Un día de febrero de 1969, cumplidos ya los setenta años,
hacia las diez de la mañana, Jorge Luis Borges se encontraba sentado en un
banco frente al río Charles en Cambridge (Massachusetts). Miraba las aguas del
río y recordaba a Heráclito. Al otro lado del banco se sentó un joven y se puso
a canturrear en voz baja. Reconoció el acentoy no pudo por menos de
preguntarle: “Disculpe, ¿usted es oriental o argentino?”
––Argentino,
pero desde el 14 vivo en Ginebra.
––¿En el
número 17 de la calle Malagnou, frente a la iglesia rusa?
El Jorge
Luis Borges de setenta años había reconocido al Jorge Luis Borges de medio
siglo atrás, cuando vivía en Ginebra y trataba de escribir un libro de versos
revolucionarios titulado Los himnos rojos.
Luego lo contó en un cuento como si se tratara de un sueño, pero siempre
insistió en que aquel encuentro había sido realidad.
En mi caso
también fue realidad, no un sueño. Caminaba yo por la calle Rivero, como cada
sábado, cuando al pasar por delante de Gráficas Careaga recordé que allí se
había impreso la revista Jugar con fuego y
me vi saliendo emocionado un día de julio
de hace cuarenta años con los primeros ejemplares del número uno.
Era el año
1975, faltaban pocos meses para que muriera Franco. Yo trabajaba, estudiaba,
había conocido los sótanos de la Dirección General de Seguridad y la séptima
galería de Carabanchel, por razones propias de aquellos tiempos, nada
deshonrosas para mí; no tenía amigos con quienes hablar de literatura, aunque
ya había publicado un libro y mantenía asidua correspondencia con diversos
poetas o aprendices de poeta.
Pero era un
joven solitario al que nada le habría gustado más que formar parte de un grupo
de jóvenes de su edad con los que discutir, intercambiar poemas, tratar de
transformar el mundo. Y como no lo encontraba me lo inventé. Aquel primer
número de la revista, con el que ahora me veo salir ilusionado de Gráficas
Careaga, en la calle Rivero, estaba redactado íntegramente por mí. Yo era Pedro
Tordasens, que escribía sonetos postistas, y Alfonso Sanz Echevarría (“Solo amo
palabras / que nada significan: / luz, amor, todavía”) y el italiano Luigi
Durutti, del que yo aparecía como traductor, y Bernardo Delgado, que firmaba
las reseñas finales. Ahora todo eso nos resulta familiar, nos suena a Fernando
Pessoa, pero yo entonces ni siquiera había oído hablar de Pessoa. Sí había
leído a Antonio Machado, a quien casi me sabía entero de memoria, y seguramente
algo habían tenido que ver en mi invención sus apócrifos. Bernardo Delgado era
un crítico marxista y su análisis de Ensayo
de una despedida terminaba con un reproche que Francisco Brines nunca me
perdonaría: “Terminada la relectura del volumen, la impresión, muy subjetiva,
del crítico es la de haber estado respirando en un cuarto de aire demasiado
enrarecido. Dan ganas de abrir las ventanas para que entre el aire de la
historia y purifique el ambiente”. Admirando los versos, encontraba en ellos
“un cierto refinamiento burgués que, de espaldas al mundo, sufre de males en
gran medida imaginarios”.
No era lo
que yo pensaba, sino Bernardo Delgado, un poeta entonces social, que también
encontraba, hablando de Jenaro Talens, el mimetismo gratuito de “la fiebre
experimentalista que a partir de los últimos años sesenta le ha entrado a
nuestros escritores”.
La
redacción de Jugar con fuego estaba
en el número 99 de la calle Rivero, que todavía sigue siendo mi casa, aunque
ahora solo la habiten fantasmas. En ella encuentro la colección completa de la
revista, no sé si existirá alguna más, y la hojeo como quien se mira a un
espejo y se topa con un desconocido.
Los versos
de todas aquellas ficciones mías me interesan poco, pero las reseñas me parece
que todavía conservan algún valor. Entonces era yo mejor crítico que poeta,
como parece propio de quien tenía más experiencia de los libros que de la vida.
No falta quien piensa, y quizá con razón, que sigue ocurriendo lo mismo. “Las
tres voces de Ángel González”, firmado por Bernardo Delgado, todavía sigue apareciendo
en las bibliografías del poeta.
En el
número tres de la revista aparece una primera entrega de mi diario, atribuida a
Luigi Durutti. Todavía me reconozco en alguna de esas anotaciones, aunque el
joven ingenuo con el que me he vuelto a tropezar, después de cuarenta años, en
la calle Rivero se sentía más viejo de lo que me siento ahora: “Vivir a la
espera de lo que no llegará jamás, nostálgicos de lo que no ha existido nunca”.
Una serie
de breves poemas, firmados con mi nombre, llevaban como título un verso de Gil
de Biedma y ese fue el pretexto para una breve correspondencia con el poeta:
“Desandas lo soñado / y la luz y la vieja / costumbre de estar solo / mientras
la vida llega”.
Los
primeros números de Jugar con fuego cumplieron
su función. Yo era autor único, editor y distribuidor: desde la oficina de
correos, en la calle de la Ferrería, iba la revista a mano de los escritores
que a mí me interesaban y despertaron su curiosidad. También la de otros
escritores asturianos, como el grupo que se reunía en casa de Ana de Valle, o
la de un inédito Víctor Botas que encontró algún ejemplar en la librería
Cervantes y le pidió a su mujer, Paulina Cervero, que se pusiera en contacto
conmigo.
Paulina me
llevó el manuscrito de Las cosas que me
acechan, un libro que había enviado sin éxito al Adonais y que,
reelaborado, se publicaría poco después en las ediciones de la revista.
A partir
del número cinco, de 1978, los colaboradores ficticios y los reales alternan en
Jugar con fuego. En ese número
publica sus primeros poemas quien pronto se convertiría en prestigioso editor,
Abelardo Linares, y comienza a configurarse la nómina de Las voces y los ecos, punta de la lanza de la poesía figurativa
(que luego se banalizaría con el nombre de poesía de la experiencia)
contrapuesta a la estética novísima.
Hojeo con
sorpresa el único número publicado en 1979, un tomo de más de ciento cincuenta
páginas en el que no me parece que sobre ni falte nada, al contrario que en los
anteriores. Quizá se deba esta buena impresión a que no hay ningún poema
mío Aparecen inéditos de Francisco
Brines, Antonio Colinas, Ángel González, Luis Antonio de Villena, Jaime Siles y
Carlos Sahagún. Los poemas de Villena, al que entonces admiraba mucho y ahora
bastante menos, me parece que están entre los mejores de los suyos, especialmente
el que se refiere a “la suave dulzura de la nada”.
Cada poeta
lleva una breve presentación y la de Ángel González termina señalando que en su
poema “disuena el tópico verso final”. Y Ángel González no solo no se enfadó
ante semejante impertinencia, sino que cuando, años después, lo incluyó en Prosemas o menos el “tópico verso final”
(“la belleza fragante de una rosa”) se convirtió en “la belleza impasible de
una rosa”.
Ángel
González era muy dubitativo. Nunca publicaba un libro sin dárselo a leer a
algunos amigos, especialmente Emilio Alarcos. El último, Otoños y otras luces, no se decidía a darlo por concluido y a
través de Josefina, ya había muerto Alarcos, me preguntó si me importaría leer
el original. Recuerdo que, como un poeta joven de los que a veces se acercan a
conocer mi opinión, se sentó frente a mí, en la cafetería del Rosal que yo
entonces frecuentaba una tarde en que me acompañaba Silvia Ugidos. Dije las
palabras de elogio esperables y esperadas, pero además –no sería yo si no lo
hiciera– me animé a sugerirle algo: muchos poemas no tenían título y a mí me
parecía que ganarían con él, incluso me había atrevido a proponer alguno en el
texto que me había pasado. Todos me los encontré luego en volumen de Tusquets.
La crítica
oral y la escrita siempre han ido por caminos separados. En Jugar con fuego, una revista que no
dependía de nada ni de nadie, jugué a decir lo que muchos pensaban pero nadie
decía, o solo lo decían en voz baja y entre amigos. Y me pasé un poco, la
verdad.
“Libros y
revistas recibidos” se titula la sección que cierra el número diez. Se trata de
un largo diálogo en que un apócrifo Víctor Botas y Bernardo Delgado comentan
publicaciones recientes. También se transcriben fragmentos de cartas
particulares, pero solo cuando tratan de asuntos literarios. “A mí, Valente y
Celaya –escribe Manuel Mantero– me parecen poetas segundones, buenos para
rellenar una aspiración en un momento dado, pero solo eso: una aspiración. Han
asesinado el valor en/cantatorio de la poesía, el valor órfico. Es música de
lata de sardinas. Claro que esto es una opinión… En la posguerra no solo hubo
eso de que habla Fernando Ortiz en la revista, Brines, Cántico y no sé quién
más (Valente, ¿no?) para enlazar con el 27… ¿Enlazar? ¿Por qué? Con todos los
respetos, es una regresión. El poema de Brines que abre el número, con su
estilo, su tono…, pero sin cambiar. Se repite, y Paco Brines podía ser una
especie de Cavafis en mejor, si lograra trascender lo sexual. Ha dado origen a
una tropa de malos imitadores que empalagan con tanto elogio a los rubios
donceles”.
A
continuación viene una algo desaforada réplica de Fernando Ortiz en la que
define la poesía de uno de sus compañeros de generación como “un hermoso
rebuzno sostenido sin desmayo”. Esas cartas, que no deberían haberse publicado,
causaron un pequeño revuelo y me ocasionaron una fama de indiscreto que todavía
persiste.
En lugar de
enmendarme, el siguiente número de la revista dio otra vuelta de tuerca.
Colaboran, entre otros, Francisco Brines, Víctor Botas, Fernando Ortiz, Luis
Antonio de Villena. Pero todos los textos son apócrifos. Uno de los poemas de
Villena causó un cierto escándalo. Se titula “Recital en provincias” y algunos
vieron en él no solo una sátira contra quienes le habían invitado recientemente
a presidir un jurado literario en Asturias, sino también cierto menosprecio
contra la región (recuerdo el indignado artículo de Evaristo Arce): “Quien
quiera castigarme que me envíe / donde el sol esté ausente, donde el aire /
perfumado no vibre con los cuerpos desnudos. / El cielo gris me pone gris el
alma / y la melancolía de la lluvia / me hace soñar la muerte como un dulce
reposo. / Yo no amo esta tierra que levantó montañas / contra la luz de Roma,
esta tierra que nunca / supo de las delicias del árabe y del persa”.
Carlos
Bousoño me contó lo ocurrido un día en que Brines fue a visitar a Aleixandre.
“No sabía que habías vuelto a escribir poemas, Paco. Me ha gustado mucho el
segundo de los que publicas en esa revista de Avilés”. “¿Qué poemas? Yo no he publicado nada”, respondió Brines
sorprendido e indignado. Y con razón. Todavía, en algún erudito estudio, se le
atribuyen esos textos.
En el
apócrifo poema de Víctor Botas se habla de aquella España –la España de la
transición– como una “jaula de democráticos grillos y de sables impacientes”.
Tan impacientes que estábamos con las pruebas de ese número, en la cafetería La
Serrana, cuando un camarero se nos acercó y dijo: “Han asaltado el congreso,
parece que hay un golpe de Estado”. Botas volvió de inmediato a Oviedo y se
pasó la noche destruyendo cualquier rastro de un antiguo viaje a Moscú.
Hay también
en este último número un diario, firmado por Alfonso Sanz Echevarría, anticipo
de los que vendrían después. Al releerlo ahora, un fragmento me sorprende
especialmente: “¿Viajar? Solo a países que no existen. El mundo es más hondo
que extenso. Yo podría pasarme tardes enteras contemplando una pared blanca y
nunca terminaría de descubrir maravillas. Esta calle que recorro cada día a la
misma hora –de casa a la Biblioteca, de la Biblioteca a casa– encierra ya toda
la infinita variedad del Universo. ¿Viajar? Que viaje el que huye o el que no
sabe ver”.
Podría ser
un fragmento del Libro del desasosiego y
de hecho yo siempre he citado una de esas frases –“el mundo es más hondo que
extenso”– como si fuera de Fernando Pessoa. Y quizá lo sea, aunque la
escribiera yo.
¿Y un poema de Víctor Botas que se llegó a publicar como tuyo en cierta antología? Porque la cosa iba en dos direcciones...
ResponderEliminarPues ya me dirás porque no recuerdo ese poema ni esa antología, Piquero.
ResponderEliminarJLGM
"Unos papeles con desgana", en la antología "Trece poetas".
ResponderEliminarEse poema forma parte de "Los fantasmas del deseo", el número XI de "Jugar con fuego" en el que yo escribí todos los poemas.
ResponderEliminarJLGM
¡ Qué contento está José Luis García Martín de haber sido y de continuar siendo José Luis García Martín !
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarProfesor,
ResponderEliminarEstoy tratando de contactarlo desde Chile y no he podido encontrar un correo electrónico donde escribirle. Le pido pueda escribirme a nicanor.galleguillos@gmail.com para poder conversar con Ud. Desde ya muchas gracias. Saludos cordiales.
En una bodega de Lavapiés, entre andas procesionales polvorientas a la carcoma, odres de Jumilla más resecos que el Kalahari, fardos amarillentos de El Imparcial y cartillas de racionamiento, hay mujeres hacendosas que trasiegan botellas de agua del padre Manzanares. No tiene esta la pureza de cuarzo de la del Lozoya en Peñalara, pero congela bien y da icebergs de dureza diamantina. Y en ello están las mujeres hacendosas de Madrí, con Manola la Mojada a la cabeza. Doy fe de que la batea se va colmando y de que los viejos frigoríficos resoplan su asma día y noche. Una tarde, allá por las postrimerías del año de gracia, el enorme prisma de hielo saldrá a descomponer la luz velazqueña de la city en un espectro de colores tal que la bandera de los gays pero a lo universal y plebeyo. Y una cuerda de galeotes voluntarios jalará de maromas y enrollará los cabestrantes hasta situar la mole blanca en el Paseo del Prado, más o menos delante del edificio del antiguo Ministerio de Marina. Y allí habrá de producirse la colisión. Y el barco se hundirá.
ResponderEliminar¿?
EliminarSi eres camarada -como supongo- te has de alegrar de que las hacendosas mujeres de Madrí se esfuercen por congelar agua del Manzanares para que el iceberg resultante eche a pique el galeón neo(páleo)cón; ¿no?, Piquero.
EliminarViajes alrededor de mi cuarto (o de mi quinta)....
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