Martes, 22 de abril
COMIDA EN PALACIO
Me gusta repetir y repetirme.
Soy de esas personas que todo lo convierte en rutina, hasta comer por estas
fechas en el Palacio Real junto a los reyes, el premio Cervantes y un centenar
de invitados. Pocas veces he faltado a esta costumbre desde que comenzó, hace
diez años, con la llegada del nuevo rey. Estuve al tanto desde el principio de
que se quería darles un nuevo aire a estas celebraciones. Me lo contó, en mi
mesa habitual de Los Porches, Alfredo Martínez, que entonces era su jefe de
protocolo. No quería el nuevo rey que asistieran solo los próceres y santones
habituales. Quería gente joven y de todos los aspectos del mundo de la cultura,
libreros, editores, bibliotecarios. Yo le sugería que se podría invitar, aparte
de los ganadores de los premios nacionales, a los de premios como el Adonáis y
el Hiperión. Y sonrío al encontrármelos cada año. Aquí están dos buenos amigos,
Lorenzo Roal, que ganó el Hiperión, y Jesús Beades, que ganó el premio al mejor
poema del mundo (ahí es nada), en el que por cierto yo estuve de jurado. Le
cuento las intimidades del premio en el que acabo de participar junto a Juan
Bonilla y Amalia Bautista. Yo soy así de indiscreto. Y también que en una de
nuestras tertulias de los miércoles, comentando la revista Centauros, destrozamos
su colaboración y que yo fui el más feroz contra aquella ristra de tópicos. Se
ríe sin darle importancia, no tiene nada de Bonilla. “Te voy a confesar un
secreto: yo no escribo para conseguir un sitio en los manuales de literatura
(aunque no me molestaría, qué te voy a decir), sino para ganar dinero: necesito
tres sueldos para mantener a la familia, por eso doy clases, actúo con mi grupo
de rock y participo en premios. También escribo gratis, que tengo cierta
facilidad, cuando me lo pide algún amigo”.
A mí me cae muy bien la gente que no se me parece en nada
y por eso me divierte tanto encontrarme con Beades, una mezcla de Falstaff y el
Arcipreste de Hita. Quiere hacerse una foto con Isabel Díaz Ayuso y yo me
ofrezco como fotógrafo. Él está en el bando de los que admiran a la presidenta
de la Comunidad de Madrid; yo, en el contrario, pero solo desde el punto de
vista ideológico.
Habla
un rato con la presidenta, que le escucha encantada, y cuando van a posar para
la foto, se acerca Camilo Villarino, el jefe de la Casa real, al parecer con un
asunto muy urgente. Interrumpe sin saludar. Nos hacemos a un lado, para no
escuchar la conversación, pero el lenguaje no verbal lo dice todo: el jefe de
la casa real parece estar, si no abroncando, al menos reprochando algo a la
presidenta. Ella replica a veces, pero las más simplemente aguanta el rapapolvo.
Tiene un aire más encantador que nunca, parece una desvalida Blancanieves
regañada por la madrastra.
Nos
encontramos en el salón chino, tomando café, después de la comida. No hay
intimidad ninguna, lo que se habla en un corrillo es fácil escucharlo en otro.
¿A quién se le ocurre tratar allí un asunto político que parece de cierta
importancia? Es un sitio solo para cortesías y conversaciones intrascendentes.
Ya me di cuenta el año pasado, cuando me tocó sentarme cerca de él, y se pasó
la comida perorando en voz alta y elogiando a las dos escritoras que había
elegido para sentarse a su lado (que apenas si dijeron palabra, por cierto) que
la diplomacia no era la virtud principal de este diplomático.
Tampoco la mía, como bien se ve, pero es que mi profesión
es la de curioso impertinente. Me gusta observar. El comportamiento del rey es exactamente lo
contrario del de Villarino (quizá por eso le cae bien como a mí Beades). Habla
con cualquiera que se le acerca como si le conociera de toda la vida, jamás da
sensación de impaciencia aunque le toque algún pesado (abundan). Yo le observo
discretamente y su lenguaje verbal no engaña: siempre da la impresión de un
contertulio que está a gusto entre buenos amigos.
Pero es humano, claro. Al final, al pasar cerca de la
reina, le hace disimuladamente una señal con la mano como para indicar que es
hora de marcharse. Ella levanta la suya para indicar que espere un poco.
Todo está muy pautado y este año la reunión se ha
alargado algo más. Yo lo noto porque al salir, cuando nos detenemos a continuar
la charla, uno de los alabarderos, que parecen estatuas en su inmovilidad, hace
el gesto de mirar el reloj. Me explico ahora la rapidez con que se sirve la
comida y con la que nos retiran los platos. Yo siempre advierto, a quien me
toca de compañero, si es la primera vez, que procure comer con cierta rapidez
si no quiere que se lleven el plato antes de que haya terminado. Una de las
razones es que mientras nosotros comemos y charlamos los alabarderos han de
permanecer inmóviles
Cuando bajo con Ana Vega Burgos, una poeta de Córdoba a
la que conocía de Facebook, y cuyo padre fue anarquista y estuvo encarcelado
largos años tras la guerra civil, escuchamos una delicada melodía de pífano y
tambor. “Tocan en nuestro honor”, le digo.
“Es que van a desmontar la escalera”, nos informan. ¿Desmontar la escalera monumental con sus mármoles y esculturas? En la jerga militar, montar y desmontar la escalera es colocar y retirar la guardia de honor. Y lo hacen con una marcial coreografía llena de encanto. “Lástima que el ejército no se dedique solo a estos espectáculos”, le digo a mi acompañante. Junto a la Puerta del Príncipe, un grupo de jóvenes, la mochila al hombro, los tatuajes visibles, fuman y bromean: sin el uniforme y la rigidez protocolaria, cuesta reconocer a los camareros que nos han servido la comida.
Miércoles, 23 abril
OTRA COMIDA
Regreso de la comida con los
reyes y me encuentro con un libro de Enrique García-Máiquez, Contentamiento
de haber nacido, en el que cuenta otra comida real, la del año 2019, en la
que coincidimos. Es raro esto de verse como personaje, uno no acaba de
reconocerse del todo. Yo quedo como un adulador. A él le impresionaron los
alabarderos, “a la vez elegantes y marciales”, toda esa pompa que hace su
monarquismo más sólido. “García Martín –o sea, yo-- nos dijo que él era
republicano de pura sangre, pero que si tuviese que votar a un presidente de la
República lo haría por el ciudadano Felipe de Borbón. Lo había visto crecer,
formarse, responder a los retos más difíciles, enamorarse, etc. Le dije que ser
monárquico era exactamente eso, mucho más que mi alabarderismo. Mi irrefutable
argumento no le hizo una especial ilusión”.
¿Dije yo eso? Probablemente sí, aunque seguro que no en esos términos. Da la impresión de que quiero presumir de amigo del rey, cuando solo fui un atento observador de su trayectoria. Como de la de su padre, que muy pronto me pareció que no era trigo limpio. Un monárquico defiende a la institución; yo, a la persona que ocupa el cargo de jefe del Estado –tenga el título que tenga—solo cuando merece ser defendido.
Jueves, 24 de abril
HISTORIA DE ESPAÑA
Ana Vega Burgos sí que puede
estar orgullosa de su padre, de quien yo no había oído hablar. “Empecé a escribir muy pronto –me contó en la
comida--, pero mi padre me dijo que aquello no era poesía y lo dejé hasta que
descubrí a Javier Egea cuando yo tenía casi cincuenta años. Para mi padre los
poetas utilizaban la rima y eran combativos a lo Miguel Hernández”.
Ahora,
gracias a google, me entero de quién fue su padre, Cristóbal Vega Álvarez.
Había nacido en 1914, fue detenido por primera vez en 1933 por protestar contra
la represión de Casas Viejas. Volvió a la cárcel cuando la revolución del 34 y,
naturalmente, en 1939. En 1943 sale en libertad provisional y escapa a Francia.
Vuelve a España con los guerrilleros que intentan acabar con el franquismo. En
1945 es detenido de nuevo y condenado a treinta años, que se aumentan en otra
condena en 1959 por elaborar en la cárcel un boletín informativo. En los
sesenta, hay una campaña para lograr su liberación en la que participa Albert
Camus. Sigue fiel a su ideología anarquista, humanista y pacifista hasta el
final. Nunca perdió el buen humor y se divertiría mucho viendo a su hija comer
con los reyes. ¿O la reñiría como cuando escribía versos sin rima?
No sé si Cristóbal Vega formará parte de la historia de la literatura, sospecho que no, pero de lo que no hay duda es de que forma parte de la historia de España, de la mejor parte.
Viernes, 25 de abril
CONTAR O NO CONTAR
“No se te puede contar nada,
todo lo cuentas”, me dice un amigo del que nunca, por cierto, he contado nada.
No es cierto. No cuento nada de las cosas que a nadie
importan ni de las cosas que más me importan.