lunes, 4 de noviembre de 2013

A buen entendedor: Menos que nunca


Sábado, 26 de octubre
YO ESCRIBO VERSOS

Hablábamos de historias de miedo y yo recordé uno de mis últimos viajes en taxi. Comparado con él, incluso aquel viaje en Nápoles al aeropuerto, cuando una manifestación cortaba el tráfico, resultó un juego de niños. Cierto que fuimos a veces en dirección contraria, que adelantamos coches invadiendo la acera o cruzando a toda velocidad entre dos vehículos en marcha y que el taxista, después de cada disparatada maniobra, se volvía para preguntarme sonriente: “¿Hai paura?”.
Pero todo eso resultó un juego de niños comparado con lo que me ocurrió el otro día en Lisboa. Claro que, bien mirado, no ocurrió nada. El taxista que me recogió a la puerta del hotel para llevarme al aeropuerto conducía con prudencia, teníamos tiempo de sobra. Y sin embargo...
            Atravesamos Restauradores y, antes de entrar en la Avenida da Liberdade, se volvió hacia mí y comenzó a hablar con educada voz y en un español más que aceptable:
            –-¿Sabe usted cuál es la enfermedad mental más frecuente, junto con el narcisismo? Es la psicopatía. Hace poco he visto un video en youtube al respecto. Se trata de individuos muy amables, muy encantadores en apariencia, pero que carecen de empatía, que no sienten el sufrimiento de los demás y que disfrutan haciendo daño. ¿Sabía usted que el setenta por ciento de la población de las cárceles está formado por psicópatas? Delinquen una y otra vez, son incapaces de arrepentimiento, no tienen curación posible. Tampoco piden nunca ayuda. Ellos no se creen enfermos, sino solo más listos que los demás.
            (El taxista comenzó a darme ejemplos, yo comencé a asustarme cuando llegaron casos de asesinos en serie cuyas actividades se describían con minuciosidad; varias veces traté de cambiar de conversación, pero él entonces me decía: “Deje, deje que termine”).
            –-Los psicópatas son la plaga de la humanidad y no tienen cura. ¿Y sabe usted por qué la ciencia no puede hacer nada por ellos? Porque tienen la marca del demonio, sus características son rasgos demoníacos. En el video de youtube que le dije, tomado de un programa de la televisión brasileira, aparecía una doctora diciendo que quizá, con la intervención en los genes, algún día podamos curar la psicopatía. Ya sabe usted cómo son los científicos. Tienen la verdad delante y son incapaces de verla. Se ríe el demonio en sus narices y son incapaces de darse cuenta. Han llevado a la humanidad al desastre y son incapaces de reconocerlo. ¡Los científicos son peores que los psicópatas! Unos nos alejan de Dios, otros nos acercan a él, aunque sea a través del terror al demonio. No es con ciencia como se arregla el mundo, sino con rezos. ¿Usted reza mucho?
            (Si yo tuviera esa costumbre, seguro que en aquel momento estaría rezando todo lo que supiera. El taxista hablaba y hablaba y de vez en cuando se volvía sonriente hacía mí, pero su sonrisa iba poco a poco adquiriendo un matiz que a mí me parecía amenazador.)
            –-Si alguien acabara con todos los científicos que niegan a Dios y alejan al hombre de su verdadero destino, haría algo bueno para la humanidad, ¿no cree usted? Y como Dios escribe derecho con renglones torcidos yo espero que alguna vez uno de esos psicópatas que cada vez abundan más, en lugar de asesinar niños, criaturas inocentes, se dedique a exterminar científicos y ateos. ¿No cree usted que le haría un gran bien a la humanidad?
            (Yo le daba la razón en todo mientras comprobaba ansioso si seguía las señales de la carretera que marcaban el camino del aeropuerto. Y las seguía hasta que, de pronto, en lugar de continuar de frente, como indicaba la flecha, tomó una desviación… Lo único que acerté a decir en aquel momento, con un hilillo de voz, fue: “Yo no soy un científico; yo escribo versos”.)


Domingo, 27 de octubre
INCONTINENCIAS

Los admiradores tienen rápida fecha de caducidad. Al menos, los míos. Pero eso, que me fastidia un poco, no me extraña nada. Yo soy igual. Del entusiasmo por la poesía de Aleixandre pasé al desdén absoluto. Y ahí sigo.
No siempre tienen explicación esos cambios. Pero algunas veces sí. Desde que lo leí por primera vez, en la Coimbra de 1980, he admirado y me ha acompañado Eugénio de Andrade. No ocurrió lo mismo con otro descubrimiento de entonces, Antonio Ramos Rosa. Pronto dejaron de interesarme sus borrosas y abstractas vaguedades. Llegué a conocerlo personalmente; José Bento me llevó a su casa.
Ahora en el diario de Jorge Listopad que publica semanalmente el Jornal de Letras encuentro una explicación de ese desinterés: “Una vez Antonio Ramos Rosa me contó cómo pasaba sus días: Por la mañana, al levantarme, me siento a la mesa y escribo un poema. Luego bajo las escaleras, voy a tomar un café y leo el periódico. Después vuelvo a casa y leo literatura”.
Escribía un poema todos los días y publicaba todos los poemas que escribía: tres o cuatro libros al año. Poemas aguados, desleídos, vacuas palabras sobre la página. La maquinita que funciona sola.
            Todos los poetas deberían venir provistos de interruptor y aprender pronto a hacer buen uso de él.

Lunes, 28 de octubre
EN LITERATURA

En literatura, y quizá en todo lo demás, solo hay una cosa que valga todavía menos que el éxito: el fracaso.


Martes, 29 de octubre
DE BUEN CONFORMAR

Los amigos, malévolos, siempre que se publica una antología, un número monográfico de una revista, un artículo en el que yo podría estar citado y no lo estoy, se apresuran a señalármelo. Y yo finjo que me indigna esa desatención.
            Pero me indigna poco. En primer lugar, porque sé de sobra cómo se consiguen las cosas. Los poetas, al contrario que otros escritores más comerciales, no tienen jefe de prensa y han de preocuparse ellos mismos por lograr alguna visibilidad. Sé lo que hay que hacer para que te reseñen  en tal o cuál sitio o para ganar tal o cual premio, pero hay cosas que solo me apetecen si son regaladas (los premios, ni regalados). El éxito es una de ellas; el amor, otra (bueno con el amor puedo hacer alguna excepción).
            El éxito, por otra parte, es como el agua salada. No calma la sed, da más sed.
            (Y además, para qué nos vamos a engañar, no sé si tengo todo el éxito que merezco –creo que tengo más–, pero desde luego tengo todo el que necesito. Y lo mismo me pasa con el amor o el dinero. Soy un hombre de buen conformar.)

Miércoles, 30 de octubre
MENTIRAS VERDADERAS

He aprendido a fingir tan bien que soy feliz que hasta yo mismo he acabado creyéndomelo.


Jueves, 31 de octubre
EL ORO DE NÁPOLES

Siguen siendo las librerías el lugar de los mejores encuentros, donde empiezan los viajes más fascinantes. Paso por Ojanguren y lo primero que me llama la atención es el campanile de San Gregorio Armeno, inconfundible, ocupando por completo la estrecha calle llena de puestos con figuritas del Belén. Luego me fijo en el título del libro, El oro de Nápoles, y en el autor, Giuseppe Marotta. Ya conocía la película, con Sofía Loren y Vittorio de Sica, Totó y Eduardo de Filippo, pero el libro no había tenido ocasión de hojearlo nunca. Lo traduce y lo edita ahora Pío Caro-Baroja en una colección de nombre muy barojiano: “Vitrina pintoresca”.
            Con qué placer me adentro en estas páginas, llenas de esplendor y miseria, como el mismo Nápoles. Están escritas en los años cuarenta, los años más duros, por un napolitano exiliado en el otro extremo del mundo, en Milán. Y comienzan con una visita al cementerio de esa ciudad, donde está enterrada su madre, a quien dedica el libro: “Llevamos a mi madre a Musocco, desde la otra punta de Milán; lloré en Porta Venecia y lloré en Corso Sempione; pero cuando finalmente la depositaron en la fosa ya no me quedaron más lágrimas; me llegué a odiar en aquel rostro serio de invitado que tal vez escrutara ella por última vez. Nunca hago nada en el momento oportuno, soy un hombre torpe y lo sé”.
            Cada uno tiene sus ciudades del alma y Nápoles es para mí una de las principales, no sé bien por qué razón. Cierto que basta con que amemos a uno de sus habitantes para que una ciudad se convierta en el centro del mundo. Por eso yo ya amaba a Nápoles antes de haber puesto el pie en ella. Nunca me ha atraído demasiado el pintoresquismo de la miseria, pero en Nápoles me siento en casa lo mismo en el patio suntuoso de algún palacio barroco o en una capilla deslumbrante en sus oros que en la gusanera del centro histórico, esa madeja de callejuelas cortada por la larga cuchillada de Spaccanapoli.
            Con Giuseppe Marotta vuelvo a recorrer la Via Toledo observando con fascinación y temor las estrechas calles que ascienden por la colina hasta la Certosa de San Martino y el Castel Sant’Elmo: “Hormiguean los gatos y la gente; y son incontables los banquetes de boda que a todas horas se celebran, como las enfermedades hereditarias, los ladrones, los prestamistas, los abogados, las monjas, los artesanos honestos, las casas de citas, las cuchilladas y las administraciones de lotería. Dios creó los quartieri para que allí lo alabasen y lo ofendiesen el mayor número de veces en el menor espacio posible”.
            He visto a Nápoles en todas las estaciones, con buen y con mal tiempo. Sin desdeñar sus espléndidos otoños de vieja cortesana que se las sabe todas, mis preferencia coinciden con las de Giuseppe Marotta: “En junio Nápoles explota como una rosa dentro de un jarrón; no tiene paredes o si las tiene es solamente para otro momento. Las casas pertenecen exclusivamente a las arañas y a las mandolinas somnolientas; que nadie busque a su San Giuseppe bajo el fanal o en la cómoda, hasta San Giuseppe ha salido”.
            Una vez en Nápoles me alojé en un caserón ennegrecido que algún tiempo había sido palacio y ahora era ruidosa casa de vecinos. Pero el cuarto en que me alojaba conservaba los dioses y las ninfas pintados al fresco en sus altos techos y las ventanas daban a un descuidado jardín con una especie de templete en el centro y una estatua mutilada. Nunca fui capaz de encontrar la puerta que me llevara a ese jardín, donde nunca vi a nadie, salvo a un gran gato arlequinado que a menudo se quedaba quieto mirándome fijamente mientras yo le miraba.


Viernes, 1 de noviembre
LLEGAR A CASA

Después de andar todo el día hablando con unos y con otros, qué agradable llegar a casa y encontrarse solo.

            Pero esta noche, en la penumbra silenciosa de la casa, me encuentro menos solo que nunca.


9 comentarios:

  1. Le dejo una foto con la esperanza de que le arranque una sonrisa. Me ha parecido muy triste toda su entrada, y preciosa, desde Lisboa hasta Nápoles.

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  2. He visto ya la foto en Facebook. Muchas gracias.

    JLGM

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  3. Qué pasada de post. Me ha encantado. Saludos,

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  4. ¿El taxista fanático te hizo algo, Martín, antes de llevarte al aeropuerto? Porque llegar llegaste, aunque no sé en qué estado.

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    1. Ese taxista era yo, señor F., ¿adónde vamos?

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  5. Al Cabaret Voltaire, por favor.

    Cortocircuito.- En esto que un marmitón asoma la jeta desde la cocina. Hace bocina con las manos y grita mirando a la numerosa concurrencia: "¡Oído, comedor; Herr JLGM -es un suponer- pudiera llegar a ser un malvado pero recoroso, no". Desapereció la cabeza detrás de uno de los batientes con óculos acristalados de la cocina y, acto seguido, se escuchó el estallido de una sonora bofetada.

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  6. “(…) El taxista se sabía de memoria «La Corte de los Milagros». Con buen gusto recitaba pasajes si el cliente, como en este caso, daba su permiso. Desde Atocha poco tardaron en llegar. «... Bajo el alpende, el viejo cachicán, tascando la tagarnina, escudriñaba el tempero, cabal para la poda del olivo y el enterramiento de su vieja”. Interrumpido Valle-Inclán, el chófer giró la cabeza para informar al caballero: «Calle del Limón, número ocho. Hemos llegado»”.

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  7. Sospecho que, de haber sido yo el pasajero del taxista italiano, al preguntarme él que si tenía miedo, le hubiese contestado: "Estoy demasiado asustado como para eso".

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  8. Pues yo estaba tan asustado que ni siquiera podía decir eso.

    JLGM

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