“Sospecho que tú lo que más lamentas de vivir solo”, me dice un
amigo, “es llegar a casa y no tener a nadie con quien discutir”.
Es posible. Pero
la palabra “discutir” tiene muy mala prensa. Generalmente se aplica a un
intercambio, no de razones, sino de malos humores y cabezonerías. Por eso yo
prefiero la palabra “debatir”, aunque suene tan pedantesca.
Y con nadie he
debatido yo tan a gusto como
con X (utilizaré por una vez la X de los escritores decimonónicos y de mi amigo
Andrés Trapiello para que su marido --quién lo iba a decir-- no se sienta
molesto).
Fue precisamente
su marido quien volvió a ponernos en contacto. Ocurrió camino del aeropuerto, en una estación vacía, cuando
el tren se retrasaba. Comenzamos a hablar con el miedo de habernos
equivocado y de perder el avión. Él venía de Granada ,
yo de Venecia; la conexión de ambos vuelos nos permitía pasar unas horas en Madrid . Iba a Ginebra,
vivía en Lausanne ,
donde había nacido, aunque sus padres eran españoles. Y hablando, hablando,
mientras llegaba el tren, en el breve trayecto luego hacia el aeropuerto, resultó
que se había casado con la única persona con la que yo podría haber hecho algo
similar.
Le gustaba
debatir, o discutir como decían los demás, tanto
como a mí. Y
podíamos pasar horas hablando de cualquier tema que a los dos nos apasionara, y
había pocas cosas que no lo hicieran, disfrutando tanto como otros con el ajedrez o incluso con el
amor. Lo mismo nos daban las perplejidades de la filosofía que los sinsentidos
de la historia, las abstracciones de las matemáticas que las concreciones, a
menudo demasiado concretas, de la política. Entonces éramos casi adolescentes y
teníamos una curiosidad inagotable. Como Fidel Castro (del que los dos éramos partidarios) podíamos
hablar durante horas y horas sobre cualquier tema sin mostrar fatiga.
¿Éramos casi
adolescentes? Sí, lo cual quiere decir que pronto habrá pasado medio siglo.
Después de aquella extraña coincidencia que nos volvió a poner en contacto,
intercambiamos varios educados correos. Hace unos días sentí un golpe de
nostalgia más intenso de lo habitual y me inventé un pretexto que me obligaba a
venir a Lausanne
para volver a encontrarnos.
Quedamos citados
en el Starbucks de la plaza San
Francisco , un lugar en el que yo, hombre de costumbres
fijas, tomo habitualmente un café, a la misma hora de la tarde, cuando estoy en
esta ciudad.
Siempre he sido
alérgico al matrimonio, pero muy dado al enamoramiento. Últimamente lo estoy
dejando, o me está dejando un deporte que cada vez encuentro menos entretenido,
como si ya me
supiera de sobra todas las jugadas y fuera capaz de anticiparlas desde el
primer intercambio de miradas.
No me he cansado,
en cambio, de mi pasión por las ciudades. Sigo siendo fiel a mis viejos amores
y sigo siendo capaz de encontrar nuevas pasiones. Ahora, mientras tomo un café
en el Starbucks (he llegado antes de la hora, tiendo a anticiparme), se me
ocurre pensar que el pretexto no fue el viaje de trabajo, sino al revés.
Me gustan las
ciudades, como
las personas, que plantean un enigma mientras no logro resolverlo. Todas
esconden un secreto, un problema por resolver. Están escritas, las ciudades y
las gentes, en un idioma cifrado. Y a mí nada me apasiona más que reventar
códigos y contraseñas.
Seguí luego por
la orilla hasta el Museo Olímpico. Me entretuve un rato, como de costumbre,
ante el hotel Beau-Rivage donde se alojaron, desde su inauguración en 1861,
según indica una inscripción colocada en el borde del lago, todos los que
cuentan, o han contado, algo en el mundo. Yo espero hacerlo alguna vez, pero
seguro que no añadirán mi nombre a ninguna lista de ilustres. En el cercano, y
algo más modesto, hotel de Angleterre, me alojé una vez y escribí un poema y
todavía estoy esperando que colocan otra lápida junto a la que indica que allí,
en junio de 1816, escribió Lord Byron su poema "El prisionero de
Chillon".
En el Museo
Olímpico, admiro una vez más a Igor Mitoraj, cuyo Ícaro saludé hace poco en el
Valle de los Templos, en Agrigento , y me río de
nuevo con una feliz idea de los administradores del museo. El mural de Tapiès (la fecha,
1992, hace suponer que el gobierno de España corrió con los gastos) no lo han
colocado, como al resto de las esculturas, en la escalonada terraza que
desciende hasta el lago, sino a un lado, junto a una salida de emergencia; de
forma que pocos se detienen a mirarlo y los que lo hacen suelen lamentar
aquella incívica pintada hasta que se fijan en que, medio oculta por la hierba,
hay una pequeña placa con el nombre del autor.
Antes de seguir
mi ruta habitual por la parte alta de la ciudad, con la catedral de Santa María
dominándolo todo, esta vez Lausanne me guarda una sorpresa: el Rolex Center,
que nada tiene que ver con los relojes (aunque ellos lo han financiado y de ahí
el nombre), Es la nueva biblioteca de la École Polytechnique Fédérale de
Lausanne y muchas cosas más. Cuesta orientarse en el laberinto de la EPFL. Tardó en dar con el Rolex Center que, visto por
cualquiera de sus lados, parece una transparente oruga que se curva sobre la
hierba. Desde lo alto (yo solo lo he visto en fotografías) semeja más bien una
agujereada colcha que alguien sacude. Dentro y todo está lleno de colinas,
algunas bastante empinadas, incluso apetece deslizarse por ellas en patinete.
Entro, salgo, paso de un patio a otro, recorro la biblioteca, como
en la cafetería, y no acabo de entender si toda aquella rara disposición del espacio es una
genialidad o una caprichosa ocurrencia. Escucho luego, en un programa de la
cadena Arte, a los dos arquitectos japoneses que lo han diseñado y me doy
cuenta de que su ocurrencia no fue nada caprichosa: detrás hay toda una manera
de estar en el mundo, una sabia manera que no es la mía.
Las empinadas
escaleras hasta la catedral, el puente Bessières que como todos los grandes
puentes de Lausanne no cruza ningún río, sino calles, y que esconde un café
bajo uno de sus arcos; la Rue de Bourg, que recorría diariamente Simenon en sus
últimos años, ya jubilado el comisario Maigret; la iglesia de Saint François
(entro y comienza a sonar el órgano, como una premonición de no sé qué) y luego
la espera en el Starbucks, al que llego antes de tiempo.
Hago tiempo
tomando notas en mi cuaderno. Pero me canso pronto y me quedo pensativo. Siento
haber venido al lugar de la cita con demasiada anticipación y sin ningún libro.
En Oviedo es
algo que nunca hago. Conozco la informalidad de mis amigos. Quedo con uno a las
ocho, llego a las ocho en punto y a menudo me da tiempo de leer casi entero el
libro que he traído conmigo o de escribir, si no un soneto, al menos media
docena de haikus.
La lectura y la
escritura son dos excelentes remedios para no pensar en lo único que importa:
qué ha hecho uno con su vida, qué va a hacer con lo que le queda de ella.
La mañana de
distraída felicidad se nubla de pronto. Me entra pánico de que, cuando volvamos
a vernos, me dé cuenta de pronto de que tomé la dirección equivocada.
Decido marcharme.
No me encuentro con ánimos para volver a aquellos tiempos en que hice oídos
sordos a las razones del
corazón.
Se los sigo
haciendo, la verdad. Y no me va tan mal. Ya en el tren miro el teléfono y leo
su mensaje. Una disculpa, ha surgido un compromiso ineludible y no puede acudir
a la cita. Podríamos cenar el sábado, me dice. Pero el sábado ya estaré yo de
vuelta a España.
Mi vida: una
muralla de libros que me aislaron del
mundo (o que quizá lo encerraron dentro solo conmigo). Alguna vez he sentido la
tentación de derribar ese muro. Pero siempre me he contenido en el último
momento. ¡Se está tan a gusto aquí dentro! Y quién sabe lo que me espera ahí
fuera, donde viven los otros, no sé si menos desdichados, pero desde luego no
más felices,