No deben de haberse escrito muchas novelas eróticas cuyos
personajes sean todos reales y el autor ficticio. Es lo que ocurre con Cinco lobitos tiene la loba de María Pía
de la Roza. La novela se publicó en 1984 y narra un crucero por el Mediterráneo.
El prólogo lo firma Víctor Botas: “¿Cómo, pues, no va a sentirse uno atraído
por ese mar profético en cuyos abismos reposa, rodeado de diosecillos y de
sirenas, de flexibles delfines y de orgullosos vasos de murrina, la memoria del
mundo? Los asiduos de Óliver no íbamoa a ser una excepción. Y menos aún cuando
nos dimos cuenta de que la Suerte propicia se encargaba de ponernos las cosas
como a Fernando VII: el clamoroso éxito comercial de nuestra revista nos
permitía –balance en mano– medir con pie devoto las ilustres riberas
prodigiosas del Mediterráneo, mojar nuestros resecos traseros invernales en el
verde piafante de sus ondas y descubrir remotas genealogías en repentinos ojos
topados a la vuelta de cualquier esquina blanqueada”.
La tertulia
Óliver había comenzado a funcionar a finales de 1980, en una cafetería de ese
nombre que ya no existe, como ya no existen tantas otras cosas de entonces –la
Unión Soviética, el Muro de Berlín– que por aquellas fechas parecían eternos.
En seguida comenzamos a publicar una revista con apariencia de artesanal fanzine. Eran los años de la movida y al
releer ahora aquellos cuadernos compruebo que están escritos con una libertad y
una irresponsabilidad hace tiempo perdidas. El cine del primer Almodóvar no
resulta muy ajeno a aquella desaforada estética. Todos creemos ir a nuestro
aire y siempre acabamos bailando al aire de nuestro tiempo.
Las
peripecias eróticas de Cinco lobitos,
que entonces nos hacían tanta gracia, hoy me resultan incómodas (en especial
mis inverecundas andanzas tangerinas) y, discretamente, he procurado, como Juan
Ramón, eliminar cuantos ejemplares de la novela he ido encontrado.
Pero hay un
capítulo que todavía me agrada releer. Es el dedicado a Capri. Víctor Botas nos
guía por los lugares que conservan la huella de Tiberio. En Villa Iovis, “no
dejó de contarnos anécdotas, algunas sabrosísimas, de la vida y andanzas del
viejo César solitario. Se le notaba embelesado con todo aquello, yendo de acá
para allá absolutamente ajeno al calor y al cansancio que la penosa ascensión
sin duda tuvo que producirle”. Por un momento, María Pía de la Roza se olvida
de ridiculizar nuestras peripecias eróticas.
Nada hay en
la realidad que no haya sido antes un sueño, escribió Salinas y yo he repetido
más de una vez. Los recuerdos de aquel viaje a Capri, que no existió nunca, se
entremezclan ahora con los de otro viaje, veinte años después, acompañado de
varios amigos de la tertulia. Seguìamos los pasos del César Gónzález-Ruano de
los años treinta, cuando incluso llegó a conocer a Axel Munthe: “Era un gigante
como hecho de niebla melancólica. Un gigante que ya estaba ciego. Me recibió en
el jardín y después me llevó a su torreón. Tenía un verdadero museo, pero
muchas de sus antigüedades eran más que sospechosas”.
Botas
estaba obsesionado con un delicioso ser
femenino del que había hablado Ruano. En la Grotta Azzurra y en otros
afamados lugares de Capri, nunca se había encontrado nada interesante: “En
cambio, el primer día que entré en una tiendecita del centro de Capri, tuve,
por ejemplo, la oportunidad de ver un delicioso ser femenino que cambiaba sus
ropas por un traje de marinero. Me la presentaron por la tarde en el bar
Quisisana”.
El hotel
Quisisana, a medio camino entre la piazzeta y los jardines de Augusto, de los
que parte la serpenteante y casi vertical via Krupp, sigue siendo un lugar
propicio para la aparición de seres que no parecen de este mundo. Puedo dar fe
de ello.
Pero
estamos en los ochenta y la tertulia Óliver se ejercita en escribir
descacharrantes vidas de santos, sin apenas añadir nada a los delirios
misóginos y a los ejercicios de áspera bondage
de la Leyenda áurea. Mi preferida es
la vida de Santa Tais, que quizá no habría desdeñado firmar el Aretino.
Hay también
lugar para la sátira de costumbres literarias y por las páginas de los
cuadernos aparecen, con nombre y apellidos, poetisas y poetisos varios retratados
con fidelidad de fotomatón, aunque parecen proceder de los espejos del Callejón
del Gato.
Afortunadamente,
entonces no era posible la difusión viral de Internet y así pudimos
ejercitarnos en la sátira y el humor sin barreras. Traducimos por primera vez
los versos de Antonio Becadelli, el Panormita, y los Carmina Priapea y los sonetos eróticos de Il vaso de Pandora: “Esta mañana estaba en cama un poco / triste,
desnudo como vine al mundo…”. Y hasta aquí puedo leer.
En Lira última, de Fanny Rucio –no
confundir con cierta profesora jiennse de nombre similar–, parodiamos la poesía
última, de Antonio Carvajal a Blanca Andreu (“Desnuda ante el umbral” se titula
su colaboración). Pero lo más curioso es que el prólogo y el epílogo –de un hoy
olvidado poeta manchego el primero, de un todavía recordado premio Nóbel el
segundo– son auténticos y lo más ridículo del conjunto: “¿Por qué, pues, estos
jóvenes se levantan, imperan, hacen sus signos, nacen como el sol por el
horizonte?”.
Mi pieza
favorita en Lira última sigue siendo la sonatina que Miguel d’Ors le
dedica a Lech Walesa, el entonces afamado líder de Solidaridad: “¡Pobrecita
Walesa de los ojos azules! / Está presa en sus oros, está presa en sus tules. /
en la jaula de oro del socialismo real; / el socialismo altivo que vigilan los
guardas, / que custodian cien rusos con sus cien alabardas, / un lebrel que no
duerme y un misil colosal”.
Con el
título de Viernes Santos se publicó
un diario de la tertulia en 1985. Eran los años del primer felipismo y en esas
páginas queda un paródico recuerdo de las polémicas de entonces. Cuenta el
cronista, Luis Salas, que cierto viernes escasamente concurrido yo afirmé irónico:
“Al gobierno socialista se le podrá criticar mucho, pero lo que no se puede
decir es que no dé una a derechas, porque las da todas”. Fue como apretar un
resorte, señala el fiel cronista, ese es un tema en el que Víctor Botas no
admite bromas: “En exaltado monólogo cayeron sobre nosotros la OTAN, los ochocientos mil puestos de trabajo,
las pifias de Boyer, el martirologio de Ruíz Mateos (el hombre más grande que
ha dado España desde Isabel la Católica), la manipulación televisiva, el crimen
del aborto, la falta de libertades, la necesidad de un golpe de timón, etc,
etc”.
Me gustan
los diarios porque son la huella del tiempo perdido sin las manipulaciones de
la memoria. Sigo leyendo a Luis Salas y me reconozco en ese personaje tan
aficionado a sacar a los demás de sus casillas: “Todo el café nos miraba,
porque los gritos de Botas se oían hasta en el Campo de San Francisco y un
servidor no sabía dónde esconderse de vergüenza. Martín, en cambio, cuando el
energuménico vociferar daba muestras de apaciguarse, le proporcionaba nuevos
bríos con una frasecita insidiosa”.
Años
ochenta, la tertulia imaginada en los solitarios días de Jugar con fuego se hace realidad en una cafetería de la ovetense
avenida de Galicia. Se hablaba de todo, sobre todo de mujeres y de política (mi
preferido era el segundo tema), y había tiempo para la traducción, no solo del
inglés o del portugués, también del griego o del chino (recuerdo aquel dístico de
Estratón de Sardes: “Si te he ofendido con un beso, págame / con la misma
moneda: bésame también tú”), y para discutir sobre la nueva literatura en
asturiano que por entonces algunos de los contertulios, como Antón García o
Xuan Bello, estaban contribuyendo decisivamente a crear.
No todos
los viajes que se narran en estos cuadernillos fueron fantaseados: “Hastiados
de convencionales periplos eróticos, del fasto de ciudades legendarias
–Venecia, Roma, Dakar, Ispahan, Upsala Salzburgo–, los contertulios de Óliver
han decidido (por una vez y sin que sirva de precedente) recorrer
minuciosamente su ciudad en el prosaico autobús, y luego contarlo –para deleite
del lector– en este cuadernillo”.
Aquel viaje
en autobús tuvo lugar en 1985, hace ahora treinta años. ¿Qué ha sido de los
viajeros de entonces? Carlos González Espina, que narró el trayecto
Colloto-Plaza de Occidente, sigue con sus labores de esforzado editor y
benemérito bibliotecario a merced, como Borges, de los cambios de humor
municipales; Luis Salas (Lugones-Residencia) se trasladó a Noruega y desde allí
sigue cultivando, en varias lenguas, la literatura sicalíptica; Víctor Botas
(Pando-San Claudio) se mudó a vivir, como es bien sabido, a la historia de la
literatura; al fotógrafo Juan Hevia (Oviedo-Trubia) le hemos perdido la pista;
Eduardo Errasti (Otero-Lavapiés) fue pronto expulsado, por motivos que no hacen
al caso, y por ahí sigue demostrando que hay vida fuera de la tertulia;
Felicísimo Blanco (Marqués de Pidal-Naranco) es otro desaparecido, parece que
se dedica a la vida contemplativa en un pueblo de Valladolid.
Antes del
invento de la Semana Negra, ya cultivamos el género en la tertulia. Besos negros (negros como el carbón)
pretendía ser “el intrigante comienzo de una saga que saca a la luz algunos de
los más turbios vericuetos de la España de las autonomías”. No tuvo continuación.
Ni tampoco consecuencias las transparentes claves sobre algún que otro villano muy amigo de mi entonces tan admirado
Alfonso Guerra. Pero hubo anónimos amenazantes y un episodio de novela negra:
un día, a la puerta de mi casa –acababa de mudarme a la calle Murillo– me
encontré una caja de zapatos envuelta en el suplemento cultural de un
periódico y dentro una sanguinolenta
cabeza de conejo. Pero no fue por nuestras denuncias de la corrupción sino
porque, comentando una exposición en el Fontán, yo dije que “la poesía visual
era la pintura de los que no sabían pintar, la escultura de los que no sabían
esculpir y la escritura de los que no sabían escribir”. Uno de aquellos
anónimos ya ha muerto. Los otros todavía andan con sus exposiciones y recitales
por ahí. Aún no me han perdonado y yo debo seguir mirando debajo del coche
antes de ponerlo en marcha.
Desaparecieron
los cuadernos Óliver a finales de los ochenta, cuando otra generación literaria
–Pelayo Fueyo, José Luis Piquero, Javier Almuzara, Lorenzo Oliván, Marcos
Tramón– llega a la tertulia. Eran tiempos menos subversivoa y debían reflejarse
en otras publicaciones: Escrito en el
agua, Reloj de arena. Y luego seguirían llegando nuevas promociones, hasta
la actual, la de Anáfora. Es preciso
que algo cambie para que todo, o por lo menos yo, siga igual.
Mucho
parodiamos, en los viejos cuadernos mecanografiados y fotocopiados, a los
premios Príncipe de Asturias, otra de las creaciones de aquella década que
todavía felizmente sobrevive. Incluso llegué a declarar en una entrevista que
solo aceptaría ese premio cuando lo entregara el hijo mayor del presidente de
la República. Y ahora, en cambio…
Habría que
citar, una vez más, el poema “Reunión de antiguos camaradas”, de José Emilio
Pacheco: “Ya somos todo aquello / contra lo que luchamos a los veinte años”.
Ahí está la clave José Luis: "Me gustan los diarios porque son la huella del tiempo perdido sin las manipulaciones de la memoria", en tu caso, la crónica palpitante de intimidad inmediata y cálida, una realidad doméstica que siempre persigues en tu literatura
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