Viernes, 12 de noviembre
LO QUE CONTÓ NATALIA GINZBURG
Durante dos años trabajamos juntos en la editorial, teníamos las mesas frente a frente. Muy amigo de mi marido, se apoyaba en él como un hijo en su padre, más que como un amigo en otro amigo. Era un tipo extraño. Afectuoso con todos, solo le importaban dos cosas: la mujer de la que estaba enamorado y el libro que estaba escribiendo. Parecía escoger cuidadosamente a las mujeres de las que se enamoraba: siempre eran autoritarias, duras, crueles. Nunca se le ocurrió elegir a una que fuera buena, dulce, tranquila. Después de cada desengaño, pensaba siempre en matarse. Cuando yo le conocí, era apenas un niño y ya hablaba de matarse. Le gustaba discurrir sobre cuál sería el mejor método: la pistola, el gas, el veneno. Lo hacía a menudo, aparentemente en broma. A los cuarenta años le pareció que ya no le quedaba ningún libro por escribir. Estaba en un Turín sofocante y desierto, todos sus amigos nos habíamos ido de vacaciones, y la última mujer con la que había soñado casarse decidió volver a América. Él le rogó que se quedara. Ella le dijo: “Eres un triste; me aburre estar contigo”. Y alquiló entonces aquella habitación en el hotel Roma sabiendo que jamás volvería a dormir solo en un cuarto de hotel. Ni en ninguna otra parte.
Sábado, 13 de noviembre
MILAGRO EN LOS PRADOS
Casi tres horas de burbujeante felicidad. Dos pícaros, Norina y Malatesta, se aprovechan de un viejo avaro, Don Pasquale, y de Ernesto, su ingenuo sobrino. Ante una seductora y desopilante Anna Netrebko, una mujer le murmura a su marido: “Es como una mezcla de Victoria de los Ángeles y Lina Morgan”.
En el cine de mi barrio escucho a Donizetti y todos los problemas se quedan a la puerta. Todavía no se ha alzado el telón. La cámara se entretiene con los elegantes espectadores que van llenando las butacas del Met. Alguno, preocupado por no se sabe qué cosas, cierra un momento los ojos, se lleva la mano a la frente: ignora que medio mundo le está mirando, que su tristeza por un momento se vuelve inmensa y llena la pantalla.
Me gusta pensar que también ese desconocido se contagiará de la alacridad con que los cantantes hacen su trabajo. Y lo imagino luego, en el entreacto, deambulando solitario entre los grupos que ríen y parlotean. Los que no estamos en Nueva York tenemos más suerte: cuando cae el telón, cruzamos al otro lado y podemos admirar el funcionamiento de la inmensa y fascinante maquinaria escénica. Y ver a los cantantes cuando dejan de actuar y creen que no los vemos: Anna sigue con ganas de gastar bromas, incluso le hace un guiño a un guapo electricista.
Al regresar a casa, atravesando el parque oscuro y solitario (al fondo, la obstinada piedra de San Julián de los Prados), cuánta gratitud. Colecciono tesoros, y este no es el menor de ellos: casi tres horas fuera de mi mundo, en otro mundo disparatado y feliz.
Lunes, 15 de noviembre
EL DESAFÍO
“Un bonito cuento esa historia tuya del tesoro. Porque es un cuento. Hace tanto que te leo que ya me he dado cuenta de que tú no cuentas tu vida, cuentas cuentos”, me dice Valdés cuando paso esta tarde por la librería del Campillín. “¡Y vaya manera rotunda que tiene de definirte tu amigo!”, añade.
Cualquier vida, incluso la más gris, está llena de cuentos inverosímiles. Recuerdo aquella pelea en la cárcel que habré contado cien veces y cada vez me resulta menos creíble. Subíamos a las celdas desde el patio, y un tipo mal encarado tropezó conmigo y me insultó. Yo no habría dado mucha importancia ni a una cosa ni a otra. El insulto fue algo así como “los comunistas sois unos hijos de puta” y yo de comunista tenía bien poco. Pero no podía bajar la cabeza y seguir adelante. Tuve que replicar. Hubo un amago de llegar a las manos. Nos separaron de inmediato. “Aquí no, si no queréis pasaros un mes en celdas de castigo. Mañana, en el tigre”. El tigre eran los servicios, donde no solían asomarse los funcionarios. Pasé la noche sin dormir, aterrado. Pero no podía echarme atrás. Si no aparecía, me convertiría en un mierda, en basura que cualquiera podría pisotear. Mi contrincante era un mal bicho, que estaba allí acusado de haber dado muerte en un atraco a un guardia civil. Al día siguiente, tras desayunar, cuando nos soltaron en el frío patio me sentía como aquel Johanes Dahlmann del cuento de Borges que acepta un desafío del que adivina que no saldrá con vida. “Dahlmann empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la llanura”, termina el cuento de Borges. Yo pensaba en esa frase, cuando pálido, con ganas de escapar corriendo, pero sabiendo que no podía hacer otra cosa, rodeado de curiosos, me dirigí hasta el tigre. Allí estaba ya el Guti (creo recordar que ese era su nombre). Había expectación. Yo, esmirriado y con gafas, siempre con un libro en las manos, era un personaje extraño en aquel lugar: la séptima galería de Carabanchel en el otoño de 1974, cuando todavía no se había muerto Franco ni se habían producido los últimos fusilamientos. Se formó un corro expectante en torno a nosotros dos. “Deja que te guarde las gafas”, me dijo uno de los amigos que yo me había hecho en aquellos días, un atracador de poca monta que había pasado del orfanato al reformatorio y del reformatorio a la cárcel con breves intervalos de libertad. Y yo, que disimulaba mi miedo con una total impasibilidad, me dispuse a quitármelas. Mi contrincante entonces, inesperadamente, me dio un puñetazo y las gafas salieron disparadas por los aires. Yo, ciego, me lancé contra él, pero solo logré dar un golpe a los que se habían interpuesto entre nosotros. Porque, al parecer, en aquellas peleas había unas reglas no escritas y mi contrincante las había vulnerado. Debía haber esperado a que yo me quitara las gafas y a que dieran la orden de empezar. Una voz avisó entonces de que se acercaba uno de los funcionarios, quizá extrañado de que hubiera tan poca gente en el patio. El grupo se dispersó. A mí me sangraba ligeramente la nariz, pero las gafas no se habían roto (las habían recogido en el aire) y yo quedé como vencedor. Había demostrado que tenía cojones, algo que en la cárcel, como en la vida, es fundamental. “Cuidado con ese cabrón. Es mala gente. No dejes que se te acerque. Es capaz de clavarte un pincho por la espalda”, me avisaron. Pero no volvió acercarse. Y algunos de los tipos más duros de la galería –pronto organizarían un motín en toda reglar— tuvieron a gala ser amigos míos, incluso me pidieron que les diera clase de marxismo. Yo iba de nones, lo negaba todo, pero si era verdad lo que se decía, tenía más negro futuro que ninguno de ellos. Pero esa es otra historia, también verdadera y también, por supuesto, completamente inverosímil.
Martes, 16 de noviembre
UN CAFÉ EN PARÍS
Soy un mal lector de novelas, lo he dicho muchas veces. Y de la mayoría de las novelas que leo me sobra lo que tienen de novela. Qué gran libro sería El sueño del celta, de Vargas Llosa, solo con que nos hubiera contado de la mejor manera posible la prodigiosa historia de Rogert Casement. Pero, en fin, todavía hay quien piensa que una mediocre novela siempre será preferible a una buena biografía (especialmente a la hora de las ventas).
Todo lo que tiene de novela me sobra de Dentro de un mes, dentro de un año, que encontré el domingo en el Fontán, y cuya portada me fascinó: un mágico rincón de París, la terraza del café Les Deux Magots, con la torre de St-Germain-des-Prés al fondo. Estamos en los años cincuenta y es la atmósfera de ese tiempo lo que yo trato de encontrar en la mediocre prosa de Françoise Sagan.
Tras recordar que yo también, como todo el mundo, me senté en esa esquina ante la que parecía desfilar el universo entero, abro la novela:
Bernard entró en el café, vaciló un instante bajo las miradas de algunos clientes desfigurados por la luz de neón y fue hacia la cajera. Le entregó su ficha de teléfono sin sonreír, con aire cansado. Eran cerca de las cuatro de la madrugada. Sabía que era estúpido telefonear a alguien a esa hora. Se apoyó en la pared y sacó su paquete de cigarrillos. Respondió una voz soñolienta, de hombre. Al fondo se oyó la voz de ella: “¿Quién llama?”. Bernard se quedó un instante inmóvil, aterrado. Luego colgó el auricular. Mientras paseaba por la orilla del Sena, trató de calmarse: “Después de todo, es libre y tú ni siquiera eres su amante”. Le había dicho que era soltero, habían hablado de la vida y de los libros, había pasado una noche juntos. Ahora iba a volver a casa, donde se encontraría con los borradores de esa novela que era incapaz de escribir sobre su mesa de trabajo y en la cama a su mujer dormida, con el rostro infantil y rubio vuelvo hacia la puerta como si temiera que él no volviera nunca, esperándole en su sueño como lo esperaba durante todo el día, ansiosamente”.
Jueves, 18 de noviembre
HISTORIA ANTIGUA
Mientras comento en clase, en las nuevas clases de la antigua escuela de Magisterio que tanto me divierte dar, el poema de Ángel González “Discurso a los jóvenes” y hablo del franquismo y de la ironía como recurso para burlar la censura, se me ocurre pensar en que lo que para los alumnos que me escuchan es historia antigua para mí es autobiografía. Me entran ganas de contarles que cuando yo tenía su edad y me sentaba donde ellos se sientan, allá por 1968, los alumnos y las alumnas estaban rigurosamente separados: entraban por distintas puertas, tenían las aulas en pisos distintos e incomunicados. Un día, por primera vez desde la guerra civil, nos pusimos en huelga. Al día siguiente había una gran asamblea en Derecho, que entonces estaba en el edificio central de la Universidad. Allí fuimos a curiosear unos cuantos ingenuos alumnos de primero que todos los días nos desplazábamos en tren desde Avilés. Desde la plaza de la Escandalera vimos que había varias furgonetas de grises ante la puerta de la Universidad. No nos atrevimos a acercarnos. Allí nos quedamos, mirando y comentando, asombrados y asustados. No llegábamos a la media docena. La policía entra en la Universidad, suenan sirenas, sale gente corriendo… Lo miramos todo desde lejos. De pronto un coche se detiene a nuestro lado, bajan varios policías y comienzan a aporrearnos. Miramos atónitos, sin acabar de creérnoslo. Una señora que pasaba por allí se queda mirando y exclama: “Eso, eso. Que estudien, que estudien”.
Cuando lo recuerdo ahora, sonrío. Resulta que yo también tuve mi mayo del 68, pero no en París, sino en la plaza de la Escandalera. Y sin comerlo ni beberlo, sin pretender cambiar el mundo, siendo un adolescente ingenuo que todo lo había aprendido en los libros y no sabía muy bien lo que pasaba ni de qué lado estaba.
En estas cosas pienso mientras comento el poema de Ángel González. Resisto la tentación de hablar de ello. Afortunadamente todavía no soy tan viejo como para andar por ahí aburriendo a los demás con mis batallitas.
“Y lo imagino luego, en el entreacto, deambulando solitario entre los grupos que ríen y parlotean.” Si estás mal acompañado, envidiarás al solitario.
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