Domingo, 10 de noviembre
EL REY Y YO
“Al paso que vamos, el rey y tú vais a ser los únicos
españoles que llegan a viejos conservando su primer trabajo”, me dice un amigo
que acaba de ser despedido.
“Alguno más
habrá, pero no olvides que yo empecé un poco antes, en el 72, y al contrario
que él nunca he estado de baja. Otra diferencia es que desempeño un trabajo
bastante más necesario que el suyo, aunque cobre bastante menos. Una similitud,
en cambio, es que para poder obtener nuestro puesto de funcionarios estatales
los dos tuvimos que jurar fidelidad a los franquistas Principios Fundamentales
del Movimiento. Y que ambos les hicimos el mismo caso a ese juramento”.
Lunes, 11 de noviembre
Como a todos los solitarios, me gusta la gente. Sentirla
alrededor, verla ir y venir, escuchar el murmullo de sus conversaciones. No
necesito la soledad ni el silencio para concentrarme en la lectura o en la
escritura. Conecto y desconecto con facilidad. Por eso, para leer, prefiero a
las bibliotecas las cafeterías y tengo una para la mañana y otra para la tarde,
distintas los fines de semana. Y prefiero las que están en lugares de paso,
como los centros comerciales (las Salesas, los Prados, el Atrio). Y no me
molesta, todo lo contrario, que alguien que pasa por allí me vea y se acerque a
saludarme o a charlar un rato conmigo. No importa lo que esté haciendo. Los
libros, los poemas pueden esperar.
Me gusta la
gente, pero también me gusta estar solo. Solo en medio de los demás o a solas
conmigo.
Pero a
veces hay de negros nubarrones, de lluvia malintencionada y entonces se cruzan
los cables y uno no aguanta a nadie. Especialmente a sí mismo.
Martes, 12 de noviembre
UN LEGAL PUNTAPIÉ
Hay una distancia que no se mide en metros. Mis compañeras
de pasillo durante veinte años en el Campus del Milán, Josefina y Cristina, con
quien tantas discrepancias me unen, han sido imperiosamente desalojadas de su
despacho y trasladadas a otro en un edificio cercano.
Solo unos pocos pasos separan la
antigua sede de la cátedra Emilio Alarcos de la nueva. Unos pocos pasos y un
alto muro intangible. De estar rodeadas de compañeros y alumnos, de sentir el
ritmo de la actividad diaria, pasan a un tercer piso lleno de cubículos vacíos
donde el silencio, como en los folletines, es sepulcral. Más que trasladarlas,
parece que las han escondido.
“La caída del imperio romano”,
digo yo en broma cuando las veo rodeadas de cajas en las que se amontonan
cartas, papeles, facturas, todo depositado de cualquier manera en ellas –rápido, rápido– por orden de la
autoridad competente. “¿Qué te parece lo que nos han hecho?”, me dice Josefina,
demasiado mal acostumbrada a imponer su voluntad contra viento y marea. Y yo no
sé qué responder. No juzgo. Tomo nota.
Los viejos, por muy útiles que
quieran seguir siendo, siempre molestan. En la Universidad y en
cualquier parte. Conviene aprender a ir haciéndose poco a poco a un lado, antes
de que te quiten de delante con un burocrático y brutal y estrictamente legal puntapié.
Miércoles, 13 de noviembre
TODAS LAS NOCHES DE MI VIDA
Llevaba varios días lloviendo sin parar, lo recuerdo muy
bien, y yo apenas si había salido de casa. Eran días tan oscuros que siempre
parecía de noche. Yo leía, escuchaba música, intentaba a veces dar una vuelta
por el jardín. Un amigo, que tenía intención de venir a visitarme, llamó por
teléfono anunciando que retrasaba el viaje para cuando mejorara el tiempo.
Esto
ocurrió en el invierno del 72, o quizá del 73. Yo vivía solo en aquel inmenso
caserón, más inmenso desde que me dejó mi mujer. Hasta entonces habíamos tenido
jardinero y cocinera, un matrimonio silencioso y eficiente, pero yo ya no podía
seguir pagándoles, tras el acuerdo de separación, y ellos pusieron un sidrería
en Llanes, muy cerca del puerto.
Aquella
casa, donde todo recordaba tiempos mejores, se me caía encima. Quería venderla
y comprar un pequeño apartamento, yo no necesito mucho espacio, en Madrid o en
cualquier parte, pero no acababa de encontrar comprador. Era un caserón
abuhardillado, con altas palmeras ante la puerta, que había levantado mi abuelo
para demostrar fehacientemente a sus paisanos que había triunfado en América.
Llevaba
varios días lloviendo sin parar, ya le dije, cuando ocurrió aquello. Yo estaba
de un humor de perros, como usted se puede figurar. Había subido hasta la
biblioteca, que estaba bajo cubierta y tenía una especie de mirador
acristalado, y trataba de concentrarme en una novela de Alejandro Dumas, Ángel Pitou, que mi padre me leía en voz
alta cuando niño y que siempre me ha fascinado. Pero esta vez resultaba tan
tediosa como el resto del mundo.
Entonces me
pareció oír que llamaban a la puerta. Primero muy quedamente. “Será el viento”,
pensé. Luego con mayor intensidad. Bajé a abrir intrigado y esperanzado.
Agradecía cualquier cosa que viniera a sacarme de aquel marasmo. “Hasta un
ladrón sería bienvenido”, pensé. “O un asesino. Sería una solución después de
todo”.
Era una
mujer, muy joven, vestida con una ropa ligera, como de fiesta, y completamente
empapada. Me quedé mirándola, con la boca abierta, sin saber qué hacer. “¿Puedo
pasar?”, dijo ella. Yo me hice a un lado y ella entró dejando un rastro de agua
por donde pasaba.
“Un trago
me vendría bien”, dijo, “y ropa seca”. No era bebida lo que faltaba en mi casa,
así que le señalé el mueble bar para que me indicara lo que le apetecía y luego
le traje unas toallas y uno de mis pijamas. “Ropa de mujer no hay; se la llevó
toda mi mujer”, dije yo tratando de hacer una broma. “No importa, me vale
esta”. Y allí mismo comenzó a desnudarse. Yo me di la vuelta cortésmente, pero
no pude dejar de verla, completamente desnuda, en el reflejo de uno de los
cuadros que había al fondo de la sala. Se secó minuciosamente con la toalla de
baño y luego se puso mi pijama. “Debo de estar horrible”, dijo. Pero estaba
encantadora. Era muy joven. No debía de tener mucho más de veinte años. Yo
temía que se tratara de un fantasma y que fuera a desaparecer en cualquier
momento.
“¿Puedo pasar aquí la noche? No molestaré nada. Mañana llamaré a un taxi”. Podía pasar
allí la noche y también el resto de su vida, pensé yo.
Estábamos
en la cafetería La Corte ,
frente al ir y venir de la plaza de la Escandalera. Yo
picoteaba unos libros que acababa de recibir, pero ninguno me interesaba lo
suficiente para seguir leyendo y me alegró su interrupción. Quería contarme
algo, dijo. Y antes de que acabara la historia apareció ella, su mujer, mucho
más joven, de unos cincuenta años, alta, esbelta, con una sonrisa aparatosa, a
lo Julia Roberts, que iluminó de pronto todo el recinto. Venía en su busca. “Se
le olvidan las cosas”, dijo. “Hemos quedado con unos amigos, bajó un momento
antes para comprar tabaco, porque todavía sigue fumando, le vio a usted y se
olvidó de todo”.
Pero hay
cosas de las que no me olvido –me dijo en un susurro mientras ella le ayudaba a
levantarse–. Me pidió permiso para quedarse conmigo aquella noche y se quedó
conmigo todas las noches de mi vida.
Jueves, 14 de noviembre
ORFEO Y YO
“Con las economías reunidas por el coronel durante su larga
vida construyó una casa de estilo alemán báltico. Esa casa estaba llena de
sorpresas: armarios escondidos en las paredes, trampas que se levantaban para
mostrar escaleras de caracol oscuras y polvorientas, corredores secretos. Casa
fantástica, sorprendente como una caja de prestidigitador. Los cuartos bajos y
angostos estaban amueblados al estilo del Imperio, los empapelados eran
sorprendentes: paisajes extraños, osos polares, chinos, kioscos, cosacos. Había
una galería de cristales de colores y, en la parte posterior, un pequeño
jardín. Más abajo del jardín pasaba el riachuelo Pereritza. Esa casa de
Staraia-Roussa ya no existe: construida a base de vigas de madera, no pudo
resistir las anuales inundaciones del Pereritza y un día se hundió a pesar de
todos los esfuerzos que se hicieron por salvarla”.
Añado a mi
colección la casa en la que Dostoievsky pasó los últimos veranos de su vida
acompañado de Ana Grigorievna. Alza su fantasmagórica silueta en esos
“misteriosos espacios que separan / la vigilia del sueño”.
Yo desciendo a ellos cada noche y
los recorro, como Orfeo, tratando de encontrar y rescatar de su encierro a una
Eurídice que no ha existido nunca.
Viernes, 15 de noviembre
NI MÁS NI MENOS
¿Por qué nos defraudan tanto los demás, por qué defraudamos
tanto? Como siempre ando maquinando teorías, he creído averiguar la razón. No
nos relacionamos con seres reales, sino con fantasmagorías basadas en datos
reales. Conocemos dos o tres cosas de los otros e inventamos el resto. Yo soy
el resultado de la novelería ajena. Eso lo veo muy claro leyendo hoy lo que
escribe de mí un amigo en su blog. Quien mejor nos conoce, nos desconoce. Con
cuatro datos mal observados se inventa un personaje. Esto, tan evidente en
quienes me rodean, me cuesta reconocerlo en mí mismo. Pero probablemente yo me
comporto igual.
Recuerdo
aquel pasatiempo de mi infancia: había que unir una serie de puntos y aparecía
un dibujo. Eso es lo que hacemos con los otros, incluso con nuestros amigos más
íntimos: nos fijamos en dos o tres aspectos y, uniéndolos, creemos tener
completo el dibujo de su personalidad. Pero un dato nuevo que descubrimos de
pronto hace que el dibujo cambie por completo.
Y yo, que
era un dios para ti, ahora soy solo un pobre hombre. No volverás a verme como
un dios, pero a mí me bastaría con que me vieras al menos como un hombre. Como
todo un hombre. Ni más ni menos.
Sábado, 16 de noviembre
EL NUEVO DÍA
Ayer llovió, dentro y fuera, durante todo el día. Hoy luce
el sol. De todos los regalos que he recibido a lo largo de mi vida, ninguno tan
valioso como el del nuevo día que llega cada día, siempre recién creado,
siempre recién nacido.
Me hace gracias porque sigo Hemeroflexia y éste, y son divertidos los diálogos que a veces surgen entre ambos (o "entrambos", ¡qué bien suena esta última y desusada expresión!). Bien, yo creo que en realidad nadie conoce a nadie. Y, como dice el refranero (¿o me lo habré inventado yo?), "Cada hombre es un abismo, y cada mujer lo mismo".
ResponderEliminarQuise decir gracia. Gracias.
ResponderEliminarPues gracias por la parte que me toca en esas lecturas.
ResponderEliminarJLGM
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarHabrá un modo "Gonzalo Suarez" para los cuentos picantes? o es simple maestría de empedernido cinéfilo.
ResponderEliminarQué dolor el adorado Pessoa, de pisapales, con el cigarrillo apagado. Estará buscando algún heterónimo entre tantas pistas falsas, y no por catalanas.
Qué idea tan rara del dolor tienen algunos. A Pessoa le encantaría charlar con un gato entre libros y con el cigarrillo en la mano.
ResponderEliminarJLGM