Domingo, 17 de noviembre
INCIDENTE EN LOS PRADOS
La realidad está llena de descosidos, de trampas, de hoyos
en que meter el pie. Para evitarlos yo procuro estar siempre ocupado. A nada le
temo más que a que me sobre el tiempo. Es entonces cuando veo lo que no quiero
ver, cuando pienso en lo que no quiero pensar.
Este
domingo, inesperadamente, me encontré con media hora de más o, para ser más
precisos, con veinticinco minutos de sobra. Y me dio por pensar tonterías
sentimentaloides: que los días son demasiado largos cuando uno se hace viejo y
no tiene nadie al lado.
Veinticinco
minutos de más. Y todo por calcular mal la ración de lectura y olvidarme en
casa el iPod. Las tardes de los domingos, como en la infancia remota, son
tardes de cine. Me gusta tomarme un café en Los Prados y leer los suplementos
de los periódicos y algún libro antes de entrar en la sala. Pero esta vez la
película empezaba más tarde de lo que yo creía: a las ocho y veinticinco. A las
ocho en punto había terminado todo lo que llevaba para leer (el libro era Entre mentira e ironía, de Umberto Eco:
una engañifa, por cierto, basura congresual, lo único que vale algo es el
título) y cuando me dispuse a escuchar a Philippe Jaroussky resulta que me
había olvidado la música en casa.
Casi media
hora paseando por el centro comercial, aburrido, sin nada qué hacer,
sintiéndome uno de esos jubilados a los que el tiempo les cuelga por todas
partes, a los que nadie espera, nadie necesita, nadie echa de menos.
Llegué a
pensar –a qué extremos lleva el aburrimiento– que ya va dejando uno de ser
joven y conviene ir pensando en sentar cabeza, dejarse de fantasiosas aventuras
y buscar pareja estable… Así por lo menos nos aburriríamos juntos.
Pero luego
me dejé seducir por Cate Blanchett en la película de Woody Allen y me olvidé de
todo. No sin burlarme un poco de su enésimo descuido de guión. Blue Jasmine está a años luz de Vicky, Cristina, Barcelona y otros
estropicios. Pero demuestra que, por muy genio que uno sea, o se crea, nuestros
trabajos necesitan una revisión externa. La protagonista de la película
abandonó sus estudios en el último año de la Universidad para
casarse con un importante financiero; encarcelado este y arruinada ella, ha de
rehacer su vida. Decide para ello seguir un curso de decoradora de interiores
por Internet. Pero el guionista no sabe nada de Internet ni de ordenadores
(seguro que Woody Allen escribe todavía a máquina, como Javier Marías) y no se
le ocurre otra cosa que apuntar a su protagonista a un curso presencial en el
que le explican lo que es el software y el hardware y los principios básicos de
la programación, como si estuviéramos a comienzos de los años ochenta.
A mí me
gusta mucho fijarme en esos detalles de verosimilitud a los que otros no les
dan ninguna importancia. Yo creo que son los que hacen que nos creamos o no una
historia.
Me gustó
mucho, en cambio, otro detalle y me hizo sonreír. Resulta que cuando Jasmine
está en la cumbre de toda su fortuna y llega a visitarla a Nueva York su
hermana pobre con el patoso de su marido, para librarse de ella, encarga al
chófer que les dé una vuelta por la ciudad y los lleve al South Seaport, esto
es, al Pier 17, uno de mis rincones favoritos de Nueva York, con sus viejos
barcos entre los rascacielos, su centro comercial, sus restaurantes de comida
rápida y sus maravillosas terrazas sobre el East River. Los neoyorquinos
sofisticados nunca pisan por allí (mi amigo Hilario Barrero no lo conocía y
solo vuelve cada año por acompañarme), pero no se lo pierden los turistas de la América profunda. Yo me
encuentro allí, entre el bullicio de la gente, frente al puente de Brooklyn,
tan a gusto como en Los Prados o en Las Salesas.
Lunes, 18 de noviembre
TODO LO QUE QUIERO
Tengo todo lo que quiero, salvo lo único que de verdad
quiero.
Martes, 19 de noviembre
EL MÁGICO PRODIGIOSO
Qué fácil resulta acostumbrarse al milagro. Estoy en la
cafetería de costumbre absorto en las Conversaciones
con Azorín, de Jorge Campos, que hojeé distraído cuando lo compré y que
ahora no puedo dejar de leer. La conversación de Azorín, el gran silencioso, es
elíptica y telegráfica. Va y viene en busca de un viejo libro, lee una frase,
dice unas pocas palabras, calla largamente. Le alarga a su interlocutor un
pequeño volumen: “Desconocido totalmente. No creo haberlo visto citado en
ningún estudio sobre el romanticismo. Parece muy interesante. Y ofrece la
asombrosa sorpresa de insertar, como ejemplos, poemas de Bermúdez de Castro, de
Arolas, ‘La canción del pirata’ de Espronceda… y en 1837” . Muestra Jorge Campos su
interés por ese raro libro, Emancipación
literaria didáctica, de A. Ribot, y Azorín le dice, “casi más con el gesto
que con la palabra”, que se lo lleve. Y yo daría cualquier cosa por poder
hojearlo ahora. Tardo en darme cuenta, cosas de la edad, de que tengo casi
todas las bibliotecas del mundo al alcance de la mano. Dos o tres toques en la
pantalla del iPad y aquí está la Emancipación literaria didáctica en su edición de
1837. Con el dedo voy pasando las páginas. “Cuatro palabras al lector
preocupado” se titula el prólogo. Y esas cuatro palabras no pueden ser más
sorprendentes: “Yo soy un maestro que te enseña a despreciar a los maestros,
que te aconseja no hacer caso de los consejos; en una palabra, que te enseña a
no ser enseñado. ¿Te parece poco aprender a no aprender? Dichoso tú si lo
consigues, y más dichoso yo si puedo hacértelo conseguir”. La hora siguiente me
la paso leyendo esta bien humorada Emancipación
literaria en prosa y verso, escrita por alguien que estaba muy al tanto de
las novedades literarias del momento (Espronceda aún no había publicado libro y
ya se recoge un poema suyo).
Pero yo no
acabo de acostumbrarme al milagro. Apago la tableta, tomo unas notas en mi
cuaderno, alzo luego la vista y me entretengo con el ir y venir de la gente, en
la noche lluviosa, entre la calle Fruela y la plaza de la Escandalera. Me
siento como el mágico prodigioso. Y de algún modo, ¿verdad, Azorín?, lo soy, lo
somos.
Miércoles, 20 de noviembre
EL ÚLTIMO CAFÉ
Me entero de que cierran el café Dindurra. Ya lo sospechaba,
ya lo temía. Recuerdo que en ese café, hace exactamente treinta años, en 1983,
presenté mi libro sobre Fernando Pessoa. Estaba yo leyendo el “Poema en línea
recta”, de Álvaro de Campos (“Todos mis conocidos han sido campeones en todo. /
Y yo, tantas veces despreciable, tantas veces inmundo, tantas veces vil, / yo,
tan irrefutablemente parásito…”), cuando de pronto sonó un timbre y, al poco,
se abrió tras de mí una puerta y en ella apareció Fernando Pessoa, con su
sombrero y su bigotito y su elegancia de otro tiempo. Lentamente se acercó a la
barra, pidió un trago y allí se quedó mirándonos, al editor Silverio Cañada y a
mí, mientras seguíamos con la presentación.
Quizá no
era Pessoa sino el pintor Pelayo Ortega o un trasnochado dandy gijonés que se
le parecía. Quizá no era tampoco el escritor Víctor Alperi quien me saludó la
última vez que estuve en el Dindurra. Fue la semana pasada. Presentaba un libro
en el Ateneo Obrero y, como siempre, quedé antes con unos amigos en el café.
Hacía algún tiempo que no pasaba por él y me sorprendió la atmósfera mortecina,
la edad de los clientes (“Seguro que alguno ya estaba aquí cuando la
inauguración”, bromeé), algo extraño que casi podía palparse. Marina, mi
editora, dijo: “La próxima vez quedamos en otra parte”. La dueña, de más de
ochenta años, se estaba muriendo y, cuando ella muriera sin herederos que
quisieran continuar el negocio, no demasiado buen negocio, el centenario café
cerraría (de eso me entero hoy por el periódico). Desde un extremo, al fondo
del lado derecho, donde se solían sentar los jugadores de ajedrez, alguien me
saludó. Devolví el saludo con un gesto, sin saber quién era (aparte de miope,
soy mal fisonomista). Al regresar de la presentación, me saludó de nuevo desde
detrás de la ventana. Esta vez sí creí reconocerlo. Era Víctor Alperi y quien
estaba con él se parecía mucho a Luciano Castañón, con quien más de una vez me
cité en aquel local para entregarle cada nuevo número de Jugar con fuego, que él reseñaba en el periódico local. Sonreí. La
memoria y la miopía juegan a veces esas malas pasadas.
Pero quizá
ellos sabían más que nosotros y habían vuelto de donde no se vuelve para tomar
un café en el local. Y quizá no eran los únicos. Me explico ahora la extraña
atmósfera, y el frío repentino cuando alguien pasaba a nuestro lado, de aquella
última tarde en el Dindurra.
Jueves, 21 de noviembre
UNA RARA COSTUMBRE
Salgo de ver Don
Pasquale feliz e intrigado. Feliz por haberme sentido acariciado durante
dos horas por la música de Donizetti; intrigado, porque a todo el mundo –y
especialmente a los que saben más que yo de estas cosas– les parezca normal una
rara costumbre, una absoluta falta de respeto a la coherencia dramática, que se
ha extendido por el mundo de la ópera. Norina, supuestamente recién salida del
convento, se asusta ante la presencia de Don Pasquale. “¡Un hombre!”, exclama.
“¡Aquí hay un hombre!”. Pero resulta que está en la cafetería de un crucero de
los años treinta, rodeada de camareros. Porque al director de escena se le
ocurrió la brillante idea de situar la historia en un barco y en la época del art déco. El vestuario queda muy
aparente, los elegantes pasajeros también, pero nada de lo que ocurre tiene
sentido. Norina quiere un coche con dos caballos a la puerta. ¿Dos caballos
marinos? Da la impresión de que el director de escena no se ha leído el libreto
o que le importa un bledo. Como les importa un bledo al resto de los
espectadores. Para ellos la ópera es música, la acción dramática es un pretexto
que se puede adulterar a capricho y sin sentido ninguno. Ahora debería decir,
con mi modestia habitual, que si todos van en una dirección (hasta mi amigo
Javier Almuzara, mi maestro en estas cuestiones) y yo en otra, probablemente
sea yo el equivocado. Pero no lo digo.
Viernes, 22 de noviembre
TAMBIÉN YO
Mientras espero a que lleguen los contertulios, abro un
libro de Isabel Bono que acabo de recibir: “Puedo asegurar que realmente nunca
he tenido sueños. También que los he perdido todos”.
Sábado, 23 de noviembre
CUESTIÓN DE SUERTE
Yo mismo me senté
frente a mí mismo y me dije: “Pero vamos a ver, ¿qué te pasa? ¿Qué echas de
menos?”
–-Lo que
todo el mundo. Alguien que me quiera.
–-¿Alguien
que te quiera o alguien que te admire?
––Alguien
que me soporte en los buenos y en los malos momentos.
––¿No
estarás pensando en casarte?
––Pues es
una posibilidad que siempre me ha horrorizado, pero que ahora no descarto del
todo.
Hay mucha melancolía en que cierren sitios, comercios, locales, que han estado ligados a tu vida. Veo cerrar una cafetería, una tienda, un cine (últimamente tantos), una librería (últimamente tantas)... y parece como si a uno le arrancaran algo suyo, pues estaba ligado a nuestra vida y, de alguna forma, formaba parte de ella. Incluso (por extraño que parezca) a mí me hace sentirme culpable ("Si hubiera ido más al cine..., si hubiera comprado más libros..., si hubiera consumido más...").
ResponderEliminar¿Y qué pondrán en el local de la cafetería que echa el cierre? Espero que no una tienda de "Todo a 100" o -lo que sería aún peor- uno de esos establecimientos amarillo fosforito con el letrero de "Compro oro".
Le acompaño en el sentimiento.
No te creas, Aitor; aquí no hay mucho sentimiento que acompañar. Martín es un carbayón adoptivo (que es como llamamos a los nacidos en Oviedo) y los carbayones fetén (que pueden llegar a serlo los foráneos que vinieron a ganarse la vida en aquella levítica ciudad, rancia y clasista donde las haya) no sienten la menor lástima por los desastres que le sobrevengan a esta villa marinera que es Gijón, abierta y democrática, en la que no se concebiría que en una plaza pública suya resistiera impávido, a la altura del siglo XXI, un obelisco erigido a la memoria de Franco, como es el caso de la capital asturiana, cosa que le parece de menor gravedad a nuestro polígrafo JLGM.
ResponderEliminarLos carbayones gustan de frecuentar sus cafés y sus casinos (aunque los maquillen de "centro comercial con minicines ) y se regodean en tertulias que hablan de la temporada de ópera, de lo bien que salieron los últimos Premios P. de A.; de lo limpia que está siempre la vetusta ciudad; de la suerte que han tenido de nacer (o laborar) en Oviedo y no en ese poblachón de pescadores y obreros. que es Gijón... Y de que hay que estar ojo avizor, no vaya el gobierno de su majestad a tener la debilidad de dotar al citado poblachón de algún equipamiento cultural que mejor acomodo iba a hallar en tierra de hidalgos y rentistas como es la Lévítica, que son los que están en condiciones de proveer de la adecuada grey a aquellas regias instituciones y que...
Aitor, no vas a creerlo pero lo que he escrito, con ligerísimas variantes y los disculpables anacronismos, ya lo denunciaba Jovellanos..., que tenía bien por qué conocer el percal.
Malicio que si Martín ha tenido la deferencia de presentar su estimable libro (lo estoy leyendo, ya ves) en el Ateneo Obrero de Gijón, es por cubrir su flanco progre..., que no todo va a ser lanzar flores a su eminencia Felipe de Borbón, según él dechado de perfecciones y crisol de cuanto bueno pueda atesora la estirpe hispana.
He dicho (de momento).
Entré en la barbería de la manera acostumbrada, con el placer de serme fácil entrar sin embarazo en las casas conocidas. Mi sensibilidad de lo nuevo es angustiosa: tengo calma sólo donde ya he estado. Cuando me senté en la butaca, pregunté, por un acaso que recuerda, al muchacho barbero que me estaba poniendo al cuello un paño frío y limpio, qué tal le iba al compañero de la butaca de la derecha, más viejo y con ingenio, que estaba enfermo. Le pregunté sin que me apremiara la necesidad de preguntar: se me ocurrió la oportunidad por el local y el recuerdo. «Se murió ayer», respondió sin entonación la voz que estaba detrás del paño y de mí, y cuyos dedos se levantaban de la última inserción en la nuca, entre mí y el cuello de la camisa. Toda mi buena disposición irracional se murió de repente, como el barbero eternamente ausente de la butaca de al lado. Hizo frío en todo cuanto pienso. No dije nada.
ResponderEliminar¡Añoranzas! Las tengo hasta de lo que no ha sido nunca mío, debido a una angustia de fuga del tiempo y una enfermedad del misterio de la vida. Caras que veía habitualmente en mis calles habituales, si dejo de verlas, me entristezco; y no han sido nada mío, a no ser el símbolo de toda la vida. ¿El viejo sin interés de las polainas sucias, que se cruzaba frecuentemente conmigo a las nueve y media de la mañana? ¿El vendedor de lotería cojo que me molestaba inútilmente? ¿El vejete redondo y colorado del puro a la puerta del estanco? ¿El dueño pálido del estanco? ¿Qué se ha hecho de todos ellos, que, porque los vi y volví a verlos, fueron parte de mi vida? Mañana también desapareceré yo de la calle de la Plata, de la calle de los Doradores, de la calle de los Lenceros. Mañana, también yo —el alma que siente y piensa, el universo que soy para mí— sí, mañana yo también seré el que dejó de pasar por estas calles, el que otros vagamente evocarán con un «¿qué será de él?» Y todo cuanto hago, todo cuanto siento, todo cuanto vivo, no será más que un transeúnte menos en la cotidianidad de las calles de una ciudad cualquiera.
Por supuesto, lo anterior no lo he escrito yo. Es un fragmento del Libro del Desasosiego, de Pessoa, en que nos habla de las pequeñas muertes que son cada pérdida de una persona conocida y (añado yo, al hilo de la entrada de hoy) de un lugar transitado que desaparece, aunque ni esa persona ni ese lugar fuesen especialmente entrañables o queridos para nosotros.
ResponderEliminarY sí creo que a García Martín le pesa el cierre de la cafetería donde presentó un libro... precisamente sobre Pessoa.
Qué anacrónicas tonterías (perdón) dice F. Yo soy tan de Oviedo como de Gijón y Avilés, tres nombres distintos y una única ciudad verdadera.
ResponderEliminarJLGM
No será anacrónico sino más bien patético (dos bellos esdrújulos, con este ya son tres) que un escritor avezado no entienda que existe el género satírico (otro para la cuenta) que, asentado sobre verdades incontrovertibles, las lleva al esperpento para que así brille más y mejor aquella verdad que subyace -como las víboras- debajo de la hojarasca.
ResponderEliminarYa se sabe que tonterías las dicen hasta los más sensatos, que a fuer de ello son conscientes de que las pueden decir. Más tonto es el que cree que nunca las dice, aunque con la boca pequeña diga que él es el más misero de los tontos.
Hipocresía, vanidad..., que divorciadas vivís del talento verdadero.
Subiero al buen F. que añada a su seudónimo, tan breve, una U. O sea: ¡Uf! Creo que ganaría mucho en expresividad, y no poco en precisión.
ResponderEliminarPerdón por la errata: es "sugiero", naturalmente.
ResponderEliminarEs usted, amigo Anónimo, el que debiera esforzarse en mayor expresividad y en no menor precisión. Porque su recomendación -por pecar de ambas carencias- lo mismo sirve para un roto que para un descosido. De modo que yo entiendo que, ¡Uf!, en boca mía, pudiera interpretarse como fastidio ante las boutades y peroratas de tono menor de algunos. Por el contrario, si !Uf! fuese mi interlocutor quien lo emitiera, tengo derecho a pensar que la tal interjección sería muestra de la incomodidad que supone para un suficiente, acostumbrado a llevar tras de sí una corte de aduladores (vaya usted a saber con qué motivación), que le hacen perder de vista la justa valía propia, y que por el fastidio que supone que alguien como F. le cante las cuarenta, pues eso, que dice !Uf! como quien dice : ¡Uf!, qué feo me veo en este espejo, caray.
ResponderEliminarPor eso, por eso lo decía. ¡Uf!
ResponderEliminarQue conste que no quiero mal al Cabezón, más bien lo contrario. Pero a veces ta pa dai...
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