Sábado, 26 de octubre
YO ESCRIBO VERSOS
Hablábamos de historias de miedo y yo recordé uno de mis
últimos viajes en taxi. Comparado con él, incluso aquel viaje en Nápoles al
aeropuerto, cuando una manifestación cortaba el tráfico, resultó un juego de
niños. Cierto que fuimos a veces en dirección contraria, que adelantamos coches
invadiendo la acera o cruzando a toda velocidad entre dos vehículos en marcha y
que el taxista, después de cada disparatada maniobra, se volvía para
preguntarme sonriente: “¿Hai paura?”.
Pero todo eso resultó un juego de
niños comparado con lo que me ocurrió el otro día en Lisboa. Claro que, bien
mirado, no ocurrió nada. El taxista que me recogió a la puerta del hotel para llevarme
al aeropuerto conducía con prudencia, teníamos tiempo de sobra. Y sin embargo...
Atravesamos
Restauradores y, antes de entrar en la Avenida da Liberdade, se volvió hacia mí y
comenzó a hablar con educada voz y en un español más que aceptable:
–-¿Sabe
usted cuál es la enfermedad mental más frecuente, junto con el narcisismo? Es
la psicopatía. Hace poco he visto un video en youtube al respecto. Se trata de
individuos muy amables, muy encantadores en apariencia, pero que carecen de
empatía, que no sienten el sufrimiento de los demás y que disfrutan haciendo
daño. ¿Sabía usted que el setenta por ciento de la población de las cárceles
está formado por psicópatas? Delinquen una y otra vez, son incapaces de
arrepentimiento, no tienen curación posible. Tampoco piden nunca ayuda. Ellos
no se creen enfermos, sino solo más listos que los demás.
(El taxista
comenzó a darme ejemplos, yo comencé a asustarme cuando llegaron casos de
asesinos en serie cuyas actividades se describían con minuciosidad; varias
veces traté de cambiar de conversación, pero él entonces me decía: “Deje, deje
que termine”).
–-Los
psicópatas son la plaga de la humanidad y no tienen cura. ¿Y sabe usted por qué
la ciencia no puede hacer nada por ellos? Porque tienen la marca del demonio,
sus características son rasgos demoníacos. En el video de youtube que le dije,
tomado de un programa de la televisión brasileira, aparecía una doctora
diciendo que quizá, con la intervención en los genes, algún día podamos curar la
psicopatía. Ya sabe usted cómo son los científicos. Tienen la verdad delante y
son incapaces de verla. Se ríe el demonio en sus narices y son incapaces de
darse cuenta. Han llevado a la humanidad al desastre y son incapaces de
reconocerlo. ¡Los científicos son peores que los psicópatas! Unos nos alejan de
Dios, otros nos acercan a él, aunque sea a través del terror al demonio. No es
con ciencia como se arregla el mundo, sino con rezos. ¿Usted reza mucho?
(Si yo
tuviera esa costumbre, seguro que en aquel momento estaría rezando todo lo que
supiera. El taxista hablaba y hablaba y de vez en cuando se volvía sonriente
hacía mí, pero su sonrisa iba poco a poco adquiriendo un matiz que a mí me
parecía amenazador.)
–-Si
alguien acabara con todos los científicos que niegan a Dios y alejan al hombre
de su verdadero destino, haría algo bueno para la humanidad, ¿no cree usted? Y
como Dios escribe derecho con renglones torcidos yo espero que alguna vez uno
de esos psicópatas que cada vez abundan más, en lugar de asesinar niños,
criaturas inocentes, se dedique a exterminar científicos y ateos. ¿No cree
usted que le haría un gran bien a la humanidad?
(Yo le daba
la razón en todo mientras comprobaba ansioso si seguía las señales de la
carretera que marcaban el camino del aeropuerto. Y las seguía hasta que, de
pronto, en lugar de continuar de frente, como indicaba la flecha, tomó una
desviación… Lo único que acerté a decir en aquel momento, con un hilillo de
voz, fue: “Yo no soy un científico; yo escribo versos”.)
Domingo, 27 de octubre
INCONTINENCIAS
Los admiradores tienen rápida fecha de caducidad. Al menos,
los míos. Pero eso, que me fastidia un poco, no me extraña nada. Yo soy igual.
Del entusiasmo por la poesía de Aleixandre pasé al desdén absoluto. Y ahí sigo.
No siempre tienen explicación esos
cambios. Pero algunas veces sí. Desde que lo leí por primera vez, en la Coimbra de 1980, he
admirado y me ha acompañado Eugénio de Andrade. No ocurrió lo mismo con otro
descubrimiento de entonces, Antonio Ramos Rosa. Pronto dejaron de interesarme
sus borrosas y abstractas vaguedades. Llegué a conocerlo personalmente; José
Bento me llevó a su casa.
Ahora en el diario de Jorge
Listopad que publica semanalmente el Jornal
de Letras encuentro una explicación de ese desinterés: “Una vez Antonio
Ramos Rosa me contó cómo pasaba sus días: Por la mañana, al levantarme, me
siento a la mesa y escribo un poema. Luego bajo las escaleras, voy a tomar un
café y leo el periódico. Después vuelvo a casa y leo literatura”.
Escribía un poema todos los días
y publicaba todos los poemas que escribía: tres o cuatro libros al año. Poemas
aguados, desleídos, vacuas palabras sobre la página. La maquinita que funciona
sola.
Todos los
poetas deberían venir provistos de interruptor y aprender pronto a hacer buen uso
de él.
Lunes, 28 de octubre
EN LITERATURA
En literatura, y quizá en todo lo demás, solo hay una cosa
que valga todavía menos que el éxito: el fracaso.
Martes, 29 de octubre
DE BUEN CONFORMAR
Los amigos, malévolos, siempre que se publica una antología,
un número monográfico de una revista, un artículo en el que yo podría estar
citado y no lo estoy, se apresuran a señalármelo. Y yo finjo que me indigna esa
desatención.
Pero me
indigna poco. En primer lugar, porque sé de sobra cómo se consiguen las cosas.
Los poetas, al contrario que otros escritores más comerciales, no tienen jefe
de prensa y han de preocuparse ellos mismos por lograr alguna visibilidad. Sé
lo que hay que hacer para que te reseñen
en tal o cuál sitio o para ganar tal o cual premio, pero hay cosas que
solo me apetecen si son regaladas (los premios, ni regalados). El éxito es una
de ellas; el amor, otra (bueno con el amor puedo hacer alguna excepción).
El éxito,
por otra parte, es como el agua salada. No calma la sed, da más sed.
(Y además,
para qué nos vamos a engañar, no sé si tengo todo el éxito que merezco –creo
que tengo más–, pero desde luego tengo todo el que necesito. Y lo mismo me pasa
con el amor o el dinero. Soy un hombre de buen conformar.)
Miércoles, 30 de octubre
MENTIRAS VERDADERAS
He aprendido a fingir tan bien que soy feliz que hasta yo
mismo he acabado creyéndomelo.
Jueves, 31 de octubre
EL ORO DE NÁPOLES
Siguen siendo las librerías el lugar de los mejores
encuentros, donde empiezan los viajes más fascinantes. Paso por Ojanguren y lo primero
que me llama la atención es el campanile de San Gregorio Armeno, inconfundible,
ocupando por completo la estrecha calle llena de puestos con figuritas del
Belén. Luego me fijo en el título del libro, El oro de Nápoles, y en el autor, Giuseppe Marotta. Ya conocía la
película, con Sofía Loren y Vittorio de Sica, Totó y Eduardo de Filippo, pero
el libro no había tenido ocasión de hojearlo nunca. Lo traduce y lo edita ahora
Pío Caro-Baroja en una colección de nombre muy barojiano: “Vitrina pintoresca”.
Con qué
placer me adentro en estas páginas, llenas de esplendor y miseria, como el
mismo Nápoles. Están escritas en los años cuarenta, los años más duros, por un
napolitano exiliado en el otro extremo del mundo, en Milán. Y comienzan con una
visita al cementerio de esa ciudad, donde está enterrada su madre, a quien
dedica el libro: “Llevamos a mi madre a Musocco, desde la otra punta de Milán;
lloré en Porta Venecia y lloré en Corso Sempione; pero cuando finalmente la
depositaron en la fosa ya no me quedaron más lágrimas; me llegué a odiar en
aquel rostro serio de invitado que tal vez escrutara ella por última vez. Nunca
hago nada en el momento oportuno, soy un hombre torpe y lo sé”.
Cada uno
tiene sus ciudades del alma y Nápoles es para mí una de las principales, no sé
bien por qué razón. Cierto que basta con que amemos a uno de sus habitantes
para que una ciudad se convierta en el centro del mundo. Por eso yo ya amaba a
Nápoles antes de haber puesto el pie en ella. Nunca me ha atraído demasiado el
pintoresquismo de la miseria, pero en Nápoles me siento en casa lo mismo en el
patio suntuoso de algún palacio barroco o en una capilla deslumbrante en sus
oros que en la gusanera del centro histórico, esa madeja de callejuelas cortada
por la larga cuchillada de Spaccanapoli.
Con Giuseppe
Marotta vuelvo a recorrer la
Via Toledo observando con fascinación y temor las estrechas
calles que ascienden por la colina hasta la Certosa de San Martino y el Castel Sant’Elmo:
“Hormiguean los gatos y la gente; y son incontables los banquetes de boda que a
todas horas se celebran, como las enfermedades hereditarias, los ladrones, los
prestamistas, los abogados, las monjas, los artesanos honestos, las casas de
citas, las cuchilladas y las administraciones de lotería. Dios creó los quartieri para que allí lo alabasen y lo
ofendiesen el mayor número de veces en el menor espacio posible”.
He visto a
Nápoles en todas las estaciones, con buen y con mal tiempo. Sin desdeñar sus
espléndidos otoños de vieja cortesana que se las sabe todas, mis preferencia
coinciden con las de Giuseppe Marotta: “En junio Nápoles explota como una rosa
dentro de un jarrón; no tiene paredes o si las tiene es solamente para otro
momento. Las casas pertenecen exclusivamente a las arañas y a las mandolinas
somnolientas; que nadie busque a su San Giuseppe bajo el fanal o en la cómoda,
hasta San Giuseppe ha salido”.
Una vez en
Nápoles me alojé en un caserón ennegrecido que algún tiempo había sido palacio
y ahora era ruidosa casa de vecinos. Pero el cuarto en que me alojaba
conservaba los dioses y las ninfas pintados al fresco en sus altos techos y las
ventanas daban a un descuidado jardín con una especie de templete en el centro
y una estatua mutilada. Nunca fui capaz de encontrar la puerta que me llevara a
ese jardín, donde nunca vi a nadie, salvo a un gran gato arlequinado que a
menudo se quedaba quieto mirándome fijamente mientras yo le miraba.
Viernes, 1 de noviembre
LLEGAR A CASA
Después de andar todo el día hablando con unos y con otros,
qué agradable llegar a casa y encontrarse solo.
Pero esta
noche, en la penumbra silenciosa de la casa, me encuentro menos solo que nunca.
Le dejo una foto con la esperanza de que le arranque una sonrisa. Me ha parecido muy triste toda su entrada, y preciosa, desde Lisboa hasta Nápoles.
ResponderEliminarHe visto ya la foto en Facebook. Muchas gracias.
ResponderEliminarJLGM
Qué pasada de post. Me ha encantado. Saludos,
ResponderEliminar¿El taxista fanático te hizo algo, Martín, antes de llevarte al aeropuerto? Porque llegar llegaste, aunque no sé en qué estado.
ResponderEliminarEse taxista era yo, señor F., ¿adónde vamos?
EliminarAl Cabaret Voltaire, por favor.
ResponderEliminarCortocircuito.- En esto que un marmitón asoma la jeta desde la cocina. Hace bocina con las manos y grita mirando a la numerosa concurrencia: "¡Oído, comedor; Herr JLGM -es un suponer- pudiera llegar a ser un malvado pero recoroso, no". Desapereció la cabeza detrás de uno de los batientes con óculos acristalados de la cocina y, acto seguido, se escuchó el estallido de una sonora bofetada.
“(…) El taxista se sabía de memoria «La Corte de los Milagros». Con buen gusto recitaba pasajes si el cliente, como en este caso, daba su permiso. Desde Atocha poco tardaron en llegar. «... Bajo el alpende, el viejo cachicán, tascando la tagarnina, escudriñaba el tempero, cabal para la poda del olivo y el enterramiento de su vieja”. Interrumpido Valle-Inclán, el chófer giró la cabeza para informar al caballero: «Calle del Limón, número ocho. Hemos llegado»”.
ResponderEliminarSospecho que, de haber sido yo el pasajero del taxista italiano, al preguntarme él que si tenía miedo, le hubiese contestado: "Estoy demasiado asustado como para eso".
ResponderEliminarPues yo estaba tan asustado que ni siquiera podía decir eso.
ResponderEliminarJLGM