domingo, 29 de enero de 2012

Razón de más: Un listillo insoportable

Sábado, 21 de enero
ENCUENTRO EN LOS PRADOS

“Usted no me conoce”, fueron sus primeras palabras a manera de saludo. No, no le conocía, pero qué importa eso. Tampoco conozco a quien creía conocer tan bien. Quizás cada uno de nosotros no es más que una casa en alquiler y los inquilinos cambian de cuando en cuando, siempre sin avisar. “Yo a usted le conozco bastante, porque le leo”. Sonreí. Al escribir fabrico una máscara para esconderme detrás. Se sentó a mi lado y llamó a la camarera. “Tengo poco tiempo –le dije— estoy en el descanso de la ópera”. “¿Le está gustando?”. “Me parece fascinante. Una idea feliz —convertir a Shakespeare en libretista de Haendel y Rameau—, muy fastuosamente puesta en escena”. “El intermedio dura media hora. Tenemos tiempo para charlar, si no le molesta”.
            Me conocía bastante, como no tardó en darme a entender. Pronto comencé a sentir un poco de miedo. No es que me leyera, es que parecía haber leído también algunos de mis correos privados. Y tenía que haberme seguido más de una vez para estar al corriente de todos mis pasos. Se dio cuenta de cómo iba cambiando mi expresión. “No tiene por qué asustarse, yo solo soy un lector atento. Y me pone triste que escriba cosas así”. Me alargó un papel donde estaban garabateados unos versos míos. Ni yo mismo entendí lo que decían. Al lado había una especie de aforismos: “Quien no ama la muerte poco sabe de la vida”. “Todos estamos solos, pero en algunos esa soledad se hace más patente y más patética; eso es todo”.
“Lo último no lo he escrito yo; es de Gil-Albert”, dije. “Pero ¿cómo tiene usted esto?”. “Lo encontré en su basura. Tengo también muchas cartas que le han escrito y notificaciones del banco. A veces tira usted papeles que no le interesan sin siquiera tomarse la molestia de romperlos. Debe tener más cuidado. Hay mucha gente mala en el mundo”.
            De la segunda parte de La isla encantada no disfruté tanto como de la primera, aunque estaba igualmente llena de momentos felices. Al volver a casa, atravesando el parque solitario, caminaba de prisa y miraba de vez en cuando hacia atrás. Temía que me siguieran.
            Pero en el fondo estaba más divertido que asustado. Un honor que alguien archivara mis papeles.
Si quiere hacerme daño, fácil lo tiene. Nunca podrá hacerme tanto como tú, a quien más quería, de quien menos lo esperaba.


Domingo, 22 de enero
CON TUS OJOS

Soy tan vanidoso que apenas necesito la admiración ajena. No quiere decir que no me gusten los elogios, que desprecie el éxito. Me gustan mucho, como el chocolate, pero puedo vivir perfectamente sin ellos. De lo que me resulta más difícil prescindir es de la admiración propia. Siempre he estado orgulloso de cómo administro tiempo y dinero, el poco o mucho talento que tengo. Aunque procure que no se note demasiado, soy una de esas personas encantadas de haberse conocido.
            O era. El amor, o como quiera llamarse a esta confusión de sentimientos en que ando enredado, siempre pone mi mundo patas arriba.
Me gusta jugar a estar enamorado, pero siempre con las debidas precauciones. Hacer un poco el ridículo, pero sabiendo que lo hago, como quien finge estar más borracho de lo que en realidad lo está.
            Pero resulta que cada día resisto menos el alcohol. Voy a tener que prescindir por completo de él. Resulta que ahora una dosis mínima me hace perder la cabeza.
            Jugaba, como siempre, a decir y no decir, a dejarme seducir, a fingir naturalidad y espontaneidad, como un viejo actor que se ha criado en el escenario.
            Y de pronto tú te has cansado de jugar (qué descortesía) y una marea negra lo ha inundado todo. Jugaba, como siempre, a dejarme querer y eras tú quien jugabas conmigo.
            Bueno, no es la primera vez que ocurre. ¿Por qué me afecta tanto ahora? Bien que lo sé: de pronto me he visto con tus ojos. Y lo que he visto no me gustaba.


Lunes, 23 de enero
DONDE VIVIR NO DUELA

Cuando el tiempo se arrastra lento, sin querer pasar, cuando cada minuto dura una eternidad y no hay manera de llenar ese vacío, trato de imaginarme otros lugares donde vivir no duela como una postura incómoda.
            Otros lugares. Quizá aquel camino, en Ischia, que llevaba hasta el Castello Aragonese, otra isla mágica sujeta a la isla mayor por un hilo de piedra, entre villas soñolientas; en una de ellas unos niños jugaban en el césped del jardín mientras su madre, muy joven, los vigilaba desde la terraza y me saludó al pasar, como si me conociera.
            Otros lugares. Una noche templada de verano, Bryant Park y un músico solitario y las tímidas estrellas tratando de competir con las luces de los rascacielos.
            Quizá aquella playa, una mañana de invierno, cerca de Llanes, con la mar borrascosa en que parecían estar a punto de llegar los restos de un naufragio y llegaste tú con una sentencia en los ojos que me condenaba a tres años, cuatro meses y cinco días de infierno y paraíso.
            O la cubierta vacía del barco que se acerca sigiloso al puerto de Nápoles recién amanecido.


            O el velero, en medio del Atlántico, balanceándose en medio de las aguas negras en las que cabrilleaban todas las constelaciones.
            Estar en cualquier otro sitio. En la gran plaza de Lerma, sin nada que hacer, salvo recordar los versos de Manuel Machado: “Nadie más cortesano ni pulido / que nuestro rey Felipe que Dios guarde”.
            O en Roma, cogidos de la mano por el Campo dei Fiori, como en el poema de Botas: “Solos tú y yo en el mundo / por Via del Babuino, por el Corso, al pie / del viejo arco de Tito, bajo las rotas bóvedas / del Foro de Trajano”.
            Cualquier otro lugar. Pero sin mí. O contigo.


Martes, 24 de enero
NO TE PREOCUPES

Todos los libros hablan de mí, incluso los más inverosímiles. En la librería de viejo, abro con distraía curiosidad la Introducción a la vida devota, de San Francisco de Sales, y de pronto es como si se me acercara al oído y me susurrara: “Que no te preocupen demasiado tus imperfecciones porque en combatirlas estriba nuestra perfección. Y no las podremos combatir sin vivirlas, ni vencerlas sin encontrarlas. Nuestra victoria no consiste en no sentirlas, sino en no consentirlas”.


Jueves, 26 de enero
UNAS VACACIONES

En el último episodio de la nueva temporada de Sherlock, el malvado Moriarty comete una serie de delitos a la vista de todos y luego, aunque ni siquiera intenta defenderse, un jurado popular le declara no culpable. Cambio de canal y veo a los políticos que nos gobiernan exultantes porque otro jurado acaba de declarar inocente a Francisco Camps porque no hay suficientes pruebas de que no pagara los trajes que le regalaron.
Decía Woody Allen que la vida no imita al arte, sino a los malos programas de televisión. Qué razón tenía. Pero Sherlock no es ningún mal programa de televisión. A mí me divierte con sus enrevesados argumentos y los inverosímiles ejercicios de inteligencia del protagonista. Me divierte sobre todo cuando Watson llama a su compañero, admirado y detestado, “listillo insoportable”. ¿Cuántas veces me habrán llamado a mí eso? Pero yo no soy Sherlock, ya me gustaría. Ni Camps es Moriarty. No lo necesita para salirse con la suya.


            Lo que no acabo de entender es cómo puede haber gente tan estúpida, o tan masoquista, que queriendo saquear las arcas públicas se afilie a un partido de izquierdas. ¿Pero no se darán cuenta de que, a la menor sospecha, caerá sobre ellos todo el peso de la ley y perderán además el apoyo de los votantes? Mejor afiliarse a la derecha, donde no hay riesgo de que las manos largas te hagan perder votos y donde el juez que se atreva a ir más allá de lo que conviene en la investigación corre el riesgo de que lo expulsen de la carrera y donde, en última instancia, si llegas a juicio, siempre encontrarás un puñado de buenos patriotas que se tapen los ojos ante las evidencias y te exculpen con todos los pronunciamientos favorables.
            Soy un poco demagogo, lo sé. Pero espero que no demasiado. Lo curioso es que a Camps lo veo como a Moriarty, como un entretenimiento más. Desde que perdimos las últimas elecciones (digo perdimos porque yo voté al partido perdedor), siento como si me hubiera quitado un peso de encima. Antes me sentía un poco responsable de que no encontráramos solución a cada problema. Ahora, a cada nuevo desastre –de Rajoy o de Cascos—, me froto las manos y pienso: “¿No es eso lo que querían los votantes? ¡Pues que se jodan!”.
            La verdad es que, aparte de algo demagogo, también soy un poco Aznar, en el peor sentido de la palabra. De vez en cuando conviene tomarse unas vacaciones. Ser siempre ciudadano respetable también cansa. 


Viernes, 27 de enero
CAER Y LEVANTARSE

Ayer, cuando terminó la presentación del libro de Víctor Márquez, prior de Silos, se me acercó el coleccionista de Los Prados. “Me ha gustado su intervención, aunque no fuera tan irónico ni tan punzante como esperaba. Disculpe que no me presentara, aquí tiene mi tarjeta”. “Es una broma”, dije “No, no, de verdad me llamo así: José Luis García Martín. Le voy a enseñar mi carnet”. Y así se llamaba. “Vea el año en que he nacido”. 1950. “¿Comprende ahora por qué guardo todo lo que tiene que ver con usted?”.


            La realidad, al contrario que la literatura, no tiene por qué ser verosímil. Miré al otro José Luis García Martín y pensé que me gustaría hacer un pacto. Proponerle que durante un mes él viviera mi vida y yo la suya. “¿A qué se dedica?”. “Profesor, jubilado, soltero”, respondió sonriendo. ¡Pues valiente negocio haría en el cambio!
            Hoy, en la tertulia del Rosal (no cierran hasta el domingo), pensé que, pese a todo, tampoco está tan mal la vida que llevo. Recuerdo el diálogo de no sé qué película: “¿Para qué caemos? Para aprender a levantarnos”.
            Y yo soy tan torpe, sobre todo en asuntos del corazón, que a cada poco tropiezo y caigo. Pero todavía sigo conservando agilidad suficiente para levantarme de un salto. Y las lágrimas que lloro suelen ser lágrimas de papel. De las otras nunca diré nada.
            Un listillo insoportable, ya lo sé. Pero que aún se soporta a sí mismo bastante bien.


domingo, 22 de enero de 2012

Razón de más: Un hombre solo

Sábado, 14 de enero
POR LA ORILLA DE LA RÍA


Paseábamos por la orilla de la ría, en la mañana luminosa y casi veraniega, y yo dije: “¡Con qué gusto me embarcaría ahora hacia cualquier parte!”. Recordé el comienzo de las memorias de Langston Hughes, cuando se inclina sobre la baranda del S. S. Malone, frente a Sandy Hook, y tira al mar todos sus libros: “Me sentí como si me quitara del corazón el peso de un millón de ladrillos”.
            --No me puedo creer que a ti tus libros te pesen tanto.
            --Sería un buen comienzo para un nuevo capítulo del libro de mi vida. Continúa Hughes (más o menos, cito de memoria): “Luego me enderecé, volví la cara al viento y respiré hondo. Yo era un marinero que se hacía a la mar por vez primera; marinero en un gran buque mercante. Tuve la sensación de que nunca volvería a sucederme nada contra mi voluntad”.
            --Yo también he leído esas memorias, El inmenso mar creo que se titulan, y me parece que el autor tenía entonces veintiún años. Mejor edad para iniciar un nuevo capítulo que los sesenta y uno.
            Estoy de pie, solo, en cubierta. Me azotan la cara bocanadas de sal. Las grandes escotillas tienen toldos de lona. Los botalones están atados a los mástiles y los tornos silenciosos. El viejo barco de carga, con su olor a petróleo y las máquinas zumbando, se balancea en la noche oscura. Vi que uno de mis libros había vuelto a caer sobre cubierta. Lo recojo y lo arrojo lejos, por encima de la baranda, al agua que no se veía de negra. El viento se apoderó del libro, pasó velozmente sus páginas, y lo dejó caer en la agitada tiniebla. Creo que eran los ensayos de Emerson.


Domingo, 15 de enero
JUEGO DE SOMBRAS

Ayer, cuando llegué a Avilés como todos los sábados, me encontré cerrada la cafetería del Atrio. Soy bastante neurótico y me desconcierta cualquier alteración de la rutina. Por unos momentos no supe qué hacer. Sentí, absurdamente, que se abría una grieta y empezaban a brotar las aguas negras que tanto me he esforzado en mantener a raya. Huyendo no sé de qué, de tantos recuerdos, de tanta vida desvanecida, me fui hasta el paseo de la ría y allí me encontré con una amigo al que no había vuelto a ver desde que teníamos quince o dieciséis años. Compartimos clase en los últimos cursos del Carreño Miranda. Creo que leyó mis primeros versos y con él compartí muchos de los asombros de la adolescencia. Más de una vez habíamos ido de Avilés a San Juan, de San Juan a Avilés, hablando de Baroja y de Conrad y de otros grandes descubrimientos de entonces, y soñando con embarcarnos, con irnos lejos, a cualquier otro lugar donde la vida fuera verdaderamente la vida. Por un momento cerré los ojos y volví a ser el adolescente que había sido. Mi amigo, que llevaba a su nieto de la mano, se burlaba un poco de mí: “Yo, que me acabo de jubilar, no he ido muy lejos, la verdad, y me parece que tú tampoco”.
            Ayer fue uno de esos días en que me cambiaría por cualquiera solo por no ser yo. Hoy las cosas han vuelto a colocarse en su sitio. Me arropo en mis rutinas y ya no me siento a la intemperie; quedan fuera la desazón, la desolación, las cien bocas aulladoras de la angustia sin por qué.
            Antes de entrar a ver Juego de sombras, la nueva película de Sherlock Holmes (me habría gustado ser como él: solo razón y deducción), tomo el habitual café en Los Prados mientras hojeo los Ensayos escogidos de Emerson. Lo abro al azar y parece que quiere tomar parte en la conversación de ayer con mi amigo Ramón: “Viajar es el paraíso de los insensatos. Ya los primeros viajes nos descubren la indiferencia de los lugares. En casa sueño que con Nápoles, con Roma, puedo embriagarme de belleza y expulsar mi tristeza. Hago mi baúl, abrazo a mis amigos, me embarco, y, al fin, despierto en Nápoles y surge ante mí el mismo hecho severo, el triste yo, implacable, idéntico, del que quise huir. Busco el Vaticano y los palacios. Simulo una embriaguez de vistas y sugestiones. Pero no estoy embriagado. Mi yo va conmigo a todas partes”.

       
Lunes, 16 de enero
EN EL DIVÁN

Desde que leí por primera vez a Freud (las obras completas publicadas en los años veinte por Biblioteca Nueva) me he acostumbrado a psicoanalizarme. Lo hago cada cierto tiempo y, especialmente, cuando hechos triviales comienzan a provocar reacciones desmesuradas de angustia o desánimo. Entonces me tiendo en el diván, cierro los ojos, quito luego los libros que siempre ocupan el sillón de enfrente y me siento en él. Cualquier enigma constituye un reto para mí y me gustan estos retos en que yo mismo soy el misterio que tengo que resolver. “Cuéntame”, me digo. “Siento que soy culpable, no sé bien de qué. Me siento un estafador, un inútil, alguien que se aprovecha del esfuerzo de los demás. Muchas veces sueño que estoy ante un tribunal que me acusa de hechos terribles (no me dicen cuáles), pero al final me absuelven y yo no me alegro, siento que los he estafado a todos, que ahora tendré que vivir para siempre con el peso de mi culpa, sin redención posible”. “Curioso –me digo—. ¿Y desde cuándo te sientes así?”. “Desde que terminaron las vacaciones”. “Suele ocurrir”. “Que terminaron, es un decir. Porque resulta que ahora, con los nuevos planes de estudio, los exámenes de febrero son en enero. Así que a las largas vacaciones de Navidad le sucede un mes sin clases”. “Eres un adicto al trabajo. No puedes pasarte ni un día sin tu droga”. “Y lo curioso es que trato de aprovechar ese tiempo sin clases: aparte de los dos o tres artículos semanales, he escrito un prólogo para la nueva edición de los poemas de Víctor Botas, continuado con la selección y traducción de los aforismos de Pessoa, preparado un nuevo número de la revista que dirijo… Pero yo sigo sintiéndome un inútil, un estafador, alguien que se aprovecha del esfuerzo de los demás”. “Curioso, curioso”. “Necesito estar siempre ocupado, pero los días tienen demasiadas horas. La mitad del tiempo me lo paso inventándome cosas que hacer, pero luego, como soy un chapucero, todo lo hago deprisa y corriendo y acabo demasiado pronto. Este mes sin clases no me está sentando nada bien. No quiero pensar lo que será cuando me jubile”. “Sé lo que te pasa. El secreto de todo lo que nos pasa está en la infancia, y tu infancia la conozco bastante bien, aunque haya cosas que no quieres contarme. Por mucho que trabajes, dedicándote a lo que te dedicas, nunca tendrás la sensación de que trabajas, siempre te considerarás un vividor y un ocioso. Para ti trabajar es lo que hacían tus padres, tus abuelos, no lo que tú haces. ¿Un trabajo algo que consiste en leer, en fantasear, en escribir, en hablar de literatura,  que son tus mayores, y yo diría que únicos, placeres?”. “Dicho así parece una broma, pero esta angustia sin razón no es ninguna broma”. “Búscate una ocupación: cada vez hay más gente necesitada de ayuda y menos medios para atenderlos”. “Así sería más feliz, ya lo sé, pero no escribiría más poemas”. “No creo que mucha gente los echara de menos”.


Martes, 17 de enero
DERROCHADORES

“No me extraña que te guste tanto Sherlock Holmes”, me dice un amigo. “Aunque no resuelvas crímenes, en una cosa al menos eres como él: te crees más listo que nadie”.
            Bueno, reconozco que me gusta tener razón. Pero me esfuerzo por tenerla. No acostumbro a comulgar con ruedas de molino, nunca confundo una expresión de mal humor con un razonamiento, no generalizo abusivamente, procuro distinguir los hechos de las opiniones. Ahora, por ejemplo, todo el mundo habla mal de los políticos derrochadores que nos han traído a esta situación. Incluso gente presuntamente bien informada e inteligente. Los votantes se sienten estafados, van de mártires por la vida. Y yo, que tengo buena memoria, que suelo guardar recortes de prensa (como antes de que existiera Internet), recuerdo la cantidad de artículos y cartas al director que arremetían contra Areces porque el aeropuerto de Santander tenía muchos vuelos baratos y el de Asturias muy pocos. “¿Por qué los asturianos tenemos que desplazarnos a Santander para ir por diez euros a Roma o a cualquier otra parte del mundo?”, clamaban. A nadie se le ocurría preguntarse lo que me preguntaba yo, que tengo el sentido común de un hombre de pueblo. ¿Cómo es posible que un billete de avión a una capital europea cueste menos que un viaje en autobús a León o a Bilbao? En Iberia cuesta, como mínimo, diez veces más. ¿Solo porque es una compañía despilfarradora y mal administrada? No hace falta ser un Sherlock Holmes para resolver el enigma de los vuelos de bajo coste, en los que el pasajero paga menos de lo que cuesta el pasaje: el resto corre a cargo de la administración, que se dedica a pagar con el dinero de todos las vacaciones de unos pocos. Y eso a pesar de que tales subvenciones están prohibidas: se busca el subterfugio de la publicidad. Pero pobre del político autonómico que no consiga un aeropuerto para cada provincia de su comunidad, y muchos vuelos baratos, y una universidad, y tren de alta velocidad… Solo los políticos que gastan más de lo que ingresan ganan las elecciones, y por abrumadora mayoría (ahí está Gallardón en Madrid o Camps, con sus trajes y todo, en Valencia). Que la buena gente de la calle se queje luego de sus políticos derrochadores cuando los ha elegido precisamente por eso y para eso me parece bastante impresentable. Ya sé que no conviene decir estas cosas. Pero a mí nada me gusta más que decir cosas que no conviene decir. 


Miércoles, 18 de enero
QUISIERA SER OTRO HOMBRE

¡Un trabajo rutinario que te llene las horas, que te libre de la angustia de tener que decidir, que te haga llegar cansado a casa, distraerte con un poco de televisión, dormir bien!
            La verdad es que a veces lamento que me aburra tanto el fútbol. Si me gustara, unas cervezas y el partido del siglo (que suele celebrarse cada semana) y ya tendría la tarde resuelta.
            Claro que también podría haberme casado, haberme separado dos o tres veces, según lo habitual en la gente de mi edad, tener hijos… Seguro que entonces pasaría los días más entretenido y sin tiempo para aburrirme.

Viernes, 20 de enero
UNOS VERSOS DE EMERSON

Mientras espero a que llegue alguien a la tertulia (la última en esta cafetería de la calle del Rosal: cierra el próximo miércoles) me entretengo en recrear de memoria los versos que Emerson coloca al frente del primero de sus Ensayos escogidos: “No hay mayor ni menor, grande ni pequeño.  El universo cabe en el alma de un hombre. / Tú, quienquiera que seas, eres el dueño / de infinitas estrellas y del año solar, / del arrojo de César y la mente de Shakespeare. / El mundo empieza en ti y en ti termina. / En ti, que no eres nadie y eres todo, / que eres la entera humanidad y solo un hombre, / un hombre solo frente a la mar inmensa”.


domingo, 15 de enero de 2012

Razón de más: Si no estoy en tu corazón

Sábado, 7 de enero
EL ARCA DE NOÉ

En mi visita a la exposición sobre Armenia, en el Museo Correr, me detuve un largo rato delante de los restos del Arca de Noé guardados en un primoroso relicario. Al darme la vuelta, para seguir el recorrido por la para mí tan exótica muestra, casi tropiezo con un joven que contemplaba aquellos fragmentos de madera con intensa atención. “Disculpe”, “No tiene importancia”.  Y luego, sonriente: “Parece que volvemos a encontrarnos”. Habíamos coincidido en la isla de San Lazzaro degli Armeni y charlamos un rato, en el vaporetto de regreso, a propósito de Lord Byron, del que había traducido algunos poemas. Seguimos viendo la exposición juntos. Me sugirió que comprara un libro de Marcello Flores, Il genocidio degli armeni, y luego fuimos a tomar un café al Palazzo Giustinian, frente a Santa Maria della Salute.


            “Mi abuelo fue uno de los supervivientes del genocidio. Cumplía cinco años el 24 de abril de 1915, exactamente el mismo día en que comenzó la gran catástrofe con el arresto de 2345 armenios, las figuras más destacadas de la comunidad. A ese descabezamiento, siguió la deportación de miles y miles de personas. No se les permitió vender sus bienes ni llevar nada consigo. La deportación era temporal, consecuencia de la guerra. Turquía luchaba junto con Alemania y a los armenios se les acusaba de simpatizar con los aliados, especialmente con los rusos. Pero inmediatamente se autorizó a los refugiados turcos a ocupar las casas dejadas por los armenios, a repartirse sus propiedades. No volverían nunca, morían de hambre, de frío, de las más diversas enfermedades en el traslado hacia el sur, o serían directamente exterminados por bandas de kurdos y turcos fanatizados por las autoridades contra los traidores cristianos. La familia de mi abuelo residía en Erzurum. Ahí los encargados de la deportación tuvieron menos paciencia. A pocos kilómetros de la población, los gendarmes que los custodiaban se adelantaron y junto a los kurdos comenzaron a disparar a mansalva. La multitud aterrada se dio la vuelta tratando de escapar, pero entonces se encontraron con los turcos de Erzinjan que les estaban siguiendo armados con fusiles. Les disparaban de un lado y otro, pero eran tantos que algunos consiguieron huir. Se les persiguió como a alimañas. Durante varios días hubo operaciones de rastreamiento. Muchos niños pequeños estaban todavía vivos y vagaban llorosos y aterrados entre los cadáveres de sus padres. Se dio orden de reunirlos y acabar con ellos. Recogieron a docenas y docenas, un lloroso rebaño, y los llevaron hasta la orilla del Éufrates. Allí los agarraban por los pies, golpeaban su cabeza contra las rocas y los arrojaban al río. Pero uno de aquellos niños le hizo gracia a uno de aquellos asesinos, cuya mujer no podía tener hijos, y decidió llevarlo a casa. Ese niño era mi abuelo. Un millón de compatriotas suyos no tuvieron la misma suerte. A los veinte años emigró a Argentina. Tenía talento para los negocios. Había olvidado por completo el trauma de su infancia, era un buen islamista, admiraba a Mustafá Kemal, Atatürk, el padre de los turcos, y durante un tiempo creyó ver en Juan Domingo Perón otro Atatürk. Se enamoró de una mujer de origen italiano y a Italia vinieron en el viaje de bodas. Visitaron Nápoles, Roma, Florencia, Venecia. Y en Venecia, debido a que mi abuela admiraba mucho a Byron, la isla donde se refugió, a comienzos del XVIII, el abad Mekhitar. Al atravesar el claustro, se cruzaron con un fraile, que los saludó en armenio. Mi abuelo le respondió en la misma lengua. El fraile le dijo: ¿Es usted armenio? Y mi abuelo iba a responder, orgulloso y retador: ¡Soy turco! Pero solo fue capaz de susurrar: Soy argentino. Se apoyó en el brazo de su mujer. “Vámonos de aquí, no sé lo que me pasa”. Aquella noche tuvo pesadillas: le golpeaban la cabeza contra una roca, le arrojaban al río. Todo eran gritos a su alrededor y cadáveres putrefactos. De regreso a Buenos Aires visitó a un psicoanalista, el mismo que atendía a Borges. Poco a poco fue recuperando su primera infancia y con ella la lengua materna. Se preocupó de que sus hijos aprendieran armenio, y sus nietos también, aunque yo lo hablo bastante mal. Mi abuelo, Daniel Melkounian, murió en 1992, poco después de la independencia de la República de Armenia, en la antigua Unión Soviética.”


Domingo, 8 de enero
CON BRUNETTI

Camino al azar, según costumbre, y tras detenerme un momento en la iglesia de los griegos, la del inclinado campanile blanco, me encuentro de pronto en un lugar que me resulta familiar y en el que, sin embargo, no creo haber estado nunca. A uno de los lados, un edificio oficial con banderas; al otro, un jardín que se asoma al borde del canal. Miro el nombre: Fondamenta di San Lorenzo, y de pronto caigo en la cuenta. ¡Esta es la questura, la comisaría de policía, aquí está el despacho de Brunetti! Sonrío. Siempre la realidad entremezclándose con la ficción. Quizá la realidad no es verdaderamente realidad hasta que no la ha soñado alguien.
Recuerdo que en una de las novelas de Donna Leon, Veneno de cristal creo que se titula, Brunetti se asoma a la ventana para saludar a la primavera, que tenía enfrente, al otro lado del canal, en un jardín descuidado que de pronto se había llenado de minúsculas florecillas blancas y de otras –amarillas y azules— cuyo nombre no recordaba y que se entreabrían a ras del suelo.
            Leo las novelas de Brunetti, cuando no estoy en esta ciudad, como un pretexto para pasear por ella. Me gusta seguir los pasos del comisario en el plano, localizar exactamente el escenario de los crímenes.
Compro Il Gazzettino en el primer quiosco que encuentro. “Ero seduto e mi ha accoltellato”, declara Claudio del Monaco, hijo de Mario del Monaco, el famoso tenor, al recobrar la consciencia en el hospital. Estaba sentado en su sillón y, de pronto, su mujer —una cantante alemana, Daniela Werner, treinta años más joven—, con la que había tenido una pequeña discusión, comenzó a acuchillarle.
“La tragedia de Jesolo” (Jesolo está en terra ferma, cerca del aeropuerto, al borde de la laguna), leo en otra página: “Travolta vola in canale e muere”. Parece solo un trágico accidente: una mujer sale de su casa para visitar a unos vecinos y de pronto un automóvil la embiste y la arroja al canal. Pero esa mujer era una adivina y había predicho, exactamente para ese día, su propia muerte.
            Cierro el periódico y comienzo a urdir la trama que llevará a la resolución del enigma. Las novelas que yo prefiero son las novelas imaginarias, las que se hacen y deshacen en mi cabeza. También mi vida es casi por entero imaginaria. En la realidad solo busco pretextos para hacer verosímiles los sueños. Las mejores cosas que me han pasado no me han pasado nunca.


Lunes, 9 de enero
DE UN EVANGELIO APÓCRIFO

El Dios de las víctimas y el de los asesinos es el mismo Dios, y no toma partido.

Martes, 10 de enero
EN LA FENICE

Fantasear novelas que no existen, representar obras de teatro en mi imaginación: sigo conservando las aficiones de la inerme adolescencia. Sentado en el suntuoso palco real de La Fenice, contemplo como los obreros desmontan el patio de butacas para adecuarlo a la representación de Lou Salomé, la ópera de Giuseppe Sinopoli –el psiquiatra y director de orquesta muerto hace diez años, cuando dirigía Aida que se estrena el próximo día 21. Parece que no se va a utilizar el escenario, las butacas se están colocando a ambos lados, en semicírculo, y en el centro hay ya una especie de árbol y a su alrededor, envueltos en plástico, otros elementos escenográficos. Gritos, barullos, órdenes y contraórdenes. De pronto los palcos del teatro se llenan de elegantes espectadores y comienza a sonar la música. El argumento de la ópera es el montaje de una ópera. Me divierto tarareando arias que solo existen en mi cabeza. E inventando una trama en la que el tenor es un líder sindical y la soprano la representante de la empresa. Al final, claro, se declara la huelga y todos los operarios abandonan la sala, con las butacas a medio colocar y los árboles de atrezzo tirados por el suelo, mientras cantan “La internacional” y un público de banqueros y grandes empresarios les aplaude entusiasta.
            En el palco real de La Fenice (un añadido de Napoleón a la igualitaria estructura de la sala), envuelto en oros y espejos, cierro un momento los ojos y oigo el grito de “Viva el rey de Italia” mientras arrojan panfletos clandestinos sobre el patio de butacas, lleno de oficiales austriacos. Es el comienzo de Senso, la película de Visconti. La historia de amor y venganza que allí se cuenta la he vivido yo y todavía me llena de autocompasión y humillante vergüenza.


Miércoles, 11 de enero
PARTES DE UNA HISTORIA

Cuando volviste, me devolviste toda mi soledad.
¡Tantas palabras, tantas! Y yo solo recuerdo las que nunca te dije.
La gran luna redonda en lo alto del cielo. Tú sonríes a mi lado, pero mucho más lejos.


Jueves, 12 de enero
EL AMIGO IMAGINARIO

Después de aquella primera charla en el café del Palazzo Giustinian, Daniel y yo
nos perdimos varias veces caminando por las callejuelas de Venecia hablando de Byron, de Borges y del problema armenio. En un muro encontramos escrito con letras rojas: “La patria sará quando tutti saremo stranieri”.


            —Los armenios fueron masacrados porque su nacionalismo chocó con el nacionalismo turco, pero esos nacionalismos no existieron siempre: fueron un invento del siglo XIX. La mitad de los crímenes de nuestro tiempo se deben al nacionalismo, y la mayoría de los mayores crímenes de cualquier tiempo a la religión.
            —Y la otra mitad, a los antinacionalistas y a los enemigos de la religión. A mí, que no creo en ningún Dios, me asombra el poder de las mentiras, de los sueños, de la fantasía de los hombres. Recuerda los venerados fragmentos del Arca de Noé en la exposición del Correr. Podrán ser falsos, pero el Arca de Noé del cristianismo permitió salvarse a los armenios del diluvio del Islam, permanecer como pueblo y como cultura. La historia de cualquier nación, como cualquier religión, está llena de mitos y patrañas. Comienza como un cuento de unos pocos alucinados. Pero sobre ese cuento se construye una hermosa, heroica, conmovedora verdad.
—O todo lo contrario.
            —Yo no creo en Dios, pero me cae bien. Es el amigo imaginario que la humanidad ha inventado para sentirse menos sola.

Viernes, 13 de enero
UNA INSCRIPCIÒN

A la entrada del cementerio de San Michele: “Si no estoy en tu corazón, no estoy en ninguna parte”.


domingo, 8 de enero de 2012

Razón de más: Soltanto per me

Domingo, 1 de enero
ME ESFUERZO POR COMPRENDER

Me cuesta ponerme en el lugar de los demás. Es una de mis limitaciones. Después de acostarme temprano, dormir bien, levantarme a las ocho de la mañana, terminar la revisión de los aforismos de Fernando Pessoa, enviársela al editor, me dirijo hacia el Fontán, como todos los domingos. En el camino me encuentro con la fauna habitual en este día del año: jóvenes, y no tan jóvenes, que caminan tambaleantes, babeantes, tartamudeantes, como restos de la basura de ayer que aún el servicio de limpieza no ha terminado de retirar de las calles. Los miro un poco por encima del hombro, como a pobres gentes que aún no han acertado a separarse del rebaño y hacen en cada momento, no lo que les divierte, sino lo que los usos sociales les dicen que tienen que hacer. Pero pronto caigo en la cuenta de que soy injusto. Si de algo sirve la literatura, es para ponernos en el lugar de los otros. Aunque me cueste creerlo, seguro que estos aparentes restos de una trabajosa jornada –incapaces de disfrutar de la maravilla de este primer día del año— han hecho lo mismo que yo: pensar en cuál era la mejor manera de pasar la noche de San Silvestre y actuar en consecuencia. Yo he optado por lo que más me gusta, que es lo que suelo hacer casi todas las noches. Ellos sin duda también han optado por lo que más les gusta, aunque visto desde fuera –aglomeraciones, ruidos, la anestesia del alcohol para seguir soportando la noche y la compañía cuando dejan de resultar agradables y lo único que apetece es volver a casa— no parezca que ese panorama pueda agradar a nadie con una edad mental superior a los catorce años. Para estas cosas –como para el éxito mediático del 15-M— yo siempre tengo la misma explicación: Belén Esteban, una señora insignificante, que no sabe decir más de tres palabras seguidas sin cometer un anacoluto, que no es guapa, y que sin embargo es seguida por no sé cuántos millones de espectadores (incluso, como los arriesgados idealistas del 15-M, mereció ser portada en el suplemento semanal del diario más leído y presuntamente más serio). Yo no le veo la gracia a Belén Esteban, como no se la veo a tantas otras cosas, pero seguro que la tiene. Tanta buena gente no puede equivocarse.
Comienzo el año, relajado y feliz, deseando que todas las noches del 2012 sean como esta noche y todas las mañanas como esta mañana, en la que tomo un café, leo un libro, paseo entre los puestos del Campillín, menos concurridos de lo habitual, y sigo –esperemos que por mucho tiempo— encantado de haberme conocido.


Martes, 3 de enero
HAY QUE TENER CUIDADO

Todas las mañanas necesito libros nuevos, pero  hoy, al pasar por la redacción de Clarín, tras los días de fiesta, resulta que las editoriales parecen haberse tomado vacaciones y no hay ningún envío. Tengo entonces varios recursos: una librería de nuevo y dos de viejo que me cogen de paso cuando vuelvo a Las Salesas, donde se me indigestaría el café de las doce si no lo acompañara de materia fresca de lectura. Me decido por Personajes, a pesar de que casi nunca suelo encontrar nada de interés, y allí abro al azar una obra de teatro y me encuentro con esta frase: “Nadie nos protege tanto como la persona a la que protegemos”. Y esa frase basta para cambiarme el buen estado de ánimo de estas fiestas que temía tanto. No tengo a nadie a mi cargo, no tengo a nadie de quien preocuparme. ¿Significa eso que nadie me protege? De pronto, yo que me sentía tan fuerte, retorcido árbol con las raíces bien hincadas en la tierra y las fuertes ramas mirando hacia las estrellas, me  veo como una quebradiza caña que puede romperse al menor soplo de viento.

          
Entré con un sol radiante, salgo apesadumbrado de la librería. A estas alturas de la vida, lo que soy se parece bastante a lo que quiero ser. He aprendido a valorar y a agradecer cada regalo, un simple viaje en autobús –dos horas de Oviedo a Santander, con la espléndida luz de invierno sobre las verdes colinas y el tímido azul del mar—, la charla con un amigo, el tacto del periódico, el sabor del café… Todavía no me he acostumbrado al milagro de cada amanecer.
            Pero soy muy supersticioso. Y por eso me escama un poco tanta tranquila felicidad. Hay que tener cuidado con esa dama esquiva que yo, a cambio de mucha paciencia y algo de inteligencia, he conseguido seducir. Dicen que trae mala suerte demasiada buena suerte.


Miércoles, 4 de enero
CHOCOLATE CON FANTASMAS

Me gusta recuperar costumbres. Es de noche, hace bastante frío, las bandadas de turistas hace tiempo que han desertado de la plaza, apenas la cruza alguna sombra apresurada, el café está casi desierto, una pareja en uno de los gabinetes, un solitario en otro, yo busco una pequeña sala sin nadie y me siento junto al ventanal. Pido un chocolate y recuerdo otro invierno en esta ciudad en el que me sentía muy solo y venía todas las noches a este lugar a emborracharme de melancolía. Recuerdo uno de los libros que leí aquí por entonces: Mil y un fantasmas, de Alejandro Dumas. El elegante camarero, bandeja de plata, me trae el humeante y reconfortante  chocolate. Aquí lo tomó Leandro Fernández de Moratín, un escritor que ni siquiera había nacido cuando se fundó este café.
            Bebo el chocolate con la fruición de un abate dieciochesco y de pronto, cuando alzo la vista, veo que empiezan a entrar en el gabinete los fantasmas. Son fantasmas amables que vienen a hacerme compañía. No me dan miedo. Aquí llega Víctor Botas a meterme prisa, como siempre, para que escriba el prólogo a la nueva edición de su poesía completa. Y yo le digo que no me resulta fácil releer sus versos sin sentirme enredado en tanta vida perdida. Llegan otros fantasmas, viejos amores que hace tiempo que han dejado de hacer daño. Y llega el que más temo. Pero me mira con amor y no me reprocha nada.
            Me gusta recuperar costumbres. Las últimas veces que estuve en esta ciudad ni siquiera me atrevía a acercarme al Florian, invadido por los turistas, convertido él y la plaza en atracciones de un parque temático.
            Sigo estando solo, como aquel largo invierno, pero la soledad de ahora es amable. He aprendido que, por muy solo que esté, nunca estaré solo: llevo conmigo un mundo, toda la que gente que he querido, toda la gente que quiero. Mucha gente, aunque me guste fingir (ser bueno no tiene ninguna gracia literaria) que soy un egoísta que solo se preocupa por sí mismo.


Jueves, 5 de enero
NO EXISTE Y SONRÍE

Salgo muy temprano, según costumbre, a pasear sin rumbo fijo por una ciudad que se desvanece entre la niebla. Poco a poco va despertando la vida del barrio y abren tiendas, las mujeres van a la compra, algún apresurado transeúnte se detiene a charlar un momento con algún conocido. Creo que yo soy el único que se detiene a admirar un puente, un oscuro canal, una plazuela perdida donde una placa recuerda que “in qvesta casa / abitó e morí / il pittore Francesco Gvardi / che dell’amore alla patria / lasciò dvrevole proba / nel ritratarne con sapiente magistero / la varia originale bellezza”. Me fascina la retórica de estas inscripciones venecianas. ¡Cómo me gustaría a mí dejar también  permanente prueba de mi amor a esta ciudad! Me limito a acariciarla, como amante nuevo, mientras sus habitantes van a sus asuntos, sin siquiera dirigirle una mirada, como a esposa demasiado vista.
No hay nadie en San Francesco de la Vigna: ni en el campo, con la extraña hilera de las columnas de terracota que se alzan junto al canal, ni en el interior de la iglesia. Entro en la pequeña capilla donde se guarda la Sagrada Conversación de Bellini y tras tomar parte, durante un largo rato, en esa conversación con mi silencio paso al primer claustro y luego al segundo, más despojado. El campanile asoma semiborrado por la niebla a hacerme compañía.
Media mañana me quedo en aquella iglesia, toda entera para mí, primero en el silencio de los claustros, luego paseando arriba y abajo –dentro también hace frío— por la gran nave llena de la misteriosa música de un órgano que no parece tocar nadie. Dios, que todo lo puede, puede no existir y a la vez sonreírme, dejar por un instante su apacible nada y ponerse a caminar, arriba y abajo, por la gótica nave de esta iglesia que un día se levantó entre viñedos y que esta fría mañana ofrece su rotunda hermosura solo para él y para mí. ¿Cómo no voy a sentirme un hombre afortunado?


Viernes, 6 de enero
NADA

¿Qué te han traído los reyes?, me preguntan en un mensaje telefónico. Nada, como siempre, respondo.
            ¿Nada? Mientras camino de regreso al hotel hago apresurado recuento. Nada, salvo los higos secos de la drogheria Mascari y el helado de Grom, “il gelato come una volta”, con su sabor a infancia recuperada a voluntad.
            Nada, salvo la nieve de las Dolomitas deslumbrante en la mañana temprano sobre el azul de la laguna.
Nada, salvo un folio escrito a mano y pegado sobre una de las puertas de San Giovanni in Bragora, donde bautizaron a Vivaldi, en el que podía leerse: “Un altro genio de la musica, Wolfang Amadeus Mozart, ha allogiato nella casa qui di fronte al n. 3762”. Pero esa puerta está cerrada y yo he de salir por la principal y dar vueltas  por el laberinto veneciano hasta encontrar esa otra casa en que también vivió Mozart, en un humilde campo, sin encomiástica lápida conmemorativa, con la ropa tendida de ventana a ventana y un niño que, sin saber quizá quién vivió allí, toca el violín.


Nada, no me han traído nada, sino unos versos de Daniel Varijan recordados en  el claustro de San Lazzaro degli Armeni: “Incluos en el Paraíso / a la derecha de Dios padre / seguiré sintiendo nostalgia / de la patria perdida”.
Nada, a no ser los belenes de los niños de Burano expuestos en la iglesia de San Martin, en uno de los cuales, realizado por Igor y Cristina, los reyen llegan al pesebre en góndola.
Y también un jardín secreto, cerca de la Sacca de la Misericordia, que un día supo de fiestas suntuosas y hoy solo sirve de de paseo a los ancianos de la residencia en que se ha convertido el  Palazzo Contarini dal Zaffo.
Y la luna llena, que me seguía a todas partes, y en el  campo del Ghetto Novo se puso a encender uno a uno los nueve brazos del candelabro de la Yanuka.
O la canción que surgió de la niebla y desapareció luego entre la niebla mientras yo distraía mis melancolía apoyado en el pretil de un puente cerca de Fondamente Nove: “Una musica dolce suonaba soltanto per me”. Dos o tres veces, mientras se difuminaba en la mañana, repitió “soltanto per me”, “soltanto per me”. Incluso cuando dejó de oírse seguía sonando esa música “solamente para mí”.
Nada,  los reyes no me han traído nada, pero una nada que es todo, como lo era el mito para Fernando Pessoa.


domingo, 1 de enero de 2012

Razón de más: La vida y otros regalos

Domingo, 25 de diciembre
ANTES DE DORMIRME

Odio la Navidad como el antipático personaje de Dickens, pero la Navidad no me odia a mí. Cuando llego por la noche a la habitación del hotel, después de la cena familiar en la que Laura y Alejandro no han parado un instante de hacer de las suyas (solo donde hay niños hay Navidad), y me asomo un momento al balcón, resulta que da exactamente sobre el belén que el Ayuntamiento ha colocado junto a los caños de San Francisco, uno de los rincones mágicos de mi infancia.
En la plaza silenciosa, iluminada por la luna, solo se oye el suave susurro de la fuente. De pronto, no sé si es que he bebido demasiado (pero yo nunca bebo), el buey y la mula alzan la cabeza hacia mí y el niño me parece que sonríe. Sonrío yo también. Antes de dormirme, desde la ausencia sin ausencia me besan en la frente. Y duermo feliz.


Lunes, 26 de diciembre
UNA OBRA CON MORALEJA

Llevo conmigo, para el café matinal, un libro de sugerente título, Método fácil y rápido para ser poeta, de Jaime Jaramillo Escobar. En seguida me doy cuenta de que lo único sugerente del libro es el irónico título y lo único interesante las citas con que suelen terminar los capítulos. Me imagino que los editores de Pre-Textos ni siquiera lo han leído y que será un compromiso con alguno de sus amigos colombianos al que no habrán podido escapar. Abundan anotaciones de este nivel: “El que desea editar un libro, sin experiencia previa, debe buscar asesoría, ya que los costos de edición son altos y los riesgos ruinosos”. Mientras llega algún amigo me entretengo haciendo variaciones de algunas citas e inventando otras:


Una obra con moraleja es como un regalo con etiqueta.
Los amigos suelen ser enemigos domesticados que en cuanto te descuidas vuelven a su estado salvaje y te dan un zarpazo.
Las enfermedades son mordiscos de Dios.
El escritor es el más solitario de los hombres, si exceptuamos al resto de los hombres.
Para el mal lector no hay buen poeta.
Lo que puedes decir en prosa no lo digas en verso.
No serás poeta si, antes de comenzar a escribir, no te olvidas de todo lo que querías decir.
Traducir es convertir el oro en calderilla.
No hacer nada es lo mejor que podemos hacer en la mayor parte de los casos.
La obra maestra de cualquier poeta es el silencio que sigue a su último verso.       
Las diatribas suelen tener mejor puntería que los elogios.
No te importe repetirte: los lectores tienen mala memoria.
No te fíes de la memoria, que suele ser bastante fantasiosa; fíate de la imaginación, que acierta con más frecuencia.
El mejor poema de cualquier autor es aquel que estuvo a punto de escribir pero no escribió nunca.
No hay hombre más necesitado que el que no necesita nada.
Era tan modesto que los únicos elogios que le gustaban eran los elogios póstumos.
Hay quien confunde corregir con manosear.
Los sueños son el basurero de la mente, pero a veces se encuentran joyas entre la basura.
El escritor de talento dice siempre lo que quiere decir; el genio deja que el lenguaje diga lo que le da la gana.
Hablamos, la mayor parte de las veces, para tratar de ocultar los muchos secretos que descubre nuestro silencio.
A veces uno más uno es menos que uno.

Martes, 27 de diciembre
FUSTIGADOR, ENREDADOR, LIANTE

He venido hasta Santander muy prevenido por los amigos de la tertulia para no decir nada que pueda molestar a Lorenzo Oliván, nuestro licenciado Vidriera, el poeta más susceptible de mundo. Yo me comporto tan diplomáticamente como Luis Alberto de Cuenca (de quien se habla para dirigir el Cervantes) y él comienza así su presentación de mi libro: “Lo primero que tengo que decir es que José Luis García Martín resulta un amigo puñetero, picajoso, punzante, fustigador, enredador, liante, discutidor hasta el más puro delirio, un amigo en definitiva que te obliga a estar con la espada de la inteligencia y del ingenio desenvainada, siempre dispuesta al abordaje, si no quieres dejarte arrancar la piel a tiras, ser colgado del palo mayor o arrojado a los tiburones”.
            Luego vienen los elogios, pero en una presentación los elogios son siempre convencionales y no hay que hacerles caso; solo los reproches dicen la verdad.


Miércoles, 28 de diciembre
DOS REGALOS

Me gustan los regalos del azar, como repito siempre. Nadie conoce mejor mis gustos. Ayer me hizo uno, digno de un príncipe; hoy, otro. Ayer, dos horas fuera del mundo y en el mejor de los mundos, con un cielo muy azul, una inagotable sinfonía de verdes y el mar que de vez en cuando salía a saludarme en un recodo del camino y agitaba gozoso el pañuelo blanco de sus olas. En las manos llevaba un libro, pero apenas lo abrí. Me gusta dejarme acariciar por la belleza del mundo.


            Esta mañana espléndida de invierno, tras pasear sin prisas, me subí a la lancha que atraviesa la bahía hasta Pedreña y Somo. Algunas nubes vinieron a evitar la monotonía de azul, de vez en cuando nos cruzábamos con alguna barcaza o con ágiles veleros que parecía participar en alguna competición; sobre los arenales del Puntal se dibujaba la conocida silueta del Palacio de la Magdalena… Yo dejaba que el viento me despeinara y me sentía, solitario y a gusto conmigo mismo, el capitán de un soneto de Alberti, “condecorado por un golpe de mar”. Y como fin de fiesta, cuando paramos en Somo, el piloto bajó de la cabina a saludarme. Resulta que me leía y me había reconocido por alguna fotografía. Me invitó a subir con él a la cabina y el viaje de regreso lo hice, como a mí me gusta, en el puesto de mando.


            No está bien decirlo, ya sé que lo correcto es quejarse (sobre todo en estos tiempos de crisis), pero a veces tengo la impresión de que la vida me trata bastante mejor de lo que merezco.
            Yo creo que es porque le hago gracia. Espero seguir haciéndosela durante mucho tiempo.

Jueves, 29 de diciembre
ESPEJO Y FLOR

Luis Alberto Salcines, mi editor, antes de la presentación del martes me llevó hasta una librería de viejo, que es también taller de fotografía. Nada más entrar me vino a las manos un libro del que no había oído hablar, pero que me estaba esperando: El inmenso mar, la autobiografía de Lagnston Hughes. La reciente antología de Hilario Barrero me había hecho volver a sus poemas, tan eficaces en su sencillez. Ahora me encuentro con su evocación del Harlem de los años veinte, el que fascinó a Lorca, y con el relato de sus andanzas como marinero, de su famélico paso por París, de sus vagabundeos por Italia. Y siempre presente y heridor el rechazo hacia los negros por parte de sus democráticos compatriotas. Un libro fascinante. Cuando lo termino, hojeo las Historias lúcidas, de Eugenio d’Ors, recopilación de sus  peculiares narraciones. Una de ellas no la conocía, Aldeamediana. En ella describe la decadencia de la sociedad francesa en los años treinta. Un capítulo comienza así: “Dos soldados, tranquilos, indolentes y silenciosos, están, no se adivina bien para qué, desde hace una hora, a la puerta de la Alcaldía. Debajo del bermejo fez, los rostros son negros, muy negros, me atrevo a decir que demasiado negros. La naturaleza parece complacerse, en ocasiones, sobrecargando determinados aspectos suyos, penosos o simplemente ridículos”. Un poco más allá un niño observa, con los ojos muy abiertos, el escaparate de una pastelería. Es un chiquillo mulato y d’Ors comenta: “Así se degrada, así se corrompe, en el mestizaje, la que era espejo y flor de razas”. Cuando reúne en libro esas páginas, en 1942, las cosas han empezado a cambiar, según afirma en el prólogo, gracias al mariscal Petain, a quien dedica el volumen. Con idéntico fervor admirativo se lo podía haber dedicado a Hitler. ¡Pobre chiquillo mulato! Quizá de mayor fuera poeta y acertara a convertir el rechazo y el dolor en música, en denuncia y magia.  


Sábado, 31 de diciembre
SOLILOQUIO

Una revistilla de Internet me envía un cuestionario. Lo contesto de inmediato, como si hablara conmigo mismo, seguro de que estas cosas no las lee nadie.
¿Prefieres que te quieran o que te admiren? Me conformo con que me soporten.
¿Cómo preferirías ser recordado? Como alguien que era mejor de lo que parecía, aunque peor de lo que se creía.
¿Qué obra tuya prefieres? Cualquiera que todavía no haya escrito.
¿Dónde te gustaría vivir? Donde vivo, siempre que pueda de vez en cuando dar un paseo por los alrededores.
¿Para qué sirve la poesía? Para lo mismo que los buenos helados: para hacer feliz a quien le gustan los helados, quiero decir, los poemas.
¿Por qué no te has casado? Porque aún no me he cansado de estar solo.
¿Qué premio te gustaría obtener? Cualquiera al que no hubiera que presentarse ni ir a recogerlo y careciera de dotación económica.
¿No te gustaría haber tenido hijos? Aunque no los haya tenido, no me parece que no los haya tenido.
Vas a cumplir sesenta y dos años. Si echas la vista atrás ¿te arrepientes de muchas cosas? De muchas, pero de ninguna de las fundamentales.
Siempre estás hablando de la inteligencia. ¿De verdad te consideras un hombre inteligente? Sí, pero de la especie de los que no hacen más que tonterías.
¿Te consideras una persona de izquierdas? Sí, pero no tanto como para preferir que gobiernen las derechas antes que alguien no tan de izquierdas como me creo yo.
            ¿Sigues tan enamoradizo como parece deducirse de tus diarios? El amor es la mejor cura para las enfermedades que el amor provoca.