domingo, 28 de noviembre de 2010

La realidad y los sueños

Viernes, 19 de noviembre
LA ARMADURA DE SAL

Decía Somerset Maugham, y a mí me gusta repetir, que está bien que un caballero tenga vida sexual después de los sesenta años, pero no está bien que hable de ello.
A mí, la verdad, del sexo lo que más me gusta es lo que hay antes del sexo. Me habré enamorado, no sé (no tengo ahora a mano los cuadernos en que llevo las cuentas de todo), quizá 340 o 350 veces, pero todavía cada nueva vez me produce el mismo asombro que la primera. Y nada me hace más feliz que los primeros días, cuando no ha ocurrido nada y ya ha ocurrido todo.
En el mal tiempo, cuando uno tiene que superar una de esas pruebas de las que nadie está libre, qué bien vienen estas inesperadas dosis de endorfinas, el agua lustral que baña el mundo y me lo devuelve recién creado.
De sobra sé lo que ocurrirá después, cuando se evapore la magia. ¡He repetido tantas veces la misma historia! ¿La misma? No, no: siempre que me enamoro me enamoro por primera vez.
No sé si voy a ser capaz de resistir el gran golpe. Y el Azar, que me quiere bien, me coloca de pronto una reluciente armadura. Ya sé que no durará siempre: se disolverá pronto como una armadura de sal.
Pero ¿a qué lamentarse? Un amor eterno, si se cuida bien, puede durar una eternidad. Incluso puede que hasta un año.


Sábado, 20 de noviembre
NO SABE, NO CONTESTA

“¿Y qué pasó con esa mujer que un día se te metió en casa? ¿Lograste librarte de ella? ¿Sigue allí todavía? ¿O todo fue un sueño tuyo? Me refiero a esa mujer que leía las memorias de Harpo Marx”, me pregunta mi amigo Enrique Bueres.
“Yo también he leído esas memorias del hermano mudo de los hermanos Marx, que en la realidad no era mudo, pero sí tocaba el arpa, como en las películas. Y hay que ver lo que detestaba yo, cuando niño, ese momento en que se detenía la acción y comenzaba la melódica tabarra interminable. Fernando Rodríguez Lafuente nos contó, en una reunión del jurado de los Príncipe, que tenía grabadas todas las películas de los hermanos Marx, pero que de ellas había eliminado todos los pasajes musicales. Ganan mucho, dijo. Yo pienso lo mismo”.
“No me has respondido”, contesta Bueres.
“¿Y que quieres que te diga”, le respondo. Y luego le leo el único pasaje que la desconocida subrayó en las memorias de Harpo: “El recuerdo de mis primeros años en los escenarios es un caos espantoso de tiempos y lugares. De las ciudades y pueblos recuerdo muy poco. Lo que recuerdo son las salas de espera de las estaciones, los comedores de las pensiones, las habitaciones de hotel de un dólar, los camerinos, las salas de billar y los lavabos de caballero: todos sitios bastante parecidos en cualquier ciudad o pueblo de cualquier parte del país”.



Domingo, 21 de noviembre
EN EL MILÁN

A veces me entretengo más tiempo de lo previsto en el despacho del Milán y, cuando me doy cuenta, es muy tarde en la noche. Solo unas pocas luces de emergencia iluminan los largos pasillos, las escaleras iguales y distintas. Si bien se mira, es el perfecto escenario para una película de terror. Hay un guardia de seguridad, cierto, pero siempre anda perdido por los otros edificios: cuando llegara, el asesino habría tenido tiempo de sobra para hacer su labor.
En ocasiones me encuentro con otros profesores que también aparecen por aquí en festivos y en horas intempestivas. Eduardo San José me dijo hace dos o tres domingos: “Si nos pagaran las horas extras, seríamos ricos”. Yo no le dije que, en mi caso, pagaría con gusto por poder entretenerme con lo que me gusta cualquier día y a cualquier hora del día.


Al bajar en ascensor, para evitar tropezar en la escalera, pensé que podría estropearse y que, en ese caso, me quedaría encerrado toda la noche. No se estropeó, pero, sin querer, debí marcar un botón equivocado y al salir me encontré con ventanas enrejadas en lugar de la puerta de salida. Busqué una escalera, que me dejó, no en el bajo, donde está la puerta que se acciona con la tarjeta, sino en un pasillo estrecho, con despachos de los profesores a un lado y a otro. Traté de leer los nombres, ver a qué departamento correspondían. Pero estaba demasiado oscuro. Hacia el fondo había una rendija de luz, alguien trabajaba, quizá fuera José Ramón, de Filología Románica, a quien suelo encontrarme incluso el día de Año Nuevo.
Llamé, no oí ninguna respuesta, empujé la puerta. El despacho estaba vacío. Sobre una de las paredes (las otras estaban ocupadas por estanterías) había un cuadro que me llamó la atención. Yo lo había visto en alguna parte, no sabía dónde, pero creo que incluso lo había fotografiado. Debió servir como rótulo de una tienda: “La Malle aux Trésors”, la tienda de un anticuario, quizás. Recordé de pronto donde estaba ese cuadro: en Ginebra, en una de las callejuelas secretas y empinadas que ascienden hacia la catedral de San Pedro. No pude evitar luego entretenerme curioseando en los libros. No eran los que uno esperaría encontrarse en un despacho universitario. Eran libros infantiles, algunos de gran tamaño, otros aparatosamente desplegables, muy coloristas todos, muy llamativos. “A mi amigo Ernesto le gustaría darse una vuelta por aquí”, pensé. Sentí entonces una especie de escalofrío y me volví hacia la puerta. Una mujer me miraba, con los ojos muy abiertos, fijamente. “Disculpe, entré sin avisar. Soy García Martín, profesor de Literatura. Veo que también le gusta trabajar los domingos”.


La mujer pareció de pronto despertar de algún sueño, le cambió la expresión, me sonrió. “Pero ¿no me conoces? ¡Vaya despiste el tuyo!”. Y entonces sí la reconocí, pero seguí sin saber su nombre. Era la mujer que había llamado una noche a mi casa, que había dormido en el sofá, que al día siguiente me había preparado el desayuno y luego la comida, pero que por la noche, cuando volví de mi habitual recorrido por las librerías y de tomar un café en el Rosal hojeando las piezas cobradas, había desaparecido.
“Ah, trabajas también en el Milán. Disculpa que no te reconociera. Soy muy despistado. Un amigo de Víctor Botas, catedrático de latín, me saludó una vez en un homenaje que le hicimos a Botas y luego se quejó a Inés Illán de que pasaba a su lado por el Milán sin saludarle”.
No hace falta que te disculpes –dijo—. De sobra sé que eres tan despistado como miope. Esa tienda —y señaló al cuadro—, era de mis abuelos. Cuando ellos murieron, hubo que cerrarla porque nadie en la familia quería ocuparse de ella. Yo me traje ese panel, y también lo principal, la maleta del tesoro. Porque en la tienda había una maleta, que le daba nombre. Una inmensa maleta, un baúl mundo, cerrado con muchos candados. Cuando éramos niños, yo y mis hermanos jugábamos a subirnos a él, fingíamos que era una montaña que había que escalar. Rogamos muchas veces a mi abuela que nos permitiera abrirlo. Ella siempre decía lo mismo: “Algún día, algún día…” Pero ese día no llegaba y nosotros estábamos cada vez más impacientes. Teníamos un amigo cuyo padre era cerrajero. Nos prestó las herramientas necesarias para hacer saltar las cerraduras, para romper los cerrojos. Pasamos una noche entera en la tienda, como si fuéramos ladrones. Cuando íbamos a levantar la tapa, ya hacía tiempo que había amanecido, y apareció mi abuela. “Qué impacientes”, dijo sin enfadarse. Nosotros estábamos avergonzados. “Abrid, abrid, si queréis”. Yo dije: “No, abuela, el baúl es tuyo. Si tú quieres abrirlo y enseñarnos lo que hay dentro, muy bien. Y si no, así quedará, cerrado, hasta que tú quieras”. Cuando murió mi abuela, mis hermanos ya se habían olvidado del baúl. Yo me quedé con él y con la enseña de la tienda. No quise más herencia. Un transportista me lo llevó a mi casa de Castropol. Hubo problemas en la frontera. La policía pidió al conductor que abriera aquel inmenso armatoste, en el que cabían varios cadáveres y no sé cuántas armas secretas. Él no sabía cómo hacerlo. El baúl fue confiscado. Unas semanas después apareció en mi casa, sin abrir, y allí sigue, cargado de tesoros.
“¿De qué das clases?”, le pregunté. “No soy profesora”. Y sin darme tiempo a que le expresara mi sorpresa por encontrármela en el Milán, añadió: “Vamos a casa, que es muy tarde”. Me cogió de la mano como a un niño pequeño. Y solo entonces me di cuenta de que me recordaba a alguien muy familiar.
“¿Me dejarás alguna vez abrir el baúl del tesoro, abuela?”, dije. “Por supuesto, cariño. Cuando seas mayor”. Luego me dio un beso en la frente y yo me quedé dormido, soñando con ese tiempo mágico en el que todo estaría permitido: “Cuando yo sea mayor…”.



Miércoles, 24 de noviembre
DENTRO DE UN AÑO

“¿Sabes lo que me gustaría?”, me dice Cristian mientras esperamos en la cafetería la hora de clase. “Fundar una biblioteca allá en mi pueblo, en Paraguay. Ya estoy preparando libros para enviar allí. Los iré guardando en casa de un amigo. Luego, cuando ahorre, compraré un terreno y levantaremos el edificio. No hace falta que sea muy grande. No, no es un disparate. El dinero de aquí en mi país vale bastante más”.
¿Cómo no va a ser un disparate? Cristian, emigrante sin papeles, trabaja ocasionalmente de pintor. Pero habla tan decidido, tiene tanto amor a los libros, que en seguida me pongo yo a colaborar en el disparate. “Podría hacerse, podría hacerse. No es tan mala idea. Libros ya tenemos: todos los meses he de sacar de mi casa, unos cuantos cientos a los que me cuesta encontrar dónde colocar. Al cabo de un año son más de tres mil: el comienzo de una buena biblioteca. Habla con tus amigos de Repatriación y seguro que te encuentran un local. Un aula libre en una escuela, por ejemplo. Construir un edificio no se descarta. Pero queda para más adelante. Cuando cedan el espacio, mandamos el dinero para las estanterías. Habría que darle un nombre a la biblioteca”.
Cristian me dice en broma que podría llevar su nombre. “Mejor”, añade luego, “algo así como La Casa de las Palabras”.
Perfecto. Empezamos. La gestión es cosa mía. Todas las cosas hermosas, antes de ser realidad, comenzaron siendo un sueño. Y yo no soy demasiado malo en gestionar los tiempos. Por eso pongo fecha: “Dentro de un año, en noviembre o diciembre, cuando aquí se acerca el invierno y allí el verano, inauguramos La Casa de las Palabras con una lectura de poemas”.
Como Cristian, tuve una infancia sin libros. Quizá por eso nada me hace más feliz que ayudar a crear una biblioteca.
Sonrío y recuerdo una frase que le oí a Danni Moretti: “Haber tenido una infancia pobre es una riqueza que no se agota nunca”.

domingo, 21 de noviembre de 2010

Al otro lado: Vida y milagros

Viernes, 12 de noviembre
LO QUE CONTÓ NATALIA GINZBURG

Durante dos años trabajamos juntos en la editorial, teníamos las mesas frente a frente. Muy amigo de mi marido, se apoyaba en él como un hijo en su padre, más que como un amigo en otro amigo. Era un tipo extraño. Afectuoso con todos, solo le importaban dos cosas: la mujer de la que estaba enamorado y el libro que estaba escribiendo. Parecía escoger cuidadosamente a las mujeres de las que se enamoraba: siempre eran autoritarias, duras, crueles. Nunca se le ocurrió elegir a una que fuera buena, dulce, tranquila. Después de cada desengaño, pensaba siempre en matarse. Cuando yo le conocí, era apenas un niño y ya hablaba de matarse. Le gustaba discurrir sobre cuál sería el mejor método: la pistola, el gas, el veneno. Lo hacía a menudo, aparentemente en broma. A los cuarenta años le pareció que ya no le quedaba ningún libro por escribir. Estaba en un Turín sofocante y desierto, todos sus amigos nos habíamos ido de vacaciones, y la última mujer con la que había soñado casarse decidió volver a América. Él le rogó que se quedara. Ella le dijo: “Eres un triste; me aburre estar contigo”. Y alquiló entonces aquella habitación en el hotel Roma sabiendo que jamás volvería a dormir solo en un cuarto de hotel. Ni en ninguna otra parte.



Sábado, 13 de noviembre
MILAGRO EN LOS PRADOS

Casi tres horas de burbujeante felicidad. Dos pícaros, Norina y Malatesta, se aprovechan de un viejo avaro, Don Pasquale, y de Ernesto, su ingenuo sobrino. Ante una seductora y desopilante Anna Netrebko, una mujer le murmura a su marido: “Es como una mezcla de Victoria de los Ángeles y Lina Morgan”.
En el cine de mi barrio escucho a Donizetti y todos los problemas se quedan a la puerta. Todavía no se ha alzado el telón. La cámara se entretiene con los elegantes espectadores que van llenando las butacas del Met. Alguno, preocupado por no se sabe qué cosas, cierra un momento los ojos, se lleva la mano a la frente: ignora que medio mundo le está mirando, que su tristeza por un momento se vuelve inmensa y llena la pantalla.


Me gusta pensar que también ese desconocido se contagiará de la alacridad con que los cantantes hacen su trabajo. Y lo imagino luego, en el entreacto, deambulando solitario entre los grupos que ríen y parlotean. Los que no estamos en Nueva York tenemos más suerte: cuando cae el telón, cruzamos al otro lado y podemos admirar el funcionamiento de la inmensa y fascinante maquinaria escénica. Y ver a los cantantes cuando dejan de actuar y creen que no los vemos: Anna sigue con ganas de gastar bromas, incluso le hace un guiño a un guapo electricista.
Al regresar a casa, atravesando el parque oscuro y solitario (al fondo, la obstinada piedra de San Julián de los Prados), cuánta gratitud. Colecciono tesoros, y este no es el menor de ellos: casi tres horas fuera de mi mundo, en otro mundo disparatado y feliz.


Lunes, 15 de noviembre
EL DESAFÍO

“Un bonito cuento esa historia tuya del tesoro. Porque es un cuento. Hace tanto que te leo que ya me he dado cuenta de que tú no cuentas tu vida, cuentas cuentos”, me dice Valdés cuando paso esta tarde por la librería del Campillín. “¡Y vaya manera rotunda que tiene de definirte tu amigo!”, añade.
Cualquier vida, incluso la más gris, está llena de cuentos inverosímiles. Recuerdo aquella pelea en la cárcel que habré contado cien veces y cada vez me resulta menos creíble. Subíamos a las celdas desde el patio, y un tipo mal encarado tropezó conmigo y me insultó. Yo no habría dado mucha importancia ni a una cosa ni a otra. El insulto fue algo así como “los comunistas sois unos hijos de puta” y yo de comunista tenía bien poco. Pero no podía bajar la cabeza y seguir adelante. Tuve que replicar. Hubo un amago de llegar a las manos. Nos separaron de inmediato. “Aquí no, si no queréis pasaros un mes en celdas de castigo. Mañana, en el tigre”. El tigre eran los servicios, donde no solían asomarse los funcionarios. Pasé la noche sin dormir, aterrado. Pero no podía echarme atrás. Si no aparecía, me convertiría en un mierda, en basura que cualquiera podría pisotear. Mi contrincante era un mal bicho, que estaba allí acusado de haber dado muerte en un atraco a un guardia civil. Al día siguiente, tras desayunar, cuando nos soltaron en el frío patio me sentía como aquel Johanes Dahlmann del cuento de Borges que acepta un desafío del que adivina que no saldrá con vida. “Dahlmann empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la llanura”, termina el cuento de Borges. Yo pensaba en esa frase, cuando pálido, con ganas de escapar corriendo, pero sabiendo que no podía hacer otra cosa, rodeado de curiosos, me dirigí hasta el tigre. Allí estaba ya el Guti (creo recordar que ese era su nombre). Había expectación. Yo, esmirriado y con gafas, siempre con un libro en las manos, era un personaje extraño en aquel lugar: la séptima galería de Carabanchel en el otoño de 1974, cuando todavía no se había muerto Franco ni se habían producido los últimos fusilamientos. Se formó un corro expectante en torno a nosotros dos. “Deja que te guarde las gafas”, me dijo uno de los amigos que yo me había hecho en aquellos días, un atracador de poca monta que había pasado del orfanato al reformatorio y del reformatorio a la cárcel con breves intervalos de libertad. Y yo, que disimulaba mi miedo con una total impasibilidad, me dispuse a quitármelas. Mi contrincante entonces, inesperadamente, me dio un puñetazo y las gafas salieron disparadas por los aires. Yo, ciego, me lancé contra él, pero solo logré dar un golpe a los que se habían interpuesto entre nosotros. Porque, al parecer, en aquellas peleas había unas reglas no escritas y mi contrincante las había vulnerado. Debía haber esperado a que yo me quitara las gafas y a que dieran la orden de empezar. Una voz avisó entonces de que se acercaba uno de los funcionarios, quizá extrañado de que hubiera tan poca gente en el patio. El grupo se dispersó. A mí me sangraba ligeramente la nariz, pero las gafas no se habían roto (las habían recogido en el aire) y yo quedé como vencedor. Había demostrado que tenía cojones, algo que en la cárcel, como en la vida, es fundamental. “Cuidado con ese cabrón. Es mala gente. No dejes que se te acerque. Es capaz de clavarte un pincho por la espalda”, me avisaron. Pero no volvió acercarse. Y algunos de los tipos más duros de la galería –pronto organizarían un motín en toda reglar— tuvieron a gala ser amigos míos, incluso me pidieron que les diera clase de marxismo. Yo iba de nones, lo negaba todo, pero si era verdad lo que se decía, tenía más negro futuro que ninguno de ellos. Pero esa es otra historia, también verdadera y también, por supuesto, completamente inverosímil.


Martes, 16 de noviembre
UN CAFÉ EN PARÍS

Soy un mal lector de novelas, lo he dicho muchas veces. Y de la mayoría de las novelas que leo me sobra lo que tienen de novela. Qué gran libro sería El sueño del celta, de Vargas Llosa, solo con que nos hubiera contado de la mejor manera posible la prodigiosa historia de Rogert Casement. Pero, en fin, todavía hay quien piensa que una mediocre novela siempre será preferible a una buena biografía (especialmente a la hora de las ventas).
Todo lo que tiene de novela me sobra de Dentro de un mes, dentro de un año, que encontré el domingo en el Fontán, y cuya portada me fascinó: un mágico rincón de París, la terraza del café Les Deux Magots, con la torre de St-Germain-des-Prés al fondo. Estamos en los años cincuenta y es la atmósfera de ese tiempo lo que yo trato de encontrar en la mediocre prosa de Françoise Sagan.


Tras recordar que yo también, como todo el mundo, me senté en esa esquina ante la que parecía desfilar el universo entero, abro la novela:
Bernard entró en el café, vaciló un instante bajo las miradas de algunos clientes desfigurados por la luz de neón y fue hacia la cajera. Le entregó su ficha de teléfono sin sonreír, con aire cansado. Eran cerca de las cuatro de la madrugada. Sabía que era estúpido telefonear a alguien a esa hora. Se apoyó en la pared y sacó su paquete de cigarrillos. Respondió una voz soñolienta, de hombre. Al fondo se oyó la voz de ella: “¿Quién llama?”. Bernard se quedó un instante inmóvil, aterrado. Luego colgó el auricular. Mientras paseaba por la orilla del Sena, trató de calmarse: “Después de todo, es libre y tú ni siquiera eres su amante”. Le había dicho que era soltero, habían hablado de la vida y de los libros, había pasado una noche juntos. Ahora iba a volver a casa, donde se encontraría con los borradores de esa novela que era incapaz de escribir sobre su mesa de trabajo y en la cama a su mujer dormida, con el rostro infantil y rubio vuelvo hacia la puerta como si temiera que él no volviera nunca, esperándole en su sueño como lo esperaba durante todo el día, ansiosamente”.



Jueves, 18 de noviembre
HISTORIA ANTIGUA

Mientras comento en clase, en las nuevas clases de la antigua escuela de Magisterio que tanto me divierte dar, el poema de Ángel González “Discurso a los jóvenes” y hablo del franquismo y de la ironía como recurso para burlar la censura, se me ocurre pensar en que lo que para los alumnos que me escuchan es historia antigua para mí es autobiografía. Me entran ganas de contarles que cuando yo tenía su edad y me sentaba donde ellos se sientan, allá por 1968, los alumnos y las alumnas estaban rigurosamente separados: entraban por distintas puertas, tenían las aulas en pisos distintos e incomunicados. Un día, por primera vez desde la guerra civil, nos pusimos en huelga. Al día siguiente había una gran asamblea en Derecho, que entonces estaba en el edificio central de la Universidad. Allí fuimos a curiosear unos cuantos ingenuos alumnos de primero que todos los días nos desplazábamos en tren desde Avilés. Desde la plaza de la Escandalera vimos que había varias furgonetas de grises ante la puerta de la Universidad. No nos atrevimos a acercarnos. Allí nos quedamos, mirando y comentando, asombrados y asustados. No llegábamos a la media docena. La policía entra en la Universidad, suenan sirenas, sale gente corriendo… Lo miramos todo desde lejos. De pronto un coche se detiene a nuestro lado, bajan varios policías y comienzan a aporrearnos. Miramos atónitos, sin acabar de creérnoslo. Una señora que pasaba por allí se queda mirando y exclama: “Eso, eso. Que estudien, que estudien”.
Cuando lo recuerdo ahora, sonrío. Resulta que yo también tuve mi mayo del 68, pero no en París, sino en la plaza de la Escandalera. Y sin comerlo ni beberlo, sin pretender cambiar el mundo, siendo un adolescente ingenuo que todo lo había aprendido en los libros y no sabía muy bien lo que pasaba ni de qué lado estaba.
En estas cosas pienso mientras comento el poema de Ángel González. Resisto la tentación de hablar de ello. Afortunadamente todavía no soy tan viejo como para andar por ahí aburriendo a los demás con mis batallitas.

domingo, 14 de noviembre de 2010

Al otro lado: Retornos

Viernes, 5 de noviembre
UN TESORO


Tras la tertulia en el Oriental, vuelvo a casa por Gascona. Alguien me saluda desde una de las terrazas en que, a pesar de la noche desapacible, se cena al aire libre. “¿No me conoces? Cómo vas a conocerme si hace un siglo que no nos vemos... Soy Salvador, tu mejor amigo de Aldeanueva”. ¡Salvador! Fuimos los mejores amigos del mundo entre los nueve y los doce o trece años. Yo le hacía los deberes de la escuela y él me defendía de los matones del pueblo. Yo de niño era tan inútil como ahora, pero además un poco Quijote. Tres o cuatro chicos ya mayores estaban molestando a una niña en la Pista, frente a la escuela. Otros niños miraban sin hacer nada. Yo, con gafas, el más escuálido y desmadrado de todos, me lancé a defenderla. Dejaron a la niña en paz, que se fue llorando para casa, pero empezaron a jugar conmigo como si fuera una pelota, lanzándome de uno a otro. Fue entonces cuando llegó Salvador. En seguida consiguió que me dejaran en paz, y no solo por sus puñetazos, sino porque era hijo de uno de los guardias civiles del pueblo, un tipo malencarado que no gozaba de muchas simpatías. Desde entonces fuimos amigos. “No tienes media hostia, pero tienes cojones”, me dijo más de una vez. Yo le hacía los deberes y él me ayudaba en otras cosas, como alimentar a los gusanos de seda que guardaba en una caja de zapatos. Comían hojas de morera, que no siempre estaban al alcance de la mano. Había que conseguirlas a pedradas, rompiendo algunas ramas, o subiéndose a los árboles que crecían en el camino de la estación. Yo era un inútil para ambas cosas. Salvador no tardaba ni un minuto en proporcionarme alimento para los insaciables bichitos. También era de los que se lanzaban al río desde lo alto del puente romano mientras que yo apenas si había aprendido a nadar. Pero él me apreciaba porque gracias a mi ayuda comenzó a sacar buenas notas y su padre, que era un bruto, dejó de darle palizas. También porque yo sabía contar historias. Recuerdo las tardes interminables de verano, cuando todo el pueblo dormía la siesta aletargado, y él se llegaba hasta mi casa, un poco más abajo que la suya, también en la carretera, y me llamaba con una piedrecilla que lanzaba el balcón. “¿Vamos a dar una vuelta?”. Y los dos caminábamos aburridos hasta la Pista, donde nos quedábamos a la sombra de uno de los grandes olmos, apoyados en su tronco inmenso y retorcido. “Cuéntame algo”, decía él. Y yo le hablaba de una ciudad sitiada y de un gran caballo de madera lleno de soldados, de un rey al que perseguían sus enemigos y que se salvó porque una araña tejió su tela a la entrada de la gruta en que se había refugiado, de bandidos escondidos en los montes cercanos… Eran las historias que leía en los libros de la escuela, que oía o que soñaba. Escuchaba con los ojos muy abiertos, sin ninguna duda de que todo era verdad. Pero cuando le dije que había encontrado un tesoro cerca del Puente de la Doncella no me creyó. “¡Un tesoro! ¡Qué tontería! Pensarás que soy un crío o, peor aún, que soy tonto”. Le llevé a verlo. Lo había encontrado junto a la carretera, como si lo hubieran arrojado desde algún coche. Como no me atreví a llevarlo a casa, lo oculté tras unas rocas, bajo unas ramas, un poco más allá. Y allí estaba cuando llegué con Salvador. Se trataba de un paquete no muy grande, envuelto en papel de estraza y atado con una cuerda. “¡Vaya tesoro!”, dijo Salvador. Pero el papel tenía una desgarradura y por ella se veía un billete de mil pesetas. Hacía falta poca imaginación para adivinar los fajos de billetes. “¡Una fortuna! ¡Aquí hay millones! ¿De dónde habrán salido?”. “Seguro que de algún atracador de bancos”. “Entonces habrá que entregárselos a la guardia civil”. “¿A mi padre? ¡Antes los quemo!”. Decidimos esconderlos mejor hasta decidir lo que haríamos. Yo quería dar la vuelta al mundo y a Salvador nada le gustaría más que largarse lo más lejos posible, donde su padre no pudiera encontrarle. Pero ¿dónde se compran los billetes para un viaje así? ¿Qué equipaje hay que llevar? En esas dudas andábamos cuando cayó en mis manos un periódico atrasado, uno de los periódicos que desechaba el barbero y que yo leía con avidez. Hablaba de unos timadores que habían estafado a un anciano en Cáceres. Y que lo habían vuelto a intentar en Plasencia. Pero allí alguien los había reconocido y tuvieron que huir. Explicaban en qué consistía el timo. “Me temo que nuestro tesoro se ha hecho humo”, le dije a Salvador. “¿Cómo que se ha hecho humo? ¡Aquí sigue!”. “Ábrelo”. Lo abrió y el sobre estaba lleno, como yo había adivinado, de recortes de periódicos. Salvador me miraba atónito, pero yo entonces tuve una idea y rebusqué entre aquellos papeles hasta que encontré el billete verdadero que habíamos visto por la desgarradura. “No tenemos un tesoro, pero somos ricos”. Por aquel entonces la paga que le daban a un niño los domingos, cuando se la daban, era de una peseta, así que mil constituían una fortuna. ¡La de vueltas que dimos al mundo con esas mil pesetas, la de cosas que compramos, lo que disfrutamos con ese billete que una semana guardaba uno y la siguiente otro!


“Te tocaba a ti guardarlas cuando yo me vine a Asturias. ¿Qué hiciste con ellas?”. “¿Qué querías que hiciera? Seguir guardándolas hasta que volviera a verte. Eran más tuyas que mías. Aquí las tienes”. Abrió la cartera y sacó un arrugado billete de mil pesetas. “No creo que te sirva para comprar muchas cosas”, me dijo sonriendo. Y yo le abracé contento de haber recuperado aquel tesoro olvidado de la infancia.



Lunes, 8 de noviembre
NO PUEDO SER POETA

Paul Brito me envía un libro de variaciones sobre Aquiles y la tortuga, varias de ellas anticipadas en la revista Clarín. Con la famosa paradoja de Zenón me ocurre algo curioso: cuando la escuché por primera vez, era yo un niño, me pareció una tontería, y me lo sigue pareciendo tantos años después. El sentido común afirma que el que corre más alcanza al que corre menos y las reflexiones de Zenón (para recorrer una distancia hay que recorrer primero la mitad y antes la mitad de la mitad y así hasta el infinito) no lo contradicen porque hablan de otra cosa, no de Aquiles y la tortuga.
En El escarabajo de Wittgenstein, Martin Cohen, explica así la aporía de Zenón: “Antes de que Aquiles pueda alcanzar a la tortuga, es evidente que primero necesita llegar hasta el lugar donde esta estaba antes. Y por muy lento que la tortuga avance, seguro que durante ese tiempo se ha movido un poco más en su camino. Y da igual que ahora la ventaja sea solo de algunos metros, Aquiles también tendrá que recorrerlos. Y para cuando lo haga, la tortuga se habrá movido otra vez, aunque solo sea unos pocos centímetros. Y así una y otra vez, en una infinidad de pasos cada vez más pequeños. A primera vista, Aquiles nunca recorrerá la distancia”.
¿A primera vista de quién? Si la tortuga está unos pocos centímetros por delante de Aquiles, a este le basta dar un paso para adelantarla. Eso se lo dije yo, cuando tenía diez años, al maestro que me explicaba la presunta paradoja. “Esta carrera angustió a los filósofos durante muchos siglos”, añade el bueno de Martin Cohen. Pero no hace falta ser Einstein para darse cuenta de que “cuando las proposiciones de las matemáticas se refieren a la realidad, no son ciertas; y cuando son ciertas no se refieren a la realidad”. La línea que tiene infinitos puntos (y una sola dimensión) es una abstracción de la geometría; la pista en la que se celebra la carrera de Aquiles y la tortuga tiene un número limitado de metros y una determinada anchura.
“Alguien con una mente tan apegada a la lógica y tan a ras de tierra no puede ser poeta”, me reprocha un amigo.



Martes, 9 de noviembre
UNA VISITA

Pasadas las doce, cuando estaba a punto de irme a la cama, sonó el timbre. “¿Quién será a estas horas?”, me dije. “Abre, soy yo”. Era una voz de mujer, que no reconocí. “Abre de una vez, que hace frío”. “¿Pero por quién pregunta?”. “Pues por ti. ¿Por quién voy a preguntar? ¿No es este el cuarto derecha?”. Y sin pensarlo dos veces abrí la puerta, pero pensando mirar bien por la mirilla antes de dejar entrar en casa a aquella impaciente desconocida. Abrí, sin embargo, en cuanto oí el sonido del ascensor. Me dio un abrazo y unos besos cariñosos. “No has cambiado nada”. Era morena, no muy alta, no muy guapa, pero de sonrisa agradable, de unos cuarenta años (o quizá más, pero aparentaba menos) y llevaba consigo una pequeña bolsa de viaje. Estaba seguro de no haberla visto en mi vida, pero entró en el piso como si no fuera la primera vez. “Cada vez tienes más libros, pronto no se podrá ir de una habitación a otra”. Se sentó donde yo me siento habitualmente: esa costumbre parecía no conocerla o no le importaba. “Dormiré aquí mismo, no quiero molestar”, dijo. “Es tarde para ti, seguro que ya estabas a punto de irte a la cama. Pues sigue, sigue tus costumbres. Yo leeré un poco antes de dormirme. Dime dónde tienes las mantas para que luego no te moleste”. De la bolsa sacó un libro, las memorias de Harpo Marx, luego se tumbó sobre el sofá, se arropó con la manta que le traje y se puso a leer plácidamente. Yo me había quedado de pie, en la puerta del salón, mirándola sin saber qué hacer ni qué decir. Ella alzó los ojos del libro y me sonrió: “¿No lo has leído? Te gustará. Fíjate cómo comienza: No sé si mi vida ha sido un éxito o un fracaso ni tengo ninguna prisa en averiguarlo. Me tomo simplemente las cosas tal como vienen y por eso me sobra mucho tiempo para disfrutar de la vida”.



Miércoles, 10 de noviembre
REFUGIO CONTRA LA TORMENTA

Esta mañana tenía clase a primera hora. Cuando me asomé al salón, la desconocida seguía allí, durmiendo plácidamente. La manta había caído al suelo, así que me acerqué a arroparla y a recoger el libro que también había dejado caer descuidadamente.
Luego me olvidé de ella, me olvidé de todo inmerso en la grata rutina de todos los días, que hoy, sin embargo, tenía una novedad: comienzo a explicar literatura en Magisterio. Acostumbrado a los pocos alumnos de Filología, me alegra encontrarme de nuevo con un aula llena e inquieta.
Antes de comenzar, mientras tomaba un café en la cafetería, pensé: “La última clase aquí la di en 1993, la primera en 1977 y la primera vez que entré en este edificio, como alumno, fue en 1968”. Sentí un poco de vértigo. Pero en el aula, mientras ponía en juego viejos trucos para atraer la atención de los alumnos, sentí la embriaguez del que comienza una aventura. Yo soy el guía, yo tengo el plano del tesoro, espero ser capaz de descubrirles las maravillas de la literatura. El aula es uno de los lugares donde menos me cuesta ser feliz: los problemas, por graves que sean, siempre se quedan fuera.
Al llegar a casa, poco antes de las dos, con el tiempo justo para meter en el microondas el plato precocinado y ponerme a comer a las dos en punto, como siempre hago, me sorprendió un sabroso olor. La mesa estaba puesta y la desconocida (no me dijo su nombre, no me atrevía preguntárselo porque sin duda yo debía saberlo) había cocinado para mí. “Ya ves que no me he olvidado de la hora en que comes ni de lo que te gusta escuchar mientras comes: he puesto las noticias de Radio Nacional. Aunque si fueras un caballero, deberías apagar la radio y hablar conmigo”.

domingo, 7 de noviembre de 2010

Al otro lado: Principio sin final

Jueves, 28 de octubre
PARA TRIUNFAR EN LITERATURA

Me llaman de no sé qué emisora de radio: “Estamos preparando un programa sobre los escritores bocazas y queríamos contar con su participación”. “¿Cómo dice?”, respondo menos irritado que divertido. “Estamos preparando un programa sobre las declaraciones de Pérez-Reverte y de Sánchez-Dragó y querríamos que nos diera su opinión y nos hablara de otros escritores así de deslenguados”.
Me tranquiliza saber que no han pensado en mí como escritor bocazas. De Pérez-Reverte reseñé una vez una novelita prologada y anotada por Andrés Amorós. No le debió gustar mucho lo que dije al ilustre académico porque, entrevistado poco después por Nuria Azancot, afirmó que respetaba mucho a los críticos serios, pero que en cuanto oía nombrar a García Posada o a García Martín “sacaba la navaja”. Me imagino que sería una navaja metafórica, aunque no estoy seguro.
Una vez me preguntaron, en un encuentro con jóvenes aspirantes a escritor, cuáles eran las dos cualidades más necesarias para triunfar en literatura. Y yo respondí que las mismas que en cualquier otro campo: saber compaginar adulación y amenaza, el palo y la zanahoria. Es el método Cela-Capone, de éxito asegurado. En la revista Cuadernos hispanoamericanos apareció una nota sobre una de sus obras más prescindibles, Izas, rabizas y colipoterras; se decía que abundaban en ella las “consideraciones tan superficiales como jocosas”. Inmediatamente le escribió al director, Luis Rosales, que “en Papeles de Son Armadans jamás se publicó una vileza sobre ti como la que, sobre mí, acoges en tu número de octubre. En todo caso, nada mal me viene saber a qué atenerme en el futuro”. Y en respuesta a sus disculpas, que no acepta, le advierte que pronto ese presunto ataque tendrá adecuada réplica en su revista, “que sabe estar a la recíproca”.
En el pringoso arte de la adulación al poderoso y la arremetida contra quien se permite el más mínimo reparo tuvo Cela un buen discípulo: Francisco Umbral. Pero no fue el único, aunque sí quizás, en sus mejores momentos, el más líricamente repulsivo. Afortunadamente para él, Pérez-Reverte nada tiene de lírico, lo suyo es el bronco y viril matonismo.


Sábado, 30 de octubre
IMÁGENES

Las luces de los barcos amontonándose como joyas en la oscuridad del puerto.

Tras el gran ventanal, pinos desdibujados que lloriquean descuidadamente, la tierra marrón de las pistas de tenis, colinas desoladas sobre el fondo sucio del cielo.

Una casa derrumbada, lejos de la carretera, con el color de la madera vieja comido por el sol y la lluvia.

Un coche circulando entre el viento del crepúsculo mientras el sol se pone detrás de la ciudad, dejando un cielo de oro y sangre y un mar oscuro manchado a trechos de vino rosa.

Los mástiles oscilantes de los barcos de vela buscando una estrella que no acaban de encontrar.



Domingo, 31 de octubre
SOBRA TIEMPO

Soy de esas personas que lo hacen todo deprisa y por eso siempre me sobra tiempo. El regalo de una hora más no me parece un buen regalo. El día, negro, lluvioso, desapacible como el alma mía, se me vuelve infinito. No sé qué hacer para que pase el tiempo y acabo escribiendo un poema. El demonio cuando no tiene que hacer mata moscas con el rabo: yo escribo poemas.
No me pone de buen humor esta reincidencia. Mis poemas siempre hablan de cosas de las que no me gusta hablar. Espero no reincidir. Al menos hasta que no llegue otro día con horas de sobra.



Martes, 2 de noviembre
MEMORIAS DE UN SACRISTÁN

En la presentación de Ambos mundos, de Xuan Bello, leo el primero de sus poemas que se tradujo al castellano (en 1983, cuando el autor tenía dieciocho años): “Sentimiento, nostalgia de lo que no será, / tirano de nuestros deseos, / tímidos brazos del atardecer / en torno al rubor de unas líneas no escritas, / mientras tú, Eros abrasador, dios del infierno, / de exasperada sed inundas mis palabras / -esas que, huyendo de ti, corren en tu busca”.
He sido testigo de cómo Xuan iba dando forma a sus particulares laberintos, de cómo el precoz poeta se convertía en un prosista excepcional, tanto en asturiano como en castellano. Conozco como nadie su grandeza y sus puntos débiles: continua improvisación, retórica victimista, erudición fantasiosa. Por eso siempre me teme un poco cuando hablo en público de él. Soy como ese sacristán que limpia de polvo la imagen de los santos y que por eso mismo le cuesta creer en sus milagros. Pero yo creo en el milagro de un escritor sin sosiego, que se pasa la vida repitiéndose, que no tiene nunca tiempo para sentarse sin prisa a armar un libro y que, sin embargo, consigue que nunca nos cansemos de escucharle. Son los caprichos de la literatura, que a los escritores formales y puntuales suele preferir los incorregibles, irresponsables, mágicos improvisadores.



Miércoles, 3 de noviembre
UN POETA

José Ángel Gayol le editó su primer libro, que me interesa más bien poco. “Lo que deberías haber hecho es desaconsejarle que lo publicara”, le digo. “Estaba tan entusiasmado…”, me responde. Y yo: “Ya sabes el consejo que suelo darles a los jóvenes poetas: que no escriban, que telefoneen”.
Hoy toma un café conmigo en el Colonial ese joven poeta, Cristian David López, y me arrepiento de la dureza con que traté sus versos. A los veintitrés años todavía está permitido escribir malos poemas. Cristian nació en un remoto rincón del Paraguay. Desde los cuatro años se educó en una comunidad religiosa, Pueblo de Dios, que trata de continuar los modos de vida del cristianismo primitivo. Viven lejos de las ciudades, en aldeas propias. Practican la oración en común y creen que todavía el Espíritu Santo sigue enviando profetas. Cristian leyó su primer libro a los diecisiete años. Se trataba de El gran Gatsby. No es mala manera de iniciarse a la lectura, pero qué extraña debió de resultar la evocación de los locos años veinte en medio de tanta trabajosa desolación.


Apenas había libros en aquellos lugares donde se reza y se trabaja de sol a sol y aún así con las malas cosechas se pasa hambre. No había libros, pero sí Internet, y Cristian se bajó varias obras de Shakespeare y también los sonetos. Todavía adolescente quiso crear una biblioteca para la comunidad. Escribió una petición, buscó las firmas de sus compañeros y se subió al autobús que, una vez al día (y siempre cargado hasta los topes) llegaba hasta Asunción. Allí buscó las distintas embajadas y fue entregando su escrito. Nadie respondió. Pero un día, había pasado más de un año, una noche aterradora de tormenta, lo recuerda bien, con todo inundado y sin luz, sonó milagrosamente el móvil, uno de los primeros que tenían. Llamaban de la embajada de Estados Unidos, les donaban libros por valor de seis mil dólares. Y llegaron los cuentos de Poe y los versos de Whitman, todo Shakespeare y las aventuras de Tom Sawyer y Huckleberry Finn descendiendo el Mississippi. Un cargamento de maravillas. Pero él apenas pudo disfrutarlos. Emigró a Buenos Aires, donde malvivió en una villa miseria, y quedó deslumbrado ante las librerías de Corrientes desbordadas sobre la acera.
Desde niño quiso ser escritor. Publicar un libro le parecía la mayor hazaña. Cuando estuvo en Asturias, y ganó algún dinero trabajando como pintor, con sus primeros ahorros buscó quien le editara. “Ya me arrepiento”, me dice.
Yo ahora leo sus versos, que hojeé despreciativo, con otros ojos: “Ser bueno es la forma de no morir, / ser bueno es la forma de ser inmortal, / de no morir en el corazón de la gente”.
“Algunas veces pasé hambre”, me dice sonriendo. “Allí había lo que nosotros llamamos una olla común, un comedor colectivo, pero si te retrasabas cuando llegaba tu turno ya se había acabado la comida. Y a veces no me acercaba a comer porque me parecía que no había trabajado lo suficiente, que no me la había ganado. Antes era más humilde, ahora lo voy siendo menos”.
Me enseña los libros que acaba de comprar: el Werther de Goethe, Las Tablas de la Ley de Thomas Mann y el El perro de los Baskerville, de Conan Doyle. “Me entusiasma Sherlock Holmes. Me enseña a razonar”.
Antes de volverme al Milán, le señalo el camino de la librería Don Quijote. Está buscando los poemas de Whitman.
¿Cómo no sentirse identificado con el niño que, antes de tener un libro en las manos, ya soñaba con los libros? Cristian vale más que sus poemas, pero no me extrañaría nada que muy pronto sus versos valieran tanto como vale él.


Jueves, 4 de noviembre
CUALQUIER OTRA VIDA

Me gustan las historias que comienzan cuando un desconocido llama a la puerta. O aquellas otras en las que un automóvil se avería cerca de un caserón abandonado. Me gusta abrir un libro al azar, leer unas líneas, cerrar los ojos y continuar con mi vida lejos de mi vida: “Todos aguardaban con impaciencia el martes, cuando el barco de Sydney hiciera su entrada en el puerto. La tensión nerviosa en que vivían se hacía irresistible por momentos”.
Yo también aguardo, paseando arriba y abajo, la llegada de un barco en que marcharme lejos, en que empezar otra vida. O del que descienda alguien que vuelva del revés mi vida.
Y cuando todos se han ido, cuando ya nadie, salvo yo, espera en los muelles, el barco aparece. Es una noche sin luna y con estrellas. Las luces del barco –verdes, rojas, azules- brillan como si llegara cargado de fastuosos tesoros. Poco a poco se acerca...
(Por tu vida, el marinero, / dígasme hora ese cantar).
Lentamente, como si no se moviera. Me gustan las historias que son solo principio sin final.