Sábado, 23 de marzo
ORIENT EXPRESS
Si no mencionas ningún nombre, puedes burlarte cuanto
quieras de los malos poetas. Nadie se va a dar por aludido y te aplaudirán como
un crítico valiente.
Pero a mí
me gusta dar nombre y apellido, que es como ir sembrando de minas unipersonales
mis alrededores. Cualquier día piso una y salto por los aires.
A veces
tengo pesadillas al estilo de Asesinato
en el Orient Express. Aparezco muerto en la biblioteca y todos los poetas
de los que alguna vez me he ocupado –como descubre al final Poirot-- habían
ayudado a apretar el gatillo o a echar veneno en la taza de té.
Domingo, 24 de marzo
OTRO AMANTE DE LA REINA
Leo la nueva biografía de Emilia Pardo Bazán, aparecida en
la colección “Españoles eminentes” (¿para qué titularla “Españoles y españolas
eminentes?”, para qué atentar contra la economía del lenguaje si las mujeres
son en ella rara excepción?), cuando me encuentro con la sorprendente
afirmación de que, entre los amantes de Isabel II, figuró también Juan Valera,
“de forma breve, pero suficientemente escandalosa”. Y ni una nota ni una
información más.
Lo más
curioso es que, según creo recordar, la autora, Isabel Burdiel, no alude a ello
en su biografía –la mejor hasta la fecha– de aquella reina “tan española, tan
caritativa, tan devota de la Virgen de la Paloma”, para decirlo con palabras de
Valle-Inclán.
Lunes, 25 de marzo
ENCUENTRO EN EL CAMPILLÍN
Íbamos paseando por el bullicio del Campillín, en la mañana
soleada de ayer, mi amiga Aida Masip y yo, cuando se nos acercó un tipo que en
principio creí un mendigo. Traté de esquivarle, pero él se me puso delante.
––¿No me
conoces? ¿De verdad no me conoces?
No, no le
conocía. Y ya comenzaba a sentirme incómodo con su insistencia, cuando sonrió y
aquella sonrisa pareció quitarle de encima en un momento cuarenta años. Dije su
nombre y sus dos apellidos, escuchados día tras día en clase cuando los
profesores pasaban lista.
––¿Ves cómo
me recuerdas?
Habíamos
hecho el bachillerato juntos y acabamos siendo los mejores amigos. Luego se
marchó a Madrid, a estudiar no sé qué licenciatura que no se impartía en
Oviedo, y perdimos el contacto. Tantos años después, volvíamos a encontrarnos y
me daba la impresión de que la vida no le había tratado demasiado bien.
Charlamos
un rato y quedamos para volver a vernos al día siguiente. Me contó una historia
que no me creí, que seguramente era inventada, pero que coincidía con alguna de
mis más persistentes pesadillas.
Mi amigo trabajaba
como ejecutivo en una importante empresa, creí entender que de
electrodomésticos, se había casado, era feliz, tenía dos hijos, niño y niña.
Una mañana, al volver del trabajo, no encontró su casa. Recordaba perfectamente
la dirección: la calle, el número, el piso. Pero en aquella calle no existía
ningún edificio con tal número. Acabó yendo a la policía, le llevaron a un
hospital, pensando que tenía algún problema neurológico, hicieron público su
nombre por si alguien se interesaba por él. En seguida fueron a verle amigos,
compañeros de trabajo. Pero ni su mujer ni sus hijos dieron señales de vida. Y
ninguno de los que le conocían los había visto nunca, aunque les había hablado
varias veces de ellos. Le dieron de baja, se puso en tratamiento, fue de mal en
peor. Un día, paseando por el Retiro, vio a sus dos hijos jugando con otros
niños mientras su mujer los miraba sentada en un banco. Se acercó a ellos
alborozado. Los niños se asustaron, su mujer, que no le reconoció, acabó llamando
a un guardia ante la insistencia de aquel desconocido.
Regresó a
Asturias, donde ya no le quedaban parientes cercanos. Lo había pasado mal, muy
mal, me dijo, pero ahora no tenía problemas económicos gracias a una pequeña
herencia.
––¿Tú
también creerás que nunca estuve casado, que todo fue una paranoia, una
alucinación?
––Hombre,
la verdad…
-–-Busqué
los papeles, el certificado de matrimonio, la partida de nacimiento de mis
hijos, los testigos de la boda.
––¿Y?
––Alguien
lo había cambiado todo, allí estaban sus nombres, pero no el mío. Mi mujer se
había casado con otro, mis hijos no eran míos. Incluso en las fotos familiares
que yo llevaba en la cartera alguien había cambiado mi rostro por el de un
desconocido.
Quedamos en
volver a vernos hoy lunes, le invité a comer en casa, quería mostrarle mi
biblioteca (en el Instituto, nos pasábamos el tiempo hablando de libros), pero
no apareció. Iba a enseñarme las fotos familiares que guardaba, los papeles que
había conservado.
Yo he
soñado muchas veces con que me ocurría algo semejante. Todos estos días felices
no son más que una alucinación. Me despierto una mañana y nadie me reconoce. Yo
no soy quien creo ser, sino un paria, un mendigo, alguien a quien de pronto han
robado una vida que quizá no ha tenido nunca.
Martes, 26 de marzo
MEMORIA HISTÓRICA
Qué extraña sensación, al explicar en clase los últimos
capítulos de la literatura española, la de caer en la cuenta de que uno ha
conocido a la mayoría de esos autores y que, si se trata de poetas, todos son o
amigos o enemigos.
Medio siglo
es tiempo suficiente para poder asistir, como testigo, al laboratorio de la
historia. ¿Qué tenía que ver la España de 1900 con la de 1950? A mí me parece que,
en lo que a la literatura se refiere, mucho menos que la de 1968 con la actual.
Mi amigo Abelardo Linares diría que porque aquel medio siglo fue bastante más
rico literariamente que este, que la Edad de Plata se convirtió en Edad de Alpaca,
con plomo de por medio. No estoy yo tan seguro.
El término
“memoria histórica” se ha convertido en un arma arrojadiza, en motivo de burla
para la derecha más o menos torera. Pero a mí me parece que no puede ser más
preciso. Basta vivir el suficiente
número de años para comprobar cómo nuestra memoria se hace historia, cómo lo
que fue actualidad periodística que a nosotros nos sorprendía cada mañana es un
capítulo del manual de Historia que se estudia en las escuelas.
Siempre que
paso por Barajas y leo por todas partes el nombre de Adolfo Suárez, me acuerdo
de la sorpresa de su nombramiento y del título del artículo de El País que lo glosaba (“¡Qué error, qué
inmenso error!”); de los ataques de unos y de otros, empezando por el rey que
lo había nombrado y que no sabía cómo tirarlo después de usarlo; de su dimisión
o expulsión a patadas; de su fracaso político cuando quiso actuar por su cuenta
(sin “impulso soberano”) y de su mitificación después que la enfermedad lo
apartó del mundo.
Escuchando
los cuentos que nos cuentan sobre la parte de la historia que hemos vivido, si
no como protagonistas, sí como testigos atentos, aprendemos a interpretar sin
cuentos otras etapas.
Miércoles, 27 de marzo
SIN POR QUÉ
Mañana leo poemas en Sofía, junto al poeta búlgaro Marín
Bodakov, y hoy al hojear novedades en la librería Cervantes, abro al azar un
libro, El paraguas balcánico, de
Enrique Criado, y me encuentro con un paisaje que me resulta familiar: “Terminé
por alquilar un piso amplio en un edificio desvencijado, con la fachada
desconchada, mugrienta y con grandes madejas de cables colgando, pero con unas
magníficas vistas despejadas hacia el parque de los Doctores, al bonito
edificio de la Universidad de Sofía y a la montaña de Vitosha. Cierto que había
que asomarse por un lado de la terraza y forzar un poco la mirada, pero también
tenía vistas a las cúpulas doradas de Alexander Nevski”.
Enrique
Criado, diplomático, estuvo destinado tres años en la embajada de España en
Bulgaria. Su libro –casi lo termino mientras tomo un café en Las Salesas– se
lee como quien escucha una agradable conversación, llena de humor y detalles de
buen observador (aunque incurra en alguna confusión entre el este y el oeste:
desde Georgia no ven salir el sol en las costas búlgaras del mar Negro).
Nunca he
vivido en Sofía, nunca he vivido en ninguna parte salvo en Aldeanueva, Avilés y
Oviedo (y por eso siempre digo que yo no leería jamás a un escritor como yo, con
tan poca experiencia vital que apenas ha cambiado de domicilio y nunca de
trabajo en casi setenta años), pero he pasado por muchos lugares y en todos
ellos tengo mis rincones favoritos.
Soy tan
rutinario que, en cuanto voy más de dos veces a una ciudad, ya tengo creadas
mis rutinas. En Sofía, forman parte de ellas el paseo solitario por el Doctors
Park, sembrado de restos arqueológicos, y sus alrededores de casas bajas con
patios arbolados. Muy cerca están la Biblioteca Nacional, la Universidad de San
Clemente de Ohrid, donde yo hablé de Pedro Salinas y de Víctor Botas, el
monumento a Vassil Levski (en el lugar en que fue ahorcado por los turcos), el
jardín botánico, la catedral… Pero a mí lo que más me gusta es perderme por las
calles del barrio de Oborishte, con sus pequeños cafés y restaurantes, sus
escondidas embajadas, su aire bohemio. Siempre tengo la sensación que da de
estar en casa, aunque tan lejos de casa.
Una ciudad
es un mundo cuando amamos a uno de sus habitantes, decía Lawrence Durrell. Yo
no he tenido amores búlgaros (al menos de los que se pueden contar), pero sí la
amistad de amigas excepcionales, buenas conocedoras de la literatura española,
que representan las dos caras del país: Liliana Tavakova, profesora en la
Universidad, que estudió en Cuba (allí se enteró de la caída del muro de Berlín),
de familia ligada a la intelectualidad comunista, cosmopolita, refinada, y Rada
Panchovska, poeta, editora, traductora incansable y todo un personaje
representativo de la fuerza y el coraje de la Bulgaria más popular. Rada pasa
temporadas en España, en la casa del traductor de Tarazona, y siempre viene en
autobús (más de un día de viaje), cargada con inmensos paquetes de libros y de
regalos para todos sus amigos.
En Sofía,
como en cualquier lugar por el que estoy de paso, me gusta levantarme temprano
y caminar a solas antes de encontrarme con algún amigo y asistir a los actos
previstos. Es una sensación extraña pasear por una ciudad en la que no conoces
el idioma, en la que lees con dificultad los nombres de las calles y, sin
embargo, te sientes acompañado, inmerecidamente bien acompañado y en tu sitio.
No sabes por qué, pero el amor es sin por qué.