lunes, 30 de diciembre de 2013

A buen entendedor: Qué poco me va quedando


Domingo, 22 de diciembre
VOCACIÓN Y HOMENAJE

Algo tengo de periodista, sin serlo. Para escribir no necesito un lugar aislado, sin ruidos, sin nadie que me moleste. Soy una persona tranquila y solitaria por eso no me hacen falta encontrar tranquilidad ni soledad. Las llevo puestas.
            Puedo escribir perfectamente en cualquier parte, siempre que tenga algo de qué escribir, naturalmente. Mis problemas vienen porque con demasiada frecuencia no se me ocurre nada. En cuanto se me ocurre de qué hablar, lo demás viene solo. No soy un purista ni un estilista. Tampoco me preocupa la corrección gramatical, como nunca le ha preocupado a un verdadero escritor ni a un hablante de su lengua materna. “La gramática soy yo”, podría decir parafraseando a Luis XIV.
            ·Escribo estas líneas, casi por inercia, en el Caffè di Roma, del centro comercial Los Prados –entre el barullo de las conversaciones, y el ir y venir de los niños en medio de las mesas, y el llanto cuando se caen al suelo, y el grito de las madres que les llaman la atención–, después de redactar mi colaboración para el homenaje a Ana de Valle que se celebrará en enero.
            Hace ya treinta años de su muerte, en Bélgica, donde vivían sus hijas, y alguno más desde que dejamos de verla, miope y minúscula, ir de un lado para otro por las calles de Avilés.
            Yo sentía más afecto por la persona que admiración por sus versos, y ella lo sabía y no le importaba. Representante de una España que pudo ser, la de la República, antes de tiempo y casi en flor cortada, autodidacta, luchadora, única mujer en un mundo de hombres, el de la intelectualidad avilesina de preguerra, conoció el exilio, la separación de sus hijas (que acabaron adoptadas por otra familia), la vuelta temerosa con todas las alas cortadas. Vivió austeramente de su taller de encuadernación, al comienzo de la calle Galiana, se olvidó de todos sus ideales políticos y reivindicativos, siguió escribiendo para sí misma. Fue descubierta en los setenta por los poetas más jóvenes, volvió a publicar, se creó un premio con su nombre.
            Su recuerdo me lleva a otro, del que nunca hablo, del que todavía no puedo hablar, y escribo un posible epitafio: “No me lloréis. / Solo he cambiado de casa. / Sigo viva en vuestro corazón”.
            Sigue viva en mi corazón. Si estuviera solo, se me llenarían ahora los ojos de lágrimas. Pero soy incapaz de llorar en público, salvo en el cine.
            Guardo el iPad, pago mi café y voy a sacar la entrada para Doce años de esclavitud. Me gusta ser fiel a mis costumbres y la de los domingos, desde que tenía diez o doce años, incluye la sala oscura y la magia de la pantalla grande (las otras pantallas no son menos mágicas, por cierto).
            Sí, seguro que yo tengo bastante de periodista. El desdén por las florituras estilísticas y la falta de imaginación, por ejemplo. Podría haber sido un perfecto cronista municipal.


Lunes, 23 de diciembre
UNA FELICIDAD

Cuando no tengo nada que hacer, hago frases.
            Si no tuviera defectos, ¿quién me iba a querer?
            Si no dijera de vez en cuando alguna solemne tontería, ¿quién me iba a aplaudir?
            Qué deprimente comprobar, tras una larga vida laboriosa, que nadie nos odia.
            Morir es una tragedia; estar muerto, una felicidad.


Martes, 24 de diciembre
CONTRA EL TIEMPO

No me gustan estos días especiales, tan propicios a la melancolía. Creo que a nadie le gustan, pero todos disimulamos como podemos.
            El tiempo y yo libramos un combate desde siempre. Él se empeña en que todo cambie; yo, en que todo siga igual.
            Ganará él, por supuesto, pero yo todavía no me doy por vencido.
            Sigo cenando, como cada año desde hace ya más de medio siglo, en Avilés. Y aún sigue habiendo niños en casa. Aún la navidad sigue siendo navidad.
            Y luego, bajo los solitarios soportales de Rivero, me voy a dormir al hotel Ferrera. Un rito que me he inventado. Ya se sabe que, como escribió Ortega, el hombre es el único animal para el que lo superfluo resulta imprescindible.


Miércoles, 25 de diciembre
CUMPLIR SUEÑOS

Ese fenómeno meteorológico de llamativo título, la ciclogénesis explosiva, sin quisiera asomar por Avilés, me ha hecho un inesperado regalo. Me despierto temprano, como cada día, desayuno solo en el comedor del hotel (me gusta este silencio en días de barullo) y luego salgo a pasear por el parque Ferrera, ya iluminado por un fresco sol. Me sorprende no ver a ninguno de los habituales madrugadores haciendo ejercicio. Pronto compruebo la razón. No han abierto las puertas. El parque inmenso, como en los días de infancia, es un espacio misterioso que a mí solo se me entrega.
            Los lugares no significan lo mismo para todo el mundo. Este parque, antes de ser municipal y abierto a todos, era propiedad de los marqueses de Ferrera y, cuando yo era niño, tenía que bordearlo todos los días, por la llamada calleja del Marqués, para ir al Instituto. Sus altos muros eran una tentación. Alguno de mis compañeros se atrevió a escalarlos, saltar al otro lado, volver luego contando peligros y maravillas. Yo soñé muchas veces con hacer lo mismo, y a veces he creído que lo hice, pero nunca me atreví. Ahora, gracias a la ciclogénesis explosiva, cumplo ese sueño, tengo el parque para mí solo. Soy un hombre paciente y afortunado. Con tal de que se cumplan, no me importa el tiempo que mis sueños tarden en cumplirse.


Jueves, 26 de diciembre
PSICOANÁLISIS

Una de las lecturas más apasionantes de mi adolescencia fueron las obras completas de Sigmund Freud en la edición de Biblioteca Nueva. De ellas me viene mi afición al psicoanálisis. Me gusta psicoanalizarme y lo hago con cierta frecuencia. Cuando mi reacción ante un acontecimiento resulta desproporcionada, trato de averiguar la escondida razón.
            Esta mañana me enteré de la muerte de mi amigo Pendás. Hacía tiempo que había dejado de tener trato con él, pero me afectó como un inesperado mazazo. Al darle la noticia por teléfono a una amiga común no podía contener las lágrimas, la voz se me quebraba por los sollozos. Y no soy yo persona que guste de mostrar sus sentimientos en público, salvo que se trate de sentimientos poco recomendables, como el sarcasmo.
            A Juan Manuel Pendás Benito le conocí cuando yo estudiaba tercero de bachillerato y él cuarto. Luego repitió curso y ya no fue capaz de seguir los estudios. Era muy inteligente, pero había comenzado a manifestarse su enfermedad. Lo leía todo, lo sabía todo y desde que nos conocimos me demostró una admiración tan incómoda como halagadora. Salvo cuando el agravamiento de su enfermedad le hacía desaparecer por un tiempo, me lo encontraba a todas horas y en todas partes. Así, durante veinticinco o treinta años. Escribía continuamente artículos sobre los más variados temas (y yo era uno de sus temas preferidos) que mandaba a los periódicos y que solían publicarle en la sección de cartas al director. Creo que solo Francisco Umbral escribió más artículos. Entre los muchos que me dedicó a mí, todavía conservo uno que comienza de manera espectacular: “Es la figura literaria más cotizada y más solicitada. Su verbo maravilloso, su claridad mental, sus frases certeras, sus comentarios divertidos, amén de otras grandes cualidades, atraen irresistiblemente al contertulio”. Pero pronto incurre en el humorismo, no sé si involuntario: “Comentaba yo con este genio, no hace mucho, que si en lugar de apellidarse tan vulgarmente –García Martín–  se hubiese apellidado más rutilantemente –por ejemplo, Pendás Benito–, su nombre, su talento refulgirían mucho más alto. Pero llamarse de tal modo es prácticamente, en el cotarro nacional, estar condenado al anonimato”. El artículo termina con una pregunta que Víctor Botas, con el que yo discutía de política a menudo, me repetía luego con frecuencia: “Tiene 37 años, pero su obra es frondosa y dilatada. Aunque su ideología es profundamente liberal, simpatiza con el socialismo y disputa en vano, pese a su dialéctica sutil y maravillosa, defendiendo la política de los socialistas. Me pregunto: ¿cómo un hombre tan inteligente y tan discutidor puede comulgar con semejante credo? ¿Cómo puede un hombre inteligente ser socialista?” 
            Y de pronto, de la noche a la mañana, este amigo que no me dejaba ni a sol ni a sombra, dejó se saludarme, no quiso tener nada más que ver conmigo. Y así durante los veinte años últimos. En cuanto le veía por las calles de Avilés, me esquivaba. A veces se asomaba al café donde yo estaba, pero en lugar de entrar a saludarme y charlar, como hacía antes, observaba un rato y luego desaparecía. “¿Qué le has hecho a Pendás?”, me preguntaban mis amigos. “Nada”, respondía yo sinceramente extrañado.
            Si hacía tiempo que había dejado de tratarle, si hacía tiempo que había dejado de ser mi amigo, ¿por qué me ha afectado tanto su muerte? ¿Por qué varias veces, a lo largo del día, me he puesto a llorar?
            Me he tendido en el sofá, he cerrado los ojos, y he dejado que los pensamientos vaguen libremente. Siempre, cuando alguien cercano muere, se nos despiertan los sentimientos de culpa. ¿Qué le hice yo a Pendás para que de un día para otro dejara de saludarme? No puedo recordarlo. Le diría alguna verdad poco amable, según mi estilo, pero a eso debería estar acostumbrado, como todos los que me conocen.
            Y de pronto, en el ir y venir de los pensamientos, en este divagar sin ataduras lógicas, recuerdo que había algo en Pendás que me hacía sentir incómodo. Nuevo Funes el Memorioso, contaba minuciosas anécdotas que yo había olvidado o que no me apetecía recordar. Repetía también el argumento de mis primeros relatos, fantasiosamente autobiográficos. A mí me avergonzaban aquellas historias y siempre trataba de cambiar de conversación. Pero Víctor Botas o Felicísimo Blanco le incitaban a seguir y le decían que algún día debía escribir mi biografía.
            Ahora sé que en el fondo me alegré de su alejamiento. Me comporté como un político que tiene algo que ocultar y se libra de un testigo incómodo. Él debió de notar que, aunque dijera lo contrario, no sentía demasiado que se hubiera enfadado conmigo, que hubiera dejado de frecuentarme. Su alejamiento fue solo una muestra de afecto.
            Eso es lo que me hace llorar ahora. Traté mal –desdeñando su pertinaz devoción– a quien la vida no trató bien. Y con él desaparece para siempre una etapa de mi vida. “Qué poco me va quedando, / de lo poco que tenía…”





lunes, 23 de diciembre de 2013

A buen entendedor: Un error necesario


Domingo, 15 de diciembre
REGALOS

Una de esas mañanas luminosas en las que el mundo parece estar bien hecho. Dejo a un lado el mercadillo de Campillín, con su amontonamiento de trastos viejos y de enigmáticas lenguas y de vidas difíciles, y camino por la solitaria parte alta del empinado parque entre los oros del otoño; al fondo, erguida sobre los tejados, sin poder competir con los esbeltos árboles, la torre de la catedral.
            Me dejo acariciar por el sol tibio y busco el camino más largo para volver a casa. De pronto, sin que me dé yo cuenta, el ritmo de mis pasos se acompasa al ritmo del endecasílabo:
            Tengo en las manos todo lo que tuve / y todo lo que quise y no fue mío,
un amor, una casa, un monte, un río, / un cielo muy azul sin una nube.
            Estoy ahora donde nunca estuve / y en el cansado espejo un rostro espío / y le miro llorar mientras yo río / y un frío mortal hasta mi pecho sube.
            Te miro a ti mirarme enamorada / y me sé Dios, el Dios en quien no creo, / un Dios vuelto a ser hombre y sombra y lodo.
            Todo lo tengo entre mis manos, nada / que valga lo que el sueño y el deseo. / Porque la nada vale más que todo.
            Llego a casa, enciendo el ordenador, escribo los versos. “Contad si son catorce y está hecho” me digo con Lope. ¿Tienen algún mérito los versos que se escriben solos? Si lo tienen, no es mío. Yo me limito a recibirlos como un regalo más de este domingo de otoño en que el mundo parece estar bien hecho.


Lunes, 16 de diciembre
LOS PELIGROS DE INTERNET

Hay quienes toman todas las precauciones posibles para proteger su intimidad, pero ni aun así consiguen que le interese a nadie.

Martes, 17 de diciembre
ESTAR DE MÁS

Leo un artículo titulado “La paranoia, un mal menor”. Y recuerdo un libro de Carlos Castilla del Pino, El delirio, un error necesario. Preferimos pensar que nos espían, que nos persiguen porque eso nos resulta más consolador que reconocer la verdad. Que somos insignificantes, que no interesamos a nadie, que no hay quien se preocupa de nosotros.
            Pero yo no soy capaz, como mi buen amigo José Luis Piquero y tanta otra buena gente, de engañarme viendo en Facebook a un Gran Hermano que lee todos los mensajes privados que envío e incluso aquellos de los que me arrepiento y borro antes de enviar.
            Todavía, no. Pero acabaré así, me temo. Envejecer es estar de más. Y qué consolador pensar que Alguien, en la omnipresente red, no nos pierde de vista.

Miércoles, 18 de diciembre
INEVITABLE

Resulta inevitable que los demás siempre nos defrauden. Se empeñan en hacer lo que a ellos les interesa hacer y no lo que a nosotros nos interesa que hagan.


Jueves, 19 de diciembre
CAMINITO DE AVILÉS

“Pero es que a ti nada te gusta más que llevar la contraria”, me dice mi amigo Ángel mientras, en una oscura tarde de perros, me lleva hacia Avilés a una lectura poética minuciosamente organizada por mi amiga Marian Suárez.
            ––Te equivocas. Hay algo que me gusta todavía más: que me lleven la contraria. Así no tengo la mala conciencia de ser yo quien inicia el debate. Porque a la gente eso de que intenten demostrarle que no tiene razón no suele hacerles demasiada gracia.
            ––Especialmente si te empeñas en tenerla siempre tú.
            ––Pues ahora me empeño en todo lo contrario.
            –-No te creo.
            ––Ya sabes que soy un hombre de obsesiones. Antes creía que a los sesenta años dejaba de aprenderse y me angustiaba llegar a esa edad. Ahora que la he rebasado me aterroriza otra idea, la de que llega un momento en que el cerebro pierde toda flexibilidad, es incapaz de cambiar de ideas, los datos de la realidad dejan de afectarle. Es una obsesión bien fundamentada. La pongo a prueba con toda la gente de más edad que yo que conozco. No importa que sean personas activas, brillantes, de muy varios saberes, como mi admirado José Manuel Feito. “Es que hubo un tiempo –me dice tras discrepar yo de un poema suyo contra la llamada “memoria histórica”, esto es, contra la “moda” de enterrar dignamente a los familiares vilmente asesinados– en que ser rojo estaba mal visto, era peligroso. Pero es que ahora hemos pasado al extremo contrario. Ahora lo que no se puede decir públicamente sin que te insulten es que eres de derechas. Y vamos a ver, ¿cómo no va a tener uno todo el derecho del mundo a ser de derechas como otros lo tienen a ser de izquierdas?”. Al principio creí que bromeaba. Luego vi que hablaba en serio y yo le mencioné el gobierno que tenemos, Abc y La Razón, ciertas tertulias televisivas… Pero la siguiente vez que nos encontramos volvió a salir el tema y volvió a repetir la misma falacia: que ahora la gente de derechas  vive tan perseguida como en tiempos de Franco quienes eran de izquierda. Más pronto o más tarde todos nos volvemos invulnerables a la realidad y al rigor de la argumentación, amigo Ángel. Por eso yo ahora, cuando discuto con alguien, presto mucha atención a lo dice, trato de ver si tiene razón y, si la tiene, nada me alegra más que rectificar. Respiro aliviado cuando compruebo que todavía soy capaz de cambiar y reconocer mis errores.
            ––Pues yo no te he visto hacerlo nunca.
            ––Bueno, tampoco es algo que ocurra muy a menudo. Pero ocurre.
            ––Entonces supongo que le pedirás disculpas a Rodrigo Olay por haber sacado su nombre a relucir con motivo del Adonais.
            ––Hombre, no, todavía no he llegado al extremo de fingir que estoy equivocado para rectificar y demostrarme así que aún tengo vida intelectual.
            ––También andas discutiendo en otro blog con José Luis Piquero. ¿Cuántas discusiones eres capaz de mantener a la vez?
            ––No muchas, tres o cuatro. Eso en la vida real no es posible, pero en Internet sí. Es como jugar varias partidas de ajedrez al mismo tiempo. Me divierte. Además en el mundo virtual tienes la ventaja de que, si haces sangre a tu contrincante, la sangre no te salpica.
            ––Creo que José Mateos y Piquero presentaban Internet como una amenaza, como un mundo en el que estamos continuamente vigilados, un riesgo para nuestra intimidad. No entiendo que no estuvieras de acuerdo. No me negarás que lo tuyo, a veces, es discutir por discutir.
            ––Es que una cosa es el aprovechamiento de los “big data”, de los muchos datos que se almacenan en Internet, para fines comerciales o de otro tipo, y otra la intrusión en la intimidad. Yo reservo hoteles con cierta frecuencia en determinadas ciudades y, como consecuencia de ellos, me llega publicidad con descuentos hoteleros. Pero todo es automático. Nadie hay al otro lado, en el centro de la Red, diciendo “hombre, este García Martín ya se va otra vez a Venecia, qué andará maquinando por allí, nada bueno, seguro”. A mí, la verdad, del espionaje que pueda hacer el gobierno norteamericano de mi correo privado me preocupo poco. Claro que puede violarse el secreto de las comunicaciones, pero lo mismo en Internet que en el correo ordinario.
            ––O sea, que a ti no te preocuparía que tu intimidad estuviera expuesta a la vista de todos.
            ––En absoluto. Yo no soy Belén Esteban, y bien que lo siento. En mi caso, nadie se tomaría la molestia de mirar.


Viernes, 20 de diciembre
PASEOS

“Nadie sabe quién es Elena Ferrante” se lee en la solapa de Un mal nombre, segunda entrega del tríptico napolitano que comenzó con La amiga estupenda. No sé si el misterio sobre la autora añade algún interés a esta fascinante historia sobre dos amigas y el Nápoles de los años sesenta. Yo me la imagino como su personaje, Elena Greco, Lenù, la amiga que marcha a estudiar a Pisa y acaba escribiendo una novela, quizá esta que estamos leyendo. Antes de irse, da un paseo que es una despedida de su ciudad: “Crucé la via Garibaldi, subí por los Tribunales y en la piazza Dante tomé un autobús. Fui hasta el Vomero, primero pasé por la via Scarlatti, luego por Villa Santarella. Después bajé en el funicular hasta la piazza Amedeo”. Y yo la sigo en ese paseo y me detengo un rato en el mercadillo junto al Castel Capuano y luego entro a admirar una vez más el Caravaggio del Pio Monte della Misericordia y compro libros en Porta dell’Alba… También yo recorro las calles apacibles y burguesas del Vomero y luego desciendo en el funicular hasta la piazza Amedeo, la única plaza vertical del mundo.
            Sigo siendo el niño solitario que, en cuanto puede, se escapa de casa en busca de aventuras. En las novelas, en las películas, me gusta acompañar a los personajes en su deambular por las ciudades que amo. Y no perdono el más mínimo error topográfico. Antes de llegar por primera vez a Lisboa, Nápoles o Venecia, ya me sabía el plano de esas ciudades de memoria. Para estar en ellas no necesito estar en ellas. Parece que estoy siempre en el mismo lugar y estoy siempre practicando mi deporte favorito: dar la vuelta al mundo en ochenta sueños.

Sábado, 21 de diciembre
EL OJO DE DIOS

Yo también, como cualquier persona, tengo mis paranoias y mis consoladoras fantasías. Cuando era niño, creía en Dios, un Dios que lo veía todo y que nunca dejaba de observarme. Ahora creo en la posteridad. Vivo como si, después de mi muerte, un futuro Ian Gibson fuera a escribir mi biografía en dos tomos de más de mil páginas cada uno, vivo como si mis más mínimos secretos fueran a quedar un día al descubierto. Y por eso me esfuerzo en no hacer nada que pueda avergonzarme. Y por eso agradezco los elogios, pero no los necesito. A mi manera de entender la vanidad los únicos elogios que le interesan son los que pueda recibir dentro de cien, doscientos o mil años.
            La paranoia, un mal menor; el delirio, un error necesario. Pero yo tengo la suerte de que mi paranoia y mi delirio molestan poco (o eso creo) y me ayudan a ser mejor. Y además no hay desengaño posible, nunca tendré ocasión de comprobar lo equivocado que estaba (en caso de que lo estuviera, que no creo).


lunes, 16 de diciembre de 2013

A buen entendedor: Yo pecador


Domingo, 8 de diciembre
ENCANTADO DE HABERME CONOCIDO

“Se nota que estás encantado de haberte conocido”. me dicen con frecuencia. No estoy yo tan seguro.
            Ahora que, eso sí, como los matrimonios tradicionales, me esfuerzo por guardar las apariencias. Dentro de casa podrá haber sus más y sus menos, pero ante los vecinos siempre hay que mostrar buena cara.

Lunes, 9 de diciembre
LA MUJER DE NEGRO

Llamaron a la puerta. Todas las historias, para quien vive solo y pasa casi todo el día encerrado en casa, comienzan con una llamada a la puerta. Siempre tengo la intención de no abrir, de no contestar, pero acaba pudiéndome la curiosidad. Y siempre, en la realidad y en el sueño, es una mujer alta, vestida de negro, muy maquillada, como si se dispusiera a ir a una fiesta, que me mira muy seria, como reprochándome algo. No dice nada, solo me mira con insistencia hasta que yo bajo los ojos.
            “Creo que se ha equivocado usted de piso”, digo finalmente. Y ella: “¿De verdad lo crees?”. Y entonces sonríe y es como si yo cayera hacia atrás y empezara a rodar por un precipicio, golpeándome con las piedras, haciéndome sangre, tratando de agarrarme a los arbustos.
            Por fin alzo la vista, magullado: “¿De verdad eres tú? Fue hace tanto tiempo…”             Entra, sin que yo la invite a pasar, hace sitio en el sofá colocando un montón de libros en el suelo, y se sienta respetando el sitio donde yo suelo sentarme, como si conociera mis costumbres.
            “No has cambiado nada”, digo por decir algo. Pero me fijo bien y noto las arrugas del cuello, el rostro envejecido por detrás del maquillaje. “Tú tampoco”, miente ella. “No estoy muy orgulloso de lo que hice”, digo yo. Y ella: “Ya lo he olvidado”. “Yo tampoco”, le respondo tratando de sonreír.
            Muchas veces he soñado con que volvíamos a vernos y ahora me parece que estoy otra vez soñando ese repetido sueño. De pronto, se levanta y con voz distinta, como si hasta entonces hubiera estado interpretando un papel, dice: “Voy a preparar algo de cena. Espero que no tengas vacía la nevera, según tu mala costumbre”. Y va hacia la cocina como si estuviera en su casa, aunque nunca haya estado en ella (cuando nos conocimos, yo vivía en un apartamento de la calle Melquíades Álvarez).
            Hojeo un libro, trato de ver la televisión, pero no puedo concentrarme en nada. “Ya puedes venir”, dice de pronto. “Huele muy bien”, le respondo. Me sorprende ver sobre la mesa un solo cubierto: “¿Es que no vas a cenar conmigo?”
            Ella sonríe, alarga la mano y me acaricia la barbilla como si yo fuera un niño: “No, cariño, no; de sobra sabes que estoy muerta”.


Martes, 10 de diciembre
EL CIELO CON LAS MANOS

Creemos vivir en un mundo sólido y nos movemos en una telaraña. Hay que ser muy ágil para, en cuanto se rompe el hilo al que nos sujetamos, aferrarse rápidamente a otro.
            Yo todavía conservo esa agilidad. ¿Por cuánto tiempo? Mejor pensar en otra cosa mientras toco una vez más el cielo con las manos.

Miércoles, 11 de diciembre
LA VIDA DE LOS OTROS

“A mí no me interesa nada la vida de los demás”, dicen muchos con un gesto de desdén. Pues a mí me interesa bastante más que la propia. Sobre todo si la veo en el papel o en la pantalla, desde no puedan salpicarme ni las lágrimas ni la mugre.


Jueves, 12 de diciembre
PALINODIA

No soy yo un hombre muy dado a cambiar de opinión o a dejarse convencer. Como buen español, como español “a machamartillo”, que diría Menéndez Pelayo, soy más bien partidario del “sostenella y no enmendalla”, del “o conmigo o contra mí”. Pero nadie es perfecto. Ni siquiera yo. Y por eso no tengo más remedio que reconocer mi error.
            El domingo asistí al estreno en Oviedo, con un público distante y un tanto frío, de la ópera Aidanamar, de Olvaldo Golijov. Aunque con pasajes emocionantes y con una puesta en escena minuciosamente brillante, me pareció desigual y con un libreto que algo tenía de simplista españolada.
            Pero ayer participé en una mesa redonda en la universidad, junto con la soprano que interpreta a Margarita Xirgu, María Hinojosa, la mezzo que hace de Lorca, Marina Pardo, y el director de escena, Luis de Tavira. Yo comencé mi intervención recordando la frase de Octavio Paz (“Los poetas no tienen biografía; su obra es su biografía”) y dije que no era cierta, que la biografía de un poeta es parte de su obra y ahí están los casos del propio Pessoa (que le sirvió a Paz para enunciarla), de Oscar Wilde, quien dijo aquello de que había puesto el genio en su vida y el talento en su obra, o de Federico García Lorca. Hablé luego del esquematismo del libreto, obra de un norteamericano de origen chino, David Henry Hwang, premiado dramaturgo y autor de guiones para series televisivas. Y dije la palabra “españolada”, que molestó un poco a Luis de Tavira, mexicano con aspecto de antiguo hidalgo español, aunque lo disimuló con la proverbial cortesía de la Nueva España.
            Y hoy he asistido de nuevo a la representación de Aidanamar con la intención, naturalmente, de reafirmarme en mi opinión. Pero esta vez, desde el primer instante, desde que se escucha el sonido del agua en la fuente, me he visto seducido por la magia del espectáculo. Y no me ocurrió a mi solo. El silencio de la sala tenía esa calidez especial de las grandes ocasiones. Qué diferencia con la otra función, la del domingo, con su displicente atención llena de toses y algún que otro murmullo, y las muestras de enojo que escuché a un anciano que se sentaba detrás de mí (simpatizante, sin duda, del bando de los sublevados). Esta vez la hora y media pasó sin sentir, de emoción en emoción, de deslumbramiento en deslumbramiento. Todo me pareció mejor que en la primera función: el puzzle de la música, con sus armonías y sus asperezas y continuos contrastes; la elegancia de María Hinojosa, la voz grave de Marina Pardo; los bailarines de la compañía de Antonio Gades, y los innumerables detalles felices de la puesta en escena. Solo una cosa me pareció que tenía la misma fuerza en una función que en otra: la intervención de Alfredo Tejada, un Ruiz Alonso cuya denuncia flamenca es como un cuchillo que se nos clava de golpe en el corazón.
            Y qué acierto no terminar la obra con el momento estremecedor del fusilamiento. La tercera “imagen” (obra en un acto y tres imágenes se subtitula Aidanamar) aleja la obra del efectista melodrama y la convierte en una reflexión lírica sobre la fragilidad del artista y la perennidad del arte.
            Marina Pardo, muy expresiva y ocurrente, se quejaba en la mesa redonda de que algunos trataran de descalificar Aidanamar afirmando que no era una ópera, sino un musical, como si esas clasificaciones tuvieran algún valor estético. Yo recordé a Unamuno: “¿Que mis novelas no son novelas? ¡Pues serán nivolas!” Lo que no es Aidanamar es reiterada arqueología, como tantas otras producciones operísticas.


Viernes, 13 de diciembre
MEA CULPA

Son las nueve de la mañana y en el mismo momento en que me pongo a escribir, como todas las mañanas, suena el teléfono. “¿Has leído el periódico? ¿No? Pues ya verás, ya verás lo que dicen del acto de ayer”.
            Nada bueno, me imagino. Porque ningún amigo se toma la molestia de llamar para darte una buena noticia o para decirte que le ha gustado mucho el artículo tuyo que acaba de leer.
            Pero yo sé contener mi impaciencia hasta las doce de la mañana que es cuando paso por Las Salesas y, en la cafetería Los Porches, leo los periódicos regionales (los nacionales quedan para después de comer). Y entonces vuelvo a recibir otra llamada del mismo amigo. “¿Ya has leído lo que dicen de la lectura poética de ayer? ¡Josefina te va a matar!”. Y como ya he leído la noticia, le respondo: “Y con toda razón”.
            Comento luego el asunto en la tertulia y nadie entiende que esté tan preocupado. “¿Pero por qué se va a enfadar Josefina? Siempre habla muy bien de ti, se ve que te aprecia”, me dice mi amigo Cristian. Y yo le cuento aquellas viejas guerras, a principios de los ochenta, cuando Emilio Alarcos y Jesús Neira quisieron poner un punto de sensatez a unas reivindicaciones lingüísticas quizá más atentas a mimetismos políticos con otras comunidades que a la realidad asturiana y fueron descalificados, denigrados, acosados. Incluso llegaron a recibir amenazas anónimas por teléfono. Y Josefina puede olvidar el daño que le hicieron a ella, pero jamás el que hicieron, o intentaron hacer, a Alarcos. Bien es cierto que, en cuanto a descalificaciones públicas, los amigos de los bables y enemigos de la llingua, tampoco fueron parcos. Esas guerras nunca tuvieron eco en esta tertulia. Aquí los jóvenes poetas que escribían en castellano, como José Luis Piquero, Pelayo Fueyo, Javier Almuzara, y los que escribían en asturiano como Xuan Bello, Antón García, Berta Piñán o Marín Estrada se leían y se corregían mutuamente y compartían admiración por autores como Eugénio de Andrade, Gabriel Ferrater o el padre Galo. Yo puedo decir que vi nacer a la nueva poesía en asturiano y casi, casi, que ayudé al parto. Por eso me alegré tanto de que por fin, en un acto organizado por la cátedra Alarcos, se escuchara con toda naturalidad, olvidadas viejas rencillas, a poetas que escriben en una lengua y en otra. Pero el asturiano solo apareció de manera testimonial y en parte por casualidad, porque un poeta tuvo que ser sustituido en el último momento por otro. Titular la noticia del acto como “El asturiano entra en la Cátedra Alarcos” me parece falsificar las cosas. Con razón se va a enfadar Josefina.
            “Pero la culpa es de la periodista, no tuya”, me replican. Y yo: “No, la culpa es mía, porque fui yo, tan contento por ese hecho del que solo yo me había percatado, quien se lo subrayó de paso”. Concluye Almuzara: “Creo que, como siempre, subestimas a Josefina. Es lo suficientemente inteligente para darse cuenta de que ese intento de avivar un viejo fuego no es ni siquiera un ejemplo de periodismo malintencionado, sino solo de mal periodismo, como podrá comprobar cualquiera cuando el vídeo del acto, maravilloso homenaje a la poesía viva, se cuelgue en la página web de la Universidad”.

          
Sábado, 14 de diciembre
LA FUNCIÓN CONTINÚA

“Solo no estaba solo cuando estaba contigo” escribí una vez. Y sigue siendo verdad.
            Mi vida sentimental se parece a La ratonera, esa obra de Agatha Christie que desde hace más de medio siglo se viene representado en un teatro de Londres.
            La trama es siempre la misma, pero los actores van cambiando a lo largo del tiempo.
            Y yo comienzo cada función con la misma emoción que el día del estreno.


lunes, 9 de diciembre de 2013

A buen entendedor: La palabra yo


Domingo, 1 de diciembre
TÚ TAMBIÉN, HIJO MÍO

“Ten cuidado con lo que haces”, cuenta Plutarco que le dijeron a César poco antes de los Idus de marzo. “Los pequeños favores pueden ser devueltos; los grandes solo pueden ser vengados”.

Lunes, 2 de diciembre
EL TIEMPO Y OTROS BICHOS

Qué bien trata el tiempo a algunas personas. Lo pienso mientras admiro a Esther García y la escucho hablar de su libro Alredor de la quintana. Un libro hermoso que reproduce el arca de Noé que eran las antiguas casas de la aldea, un libro lleno de maullidos, relinchos, cacareos, de amor a los animales, de amor al mundo tradicional, a los modos de vida que desaparecen pero quedan para siempre en la memoria.
            Abro el libro al azar y me encuentro con el gato Romeo que “mírame y ronronea sentáu enriba l’escritoriu, cuásique tapándome la pantalla l’ordenador, y, de xemes en cuando, xuega cola patina a cazar les lletres y el cursor que se mueve a bona velocidad”.
            Hay vidas a las que el tiempo que pasa hace más ricas y otras, las de la mayoría, en las que el tiempo que pasa es solo tiempo perdido.
            El tiempo quiere bien a quien lo emplea bien y nadie sabe hacerlo mejor que Esther García, tan seductora hoy como hace cuarenta años. El tiempo, como los perros y los gatos, quiere bien a quien le quiere bien.
            Yo también amo el tiempo que pasa, pero mi amor no es igualmente correspondido. 


Martes, 3 de diciembre
EN TODAS PARTES CUECEN HABAS

Leído en la sección de “Cartas al director” de un periódico ginebrino: “¡Suiza ya no es lo que era! Antes, cuando no había tanta emigración, las calles estaban limpias y el eco de cualquier valle repetía las palabras en las tres lenguas cooficiales del país”.

Miércoles, 4 de diciembre
CAMBIAR DE TRAJE

“Los nacionalistas dijeron en 1978 que tenían suficiente. Fuimos ingenuos al creer en ellos”, declara Alfonso Guerra en el titular de una entrevista con motivo del aniversario de la Constitución.
            “En aquel debate el nacionalismo de CiU y PNV se pronunció contra la autodeterminación. Es tremendo que al cabo del tiempo digan que siempre han defendido eso, ahora que defienden la independencia. No es verdad, sus representantes dijeron que la Constitución era su autodeterminación. Y ahora están en otra tesis. No son leales a lo que defendieron en 1978”.
            ¿No son leales? Es como si a quien una vez escogió un traje porque era el que mejor le sentaba de los que entonces había en la tienda se le acusa de no ser leal a esa elección por querer sustituirlo por otro treinta y cinco años después.
            Todo cambia, amigo Alfonso Guerra. ¿No van a tener derecho a cambiar los ciudadanos de Cataluña? Hoy, mayoritariamente, no aceptan la constitución que aceptaron en 1978. El pacto constitucional se ha roto. Esa constitución sigue siendo legalmente la de todo el Estado español, pero ya no es verdaderamente la de toda España.
            ¿Cómo hemos llegado a esa situación? Para mi un tiempo admirado Alfonso Guerra (ahora me encuentro muy lejos de su nacionalismo españolista), uno de los culpable es Zapatero y su promesa de que “se aprobaría en el Congreso lo que aprobase el Parlamento de Cataluña”. A mí me parece una promesa impecablemente democrática, teniendo en cuenta que la promesa se refería solo a los votos de su partido, ya que no podía comprometer los votos de los partidos ajenos. Y dando por sobre entendido que ese Estatuto se ajustaría a la legalidad. Y de que se ajustara se encargó la comisión que presidía precisamente Alfonso Guerra, a quien se le debe una desafortunada frase que ha contribuido a la situación actual bastante más que la de Zapatero; dijo Guerra que al estatuto catalán lo “habían cepillado” en el Congreso (lo que sonaba casi como que “se lo habían cepillado”). Luego ese Estatuto se aprobó en referéndum. Y fue denunciado al tribunal constitucional. Y este tribunal dictaminó que lo que había decidido el pueblo de Cataluña (no los políticos de Cataluña) no cabía en la constitución. El portazo que expulsó de España a Cataluña lo dio el tribunal constitucional, ese fue el pistoletazo de salida para la complicada situación de hoy, que no parece que tenga vuelta atrás (aunque eso nunca se sabe). Y en ese dictamen del tribunal constitucional (aunque perfectamente legal) hubo trampa: para que se produjera fue necesario que se recusara, con muy discutible criterio, a uno de sus miembros. Un criterio tan discutible que, si se aplicara ahora, habría que recusar al presidente del tribunal, Pérez de los Cobos, de la mayoría de los asuntos pendientes. O sea, jacobino y legalista Alfonso Guerra, que el que el Estatuto de Cataluña fuera o no constitucional dependía de que se consiguiera anular o no uno de los votos del tribunal. Con otras palabras, que no era una decisión técnica, sino política. Que la Constitución española permite diversas interpretaciones y era perfectamente posible una interpretación que incluyera las aspiraciones de Cataluña libremente expresadas en el referéndum que votó el Estatuto.
            Si no fue posible, no le eches la culpa a una frase, inteligente y generosa de Zapatero, sino a la mezquindad de otras frases y al integrismo nacionalista de otros comportamientos.
            Por otra parte, si los catalanes dejan de ser españoles (a mí solo me gustaría que siguieran siéndolo si quieren seguir siéndolo), no se trataría de los primeros en hacerlo. Que Alfonso Guerra lea la segunda constitución española, la de Cádiz (la primera fue la de Bayona) y verá quiénes era entonces españoles y quiénes, muy poco después, decidieron dejar de serlo. Y tan contentos ellos (mejicanos, argentinos, chilenos…) y tan contentos nosotros.


Jueves, 5 de diciembre
UTILIDAD DE LA FILOSOFÍA

“Yo he logrado desde la filosofía –declara Gustavo Bueno en un artículo que encomia, con toda razón, a Emilio Sagi– que al menos cinco personas no hayan escrito una novela”.
            ¡Y luego dicen que la filosofía no sirve para nada!


Viernes, 6 de diciembre
HOJAS SECAS

Si dejáramos de soñar, se derrumbaría el universo.
            Todas las pompas deberían de ser fúnebres.
            Hay personas capaces de los mayores crímenes para mantener intacta su buena reputación.
            Era el mayor de los hipócritas: no hablaba nunca de sí mismo, pero no pensaba en otra cosa.
            El fracaso es la única forma honorable del éxito.
            Quienes consiguen lo que quieren no suelen querer lo que consiguen.
            La virtud está sobrevalorada.
            Yo soy mi peor amigo y mi mejor enemigo.
            Se fiaba tan poco de sí mismo que nunca se contaba sus propios secretos.
            Estaba orgulloso de no ser nada orgulloso.
            El que alaba nunca se equivoca, al menos en opinión del alabado.
            Enamorarse es entrar en una celda, echar la llave y tirarla por la ventana.
            No seas demasiado feliz: trae mala suerte.
            La madurez nos devuelve aquello que perdimos al dejar de ser niños
            No te fíes de quien no se apasiona en una discusión; sería capaz de cometer las mayores atrocidades sin inmutarse.
            Conviene no morir demasiado pronto, pero tampoco demasiado tarde.
            Los hombres llaman inmortalidad a que se siga hablando de ellos después de muertos.
            El tiempo va tan deprisa que a veces no tiene tiempo para nada.
            La verdad carece de sentimientos, solo las mentiras son capaces de ser piadosas.
            No te importe repetirte; como nadie escucha, nadie se dará cuenta.
            La poesía gusta de estar en cualquier parte, pero es alérgica a la mayoría de los libros de versos.
            Emborracharse de alcohol no es la peor manera de emborracharse; tampoco la mejor.
            La verdad rara vez hace gracia.
            El verdadero amor casi nunca es amor y nunca es verdadero.
            Hay cierta coquetería en no disimular del todo nuestros defectos.
            Los vanidosos suelen ser personas encantadores; a los orgullosos no hay quien los aguante.
            Nunca he sido capaz de estar enamorado, pero he aprendido a fingirlo tan bien que pocos notan la diferencia.
            Los creyentes son los perros de la divinidad; los ateos, sus díscolos gatos.
            La poesía es prosa que camina de puntillas.
            La prosa es poesía de andar por casa.
            El hombre crea el mundo a su imagen y semejanza.
            Pobre del que cuando está solo no está bien acompañado.
            La palabra más solidaria, aquella en la que caben todos, en la que todos pueden reconocerse es la palabra yo.


Sábado, 7 de diciembre
PRÍNCIPE DE AQUITANIA EN SU TORRE ABOLIDA

Las noches en que uno tarda en dormirse son buenas para hacer balance. Luego soñé con la torre degli Sciri, en la via dei Priori, en Perugia, un alto prisma pétreo, ciego, sin ninguna ventana, que de lejos recordaba algo a la arquitectura de la Torres Gemelas y, de cerca, a las construcciones geométricas que se alzan en las plazas metafísicas de Giorgio de Chirico.
            Soñé que yo vivía en esa torre, a salvo de las asechanzas del mundo. Y al despertar me vinieron a la memoria unos versos de Ricardo Reis: “No solo quien nos odia o nos envidia / nos limita y oprime; quien nos ama / no menos nos limita”. Por eso pide a los dioses que, libre de afectos, “tenga la fría libertad / de la cumbres desnudas”.
            Esa fría libertad es la que yo he pretendido buscar, creía tener. En el sueño estaba en la alta torre, invulnerable a todo. Pero solo en el sueño.
            Basta el menor soplo para derribar las murallas con las que creo protegerme.
            El odio puede poco contra mí, la envidia menos, al desamor estoy acostumbrado.
            Como una ducha bien fría al levantarme, el rechazo ajeno –estoy acostumbrado– me pone alerta y me fortaleza. Otra es la causa de mis males, de que el castillo en que me encierro sea un castillo de vulnerable arena.

            Puedo vivir sin ser amado, pero no puedo vivir sin amar a las criaturas de este mundo, y a unas pocas de ellas en particular. Si pudiera, sería invulnerable. 


lunes, 2 de diciembre de 2013

A buen entendedor: Las cosas que a ti te cuento


Domingo, 24 de noviembre
CABEZA ABAJO

Abro el cuaderno de las buenas intenciones y escribo. “De vez en cuando conviene poner de pie las ideas que uno da por sentadas. O incluso colocarlas cabeza abajo”.
           
Lunes, 25 de noviembre
CARNERO, CARONTE, MACHADO

Soy muy dado a pasarme de listo y por eso me divierte encontrarme con otros a los que les ocurre lo mismo. El más reciente, Guillermo Carnero. Su objetividad como estudioso queda siempre lastrada cuando se cruza con viejas obsesiones en contra de los poetas presuntamente sentimentales y confesionales: Bécquer, Antonio Machado, García Montero... Una vez le pidieron unas páginas de homenaje a Bécquer y el título que le puso ya anunciaba que no era precisamente fervorosa su admiración: “A otro perro con esas golondrinas”.  En Cuadernos Hispanoamericanos (número 760) publica “Simbolismo y tradición clásica en Francisco Brines”. Al título le añade la coletilla de “con Antonio Machado al sesgo”. Y en él nos anuncia su gran descubrimiento: los versos finales del poema “Retrato”, que tanto emocionan a los devotos del poeta como profecía de su final en Colliure, no son más que un plagio de Luciano de Samosata.
            Esos versos me los sé, como tantos, de memoria: “Y cuando llegue el día del último viaje / y esté al partir la nave que nunca ha de tornar, / me encontraréis a bordo ligero de equipaje, / casi desnudo, como los hijos de la mar”.
            Para Carnero son un calco, “un trasunto casi literal”, de Luciano, concretamente del décimo de sus Diálogos de los muertos: “Te cuidarás – le dice Caronte a Hermes– desde ahora de no dar entrada a ninguno que no se haya desembarazado de su equipaje y se encuentre sin peso alguno. Ponte junto a la escalerilla, pásales revista y no les aceptes si antes no les has obligado a embarcar desnudos”.
            Nadie hasta la fecha había señalado esa influencia en un poeta que suele ser aclamado “como prototipo de lo sencillo y espontáneo”, precisamente las cualidades que el novísimo Carnero más detesta.
Pero ¿quién ha dicho que Machado es sencillo y espontáneo? Una aparente sencillez y una espontaneidad conseguidas, en todo caso, a costa de mucho trabajo, como demuestran los manuscritos que se conservan de sus poemas. Según Carnero, que se inició en literatura enfrentándose a quienes paseaban “el consabido fetiche machadiano”, convertido en santón laico, Machado es considerado por la crítica “paradigma de la autenticidad confesional frente a la elaboración literaria”.
¿Qué crítica será esa? Suponemos que aludirá a algún admirador de Paco Ibáñez o de Serrat, porque ningún crítico –ni serio ni no serio– ha negado “elaboración literaria” a Antonio Machado ni hablado de simple confesionalismo en el creador de Abel Martín y Juan de Mairena.
Otra razón habría para que nadie, hasta él, advirtiera “la estrecha semejanza textual” entre el final del “Retrato” y el fragmento de Luciano: “esos dos versos se convirtieron a posteriori en un emblema del martirio en 1939 de Machado, junto a la España leal a la República: con la aplastante fatalidad de los tópicos, lo uno y lo otro, entrelazados, adquirían la entidad de las verdades palmarias”.
            Está bien arremeter contra los tópicos, amigo Carnero, pero no de cualquier modo. Vayamos por partes. El que esos versos se convirtieran “a posteriori” (no lo iban a ser a priori cuando no se recogieron en libro hasta 1912) en una emocionante profecía del final machadiano no está en contradicción con que en ellos hubiera o no el eco de un texto anterior. Otro poeta, Carlos Álvarez, recuerda la ejecución de su padre en los primeros días de la guerra civil: “Mi infancia son recuerdos de un muro de Sevilla / y el desplomarse lento de un hombre acribillado”. No les resta humana emoción  –otra cosa es su valor literario– el que parafraseen el comienzo del “Retrato”.
            Igual de emocionantes, “proféticos” y conmovedores serían los versos de Machado, aunque tuvieran como directo punto de partida el diálogo de Luciano. Pero ¿lo tienen? Ciertos que en unos y en otros se habla de “equipaje” y de “desnudez”. El sentido, sin embargo, no es el mismo. En un caso, todos los muertos, ricos o pobres, han de dejar su equipaje en tierra para subir a la barca de Caronte; Machado, en cambio, sube a ella “ligero de equipaje” porque ha muerto pobre, no porque nadie le obligue a dejar en tierra los bienes acumulados. Y él está a bordo, no desnudo, sino “casi desnudo, como los hijos de la mar”, esto es, como los marineros, sin pesadas vestiduras ni adornos que lo embaracen en sus movimientos.
            Antonio Machado tiene en mente, al escribir esos versos, el mito de Caronte, como nota cualquier lector, pero no el pasaje concreto de Luciano que Carnero supone que leyó “en algunas de las numerosas traducciones francesas disponibles antes de 1911” (ignora que el poema ya se publicó en prensa el año 1907).


Martes, 26 de noviembre
CANSO

“¿Pero tú no te cansas nunca?”, me dice un amigo harto todo el día en el periódico local. “Yo no me canso. Canso”, le respondo.

Miércoles, 27 de noviembre
 A MI SERVICIO

No trabajo, solo juego a que trabajo y estos días me toca hacer el papel de escritor profesional e ir de un sitio a otro presentando mi último libro. Mentiría si dijera que la labor me molesta. El libro solo es un pretexto para hablar de cualquier cosa. Pero el papel de escritor profesional únicamente resulta divertido cuando uno no es escritor profesional.
            Como escritor y como lector soy un hombre afortunado. Siempre he escrito lo que me ha dado la gana, nunca por dinero ni por obligación, y cuento con un ejército de profesionales que trabajan día y noche para que cuando a mí me apetece leer un libro (mañana, tarde y noche) tenga siempre una gran variedad de ellos entre los que elegir.
            A veces me siento un explotador, un aprovechado del esfuerzo ajeno. Los lectores como yo no somos negocio para nadie. Quienes sostienen la industria cultural son los beneméritos lectores gregarios, los que leen lo que hay que leer en cada momento, a los que les bastan la media docena de opciones que se promocionan en cada temporada: su Planeta de turno, o su Tiempo entre costuras, o sus Sombras de Grey o las memorias de Belén Esteban o de José María Aznar. También los que no leen, pero compran el libro del que se habla con la vana intención de leerlo cuando tengan tiempo, ayudan más a la industria cultural que los lectores como yo, los lectores caprichosos que necesitan tener siempre delante medio centenar o un centenar de títulos entre los que escoger la lectura de cada día.
            Para satisfacer al lector no gregario hay que publicar miles y miles de libros al año. A unos pocos nos apetece leer a este raro poeta letón nunca antes traducido al español, a otros la antología de Porfirio Barba-Jacob que acaba de publicar Luis Antonio de Villena, al de más allá un libro de viajes de los años veinte o los aforismos de Ramón Eder. Los editores, los grandes y los pequeños, se esfuerzan en que haya un libro para el gusto de cada lector y las librerías apenas si tienen espacio para tantas novedades, para dar gusto a tantos gustos dispares.
Vivir de editar libros o de venderlos o de escribirlos es vivir de milagro. Y siempre hay gente dispuesta a ello, no importa la mala situación económica, las quiebras constantes. Gracias a tanta gente que vive de milagro es posible el milagro incesante de la mesa de novedades de las librerías, donde siempre se esconde el libro que estábamos buscando, aunque muchas veces ni siquiera sabíamos que existía.
Soy un privilegiado y no me avergüenza reconocerlo. Tengo todo un esforzado ejército de buenos profesionales –editores, distribuidores, libreros– que trabaja día y noche para satisfacer mis caprichos de lector.

Jueves, 28 de noviembre
MENOS LA MELANCOLÍA

A veces juego a estar triste y entonces me repito unos versos de José Bergamín: “¡Qué poco me va quedando / de lo poco que tenía! / Todo se me va acabando / menos la melancolía”.


Viernes, 29 de noviembre
TENTACIONES

Siempre que entro en una librería acabo encontrando lo que no sabía que buscaba. Por ejemplo, hoy en Cervantes Un tiempo para callar, de Patrick Leigh Fermor. No conocía ni la editorial, Elba, ni al autor, todo un personaje. Nacido en 1915, en 2010, cuando se publicó el libro, aún vivía, retirado en Kardamili, un paradisíaco lugar del sur de Grecia, después de una existencia aventurera. A los dieciocho años –leemos en el prólogo– “se había hartado ya de juergas y entró en plena crisis existencial”. Decidió entonces ir a pie hasta Costantinopla. Llevaba por todo equipaje un par de mudas, unos pocos libros, un saco de dormir, lápices y cuadernos. Sin apenas dinero, confió siempre en la buena voluntad de los desconocidos: “En general fue acogido con cariño y generosidad; joven y guapo, tenía carisma a toneladas y un inusual talento para la conversación”. Fue luego un héroe de guerra: en Creta, a donde había sido lanzado en paracaídas, organizó un comando para secuestrar al general Kreipe, jefe alemán de la isla. La operación resultó un éxito y más tarde sería llevada al cine en una película protagonizada por Dick Bogarde. En 1984, a los sesenta y nueve años, atravesó a nado el Helosponto. La travesía duró dos horas y tres cuartos y cuando llegó a la orilla europea (había comenzado en Asia) lo único que necesitó para reanimarse fue champagne y whisky.
            Qué envidia. La vida de Patrick Leigh Fermor, Paddy para los amigos, me interesa más que el relato de sus estancias en la abadía benedictina de Saint Wanderville o en la Trapa de Solesmes.
            Me tienta la vida aventurera y me tienta la mudez laboriosa del claustro. Para retirarme del mundo todavía estoy a tiempo; para cruzar a nado el Helosponto –aunque aún no tenga sesenta y nueve años– me temo que ya no.



Sábado, 30 de noviembre
MIENTRAS ESPERO

¿Quién escribe lo que uno escribe? Esta mañana, mientras espero el autobús como cada sábado para ir a Avilés, me entretengo anotando viejas coplas que no sé de dónde vienen.
No recuerdo que te quise / ni que tú no me querías / ni que me casé con otra /
para olvidarte algún día.
Las cosas que a ti te cuento / no son verdad ni mentira. / Son los sueños que yo tengo, / por los que perdí la vida.
Mejor estar solo yo solo / que solo estando contigo. / Juntos, qué lejos estamos; / lejos, te tengo conmigo.
El querer y el no querer,  / el mar y el agua del río, / lo que pasa y lo que queda / son solo tiempo perdido.



lunes, 25 de noviembre de 2013

A buen entendedor: Malos pensamientos


Domingo, 17 de noviembre
INCIDENTE EN LOS PRADOS

La realidad está llena de descosidos, de trampas, de hoyos en que meter el pie. Para evitarlos yo procuro estar siempre ocupado. A nada le temo más que a que me sobre el tiempo. Es entonces cuando veo lo que no quiero ver, cuando pienso en lo que no quiero pensar.
            Este domingo, inesperadamente, me encontré con media hora de más o, para ser más precisos, con veinticinco minutos de sobra. Y me dio por pensar tonterías sentimentaloides: que los días son demasiado largos cuando uno se hace viejo y no tiene nadie al lado.
            Veinticinco minutos de más. Y todo por calcular mal la ración de lectura y olvidarme en casa el iPod. Las tardes de los domingos, como en la infancia remota, son tardes de cine. Me gusta tomarme un café en Los Prados y leer los suplementos de los periódicos y algún libro antes de entrar en la sala. Pero esta vez la película empezaba más tarde de lo que yo creía: a las ocho y veinticinco. A las ocho en punto había terminado todo lo que llevaba para leer (el libro era Entre mentira e ironía, de Umberto Eco: una engañifa, por cierto, basura congresual, lo único que vale algo es el título) y cuando me dispuse a escuchar a Philippe Jaroussky resulta que me había olvidado la música en casa.
            Casi media hora paseando por el centro comercial, aburrido, sin nada qué hacer, sintiéndome uno de esos jubilados a los que el tiempo les cuelga por todas partes, a los que nadie espera, nadie necesita, nadie echa de menos.
            Llegué a pensar –a qué extremos lleva el aburrimiento– que ya va dejando uno de ser joven y conviene ir pensando en sentar cabeza, dejarse de fantasiosas aventuras y buscar pareja estable… Así por lo menos nos aburriríamos juntos.
            Pero luego me dejé seducir por Cate Blanchett en la película de Woody Allen y me olvidé de todo. No sin burlarme un poco de su enésimo descuido de guión. Blue Jasmine está a años luz de Vicky, Cristina, Barcelona y otros estropicios. Pero demuestra que, por muy genio que uno sea, o se crea, nuestros trabajos necesitan una revisión externa. La protagonista de la película abandonó sus estudios en el último año de la Universidad para casarse con un importante financiero; encarcelado este y arruinada ella, ha de rehacer su vida. Decide para ello seguir un curso de decoradora de interiores por Internet. Pero el guionista no sabe nada de Internet ni de ordenadores (seguro que Woody Allen escribe todavía a máquina, como Javier Marías) y no se le ocurre otra cosa que apuntar a su protagonista a un curso presencial en el que le explican lo que es el software y el hardware y los principios básicos de la programación, como si estuviéramos a comienzos de los años ochenta.
            A mí me gusta mucho fijarme en esos detalles de verosimilitud a los que otros no les dan ninguna importancia. Yo creo que son los que hacen que nos creamos o no una historia.
            Me gustó mucho, en cambio, otro detalle y me hizo sonreír. Resulta que cuando Jasmine está en la cumbre de toda su fortuna y llega a visitarla a Nueva York su hermana pobre con el patoso de su marido, para librarse de ella, encarga al chófer que les dé una vuelta por la ciudad y los lleve al South Seaport, esto es, al Pier 17, uno de mis rincones favoritos de Nueva York, con sus viejos barcos entre los rascacielos, su centro comercial, sus restaurantes de comida rápida y sus maravillosas terrazas sobre el East River. Los neoyorquinos sofisticados nunca pisan por allí (mi amigo Hilario Barrero no lo conocía y solo vuelve cada año por acompañarme), pero no se lo pierden los turistas de la América profunda. Yo me encuentro allí, entre el bullicio de la gente, frente al puente de Brooklyn, tan a gusto como en Los Prados o en Las Salesas.


Lunes, 18 de noviembre
TODO LO QUE QUIERO

Tengo todo lo que quiero, salvo lo único que de verdad quiero.


Martes, 19 de noviembre
EL MÁGICO PRODIGIOSO

Qué fácil resulta acostumbrarse al milagro. Estoy en la cafetería de costumbre absorto en las Conversaciones con Azorín, de Jorge Campos, que hojeé distraído cuando lo compré y que ahora no puedo dejar de leer. La conversación de Azorín, el gran silencioso, es elíptica y telegráfica. Va y viene en busca de un viejo libro, lee una frase, dice unas pocas palabras, calla largamente. Le alarga a su interlocutor un pequeño volumen: “Desconocido totalmente. No creo haberlo visto citado en ningún estudio sobre el romanticismo. Parece muy interesante. Y ofrece la asombrosa sorpresa de insertar, como ejemplos, poemas de Bermúdez de Castro, de Arolas, ‘La canción del pirata’ de Espronceda… y en 1837”. Muestra Jorge Campos su interés por ese raro libro, Emancipación literaria didáctica, de A. Ribot, y Azorín le dice, “casi más con el gesto que con la palabra”, que se lo lleve. Y yo daría cualquier cosa por poder hojearlo ahora. Tardo en darme cuenta, cosas de la edad, de que tengo casi todas las bibliotecas del mundo al alcance de la mano. Dos o tres toques en la pantalla del iPad y aquí está la Emancipación literaria didáctica en su edición de 1837. Con el dedo voy pasando las páginas. “Cuatro palabras al lector preocupado” se titula el prólogo. Y esas cuatro palabras no pueden ser más sorprendentes: “Yo soy un maestro que te enseña a despreciar a los maestros, que te aconseja no hacer caso de los consejos; en una palabra, que te enseña a no ser enseñado. ¿Te parece poco aprender a no aprender? Dichoso tú si lo consigues, y más dichoso yo si puedo hacértelo conseguir”. La hora siguiente me la paso leyendo esta bien humorada Emancipación literaria en prosa y verso, escrita por alguien que estaba muy al tanto de las novedades literarias del momento (Espronceda aún no había publicado libro y ya se recoge un poema suyo).
            Pero yo no acabo de acostumbrarme al milagro. Apago la tableta, tomo unas notas en mi cuaderno, alzo luego la vista y me entretengo con el ir y venir de la gente, en la noche lluviosa, entre la calle Fruela y la plaza de la Escandalera. Me siento como el mágico prodigioso. Y de algún modo, ¿verdad, Azorín?, lo soy, lo somos.


Miércoles, 20 de noviembre
EL ÚLTIMO CAFÉ

Me entero de que cierran el café Dindurra. Ya lo sospechaba, ya lo temía. Recuerdo que en ese café, hace exactamente treinta años, en 1983, presenté mi libro sobre Fernando Pessoa. Estaba yo leyendo el “Poema en línea recta”, de Álvaro de Campos (“Todos mis conocidos han sido campeones en todo. / Y yo, tantas veces despreciable, tantas veces inmundo, tantas veces vil, / yo, tan irrefutablemente parásito…”), cuando de pronto sonó un timbre y, al poco, se abrió tras de mí una puerta y en ella apareció Fernando Pessoa, con su sombrero y su bigotito y su elegancia de otro tiempo. Lentamente se acercó a la barra, pidió un trago y allí se quedó mirándonos, al editor Silverio Cañada y a mí, mientras seguíamos con la presentación.
            Quizá no era Pessoa sino el pintor Pelayo Ortega o un trasnochado dandy gijonés que se le parecía. Quizá no era tampoco el escritor Víctor Alperi quien me saludó la última vez que estuve en el Dindurra. Fue la semana pasada. Presentaba un libro en el Ateneo Obrero y, como siempre, quedé antes con unos amigos en el café. Hacía algún tiempo que no pasaba por él y me sorprendió la atmósfera mortecina, la edad de los clientes (“Seguro que alguno ya estaba aquí cuando la inauguración”, bromeé), algo extraño que casi podía palparse. Marina, mi editora, dijo: “La próxima vez quedamos en otra parte”. La dueña, de más de ochenta años, se estaba muriendo y, cuando ella muriera sin herederos que quisieran continuar el negocio, no demasiado buen negocio, el centenario café cerraría (de eso me entero hoy por el periódico). Desde un extremo, al fondo del lado derecho, donde se solían sentar los jugadores de ajedrez, alguien me saludó. Devolví el saludo con un gesto, sin saber quién era (aparte de miope, soy mal fisonomista). Al regresar de la presentación, me saludó de nuevo desde detrás de la ventana. Esta vez sí creí reconocerlo. Era Víctor Alperi y quien estaba con él se parecía mucho a Luciano Castañón, con quien más de una vez me cité en aquel local para entregarle cada nuevo número de Jugar con fuego, que él reseñaba en el periódico local. Sonreí. La memoria y la miopía juegan a veces esas malas pasadas.
            Pero quizá ellos sabían más que nosotros y habían vuelto de donde no se vuelve para tomar un café en el local. Y quizá no eran los únicos. Me explico ahora la extraña atmósfera, y el frío repentino cuando alguien pasaba a nuestro lado, de aquella última tarde en el Dindurra.


Jueves, 21 de noviembre
UNA RARA COSTUMBRE

Salgo de ver Don Pasquale feliz e intrigado. Feliz por haberme sentido acariciado durante dos horas por la música de Donizetti; intrigado, porque a todo el mundo –y especialmente a los que saben más que yo de estas cosas– les parezca normal una rara costumbre, una absoluta falta de respeto a la coherencia dramática, que se ha extendido por el mundo de la ópera. Norina, supuestamente recién salida del convento, se asusta ante la presencia de Don Pasquale. “¡Un hombre!”, exclama. “¡Aquí hay un hombre!”. Pero resulta que está en la cafetería de un crucero de los años treinta, rodeada de camareros. Porque al director de escena se le ocurrió la brillante idea de situar la historia en un barco y en la época del art déco. El vestuario queda muy aparente, los elegantes pasajeros también, pero nada de lo que ocurre tiene sentido. Norina quiere un coche con dos caballos a la puerta. ¿Dos caballos marinos? Da la impresión de que el director de escena no se ha leído el libreto o que le importa un bledo. Como les importa un bledo al resto de los espectadores. Para ellos la ópera es música, la acción dramática es un pretexto que se puede adulterar a capricho y sin sentido ninguno. Ahora debería decir, con mi modestia habitual, que si todos van en una dirección (hasta mi amigo Javier Almuzara, mi maestro en estas cuestiones) y yo en otra, probablemente sea yo el equivocado. Pero no lo digo.

Viernes, 22 de noviembre
TAMBIÉN YO

Mientras espero a que lleguen los contertulios, abro un libro de Isabel Bono que acabo de recibir: “Puedo asegurar que realmente nunca he tenido sueños. También que los he perdido todos”.


Sábado, 23 de noviembre
CUESTIÓN DE SUERTE

 Yo mismo me senté frente a mí mismo y me dije: “Pero vamos a ver, ¿qué te pasa? ¿Qué echas de menos?”
            –-Lo que todo el mundo. Alguien que me quiera.
            –-¿Alguien que te quiera o alguien que te admire?
            ––Alguien que me soporte en los buenos y en los malos momentos.
            ––¿No estarás pensando en casarte?
            ––Pues es una posibilidad que siempre me ha horrorizado, pero que ahora no descarto del todo.
            –-¡Lo que hace la edad! Pero no te preocupes que aún puedes tener suerte y no encontrar con quién.