domingo, 9 de agosto de 2015

Espacio y tiempo: Café con príncipes


Sentado junto a uno de los ventanales del Spinnato, pienso que a este café, y a otros cercanos que ya no existen –La Pasticceria del Massimo, el Mazzara–, llegaba cada mañana Giuseppe Tomasi di Lampedusa, el autor de El Gatopardo, con su cartera llena de libros y papeles. Pasaba las horas leyendo, escribiendo, charlando con algún amigo.
            Le aburrían las gentes de su edad, prefería la compañía de los más jóvenes, con los que le gustaba mostrarse gentil y jugar a ser mentor. Francesco Orlando tenía diecinueve años cuando le conoció en 1953. Alumno de la Facultad de Derecho, prefería los versos a los códigos y frecuentaba poco las clases. Un conocido común le pasó a Lampedusa (Orlando siempre le llamó así) uno de sus escritos y se sorprendió al verse citado en casa del príncipe. Vivía en el viejo palacio familiar del que solo era habitable el primer piso. Él propio Lampedusa, con su porte de gran señor de otro tiempo, le abrió la puerta: “Era uno de esos hombres que no tardan en atraer involuntariamente la atracción sobre sí, incluso en una habitación en la que hubiera veinte personas”.
            Pero la aristocracia de Sicilia no tenía a Lampedusa en mucha consideración. Estaba casado con una psicoanalista y su mujer recibía a los enfermos en la propia residencia familiar, aquel caserón que había recibido las bombas en 1943 y en el que había más libros que obras de arte y recuerdos de familia.
            El príncipe siciliano más famoso por aquellos años era Raimondo Lanza de Trabia, de quien se decía que había sido amante de Edna Mussolini y de Rita Hayworth (y quizá también de Errol Flynn, su mejor amigo), y que no tardaría en saltar al vacío desde la ventana de un hotel en Roma.
            Pero al que yo más admiro, y al que pude haber llegado a conocer (murió hace poco, con noventa y seis años), es Francisco Alliata, príncipe de Villafranca, de Valguarnera, de Trecastagni, de Montereale, de Bucchèri, de Castrorao, de Gangi, de Ucrìa, de Gravina, duque de Saluparuta y de Saponara, marqués de Santa Lucía, titular de nueve baronías y treinta señorías, grande de España y príncipe del Sacro Imperio Romano con título de Alteza Serenísima.


            Y muchas cosas más, entre ellas director de los primeros documentales sobre el fondo del mar y renovador de la industria del helado en Italia. Las memorias de Francesco Alliata, Il Mediterraneo era il mio regno, que acaban de aparecer y que yo compré en una pequeña librería de Taormina, me acompañan esta mañana en el Spinnato –el café fundado en 1860, cuando el poder cambió de manos para poder seguir estando en las mismas manos– junto a Ricordo di Lampedusa de Francesco Orlando.
            Como el hipocondríaco que no puede leer un tratado de medicina sin reconocer en sí mismo todos los síntomas, yo no puedo leer una biografía sin sentir que  habla de mi propia vida.
            A Francesco Orlando, Lampedusa le convirtió de inmediato en su discípulo: le daba clases de inglés y de literatura, a él solo, en uno de los salones de su palacio, al lado mismo del despacho en el que su mujer pasaba consulta. Lampedusa redactaba cuidadosamente sus lecciones, como si se tratara de conferencias ante un gran auditorio, y luego se las leía a aquel jovencito tímido, o se las hacía leer a él, y juntos las comentaban.
            La historia entre Francesco y Lampedusa fue una historia de amor, aunque no tuviera nada de sexual, y no acabó del todo bien, como todas las historias de amor. Lampedusa gustaba de ironías y sobrentendidos y Francesco sentía que a menudo se burlaba de él, de su ingenuidad y de su ignorancia. Fueron llegando luego otros jóvenes y comenzó a sentir celos. Apareció también Gioacchino, sobrino de Lampedusa, en quien este acabó encontrando el hijo que no tuvo, el heredero de su estirpe.
            Francesco dejó de ir por el café y de pasar por casa de Lampedusa. Este le hizo notar su extrañeza. Francesco insinuó sentirse ofendido porque a todos los otros jóvenes había llegado a tutearlos y a él seguía tratándole de usted.
            Y sin embargo era a él, solo a él, a quien leía los capítulos que iba escribiendo de El Gatopardo, y al único que visitaba en casa para dictárselos. Pero Francesco Orlando se sentía incómodo. De ser su discípulo predilecto se había convertido en solo un hábil mecanógrafo. Se sentía también minusvalorado: Lampedusa le trataba siempre con la condescendencia del gran señor y, sin embargo, uno de sus abuelos había sido ministro.
            Un día le dijo que no podía seguir copiando la novela porque tenía que preparar los exámenes. No se volverían a ver. Meses después, cuando iba a enviarle una carta, recibió la noticia de que Lampedusa había muerto en Roma. Era en 1957. La novela tardaría aún más de un año en publicarse.
            En vida de Lampedusa el éxito fue para su primo, Lucio Piccolo, la gran revelación de un encuentro literario de 1954, al que asistió solo como acompañante. “Había venido de Sicilia en tren –cuenta Giorgio Bassani–, acompañado de un primo mayor que él y de un criado. Convengamos en que esto era ya suficiente para excitar a una tribu de literatos en mitad de sus vacaciones”. Formaban un extraño trío: “el criado, bronceado y robusto como un macero, ni un solo día les quitó la vista de encima”. Pero no era ese el único motivo por el que llamaron la atención. Era verano y sin embargo Giuseppe Tomasi apareció siempre con el gabán cuidadosamente abotonado, el ala del sombrero caída sobre los ojos y apoyado en un nudoso bastón; parecía un antiguo general de un ejército derrotado en guerras inmemoriales.
            Como reacción contra el éxito de su primo –se sentía superior–, Lampedusa comenzó a escribir la historia de un príncipe siciliano del tiempo de la anexión al reino de Italia. Un príncipe que era él y no era él, que era lo que le habría gustado ser.
            Francesco Alliata detestaba El Gatopardo, en el original y en la versión cinematográfica (con Visconti tuvo un sonoro encontronazo), y la tópica visión de Sicilia que habían difundido por el mundo. En su palacio de Villafranca, en la plaza que preside la estatua de Carlos V, una lápida recuerda que el 27 de mayo de 1860 “per solo due ore / posò le stanche membra Giuseppe Garibaldi”.  En el palacio se conservaban, como reliquias preciosas, el plato en que había comido dos huevos fritos y el par de medias de color verde oscuro (y con un agujero en el talón) que había dejado olvidadas.


            Su abuelo, Francesco de San Martino, duque de Santo Stefano de Briga, había escrito una enciclopédica Storia dei feudi e dei tituli nobiliari di Sicilia, que quedó incompleta a su muerte. La madre la hizo imprimir en la tipografía de la institución benéfica Boccone del Povero, que se ocupaba de los huérfanos pobres. La edición, en diez volúmenes, duró varios años y desde que tenía once, Francesco Alliata se ocupó de ella: “las palabras que no venían equivocadas eran pocas; fueron muchas más las lágrimas que entre los once y los quince años yo vertí sobre aquellas páginas”.
            Pero no se convirtió en un erudito, aunque pasara en su adolescencia muchas horas en los archivos del palacio. Su interés por el cine comenzó en el Instituto Gonzaga de Palermo. Cada mañana, el padre jesuita de turno, terminaba las oraciones elevando los ojos al cielo y con una última súplica: “libéranos de los peligros del cinematógrafo”.
            Francesco Alliata supo de esos peligros, muy otros de los que se imaginaba el pío sacerdote. Fue el primero en rodar un documental submarino, en las islas Eolias, recién terminada la guerra, y para ello tuvo que probar con nuevas cámaras y películas más sensibles y a punto estuvo de perder la vida en una de sus inmersiones. Rodó también en las almadrabas, donde daban vueltas los atunes enloquecidos tratando de escapar de aquella red que se volvía progresivamente más estrecha.


            Pero el verdadero peligro lo tuvo en 1949 cuando en las islas Eolias se rodaban a la vez dos películas, cada una con el nombre de una de las islas, Vulcano y Stromboli. La primera la iba a dirigir Roberto Rossellini y la protagonista era su pareja Ana Magnani. Pero se cruzaron por medio Ingrid Bergman y la Democracia Cristiana. Rossellini abandonó el proyecto y se fue a otra isla a rodar su propia película, de argumento más moralizante, y a vivir su loco amor con la actriz sueca. Francesco Alliata llamó a William Dieterle, y trató de calmar la furia de la abandonada Magnani. Todo lo contrario hacía Raimondo Lanza di Trapia, que apareció por allí un día de temerosa tormenta, acompañado de su inseparable Errol Flynn; los dos muy borrachos y riendo divertidos. Durante un tiempo se dedicaron a hacer de chismosos correveidiles entre una isla y otra y a punto estuvo de que Anna Magnani estallara como el volcán que daba nombre a la película. Descansaba del rodaje y ellos charlaban en voz alta: “Hoy estaba Ingrid verdaderamente en forma”, “Bella como no la he visto nunca”, “¡Qué actriz!”, “El sol de Sicilia le sienta bien”, “¡Y cómo la miraba Roberto!”
            La Magnani, cada vez más furiosa, sacó un cuchillo de no se sabe dónde y hecha una furia se dirigió al embarcadero. Francesco Alliata trató de retenerla y por poco es él, en lugar del adultero y la infiel, el que recibe las cuchilladas. Recibió otra, metafórica: mientras Stromboli se convertía en un éxito mundial, Vulcano era boicoteada en su estreno. En el éxito de una y el fracaso de otra, parece que tuvieron menos que ver el arte de Rosselini y la Bergman que las artimañas de Andreotti.
            Cansado de luchar contra ciertos imponderables, Alliata abandonó el cine y se dedicó a los helados, ese invento de Sicilia, el único lugar del mundo que en los sofocantes veranos disponía de los elementos básicos: limones, azúcar, sal y la nieve inagotable del Etna.
            Los últimos años, hasta el mismo momento de su muerte, los pasó quijotescamente luchando contra dos poderosas organizaciones: la iglesia católica, que manipulando el testamente de la  viuda de su hermano, pretendía quedarse con los históricos palacios de la familia, y  la mafia, uno de cuyos capos, Bernardo Provenzano, oficialmente en paradero desconocido, llegó a ocupar la suntuosa villa de Valguarnera, en Bagheria, mientras las autoridades miraban para otra parte. Contra los desafueros de la Santa Mafia –el manipulado testamento había concedido Valguarnera al Opus Dei– llegó incluso a escribir, el 24 de agosto de 2014, al papa Francisco, que no le respondió.
            “La acción es la verdadera fiesta del hombre” afirmó Goethe. Y vivir otras vidas –la de Lampedusa, el escritor secreto; la de Raimondo, el play boy que disfrutó de la compañía de las mujeres más bellas del mundo y solo fue feliz bebiendo con Errol Flyn; la del longevo Alliata– mi única manera de vivir.


3 comentarios:

  1. Todos esos personajes de la nobleza siciliana, Martín, palidecen ante la figura de uno que pasa de puntillas por tu artículo: Errol Flynn. Hombre excepcionalmente dotado para gozar de la vida, se la fumó en cincuenta años. Escritor, periodista, actor notable, trabajador concienzudo, demócrata progresisita (la envidia hollywoodiense le llegó a acusar de filonazi), amante irresistible..., hubo de soportar las insidias de quienes envidiaban su éxito arrollador con las mujeres (algunos pretenden que hubo algún hombre, cosa que hablaría de su desinhibición suprema).
    Tienes, Martín, un personaje que merecería un ensayo tuyo para él solo.

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  2. Que el príncipe de Lampedusa "palidezca" ante Errol Flynn es una suposición bastante aventurada, que yo personalmente (y estoy seguro de no ser el único) desde luego no comparto. Lo que verdaderamente sucede es lo contrario: Errol Flynn, cuyas películas cada vez ve menos gente, "palidece" cada vez más ante la escritura, perfectamente viva, de Lampedusa. Y, presumiblemente, así seguirá ocurriendo hasta que el de Flynn sea un nombre conocido únicamente por algún que otro erudito, cosa que no parece fácil que ocurra, al menos en un plazo razonable, con Lampedusa.

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  3. Obviamente, querido A2, lo que comentaba servidor era pelín exagerado, casi rozaba el esperpento... Pero, a veces -y máxime en literatura-, para realzar algo de mérito escasamente reconocido, se propende a lo excesivo. Hay que saber interpretar el intríngulis, A2.
    Decía uno que la vida de Errol Flyn era novelesca en extremo y tergiversada en muchas de sus partes. Nadie osa comparar la excelencia de "El Gatopardo" con "Showdown", pero su apasionante vida, repleta de droga, sexo y valentía hacen de él un personaje singular. Todo un personaje.

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