentes
antifranquistas, se puso en contacto con el exilio republicano, especialmente
con Alberto Jiménez Fraud, que se convirtió en su mentor, y con María Zambrano,
que tenía tanto de maga o de bruja como de filósofa.
Cuando
murió, en lugar de la habitual necrología, le dedicó un cruel cuento en verso
disfrazado de artículo: “Bramaban en los altos de la granja / perdida en las
faldas del Jura / treinta gatos de libertad privados. / Almas forzadas a feroz
condena / que las hermanas iban convirtiendo en gato / cuando en su mágico
recinto entraban. / Círculos, chales, largas / boquillas de otro tiempo, / imantados
recuerdos de las grandes metrópolis: / Roma, París, La Habana. / Era necesario
defenderse, llevar / un amuleto para neutralizar el negro / poder de los
conjuros”.
El
amuleto que a Valente le salvó del hechizo, y le cambió para siempre la vida,
se llamaba Coral. Yo tomo un taxi en Ginebra, como la filósofa recomendaba, y
me acerco hasta el lugar de los encantamientos, con el recorte del diario en
que apareció aquella historia de fantasmas: “Aquí en el Jura estaba, aquí
estuvo, la granja de las dos hermanas, el gran tilo sagrado de la entrada, el
campo donde heráldica crecía la cicuta. Ahora ya están muertas las dos o
desaparecidas, las dos hermanas que eran una sola, Araceli, María; María,
Araceli”.
Araceli
sedujo a un oficial de la Gestapo para tratar de salvar a su marido, detenido
en Francia y ejecutado en España. Inútilmente. Luego, perdida la razón, veía
nazis por todas partes. Mataba a sus gatos para evitar que cayeran en manos de
los alemanes: “La granja se llenaba de infinitos maullidos. Cada vez que un
gato prisionero huía a la libertad, Araceli gemía largamente y agotaba una
botella de whisky”. Poco antes de morir, en 1972, le dijo a su hermana: “María,
desenróscate, que te prendes de mí como una serpiente. ¡Déjame morir!”
Sigo
las huellas de quien no fui, de quien quise ser. En Ginebra, Valente vivió
rodeado de mujeres fascinadas que le ayudaban en todo, que estaban siempre a su
servicio. Una de ellas era Vicenta del Valle, “a la que llamaba Vicentiña y que
se convertiría en un miembro más de la familia”, cuenta Rodríguez Fer; cuidaba de sus hijos; cuando había una visita
especial preparaba en su propia casa una paella que se hizo célebre;
transcribía a máquina los textos literarios y las cartas personales del poeta,
además claro de realizar su propio trabajo en la Organización Mundial de la
Salud. Otra, la principal, María Zambrano, casi un personaje de novela gótica,
Minerva con largas uñas luciferinas. Todo ese círculo de mujeres que le
adoraban, incluida su propia mujer, desapareció cuando apareció el amor, el
loco amor, el que pone el mundo boca abajo, un día de 1974, exactamente el 9 de
mayo.
Pero
los dioses venden, y a buen precio, cuanto dan. “Compra-se a glória com
desgraça”, escribió Pessoa. Los años de gloria de Valente, los de continuos
homenajes y despectivas declaraciones para sus compañeros de generación,
estuvieron acompañados de triviales, o no tan triviales, miserias de las que él
se ocupó en dejar minuciosa constancia documental.
“Las
ciudades pequeñas hacen las mentes pequeñas” me repito a menudo. Si eso fuera
verdad, ninguna más pequeña que la mía. Solo he vivido en Aldeanueva del
Camino, Avilés y Oviedo. O quizá no, quizá solo he vivido en una biblioteca y
por eso me he convertido en un ladrón de vidas.
Vuelvo
a Ginebra y pienso en lo que habría sido mi vida si hubiera tenido valor para
salir al mundo, para ser lo que me habría gustado ser.
Siempre
he pensado, pero nunca se lo diría a nadie (no conviene tirar piedras contra el
propio tejado), que a escribir se dedica el que no sirve para otra cosa. Lo que
yo habría querido ser, en primer lugar, es matemático. Siempre me ha seducido
el pensamiento abstracto, la capacidad del razonamiento deductivo para, a
partir de unos pocos axiomas, crear mundos inagotablemente rigurosos que no son
de este mundo. Las matemáticas crean otra realidad imaginaria, que no sabe de
imperfecciones, y sin embargo acaban convirtiéndose en la más precisa
herramienta para entender y transformar la realidad. Tal vez no soy más que un
matemático frustrado.
O
un político frustrado. Se habla mucho, negativamente, de “la soledad del
poder”. Pero a mí ambas cosas me atraen: la soledad y el poder. En broma he
dicho que el único cargo político para el que me considero capacitado es para
el de dictador. Como siempre que hablo en broma, no estoy seguro de que hable
en broma.
Pilar
Gutiérrez Sampedro, a quien sus amigos llamaban Coral, tenía treinta y cuatro
años cuando se encontró con Valente. Este nunca se arrepintió de aquel
encuentro, que le volvió la vida del revés, que le trajo tanta felicidad y
tanto dolor a él y a los que más le querían. “La infelicidad de mi familia me
produce angustia. ¿Hice yo todo lo necesario para que fueran felices?”,
escribió en su diario póstumo el 19 de diciembre de 1980.
Con
Coral me encontré solo una vez. En Barcelona, cuando fue a recoger el Premio Nacional
que le dieron a Valente por sus Fragmentos
para un libro futuro, el mejor de sus libros. Pero con sus
equivalentes –masculinos o femeninos– me encontré más de una vez, siete para
ser exactos, y siempre dijo no.
Quizá
solo uno de ellos era el amor verdadero, pero todos lo parecían y, por si
acaso, de todos escapé en el último momento. Siempre he soñado con cambiar de
vida, pero nunca me ha gustado que me cambien la vida.
Tras
los pasos de Valente, voy hasta Collonges-sous-Salève. Allí sus huellas se
cruzan con las de Azaña, otra de mis posibles vidas. A este rincón de la Alta
Saboya llegó con frío y nieve un día de febrero. A la puerta de la casa en que
iba a alojarse, tres niños, los hijos de su mejor amigo, Rivas Cherif,
“orgullosamente vestidos con sus uniformes de la Guardia Presidencial, se
cuadraron al descender del coche el Presidente”. Que muy poco después, tras
firmar el escrito de dimisión, dejó de serlo.
Desde
Collonges-sous-Salève, allá por 1978, me escribió Valente algunas cartas. La
poco diplomática manera de expresar sus opiniones me hizo sonreír. En eso sí
que nos parecíamos: “Ángel González siempre ha sido bueno. No hay en esta
información ni un átomo de ironía. Recuerdo de la época de las publicaciones
relativamente clandestinas que cambió alguna vez su nombre en Serafín González.
Sí, Ángel siempre ha sido seráfico. Yo no conozco la antología de Hernández, a
quien rogué que tuviera la bondad de excluirme de ella. Si Ángel González
establece allí una relación filial con Celaya, será la del hijo piadoso con
respecto de la madre viuda, locuaz y tonta. Qué deriva hacia las madres
oligofrénicas. Vea usted al irreparable Rafael Alberti”.
Desde
que lo leí por primera vez, se me ha quedado en la memoria un poema de Luis
Rosales que habla de un náufrago metódico – a mí a metódico no me gana nadie–
que cuenta o sé si las horas o las olas que le bastan para morir y afirma que
ha vivido con la inútil prudencia de “un caballo de cartón en el baño” y que
jamás se ha equivocado en nada, “salvo en las cosas que más quería”.
Yo
me he empeñado en ser siempre razonable y sin duda lo he sido, lo sigo siendo.
Pienso ahora que me equivocado en muy pocas cosas, solo en las dos o tres que
de verdad importan.