domingo, 30 de agosto de 2015

Espacio y tiempo: Cita en Lausanne


“Sospecho que tú lo que más lamentas de vivir solo”, me dice un amigo, “es llegar a casa y no tener a nadie con quien discutir”.
            Es posible. Pero la palabra “discutir” tiene muy mala prensa. Generalmente se aplica a un intercambio, no de razones, sino de malos humores y cabezonerías. Por eso yo prefiero la palabra “debatir”, aunque suene tan pedantesca.
            Y con nadie he debatido yo tan a gusto como con X (utilizaré por una vez la X de los escritores decimonónicos y de mi amigo Andrés Trapiello para que su marido --quién lo iba a decir-- no se sienta molesto).
            Fue precisamente su marido quien volvió a ponernos en contacto. Ocurrió camino del aeropuerto, en una estación vacía, cuando el tren se retrasaba. Comenzamos a hablar con el miedo de habernos equivocado y de perder el avión. Él venía de Granada, yo de Venecia; la conexión de ambos vuelos nos permitía pasar unas horas en Madrid. Iba a Ginebra, vivía en Lausanne, donde había nacido, aunque sus padres eran españoles. Y hablando, hablando, mientras llegaba el tren, en el breve trayecto luego hacia el aeropuerto, resultó que se había casado con la única persona con la que yo podría haber hecho algo similar.
            Le gustaba debatir, o discutir como decían los demás, tanto como a mí. Y podíamos pasar horas hablando de cualquier tema que a los dos nos apasionara, y había pocas cosas que no lo hicieran, disfrutando tanto como otros con el ajedrez o incluso con el amor. Lo mismo nos daban las perplejidades de la filosofía que los sinsentidos de la historia, las abstracciones de las matemáticas que las concreciones, a menudo demasiado concretas, de la política. Entonces éramos casi adolescentes y teníamos una curiosidad inagotable. Como Fidel Castro (del que los dos éramos partidarios) podíamos hablar durante horas y horas sobre cualquier tema sin mostrar fatiga.
            ¿Éramos casi adolescentes? Sí, lo cual quiere decir que pronto habrá pasado medio siglo. Después de aquella extraña coincidencia que nos volvió a poner en contacto, intercambiamos varios educados correos. Hace unos días sentí un golpe de nostalgia más intenso de lo habitual y me inventé un pretexto que me obligaba a venir a Lausanne para volver a encontrarnos.
            Quedamos citados en el Starbucks de la plaza San Francisco, un lugar en el que yo, hombre de costumbres fijas, tomo habitualmente un café, a la misma hora de la tarde, cuando estoy en esta ciudad.
            Siempre he sido alérgico al matrimonio, pero muy dado al enamoramiento. Últimamente lo estoy dejando, o me está dejando un deporte que cada vez encuentro menos entretenido, como si ya me supiera de sobra todas las jugadas y fuera capaz de anticiparlas desde el primer intercambio de miradas.
            No me he cansado, en cambio, de mi pasión por las ciudades. Sigo siendo fiel a mis viejos amores y sigo siendo capaz de encontrar nuevas pasiones. Ahora, mientras tomo un café en el Starbucks (he llegado antes de la hora, tiendo a anticiparme), se me ocurre pensar que el pretexto no fue el viaje de trabajo, sino al revés.
            Me gustan las ciudades, como las personas, que plantean un enigma mientras no logro resolverlo. Todas esconden un secreto, un problema por resolver. Están escritas, las ciudades y las gentes, en un idioma cifrado. Y a mí nada me apasiona más que reventar códigos y contraseñas.
            Como siempre que llego a Lausanne, mi primera visita es para la geométrica rosa de los vientos que Ángel Duarte, nacido también en Aldeanueva del Camino,colocó en la punta del muelle de Ouchy. No había nadie allí esta mañana, cuando me entretuve contemplando las aguas del lago y, al otro lado, las montañas de Francia, difuminadas por la neblina. No había nadie allí, pero me sentí muy bien acompañado.


            Seguí luego por la orilla hasta el Museo Olímpico. Me entretuve un rato, como de costumbre, ante el hotel Beau-Rivage donde se alojaron, desde su inauguración en 1861, según indica una inscripción colocada en el borde del lago, todos los que cuentan, o han contado, algo en el mundo. Yo espero hacerlo alguna vez, pero seguro que no añadirán mi nombre a ninguna lista de ilustres. En el cercano, y algo más modesto, hotel de Angleterre, me alojé una vez y escribí un poema y todavía estoy esperando que colocan otra lápida junto a la que indica que allí, en junio de 1816, escribió Lord Byron su poema "El prisionero de Chillon".
            En el Museo Olímpico, admiro una vez más a Igor Mitoraj, cuyo Ícaro saludé hace poco en el Valle de los Templos, en Agrigento, y me río de nuevo con una feliz idea de los administradores del museo. El mural de Tapiès (la fecha, 1992, hace suponer que el gobierno de España corrió con los gastos) no lo han colocado, como al resto de las esculturas, en la escalonada terraza que desciende hasta el lago, sino a un lado, junto a una salida de emergencia; de forma que pocos se detienen a mirarlo y los que lo hacen suelen lamentar aquella incívica pintada hasta que se fijan en que, medio oculta por la hierba, hay una pequeña placa con el nombre del autor.
            Antes de seguir mi ruta habitual por la parte alta de la ciudad, con la catedral de Santa María dominándolo todo, esta vez Lausanne me guarda una sorpresa: el Rolex Center, que nada tiene que ver con los relojes (aunque ellos lo han financiado y de ahí el nombre), Es la nueva biblioteca de la École Polytechnique Fédérale de Lausanne y muchas cosas más. Cuesta orientarse en el laberinto de la EPFL. Tardó en dar con el Rolex Center que, visto por cualquiera de sus lados, parece una transparente oruga que se curva sobre la hierba. Desde lo alto (yo solo lo he visto en fotografías) semeja más bien una agujereada colcha que alguien sacude. Dentro y todo está lleno de colinas, algunas bastante empinadas, incluso apetece deslizarse por ellas en patinete. Entro, salgo, paso de un patio a otro, recorro la biblioteca, como en la cafetería, y no acabo de entender si toda aquella rara disposición del espacio es una genialidad o una caprichosa ocurrencia. Escucho luego, en un programa de la cadena Arte, a los dos arquitectos japoneses que lo han diseñado y me doy cuenta de que su ocurrencia no fue nada caprichosa: detrás hay toda una manera de estar en el mundo, una sabia manera que no es la mía.


            Las empinadas escaleras hasta la catedral, el puente Bessières que como todos los grandes puentes de Lausanne no cruza ningún río, sino calles, y que esconde un café bajo uno de sus arcos; la Rue de Bourg, que recorría diariamente Simenon en sus últimos años, ya jubilado el comisario Maigret; la iglesia de Saint François (entro y comienza a sonar el órgano, como una premonición de no sé qué) y luego la espera en el Starbucks, al que llego antes de tiempo.
            Hago tiempo tomando notas en mi cuaderno. Pero me canso pronto y me quedo pensativo. Siento haber venido al lugar de la cita con demasiada anticipación y sin ningún libro. En Oviedo es algo que nunca hago. Conozco la informalidad de mis amigos. Quedo con uno a las ocho, llego a las ocho en punto y a menudo me da tiempo de leer casi entero el libro que he traído conmigo o de escribir, si no un soneto, al menos media docena de haikus.


            La lectura y la escritura son dos excelentes remedios para no pensar en lo único que importa: qué ha hecho uno con su vida, qué va a hacer con lo que le queda de ella.
            La mañana de distraída felicidad se nubla de pronto. Me entra pánico de que, cuando volvamos a vernos, me dé cuenta de pronto de que tomé la dirección equivocada.
            Decido marcharme. No me encuentro con ánimos para volver a aquellos tiempos en que hice oídos sordos a las razones del corazón.
            Se los sigo haciendo, la verdad. Y no me va tan mal. Ya en el tren miro el teléfono y leo su mensaje. Una disculpa, ha surgido un compromiso ineludible y no puede acudir a la cita. Podríamos cenar el sábado, me dice. Pero el sábado ya estaré yo de vuelta a España.
            Mi vida: una muralla de libros que me aislaron del mundo (o que quizá lo encerraron dentro solo conmigo). Alguna vez he sentido la tentación de derribar ese muro. Pero siempre me he contenido en el último momento. ¡Se está tan a gusto aquí dentro! Y quién sabe lo que me espera ahí fuera, donde viven los otros, no sé si menos desdichados, pero desde luego no más felices,



domingo, 23 de agosto de 2015

Espacio y tiempo: Testamento con delfines

  
Comiendo con unos amigos en el jardín de su casa, frente a Ribadeo reflejado en las aguas mansas de la ría, un fresco y soleado día de verano, se me ocurrió hacer recuento de mis posesiones. E inmediatamente me vino a la memoria el ingenioso poema de uno de mis mejores examigos, Miguel d’Ors. Se titula “Pequeño estamento” y enumera lo que les deja a sus hijos: un río dormido entre zarzas con mirlos, el azul de las orquídeas, los rinocerontes, “que son como carros de combate”, los flamencos, “claves de sol de la corriente”, las avispas, “esos tigres condensados”, y también los farallones de Maine, la Vía Láctea, los aleluyas de oro de los Uffizi, los goles de Pelé y no sé cuántas cosas más. Termina diciendo: “Todo para vosotros, hijos míos. / Suerte de haber tenido un padre rico”.
            Yo no tengo hijos a los que dejarles nada. Pero igualmente, en el sopor feliz de la siesta, mientras el zumbido de las abejas y el penetrante olor de una higuera me trae recuerdos de infancia y de Virgilio, juego a hacer también mi pequeño testamento, a enumerar las cosas que poseo, aunque en titularidad compartida, y que no lamentaré demasiado dejar, siempre que sea a su debido tiempo.


            En primer lugar, mi biblioteca. Los libros que se amontonan por todos los rincones del piso de la calle Murillo son solo una mínima parte de ella, y la más insignificante. Mi biblioteca, estuvo un día míticamente reunida en Alejandría, y hoy se encuentra dispersa por el mundo.
            La última sede que acabo de descubrir está en Palermo, en la Via Cavour. Caminaba yo abrumado por el sofocante agosto palermitano cuando tropecé imprevistamente con el colorido y el frescor de aquel mágico jardín. Paseé entre los mil y un apetecibles frutales; sonreí agradecido al encontrarme con un grueso tomo que llevaba años esperándome, Il processo di Verre; me senté en una mesa de la cafetería y comencé a releer aquellas palabras que traduje en clase de latín hace más de cuarenta años y que no he olvidado todavía: “Venio nunc ad istius, quem ad modum ipse appellat studium, ut amici eius, morbum et insaniam, ut Siculi, latrocinium” (Llego ahora a lo que ese llama pasión; sus amigos; enfermedad y locura; los sicilianos, latrocinio). Vuelvo a leer la historia de los príncipes de Siria, hijos del rey Antíoco, que visitaron deslumbrados Roma. Uno de ellos, que se llamaba como el padre, antes de regresar a su país quiso conocer Sicilia. Desembarcó en Siracusa, la más grande y hermosa de las ciudades de la isla, y el gobernador Verres, que había oído que llevaba consigo alhajas extraordinarias, creyó que le había tocado una herencia. Vuelvo a indignarme con la astucia de Verres para despojarle de todo al inocente príncipe y muy especialmente de “un candelabro de pedrería de purísimo brillo” que habían traído de su país como ofrenda a Júpiter Óptimo Máximo y que guardaba para entregarlo más tarde por encontrar el templo del dios inacabado.
            Tengo amigos exquisitos que hablan de la desaparición de las librerías verdaderas, dicen que ya solo quedan las que forman parte de una cadena y son como grandes almacenes, todas iguales. A mí, menos exigente que ellos, no me importa que esta Feltrinelli de Palermo sea como uno de mis lugares predilectos de Roma, la librería del Largo Argentina, con sus ventanas que dan a lo que queda del lugar en que fue asesinado Julio César, unas ruinas siempre llenas de gatos. O como la que se encuentra en la Piazza dei Martiri, en Nápoles, otro de esos rincones para mí siempre propicios a la felicidad.
            Cuántas veces no le habrá leído a Antonio Muñoz Molina lamentarse de la desaparición de las librerías neoyorquinas, devoradas por grandes cadenas como Barnes & Noble. Pues entre mis posesiones más preciadas se encuentra precisamente una sus sucursales, la de Union Square, que ocupa un entero edificio de principios del siglo pasado y en cuya cafetería –con los ventanales sobre los árboles de la gran plaza, su mercadillo y su inmenso mástil– he leído, soñado, escrito más de un poema.
            No, no soy yo de esos cultos lectores que coleccionan incunables y fatigan librerías anticuarias en busca de una rara primera edición. A menudo no sé lo que busco hasta que no lo he encontrado. Mi librería favorita de Lisboa –algo que hace que me miren por encima del hombro mis amigos bibliófilos– es la FNAC de los Armazens do Chiado. Siempre me alojo en un hotel cercano y siempre es esa mi primera visita y siempre encuentro más libros apasionantes de los que puedo llevar, de los que podría leer. No me angustia eso, como a otros. Nunca he comprendido el reiterado lamento de algunos por no poder leerlo todo. Me parece tan absurdo como el de quienes, al llegar a un mercado, se angustian por no poder comerlo todo. Yo escojo algún bocado particularmente apetecible, subo al café del piso superior y allí me siento a saborearlo con un expreso y al lado de una de las ventanas que dan sobre el castillo de San Jorge, la catedral y el azul del río, tan propicio a las ensoñaciones aventureras.
            Una vez leí que el antiguo emperador de Persia y el actual rey de Marruecos tenían docenas de palacios, dispersos por el país, y siempre listos para recibirles en el momento en que les apeteciera, incluso con mil y un manjares preparados por si les apetecía comer algo.
            No me dan envidia. Yo no soy emperador, ni siquiera rey, y sin embargo tengo docenas de palacios, listos para recibirme en cualquier momento, no solo en mi país, sino en cualquier lugar del mundo.
            En Lisboa mi favorito, ya me he referido a él muchas veces, es el Avenida Palace, al lado mismo de la estación del Rossio, con ventanales que dan a la Avenida da Liberdade; en Londres, el Russell Hotel, un aparatoso edificio victoriano lleno de recuerdos de Virginia Wolf y del grupo de Bloomsbury y en el que una vez Sherlock Holmes (¿o fue Conan Doyle?) quedó citado con una misteriosa mujer que finalmente resultó ser un hombre disfrazado para asombro de Watson, no de Holmes, que lo sospechaba desde el principio.
            Creo en la propiedad compartida, ya lo dije, y por eso no envidio a mis amigos que tienen casas con jardín, en Letojanni o en Figueras, en las que pasar apaciblemente los días de verano. Y a los que a veces tienen la amabilidad de invitarme, como hoy mi admirado amigo Antonio Masip, con el que trato de hablar de literatura, no de política, aunque no puedo evitar alguna alusión al tema del momento: “Un país que forma parte de otro contra la voluntad expresa de la mayoría de sus habitantes se convierte automáticamente en una colonia, digan lo que digan las leyes”.
            Hay dos cosas, o mejor tres, que odio especialmente: los prejuicios, las vacaciones y no hacer nada. Para mí pasarlo bien y no hacer nada son conceptos incompatibles.
            “Todo lo que puede hacerse rápidamente no me interesa”, ha escrito Joan-Carles Mèlich. A mí, en cambio, todo lo que no puede hacerse rápidamente me aburre. Mi lema es el de Paul Morand: “Rápido y bien”. He conseguido cumplir ya el cincuenta por ciento de ese lema; la otra mitad –no diré cuál es– me está costando algo más.
            He tardado en superar mi horror al verano. Ahora es para mí una época tan maravillosa como cualquier otra del año. Lo que odiaba no era el verano, sino las vacaciones, esos días en que uno debería descansar, aunque no estuviera cansado, dejar su ciudad, tomar el sol, llenarse de arena, beber cerveza, dormir la siesta, rascarse la barriga. Una costumbre bárbara, procedente de un tiempo (antes del aire acondicionado) en que en muchas ciudades durante el verano no era posible la vida civilizada.
            Afortunadamente vivo en Oviedo, donde la vida inteligente (como en el resto de Asturias y en otros privilegiados lugares del planeta) es posible durante todo el año.
            No sigo haciendo recuento de mis posesiones, no acabaría nunca. Colecciono ciudades, grandes y pequeñas. Este verano he añadido a mi colección, Palermo, que tanto me ha recordado a una de las joyas preferidas, Nápoles, y Figueras.


            En Figueras tengo casa y biblioteca. La casa es el palacete art noveau de doña Socorro, construido en 1912 por Ángel Arbex, un discípulo de Gaudí; la biblioteca es la del mejor bibliófilo asturiano, José Luis Pérez de Castro. Los Masip me invitarían encantados a su chalet junto a la ermita de la Atalaya, pero yo no soy capaz de dormir en casas de amigos, salvo que no haya más remedio; prefiero el chalet de doña Socorro, hoy hotel Peñalba, que incorporo a la lista de mis residencias favoritas.
            Supe que debía añadir Figueras a mi colección cuando, al pasear en barca por la ría del Eo, vinieron a saludarme los delfines. La última vez que los vi fue navegando por el Atlántico, cerca de otra Figueras, la portuguesa y unamuniana Figueira da Foz.


            Cuenta Antonio Machado que cierto día unos delfines se adentraron por el Guadalquivir y llegaron hasta Sevilla. Se armó un gran revuelo y de todas partes acudió gente a contemplar el insólito espectáculo. Entre ella, un joven tímido y una joven morena que allí, cerca de la Torre del Oro, se vieron por primera vez, se miraron largamente, se gustaron. Dos de sus hijos, a los que dieron los nombres de Manuel y Antonio, fueron poetas.
            Añado a mi interminable testamento, tan repleto de maravillas, aquellos delfines de Figueira, que como los de Sevilla también propiciaron un encuentro, y estos de Figueras que han abandonado su ruta habitual para venir a saludarme y anunciarme algún prodigio.
            “Todo para vosotros, hijos míos”, me digo con Miguel d’Ors. “Suerte de haber tenido un padre rico”. Pero no tengo hijos a los que dejarles nada, lo dejaré todo a disposición de quien, como yo, no se canse nunca de la cotidiana maravilla del mundo.
                


             

domingo, 16 de agosto de 2015

Espacio y tiempo: Crónica negra


Todo hombre lleva consigo la novela de su vida, pero a veces por un capricho o error del azar en ella parecen haberse encuadernado capítulos que pertenecen a una novela distinta.
            Me entretengo, en la aburrida pantalla estival, con la historia de un irónico superhéroe, el hombre hormiga, Ant-Man, y de pronto, cuando en una de las primeras escenas el insignificante protagonista se pelea con un bravucón rodeado de un corro de apasionados jaleadores, se activan no sé qué mecanismos de la memoria y vuelven a ella escenas que creía olvidadas.
            Se trata de una pelea en la cárcel. Yo también viví una escena semejante, aunque ahora ni yo mismo acabe de creérmelo. Subíamos, tras el recuento, en desmañada fila hacia las celdas, cuando involuntariamente tropecé con otro preso que me respondió con un violento empujón y un agrio insulto. Repliqué en el mismo tono, se vino contra mí, alguien nos separó para que no nos viera el funcionario (“¿Es que queréis ir a celdas?”) y quedamos citados, para solventar nuestras diferencias, a la mañana siguiente en el tigre, en los servicios, el único lugar donde no entraban jamás los vigilantes.


            No pude dormir aquella noche. Yo nunca me había peleado con nadie, y con nadie me pelearía después, salvo en las polémicas verbales que me gustan tanto. Debería haber sido capaz de esquívar el reto, de seguir caminando y hacer como que no había pasado nada. Pero ya no podía volverme atrás. Estaba en juego mi prestigio. Si me achantaba, iba a ser el hazmerreír de todos.
            La primera vez que pude salir al patio con los demás reclusos –tras las dos semanas de observación (lo que allí llamaban periodo) en una celda, día y noche con otros tres desconocidos– se me acercó un chico joven, que parecía estudiante, y me dijo: "Ven conmigo. Los vascos quieren conocerte. Están en huelga de hambre y los han encerrado en celdas". Y paseé lentamente a su lado por el lado del patio al que daban sus ventanas.
            Luego tendría ocasión de saludarlos personalmente. Me tocaron labores de limpieza y también llevarles la comida a los que no podían acudir al comedor (tardé en saber que podía pagar para que ese trabajo lo hicieran otros). Íbamos dos con el carro de la comida y un funcionario que abría la puerta de las celdas. Todos los presos vascos se negaban a comer, pero venían a darme la mano y solidarizarse conmigo. Yo negaba reiteradamente los hechos de los que me acusaban, pero eso lo hacían todos, y también me declaraba apolítico, no sabía por qué estaba allí.
            Lo supe después y el pánico que no tuve entonces (podía más la curiosidad) me llegó retrospectivamente. De aquel mismo recinto habían salido, no hacía mucho, alguno de los penúltimos fusilados del franquismo; de allí saldrían, poco tiempo después, los últimos fusilados.
            Y ese era el destino, lo intuiría más tarde, que habían preparado para mí. Pero esa es otra historia, que no es este el momento de contar. Estaba en mi celda, en la séptima galería, y a la mañana siguiente tendría que enfrentarme con un tipo malencarado al que según se apresuraron algunos a contarme (“¡Estás loco! ¡Estás loco!”) se le acusaba de haber cometido varios homicidios.
            Hasta ese momento había salido con bien de todos los tropiezos en aquel insólito lugar. Algunos bastantes chuscos, como el que me ocurrió una de las primeras veces que compré en el economato. No se pagaba con dinero, sino con unos vales por los que le cambiaban a uno el dinero que tenía al entrar en la cárcel o el que le enviaban de fuera. En el economato, atendido también por presos, como todo allí dentro, se compraba a través de una ventanilla que daba al patio. Nadie guardaba cola, se formaba un pequeño tumulto, todos parecían tener prisa, querer ser los primeros. La comida era escasa e indigesta, así que había que complementarla con fruta, dulces o algún bocadillo. Yo recibí el cambio y me di cuenta de que estaba equivocado. Me habían dado de más, no sé si una peseta o cincuenta céntimos. Instintivamente traté de devolverlo. Como no me hacían caso, insistí. En seguida comenzó el choteo: “¡Un chico honrado! ¡Te vas a malear entre tanto ladrón!”. Bajé la cabeza, guardé el cambio, y desaparecí lo más rápidamente posible.
            Otro incidente, que pudo acabar mal, se debió a mi cabezonería, que nunca ha sido escasa. Resulta que, al menos por aquel entonces, se les daba la posibilidad de beber un vaso de vino, solo uno, a los reclusos que lo deseaban. El reparto se hacía en el patio. Se formaban grandes colas y los que iban bebiendo pasaban a una especia de sala, de donde no salían hasta que no terminara el reparto. Yo asistí curioso a aquel espectáculo, como a todo lo que ocurría en un escenario que jamás habría podido imaginarme que llegara a tener algo que ver conmigo.
            Mi sorpresa fue que, al regresar a la celda (estaba yo entonces en la planta de fuguistas, con los más curtidos, con los amos del cotarro), vi que mis compañeros guardaban grandes frascas de aquel vino. Comenzaron a beber y me invitaron a acompañarles. Dije que no bebía. Insistieron. Seguí negándome. Cada vez me miraban con peor cara: “¿Vas a hacernos ese feo, chaval?”. Pero yo, terco como un niño, ni siquiera fui capaz de beber un poco para complacerles (es lo que haría ahora en una situación semejante). Dije que no y que no. "Este es un chivato, le has puesto aquí para que nos delate --dijo uno--, pero él no sabe lo que hacemos aquí con los chivatos". Y me enseñó un pincho, una cuchara cuyo mango había sido cuidadosamente afilado. "Si fuera un chivato, disimularía mejor", dijo otro. “Es solo un tipo raro. Pero tiene cojones. Mira que negarse a tomar una copa con nosotros. Dejarle estar, él se lo pierde".
            El tiempo ha eliminado la angustia y solo quedan escenas sueltas, tópicas escenas, sin demasiada ilación, de una película carcelaria. Me detuvieron en septiembre y habían quitado los vidrios en las ventanas de las estrechas celdas por el calor. Pero poco a poco fueron llegando los fríos del invierno madrileño y aún no habían terminado de colocarlos todos. Al parecer los encargados se demoraban para recibir una propina a cambio. Yo ya no estaba en la planta de los fuguistas, había ido descendiendo de categoría. Pasaba mucho frío por las noches y allí me enseñaron a protegerme envolviéndome con periódicos viejos debajo de la ropa. A veces, al ir a utilizar la ducha, me encontraba convertido en escarcha el agua que había quedado en el plato. Por supuesto, no agua caliente, al menos cuando a mí me tocaba utilizarlas.
            No tardé en hacer algunos amigos, más o menos interesados (yo solía invitarles cuando íbamos al economato). Uno de ellos me dijo un día: “Va a haber un plante en el comedor”. Al ir entrando, todos dimos la vuelta al cuenco en que nos servían la aguada sopa y nos fuimos sentando con el plato vacío. Llegó un funcionario y nos preguntó qué pasaba. Se puso en pie uno de los cabecillas y expuso las reivindicaciones: mejor comida, más horas de patio, talleres en los que todos pudieran ganar algún dinero (yo trabajé en uno: poníamos fajos con la dirección a los ejemplares de no sé qué revista, me daban ganas de llorar cuando la dirección estaba en Asturias) y otras que no recuerdo. El funcionario dijo que se las transmitiría al director, pero que ahora teníamos que regresar a celdas. Se pidió también que no hubiera represalias. Nos encerraron a todos. Seguimos encerrados a la hora de la cena, que nos llevaron en los carritos habituales. Nos negamos a probarla. Estábamos en huelga de hambre hasta que nos respondieran. Fue mi primera y única huelga de hambre. Al día siguiente oímos un grito. “¡Ayuda, compañeros!”. Era el que había hablado durante el plante en el comedor. Lo sacaban a la fuerza de su celda, para interrogarle, para ablandarle, todos sabían de qué manera. “¡Ayuda, compañeros!” Y entonces estalló el motín. Todo el mundo comenzó a gritar, a golpear contra las puertas, a arrojar cosas por las ventanas, también mantas ardiendo. Parece que algunas puertas estuvieron a punto de ceder. Si se hubiera abierto una celda, los primeros en salir habrían abierto otras. Y entonces podía haber ocurrido lo peor porque la policía armada, que vigilaba fuera, había entrado en la cárcel y se había apostado en la rotonda frente a la galería.
            Pero la misma voz que había encendido la mecha, se ocupó luego de apagarla. “Tranquilos, compañeros, no pasa nada. Aceptan todas nuestras reivindicaciones”. Se hizo el silencio. Todos estábamos agotados. Nadie sabía lo que iba a pasar. Un veterano de mi celda dijo: “Ahora poneros toda la ropa que tengáis, van a pasar los funcionarios de celda en celda dando palos hasta hartarse”.
            Y efectivamente comenzó el rechinar de las puertas al abrirse. Pero no se oían gritos. No estaban dando palos. Quien apareció poco después en la puerta de nuestra celda fue el propio director, rodeado de funcionarios, a decirnos que todo iba a mejorar. Aún no se había muerto Franco, pero ya había quienes querían prepararse para el tiempo nuevo. Los peores motines vendrían después.
            El chirrido de las celdas al abrirse. Recuerdo bien ese sonido en las primeras noches, cuando no podía dormir, la bombilla siempre encendida sobre mi cabeza. A una hora temprana se hacía el silencio. Estaba prohibido hablar. Solo se oía el jadeo de las respiraciones. Y de pronto una voz comenzaba una canción, cuya letra yo no entendía, pero que sonaba hermosa, como un grito de libertad en medio de la noche. “Ya comienzan los putos vascos otra vez a dar la tabarra”, decía uno de mis compañeros de celda, “debían fusilarlos a todos”. Se oían luego los pasos del funcionario, la llave en la cerradura de la celda. Pero en ese momento, la voz callaba y comenzaba otra en el extremo más distante de la galería. Y otra vez los pasos y el chirrido de la cerradura y una nueva voz que continuaba el “Gernikako arbola” o lo que fuera que estuvieran cantando.
            Los domingos nadie se perdía la misa. Pronto supe por qué. No solo porque era muy temprano y la alternativa era el patio, helado a aquella hora, sino porque iban reclusos de varias galerías y era el lugar propicio para encuentros e intercambio de mensajes.
            No nombre, sino número y por él nos llamaban cuando había visitas. Lo mejor era cuando gritaban un número y añadían “Con todo”. A ese le había llegado la bola, quedaba en libertad. Y los peores momentos cuando se acercaba la Navidad. En Carabanchel no había condenados en firme, salvo que estuvieran de traslado de un centro a otro,  o a la espera de algún nuevo juicio. Todos estábamos en prisión preventiva y los abogados hacían lo posible para conseguir la libertad provisional en esas señaladas fechas. A quien no le llegaba la bola entonces, sabía que su asunto pintaba mal, muy mal. Los días previos a la Navidad había que andarse con cuidado, aumentaban las peleas, podían rajarte con el más mínimo pretexto.


            La noche del absurdo reto la pasé sin dormir. Ahí me lo jugaba todo, lo sabía bien. Me dirigí hacia el tigre tratando de aparentar tranquilidad, rodeado de los dos o tres amigos que ya me había agenciado. Ellos y otros muchos curiosos formaron un círculo alrededor de los dos contendientes, Recuerdo bien el extraño, expectante silencio, o quizá era que yo no oía nada, como si estuviera en una película muda. Me fui a quitar las gafas para que me las guardaran durante el combate y en ese momento, mi contrincante se adelantó con un inesperado puñetazo que me hizo tambalear y las lanzó a aire. Afortunadamente, las pudieron recoger antes de que llegaran al suelo. Yo, ciego, me abalancé contra él, pero ni siquiera llegué a tocarle. Otros reclusos se había interpuesto, le apartaban a empujones y le afeaban su conducta: no había esperado a la señal, se había anticipado cobardemente. Al parecer en aquellas peleas en el tigre también había reglas, como en los duelos caballerescos, y a un hombre con gafas no se le golpea hasta que no se las quita. Recibí un puñetazo (más recibió el protagonista de Ant-Man), pero salí con bien de aquel encontronazo en el trullo, de aquella primera y única pelea de mi vida.
            El benévolo tiempo convierte la tragedia en farsa. Si ahora escribiera el guion de una película con aquellos hechos, sería una película cómica. Ya lo decía Homero: “Los dioses tejen las desdichas de los hombres para que los poetas tengan algo que contar”. Solo lo que no podemos convertir en cuento (como los días previos de incomunicación e interrogatorios) es de verdad terrible.


domingo, 9 de agosto de 2015

Espacio y tiempo: Café con príncipes


Sentado junto a uno de los ventanales del Spinnato, pienso que a este café, y a otros cercanos que ya no existen –La Pasticceria del Massimo, el Mazzara–, llegaba cada mañana Giuseppe Tomasi di Lampedusa, el autor de El Gatopardo, con su cartera llena de libros y papeles. Pasaba las horas leyendo, escribiendo, charlando con algún amigo.
            Le aburrían las gentes de su edad, prefería la compañía de los más jóvenes, con los que le gustaba mostrarse gentil y jugar a ser mentor. Francesco Orlando tenía diecinueve años cuando le conoció en 1953. Alumno de la Facultad de Derecho, prefería los versos a los códigos y frecuentaba poco las clases. Un conocido común le pasó a Lampedusa (Orlando siempre le llamó así) uno de sus escritos y se sorprendió al verse citado en casa del príncipe. Vivía en el viejo palacio familiar del que solo era habitable el primer piso. Él propio Lampedusa, con su porte de gran señor de otro tiempo, le abrió la puerta: “Era uno de esos hombres que no tardan en atraer involuntariamente la atracción sobre sí, incluso en una habitación en la que hubiera veinte personas”.
            Pero la aristocracia de Sicilia no tenía a Lampedusa en mucha consideración. Estaba casado con una psicoanalista y su mujer recibía a los enfermos en la propia residencia familiar, aquel caserón que había recibido las bombas en 1943 y en el que había más libros que obras de arte y recuerdos de familia.
            El príncipe siciliano más famoso por aquellos años era Raimondo Lanza de Trabia, de quien se decía que había sido amante de Edna Mussolini y de Rita Hayworth (y quizá también de Errol Flynn, su mejor amigo), y que no tardaría en saltar al vacío desde la ventana de un hotel en Roma.
            Pero al que yo más admiro, y al que pude haber llegado a conocer (murió hace poco, con noventa y seis años), es Francisco Alliata, príncipe de Villafranca, de Valguarnera, de Trecastagni, de Montereale, de Bucchèri, de Castrorao, de Gangi, de Ucrìa, de Gravina, duque de Saluparuta y de Saponara, marqués de Santa Lucía, titular de nueve baronías y treinta señorías, grande de España y príncipe del Sacro Imperio Romano con título de Alteza Serenísima.


            Y muchas cosas más, entre ellas director de los primeros documentales sobre el fondo del mar y renovador de la industria del helado en Italia. Las memorias de Francesco Alliata, Il Mediterraneo era il mio regno, que acaban de aparecer y que yo compré en una pequeña librería de Taormina, me acompañan esta mañana en el Spinnato –el café fundado en 1860, cuando el poder cambió de manos para poder seguir estando en las mismas manos– junto a Ricordo di Lampedusa de Francesco Orlando.
            Como el hipocondríaco que no puede leer un tratado de medicina sin reconocer en sí mismo todos los síntomas, yo no puedo leer una biografía sin sentir que  habla de mi propia vida.
            A Francesco Orlando, Lampedusa le convirtió de inmediato en su discípulo: le daba clases de inglés y de literatura, a él solo, en uno de los salones de su palacio, al lado mismo del despacho en el que su mujer pasaba consulta. Lampedusa redactaba cuidadosamente sus lecciones, como si se tratara de conferencias ante un gran auditorio, y luego se las leía a aquel jovencito tímido, o se las hacía leer a él, y juntos las comentaban.
            La historia entre Francesco y Lampedusa fue una historia de amor, aunque no tuviera nada de sexual, y no acabó del todo bien, como todas las historias de amor. Lampedusa gustaba de ironías y sobrentendidos y Francesco sentía que a menudo se burlaba de él, de su ingenuidad y de su ignorancia. Fueron llegando luego otros jóvenes y comenzó a sentir celos. Apareció también Gioacchino, sobrino de Lampedusa, en quien este acabó encontrando el hijo que no tuvo, el heredero de su estirpe.
            Francesco dejó de ir por el café y de pasar por casa de Lampedusa. Este le hizo notar su extrañeza. Francesco insinuó sentirse ofendido porque a todos los otros jóvenes había llegado a tutearlos y a él seguía tratándole de usted.
            Y sin embargo era a él, solo a él, a quien leía los capítulos que iba escribiendo de El Gatopardo, y al único que visitaba en casa para dictárselos. Pero Francesco Orlando se sentía incómodo. De ser su discípulo predilecto se había convertido en solo un hábil mecanógrafo. Se sentía también minusvalorado: Lampedusa le trataba siempre con la condescendencia del gran señor y, sin embargo, uno de sus abuelos había sido ministro.
            Un día le dijo que no podía seguir copiando la novela porque tenía que preparar los exámenes. No se volverían a ver. Meses después, cuando iba a enviarle una carta, recibió la noticia de que Lampedusa había muerto en Roma. Era en 1957. La novela tardaría aún más de un año en publicarse.
            En vida de Lampedusa el éxito fue para su primo, Lucio Piccolo, la gran revelación de un encuentro literario de 1954, al que asistió solo como acompañante. “Había venido de Sicilia en tren –cuenta Giorgio Bassani–, acompañado de un primo mayor que él y de un criado. Convengamos en que esto era ya suficiente para excitar a una tribu de literatos en mitad de sus vacaciones”. Formaban un extraño trío: “el criado, bronceado y robusto como un macero, ni un solo día les quitó la vista de encima”. Pero no era ese el único motivo por el que llamaron la atención. Era verano y sin embargo Giuseppe Tomasi apareció siempre con el gabán cuidadosamente abotonado, el ala del sombrero caída sobre los ojos y apoyado en un nudoso bastón; parecía un antiguo general de un ejército derrotado en guerras inmemoriales.
            Como reacción contra el éxito de su primo –se sentía superior–, Lampedusa comenzó a escribir la historia de un príncipe siciliano del tiempo de la anexión al reino de Italia. Un príncipe que era él y no era él, que era lo que le habría gustado ser.
            Francesco Alliata detestaba El Gatopardo, en el original y en la versión cinematográfica (con Visconti tuvo un sonoro encontronazo), y la tópica visión de Sicilia que habían difundido por el mundo. En su palacio de Villafranca, en la plaza que preside la estatua de Carlos V, una lápida recuerda que el 27 de mayo de 1860 “per solo due ore / posò le stanche membra Giuseppe Garibaldi”.  En el palacio se conservaban, como reliquias preciosas, el plato en que había comido dos huevos fritos y el par de medias de color verde oscuro (y con un agujero en el talón) que había dejado olvidadas.


            Su abuelo, Francesco de San Martino, duque de Santo Stefano de Briga, había escrito una enciclopédica Storia dei feudi e dei tituli nobiliari di Sicilia, que quedó incompleta a su muerte. La madre la hizo imprimir en la tipografía de la institución benéfica Boccone del Povero, que se ocupaba de los huérfanos pobres. La edición, en diez volúmenes, duró varios años y desde que tenía once, Francesco Alliata se ocupó de ella: “las palabras que no venían equivocadas eran pocas; fueron muchas más las lágrimas que entre los once y los quince años yo vertí sobre aquellas páginas”.
            Pero no se convirtió en un erudito, aunque pasara en su adolescencia muchas horas en los archivos del palacio. Su interés por el cine comenzó en el Instituto Gonzaga de Palermo. Cada mañana, el padre jesuita de turno, terminaba las oraciones elevando los ojos al cielo y con una última súplica: “libéranos de los peligros del cinematógrafo”.
            Francesco Alliata supo de esos peligros, muy otros de los que se imaginaba el pío sacerdote. Fue el primero en rodar un documental submarino, en las islas Eolias, recién terminada la guerra, y para ello tuvo que probar con nuevas cámaras y películas más sensibles y a punto estuvo de perder la vida en una de sus inmersiones. Rodó también en las almadrabas, donde daban vueltas los atunes enloquecidos tratando de escapar de aquella red que se volvía progresivamente más estrecha.


            Pero el verdadero peligro lo tuvo en 1949 cuando en las islas Eolias se rodaban a la vez dos películas, cada una con el nombre de una de las islas, Vulcano y Stromboli. La primera la iba a dirigir Roberto Rossellini y la protagonista era su pareja Ana Magnani. Pero se cruzaron por medio Ingrid Bergman y la Democracia Cristiana. Rossellini abandonó el proyecto y se fue a otra isla a rodar su propia película, de argumento más moralizante, y a vivir su loco amor con la actriz sueca. Francesco Alliata llamó a William Dieterle, y trató de calmar la furia de la abandonada Magnani. Todo lo contrario hacía Raimondo Lanza di Trapia, que apareció por allí un día de temerosa tormenta, acompañado de su inseparable Errol Flynn; los dos muy borrachos y riendo divertidos. Durante un tiempo se dedicaron a hacer de chismosos correveidiles entre una isla y otra y a punto estuvo de que Anna Magnani estallara como el volcán que daba nombre a la película. Descansaba del rodaje y ellos charlaban en voz alta: “Hoy estaba Ingrid verdaderamente en forma”, “Bella como no la he visto nunca”, “¡Qué actriz!”, “El sol de Sicilia le sienta bien”, “¡Y cómo la miraba Roberto!”
            La Magnani, cada vez más furiosa, sacó un cuchillo de no se sabe dónde y hecha una furia se dirigió al embarcadero. Francesco Alliata trató de retenerla y por poco es él, en lugar del adultero y la infiel, el que recibe las cuchilladas. Recibió otra, metafórica: mientras Stromboli se convertía en un éxito mundial, Vulcano era boicoteada en su estreno. En el éxito de una y el fracaso de otra, parece que tuvieron menos que ver el arte de Rosselini y la Bergman que las artimañas de Andreotti.
            Cansado de luchar contra ciertos imponderables, Alliata abandonó el cine y se dedicó a los helados, ese invento de Sicilia, el único lugar del mundo que en los sofocantes veranos disponía de los elementos básicos: limones, azúcar, sal y la nieve inagotable del Etna.
            Los últimos años, hasta el mismo momento de su muerte, los pasó quijotescamente luchando contra dos poderosas organizaciones: la iglesia católica, que manipulando el testamente de la  viuda de su hermano, pretendía quedarse con los históricos palacios de la familia, y  la mafia, uno de cuyos capos, Bernardo Provenzano, oficialmente en paradero desconocido, llegó a ocupar la suntuosa villa de Valguarnera, en Bagheria, mientras las autoridades miraban para otra parte. Contra los desafueros de la Santa Mafia –el manipulado testamento había concedido Valguarnera al Opus Dei– llegó incluso a escribir, el 24 de agosto de 2014, al papa Francisco, que no le respondió.
            “La acción es la verdadera fiesta del hombre” afirmó Goethe. Y vivir otras vidas –la de Lampedusa, el escritor secreto; la de Raimondo, el play boy que disfrutó de la compañía de las mujeres más bellas del mundo y solo fue feliz bebiendo con Errol Flyn; la del longevo Alliata– mi única manera de vivir.


domingo, 2 de agosto de 2015

Espacio y tiempo: Fiesta, devoción y mafia


FIESTA, DEVOCIÓN Y MAFIA

A veces los deseos tardan en cumplirse. Desde que hace ya casi medio siglo traduje en clase de latín el segundo de los discursos contra Verres de Cicerón, deseé yo visitar Sicilia. La profesora era Inés Illán, con quien tantas discrepancias me unen. Recuerdo que al comienzo de una de las huelgas, entonces tan frecuentes, de los profesores no numerarios, nos dijo: "Aunque no tengan clase, no por eso pierdan el tiempo. Aprovechen para leer a Marx y a Freud, bastante más importantes que Virgilio y Horacio". Es la única persona que conozco que sigue con las mismas ideas de aquel tiempo en que la revolución parecía al alcance de la mano.
            Verres fue un prefecto de Sicilia aficionado al arte. Demasiado aficionado. Arramblaba con toda obra de arte que le parecía de su gusto y obligó a los sicilianos a levantarle estatuas. Cuando estos se cansaron de sus trapacerías, lo denunciaron ante el senado romano y buscaron un buen abogado que defendiera su causa, el mejor de entonces, nada menos que Cicerón.
            El segundo de sus discursos comienza con un elogio de Sicilia, la primera provincia romana, la más fiel, la más rica y hermosa de todas. Ese elogio sigue siendo válido hoy palabra por palabra y me ha traído a mí, casi medio siglo después de que lo leí por primera vez, tras un largo periplo, a un hotel de Palermo, al que llego a las doce de la noche, y al que encuentro en medio de una bulliciosa verbena. "Son las fiestas del barrio, mañana es Santa Ana", me dice el chófer.
            Como he ido aprendiendo a aprovechar cualquier situación, en lugar de quejarme de la mala suerte que me impedirá dormir hasta no se sabe qué horas de la madrugada, pensé que todas aquellas fiestas eran en mi honor, que Sicilia mostraba de esa forma su alegría ante el hecho de que por fin me hubiera decidido a visitarla.


            Dejé la maleta en la habitación, y sin pensarlo ni un momento bajé a disfrutar del colorista barullo. En la pequeña plaza a un lado del hotel, estaba el escenario; la gente llenaba esa plaza y las calles cercanas. Era tarde, pero había familias con niños y muchos jóvenes, bastantes de ellos subidos a motos de gran cilindrada, con la botella de cerveza en la mano. Me recordaron a los adolescentes de Piazza Fuga, en Nápoles, que se pavoneaban ante las jovencitas en sus resplandecientes motocicletas como los caballeros antiguos en briosos Rocinantes.
            Desde el primer momento, me sentí uno más. Nadie me miró con extrañeza. Cuando el ritmo de la música se hizo más insistente, yo también me puse a bailar, o hacer lo más parecido al baile de lo que soy capaz. El grupo que se encontraba cerca de mí, decidió subir al escenario. Alguien me cogió de la mano y yo me dejé llevar. Y allí, al fondo del pequeño escenario, detrás de un cantante que imitaba a Adriano Celentano (creo que se su nombre era Gianni Celeste), hice minuciosamente el ridículo ante una multitud de palermitanos que no daban la impresión de sentirse muy sorprendidos por ello, más bien creo que ni siquiera se fijaron en mí.
            La fiesta duró hasta las tres de la mañana, pero luego no tardé en dormirme y el sol madrugador me despertó muy temprano, pero satisfecho y feliz. Me gusta sentirme querido.
            Al día siguiente era el día de Santa Ana y yo acompañé a la procesión por las calles del  barrio, desde la pequeña capilla de la santa hasta el puerto donde se arrojó una corona de flores en memoria de los fallecidos en el mar. No la acompañé todo el tiempo, solo durante dos horas. La procesión comenzó a las cinco y a las diez, ya de noche, seguían dando vueltas con la imagen de la santa, deteniéndose ante algunas puertas y tirando de vez en cuando cohetes.
            Desde 1555 aquella santa era la patrona del Borgo Vecchio, un barrio --me enteré al día siguiente-- que los palermitanos de otros lugares procuran no visitar y por el que no suelen aventurarse los turistas. Pero yo me sentí desde el primer momento uno más, contagiado de la devoción de aquellas gentes, que hacían llover sobre la imagen de la santa papelitos que eran recortes de papeles viejos, cuidadosamente recortados, como si no tuvieran dinero para serpentinas. La santa y su hija, la virgen María, de vez en cuando abandonaban la procesión, que se quedaba quieta esperándolas, e iba hasta una casa cercana, donde alguien se asomaba al balcón, cantaba o rezaba; otros salían hasta la puerta a tocar el cuerpo de la imagen. Un joven que iba junto al paso, se encaramaba de vez en cuando a él y acercaba a los niños pequeños al rostro de la santa. Algunos se asustaban y se ponían a llorar. Otras veces era un pañuelo lo que aproximaba a la imagen y luego devolvía a los fieles.
            Yo no miraba con incrédula superioridad aquellas muestras de devoción. Todo lo contrario. Siempre he dicho que soy el ateo más religioso del mundo. No hay religión que no me parezca verdadera. En realidad, soy la persona más creyente porque creo en todas. Detrás de todas ellas, está la angustia ante lo desconocido, el miedo del hombre a dormir solo por toda la negra noche de la eternidad.
            Nadie cortó el tráfico, pero era domingo y solo de vez en cuando algún coche intentaba, y a veces lo conseguía, atravesar la procesión. El problema llegó cuando nos acercamos al puerto. Entonces comenzó el cuerpo a cuerpo entre los veloces automóviles, que no respetaban a nada ni a nadie, y la multitud fervorosa. Ganaron los fieles, claro, y los coches tuvieron que detenerse si no querían cometer genocidio. Pero yo vi al sacerdote que dirigía los rezos (bajito y regordete, no habría desentonado en una película de Fellini), apretar contra el pecho la custodia y dar un salto para que un conductor impaciente no se lo llevara por delante. Allí no se respetaba ni a Dios ni a su madre (ni, por supuesto, a su abuela, que era la reina de la fiesta). Luego, tras lanzar la corona al agua, en el estrecho hueco entre un transbordador (al que iban subiendo grandes camiones) y un trasatlántico, el paso con la santa se separó una vez más de los fieles y fue a detenerse detrás de un camión ante una escuela de la marina de la que salió el capellán. Recibió un beso en la mejilla de quien debía ser el jefe del cotarro y un paquete que parecía un regalo. Lo abrió: dentro había un iPad. Sonrió, devolvió el beso y regresó a sus dependencias mientras la santa seguía dando vueltas al barrio, repartiendo regalos o agradeciendo favores.


            Al día siguiente, nada más salir del hotel, al doblar la primera esquina, me encontré con un pequeño altar y una inscripción: "Qui é deceduto / nel fiori degli anni / Toni Bellante / in un trágico evento / sul cuale i familiari / attendono fiduciosi / che sia fatta plena luce /  e giustizia".
            Luego me fui enterando de algunas historias de Borgo Vecchio. El far west o el Brooklyn de Palermo lo llaman los periódicos. De vez en cuando hay algún tiroteo, la última vez en un bar lleno de clientes, pero nunca nadie ve nada. Existe una asociación en el barrio que trata de luchar contra esa mafiosa ley de la omertà. Se llama "Diping la pace". Fui hasta el local, que tenía las ventanas protegidas por rejas. En la pared de enfrente había pintadas en diversas lenguas apoyando su lucha.
            Pero, si aquel era un barrio mafioso, por allí seguro que no vivía ningún capo ni ningún lugarteniente. Todos los edificios eran pobres y estaban medio destruidos. Pero ya supe de dónde sacaban sus relucientes motos los jóvenes de la fiesta.


            Palermo no es solo el Borgo Vecchio, ya lo sé, pero yo me alegro de haber tenido el primer contacto con su corazón más miserable. Y a pesar de ello, o por ello mismo, haber quedado seducido.
            Porque las ciudades nos enamoran igual que las personas. Palermo me sedujo desde el primer instante, como Nápoles, tan igual y distinta. Y no lo hizo con su fastuosa Capilla Palatina, en la que los normandos aplicaron las técnicas que habían aprendido con los bizantinos y con los árabes, llegando a superar a los maestros. Tampoco con las anchas plazas de los teatros Politeama y Massimo, tan de mi gusto. Ni tampoco con los palacios renegridos por los que se pasea la sombra del príncipe de Lampedusa, el que afirmó que algo tiene que cambiar para que todo siga igual. Ni con sus librerías, una de ellas, en la misma calle de mi hotel, con un hermoso nombre: Modus vivendi.
            Palermo me sedujo con un baile, en el que alguien me alargó la mano y me sumó a la alegría popular, y con una procesión que se repite desde siglos, con sus humillados y ofendidos, que quizá no lo sean tanto como yo pensé en mi ingenuidad primera, que viven desde hace siglos respetando solo su ley, al margen de la impusieron en la isla, cartagineses, griegos, romanos, vándalos, normandos, franceses, aragoneses, borbones, o el nuevo reino de Italia que impuso Garibaldi, "un cabrón a sueldo de los saboyas", como escuché decir a quien se definía a sí mismo como "el primer anarquista siciliano".
            "La mayoría de nosotros nos hemos limitado a pagar, callar y mirar para otro lado, pero nuestros hijos han comenzado a ir a las manifestaciones antimafia. Ahora bien, que no se les ocurra tocarles un pelo, que aquí nos conocemos todos. No hay siciliano que no guarde un arma legal y otra ilegal en mi casa. Si mi mujer me pone los cuernos, no me arriesgo a pasar treinta años en la cárcel por darle su merecido a ella y a su amante. Ahora bien, si alguien toca a mi hija, me convierto en Rambo y mato a todo el que se me ponga por delante. Por eso en Sicilia no hay asaltos a casas ni violaciones. El que entra en una casa ajena, sabe que en todas se dispara primero y se pregunta después, Y si una mujer pide ayuda, todas las ventanas se abren y al atacante más le vale que se encuentre con la policía antes que con los vecinos. Ahora, si suenan disparos, todas las ventanas se cierran y nadie escucha nada. Para los turistas, este es el país más tranquilo del mundo, siempre que las agencias hagan previamente lo saben que tienen que hacer, y todas lo hacen".
            Yo debería asustarme, pero sonrío tranquilo. El amor, como la rosa de Angelus Silesius, es sin por qué. Y me adentro en el laberinto siciliano sin ninguna prisa por encontrar la salida.