Viernes, 17 de junio
MADRUGAR Y CUMPLIR AÑOS
Al contrario que a la mayoría de la gente, a mí
madrugar y cumplir años son cosas que me ponen de buen humor. Y los viajes
cortos en avión que me dejan en otro país, también. Aprovecho las dos horas de
vuelo para hacer listas, una de mis ocupaciones favoritas. La primera, gente a
la que quiero, con nombre y apellidos. Y no vale salirse por la tangente –que
es lo que haría si esta lista fuera a hacerse pública– y citar a Cervantes y a
Horacio entre mis mejores amigos. Dejo de lado a los muertos, que no es día de
tristezas.
A
la media docena llego de un tirón, pero luego me cuesta más y más encontrar
algún nombre. Qué vergüenza, me digo. Para no deprimirme, cambio “gente a la
que quiero” por “gente que me cae bien”, que viene a ser lo mismo, aunque no
sea lo mismo, y llego hasta cuarenta y tres, lo que no está del todo mal, pero
que no me deja como una persona demasiado sociable.
La
otra lista es la de gente que me quiere: seguros, encuentro dieciocho; dudosos,
siete. Si no he sido demasiado optimista, no puedo quejarme.
Paso
luego a la lista de amigos que he perdido durante el último año y resulta que
solo son dos y medio. Uno se enfadó mucho porque le llamé en broma “facha”; el
otro, porque consideré una buena idea, pero mal realizada, su versión moderna
del Quijote; de la otra, prefiero no
hablar… En cambio, recuperé alguna vieja amistad, como la de Juan Manuel de
Prada, a quien conocí como niño prodigio y por quien siempre he tenido una
cierta debilidad, a pesar de que en todos los asuntos importantes pienso
exactamente lo contrario que él.
Me
gusta llegar al hotel de siempre como si llegara a casa, dejar las maletas y
comenzar el paseo de costumbre. El hotel es un antiguo convento, una isla de
silencio en medio del continúo ajetreo que hay en torno a la estación. Se
encuentra en una calle estrecha, que casi pasa inadvertida, frente al puente,
al comienzo mismo de Lista de Spagna. Las habitaciones dan a una especie de
claustro ajardinado al que se asoma el campanile de Santa Maria dei Scalzi. Me
gusta que me despierten sus campanadas y el canto de las aves, como en la oda
de Fray Luis.
Comienzo
el pasero, pero en lugar de tirar hacia la derecha, hacia el campo de San
Geremia y el Ponte delle Guglie, como hago siempre, voy hacia la izquierda, hoy
me siento aventurero. Me encuentro con otra ciudad, nada espectacular: casas de
barriada, canales sin glamour, nada de góndolas ni de pintoresquismos, lo que
no suele verse. Salgo al canal del Canaregio, cerca del Ponte dei Trei Archi, y
ya me encuentro en la querida postal de siempre.
Siempre
he dicho que mi ocupación favorita es ser peatón en Venecia, caminar sin prisa
y sin rumbo, dejarse sorprender por un reflejo, un sottoportego, el brocal historiado de un pozo en medio de un campo
minúsculo, la ventana gótica de un caserón en ruinas tras las que se vislumbra
un techo con frescos mitológicos… Hay sitios a los que vuelvo siempre, como
Madonna del Orto, donde me esperan mis Tintorettos preferidos, y la iglesia dei
Frari, con su rojo manchón de Tiziano en el centro, iluminándolo todo, y otros
a los que llego por primera vez. Hoy descubro el Palazzo Fontana, que siempre
he admirado desde el vaporetto, y en el que entro por azar. Caminando por la
Strada Nova, veo que anuncian uno de esos eventos paralelos, Divided Waters, que
nos sorprenden en cualquier esquina. Entro en un callejón, tuerzo a un lado y
de pronto el deslumbramiento, entro en el palacio por la entrada de tierra, la
entrada del servicio; al fondo, la puerta del agua, sobre el canal. Subo hasta
el piano nobile. La exposición, obras
de arte hechas con palabras árabes, judías y latinas, conmemora los quinientos
años del gueto, el primero del mundo. Un libro de artista que ilustra los textos
cabalísticos de Borges, algunos ingeniosos artilugios… Pero a mí, como en
tantas exposiciones venecianas, me interesa más el continente que el contenido.
Me asomo a la gran balconada, frente al Mercado de Rialto, y voy poco a poco
reconociendo palacios y campaniles. Me asomo luego a una de las ventanas
laterales, que da sobre un jardín, uno de esos mágicos y secretos jardines venecianos.
Está muy cuidado, pero solo pasean por él –me dice la encargada de la
exposición– un anciano y un perro, todos los días a la misma hora. Y yo en
seguida me imagino, a la manera de Henry James, la historia de ese anciano, un
viejo escritor olvidado, y del joven poeta ambicioso que un día le visita con
la aparente intención de escribir una tesis sobre él y de la relación
complicada, vencido el inicial rechazo, que se va estableciendo entre ellos.
Sábado, 18 de junio
ART NIGHT
Mi cumpleaños fue ayer, pero es esta noche cuando
Venecia me ha preparado su regalo más especial.
Abre para mí todos sus tesoros, los más famosos y los más recónditos.
Para
mí, claro, y para todo el mundo, pero a mí no me importa nada no ser el único
destinatario. Dejo que el azar me guíe en esta Art Night que organiza un año
más la Universitá Ca’Foscari y al volver al hotel, bastante más tarde que de
costumbre, hago recuento de mis regalos favoritos.
De
la exposición sobre Aldo Manuzio, que hizo del libro la más útil de las joyas, me
quedo con el “Ritratto de donna”, de Bartolomeo Veneto, que le sirve de emblema
y nos mira insinuante desde todos los rincones de la ciudad; me traído también,
para mi colección particular, la “Rosa Bruciata”, de Michelangelo Pistoletto,
que encontré en el museo de Peggy Guggenhein; añado la vista nocturna de la ciudad
desde el campanile de San Giorgio y los cipreses de la isla recortados frente a
las estrellas, protagonistas luego de la muestra del Maggazino del Sale,
astronomía y magia, que es una inagotable enciclopedia y que yo apenas si tengo
tiempo de saborear.
En
la Ponta della Dogana, admiro la sucesión de ventanas –a un lado el canal de la
Giudecca, al otro el de San Marcos– y escucho a varios grupos de rock
adolescente –Hund, Impero Arrugginito, Tequila for Kids– entre los inmensos
grafismos negros de Sol Lewitt que llenan las paredes.
¿Demasiado
para un sola noche? En realidad, me bastaría como regalo la gran luna que
acompaña durante todo el zigzagueante viaje nocturno por el Gran Canal: Salute,
S. M. del Giglio, Accademia, Ca’Rezzonico, S. Tomá, S. Angelo, S. Silvestro,
Rialto, Ca’ d’Oro, S. Stae, S. Marcuola, Riva de Biasio, Ferrovia.
Domingo, 19 de junio
BIENNALE
Tomo un café en el Campo de santa Margherita con mi
amigo el poeta Ángel Pernía, que trabaja en la Biennale. Me pregunta si ya la
he visitado y qué me ha parecido. Estuve el viernes en Giardini y el sábado en
Arsenale. Yo dividiría a los pabellones en tres grupos –le digo–, en primer
lugar están los serios y aburridos, los que son para profesionales, los que nos
ofrecen maquetas, planos, todo lo necesario para entender determinados
proyectos, de construcción de viviendas sociales, de reconversión de viejos
edificios en ruinas en centros culturales; en este sentido el pabellón de
España es ejemplar y el de Venezuela, el más sobrio de todos, un reflejo país
(me recordó unos versos de Machado: “con esa humildad que cede / solo a la ley
de la vida / que es vivir como se puede”). Luego están los que confunden la Bienal
con un parque de atracciones (abundan más cuando es de arte). Un ejemplo, el de
Suiza con una especie de montículo hueco en el que se puede entrar para
encaramarse por las paredes. O el de Australia, con una piscina. De los que son
una simple tontería, se lleva la palma el de Uruguay, aunque el de Serbia le
hacía competencia: fingía ser la quilla de una barca (“El diluvio está en
marcha. / De la barca, cueva de rebelión, rescata la esperanza”); dentro había
cargadores para el teléfono, y eso era lo que detenía más de un minuto a
algunos visitantes. Al pabellón de Uruguay, “Dos lecciones de arquitectura”, lo
dividía una cortina: a un lado, un hueco en el suelo y un montón de escombros;
al otro, pintados en la pared, unos guerrilleros en un zulo y un texto: “Nadie
sabe lo que es la arquitectura hasta que no le va la vida en ello”.
Mi
pabellón favorito es el de Rusia, una reivindicación sin complejos de la Unión
Soviética con el pretexto de la reconstrucción del recinto de una especie de
feria de muestras (“Exposición de los logros de la economía nacional”) creada
en 1938. Sorprendente el bajorrelieve inicial, con la marcha de los parias de
la tierra capitaneados por Lenin, espectaculares las imágenes panorámicas en
torno a la gran escalera, el cambiante calidoscopio sobre el ópalo del techo y esas
estatuas en que una juvenil pareja alza sus brazos con la hoz y el martillo
mientras avanzan jubilosos hacia el porvenir. Arte kitsch, de luego, pero que a
mí siempre me ha fascinado (no la ideología que hay detrás).
Lunes, 20 de junio
SABOREAR EL DÍA
Salgo a la laguna por el canal del Canaregio y veo
la otra Venecia, su cara oculta, la que no suele aparecer en las postales y sin
embargo está siempre a un paso, de la otra. Pensaba ir hasta San Michele, la
isla de los muertos, pero me detengo en Fondamente Nove. Hoy el día está gris,
llovizneante, y predispone a dejarse atropellar por la melancolía.
“¿Qué
cambiarías de tu vida si tuvieras la oportunidad de hacerlo?”, me pregunto como
en uno de esos malos libros de autoayuda que tanto me gustan.
“No
sé, la verdad es que hubo muchos errores, pero al parecer ninguno demasiado
grave porque al final lo que soy se parece bastante a lo que quise ser. ¿Me
gustaría haber tenido más éxito? ¿Haber ganado más dinero? Sí y no. Ando siempre
presumiendo de vanidoso, uno siempre presume de lo que carece. La verdad es que
nunca he necesitado demasiado los elogios (aunque no me molesten) ni tampoco el
dinero, más allá de lo imprescindible. Pero me gusta el poder, me gusta mandar
y nunca he mandado sobre nada ni sobre nadie. Esa es una de mis frustraciones. ¡Tanto
como me gusta mandar y solo he conseguido mandar sobre mí mismo! Claro que esa
no es una pequeña hazaña, ya que soy la persona a la que menos le gusta
obedecer del mundo.
Entro
en el batiburrillo de la librería Alta Acqua, salen a recibirme sus dos gatos y
de inmediato me cambia el humor.
Cumpleaños
lejos de casa, pero en casa. Soy de los que se conforman con poco y de los que
han tenido la suerte de tener ese poco –un libro nuevo cada día, un café en el
que charlar con los amigos, un periódico en el que escribir cotidianamente– y
además, como propina, Venecia y Nueva York. No me puedo quejar.
Y para
que no me aburra y caiga en la tentación de minusvalorar lo que tengo, la
constante conciencia de que cada día puede ser el último. Por eso procuro
saborearlos como al mejor helado, como el que compro en Grom, Campo de San
Barnaba.