Todo hombre lleva consigo la novela de su
vida, pero a veces por un capricho o error del azar en ella parecen haberse
encuadernado capítulos que pertenecen a una novela distinta.
Me
entretengo, en la aburrida pantalla estival, con la historia de un irónico superhéroe,
el hombre hormiga, Ant-Man, y de
pronto, cuando en una de las primeras escenas el insignificante protagonista se
pelea con un bravucón rodeado de un corro de apasionados jaleadores, se activan
no sé qué mecanismos de la memoria y vuelven a ella escenas que creía
olvidadas.
Se
trata de una pelea en la cárcel. Yo también viví una escena semejante, aunque
ahora ni yo mismo acabe de creérmelo. Subíamos, tras el recuento, en desmañada fila
hacia las celdas, cuando involuntariamente tropecé con otro preso que me
respondió con un violento empujón y un agrio insulto. Repliqué en el mismo tono,
se vino contra mí, alguien nos separó para que no nos viera el funcionario (“¿Es
que queréis ir a celdas?”) y quedamos citados, para solventar nuestras
diferencias, a la mañana siguiente en el tigre,
en los servicios, el único lugar donde no entraban jamás los vigilantes.
No
pude dormir aquella noche. Yo nunca me había peleado con nadie, y con nadie me
pelearía después, salvo en las polémicas verbales que me gustan tanto. Debería
haber sido capaz de esquívar el reto, de seguir caminando y hacer como que no
había pasado nada. Pero ya no podía volverme atrás. Estaba en juego mi
prestigio. Si me achantaba, iba a ser el hazmerreír de todos.
La
primera vez que pude salir al patio con los demás reclusos –tras las dos
semanas de observación (lo que allí llamaban periodo) en una celda, día y noche con otros tres desconocidos– se
me acercó un chico joven, que parecía estudiante, y me dijo: "Ven conmigo.
Los vascos quieren conocerte. Están en huelga de hambre y los han encerrado en celdas".
Y paseé lentamente a su lado por el lado del patio al que daban sus ventanas.
Luego
tendría ocasión de saludarlos personalmente. Me tocaron labores de limpieza y
también llevarles la comida a los que no podían acudir al comedor (tardé en
saber que podía pagar para que ese trabajo lo hicieran otros). Íbamos dos con
el carro de la comida y un funcionario que abría la puerta de las celdas. Todos
los presos vascos se negaban a comer, pero venían a darme la mano y
solidarizarse conmigo. Yo negaba reiteradamente los hechos de los que me acusaban,
pero eso lo hacían todos, y también me declaraba apolítico, no sabía por qué
estaba allí.
Lo
supe después y el pánico que no tuve entonces (podía más la curiosidad) me llegó
retrospectivamente. De aquel mismo recinto habían salido, no hacía mucho,
alguno de los penúltimos fusilados del franquismo; de allí saldrían, poco
tiempo después, los últimos fusilados.
Y
ese era el destino, lo intuiría más tarde, que habían preparado para mí. Pero
esa es otra historia, que no es este el momento de contar. Estaba en mi celda,
en la séptima galería, y a la mañana siguiente tendría que enfrentarme con un
tipo malencarado al que según se apresuraron algunos a contarme (“¡Estás loco!
¡Estás loco!”) se le acusaba de haber cometido varios homicidios.
Hasta
ese momento había salido con bien de todos los tropiezos en aquel insólito
lugar. Algunos bastantes chuscos, como el que me ocurrió una de las primeras
veces que compré en el economato. No se pagaba con dinero, sino con unos vales
por los que le cambiaban a uno el dinero que tenía al entrar en la cárcel o el
que le enviaban de fuera. En el economato, atendido también por presos, como todo
allí dentro, se compraba a través de una ventanilla que daba al patio. Nadie
guardaba cola, se formaba un pequeño tumulto, todos parecían tener prisa,
querer ser los primeros. La comida era escasa e indigesta, así que había que complementarla
con fruta, dulces o algún bocadillo. Yo recibí el cambio y me di cuenta de que
estaba equivocado. Me habían dado de más, no sé si una peseta o cincuenta
céntimos. Instintivamente traté de devolverlo. Como no me hacían caso, insistí.
En seguida comenzó el choteo: “¡Un chico honrado! ¡Te vas a malear entre tanto
ladrón!”. Bajé la cabeza, guardé el cambio, y desaparecí lo más rápidamente
posible.
Otro
incidente, que pudo acabar mal, se debió a mi cabezonería, que nunca ha sido
escasa. Resulta que, al menos por aquel entonces, se les daba la posibilidad de
beber un vaso de vino, solo uno, a los reclusos que lo deseaban. El reparto se
hacía en el patio. Se formaban grandes colas y los que iban bebiendo pasaban a
una especia de sala, de donde no salían hasta que no terminara el reparto. Yo
asistí curioso a aquel espectáculo, como a todo lo que ocurría en un escenario
que jamás habría podido imaginarme que llegara a tener algo que ver conmigo.
Mi
sorpresa fue que, al regresar a la celda (estaba yo entonces en la planta de
fuguistas, con los más curtidos, con los amos del cotarro), vi que mis compañeros
guardaban grandes frascas de aquel vino. Comenzaron a beber y me invitaron a
acompañarles. Dije que no bebía. Insistieron. Seguí negándome. Cada vez me
miraban con peor cara: “¿Vas a hacernos ese feo, chaval?”. Pero yo, terco como
un niño, ni siquiera fui capaz de beber un poco para complacerles (es lo que
haría ahora en una situación semejante). Dije que no y que no. "Este es un
chivato, le has puesto aquí para que nos delate --dijo uno--, pero él no sabe
lo que hacemos aquí con los chivatos". Y me enseñó un pincho, una cuchara
cuyo mango había sido cuidadosamente afilado. "Si fuera un chivato,
disimularía mejor", dijo otro. “Es solo un tipo raro. Pero tiene cojones.
Mira que negarse a tomar una copa con nosotros. Dejarle estar, él se lo pierde".
El
tiempo ha eliminado la angustia y solo quedan escenas sueltas, tópicas escenas,
sin demasiada ilación, de una película carcelaria. Me detuvieron en septiembre
y habían quitado los vidrios en las ventanas de las estrechas celdas por el
calor. Pero poco a poco fueron llegando los fríos del invierno madrileño y aún
no habían terminado de colocarlos todos. Al parecer los encargados se demoraban
para recibir una propina a cambio. Yo ya no estaba en la planta de los fuguistas,
había ido descendiendo de categoría. Pasaba mucho frío por las noches y allí me
enseñaron a protegerme envolviéndome con periódicos viejos debajo de la ropa. A
veces, al ir a utilizar la ducha, me encontraba convertido en escarcha el agua
que había quedado en el plato. Por supuesto, no agua caliente, al menos cuando
a mí me tocaba utilizarlas.
No
tardé en hacer algunos amigos, más o menos interesados (yo solía invitarles
cuando íbamos al economato). Uno de ellos me dijo un día: “Va a haber un plante
en el comedor”. Al ir entrando, todos dimos la vuelta al cuenco en que nos
servían la aguada sopa y nos fuimos sentando con el plato vacío. Llegó un
funcionario y nos preguntó qué pasaba. Se puso en pie uno de los cabecillas y
expuso las reivindicaciones: mejor comida, más horas de patio, talleres en los
que todos pudieran ganar algún dinero (yo trabajé en uno: poníamos fajos con la
dirección a los ejemplares de no sé qué revista, me daban ganas de llorar
cuando la dirección estaba en Asturias) y otras que no recuerdo. El funcionario
dijo que se las transmitiría al director, pero que ahora teníamos que regresar
a celdas. Se pidió también que no hubiera represalias. Nos encerraron a todos.
Seguimos encerrados a la hora de la cena, que nos llevaron en los carritos
habituales. Nos negamos a probarla. Estábamos en huelga de hambre hasta que nos
respondieran. Fue mi primera y única huelga de hambre. Al día siguiente oímos
un grito. “¡Ayuda, compañeros!”. Era el que había hablado durante el plante en
el comedor. Lo sacaban a la fuerza de su celda, para interrogarle, para
ablandarle, todos sabían de qué manera. “¡Ayuda, compañeros!” Y entonces
estalló el motín. Todo el mundo comenzó a gritar, a golpear contra las puertas,
a arrojar cosas por las ventanas, también mantas ardiendo. Parece que algunas
puertas estuvieron a punto de ceder. Si se hubiera abierto una celda, los
primeros en salir habrían abierto otras. Y entonces podía haber ocurrido lo
peor porque la policía armada, que vigilaba fuera, había entrado en la cárcel y
se había apostado en la rotonda frente a la galería.
Pero
la misma voz que había encendido la mecha, se ocupó luego de apagarla.
“Tranquilos, compañeros, no pasa nada. Aceptan todas nuestras
reivindicaciones”. Se hizo el silencio. Todos estábamos agotados. Nadie sabía
lo que iba a pasar. Un veterano de mi celda dijo: “Ahora poneros toda la ropa
que tengáis, van a pasar los funcionarios de celda en celda dando palos hasta
hartarse”.
Y
efectivamente comenzó el rechinar de las puertas al abrirse. Pero no se oían
gritos. No estaban dando palos. Quien apareció poco después en la puerta de
nuestra celda fue el propio director, rodeado de funcionarios, a decirnos que
todo iba a mejorar. Aún no se había muerto Franco, pero ya había quienes
querían prepararse para el tiempo nuevo. Los peores motines vendrían después.
El
chirrido de las celdas al abrirse. Recuerdo bien ese sonido en las primeras
noches, cuando no podía dormir, la bombilla siempre encendida sobre mi cabeza.
A una hora temprana se hacía el silencio. Estaba prohibido hablar. Solo se oía
el jadeo de las respiraciones. Y de pronto una voz comenzaba una canción, cuya
letra yo no entendía, pero que sonaba hermosa, como un grito de libertad en
medio de la noche. “Ya comienzan los putos vascos otra vez a dar la tabarra”,
decía uno de mis compañeros de celda, “debían fusilarlos a todos”. Se oían
luego los pasos del funcionario, la llave en la cerradura de la celda. Pero en
ese momento, la voz callaba y comenzaba otra en el extremo más distante de la
galería. Y otra vez los pasos y el chirrido de la cerradura y una nueva voz que
continuaba el “Gernikako arbola” o lo que fuera que estuvieran cantando.
Los
domingos nadie se perdía la misa. Pronto supe por qué. No solo porque era muy
temprano y la alternativa era el patio, helado a aquella hora, sino porque iban
reclusos de varias galerías y era el lugar propicio para encuentros e
intercambio de mensajes.
No
nombre, sino número y por él nos llamaban cuando había visitas. Lo mejor era
cuando gritaban un número y añadían “Con todo”. A ese le había llegado la bola, quedaba en libertad. Y los peores
momentos cuando se acercaba la Navidad. En Carabanchel no había condenados en
firme, salvo que estuvieran de traslado de un centro a otro, o a la espera de algún nuevo juicio. Todos
estábamos en prisión preventiva y los abogados hacían lo posible para conseguir
la libertad provisional en esas señaladas fechas. A quien no le llegaba la bola entonces, sabía que su asunto
pintaba mal, muy mal. Los días previos a la Navidad había que andarse con
cuidado, aumentaban las peleas, podían rajarte con el más mínimo pretexto.
La
noche del absurdo reto la pasé sin dormir. Ahí me lo jugaba todo, lo sabía
bien. Me dirigí hacia el tigre tratando
de aparentar tranquilidad, rodeado de los dos o tres amigos que ya me había
agenciado. Ellos y otros muchos curiosos formaron un círculo alrededor de los
dos contendientes, Recuerdo bien el extraño, expectante silencio, o quizá era
que yo no oía nada, como si estuviera en una película muda. Me fui a quitar las
gafas para que me las guardaran durante el combate y en ese momento, mi contrincante
se adelantó con un inesperado puñetazo que me hizo tambalear y las lanzó a
aire. Afortunadamente, las pudieron recoger antes de que llegaran al suelo. Yo,
ciego, me abalancé contra él, pero ni siquiera llegué a tocarle. Otros reclusos
se había interpuesto, le apartaban a empujones y le afeaban su conducta: no
había esperado a la señal, se había anticipado cobardemente. Al parecer en
aquellas peleas en el tigre también
había reglas, como en los duelos caballerescos, y a un hombre con gafas no se
le golpea hasta que no se las quita. Recibí un puñetazo (más recibió el
protagonista de Ant-Man), pero salí
con bien de aquel encontronazo en el trullo, de aquella primera y única pelea
de mi vida.
El
benévolo tiempo convierte la tragedia en farsa. Si ahora escribiera el guion de
una película con aquellos hechos, sería una película cómica. Ya lo decía Homero:
“Los dioses tejen las desdichas de los hombres para que los poetas tengan algo
que contar”. Solo lo que no podemos convertir en cuento (como los días previos
de incomunicación e interrogatorios) es de verdad terrible.
Lo suyo. Martín, no es la novela negra: chirrían demasiadas cosas en este su relato de ahora. ¿García Martín tentándole es pescuezo a Malamadre? Por favor...
ResponderEliminarJLGM lo más que hubiese hecho ante un empujón del cíclope aquel sería apartarse turbado de su estela homicida: "Usted perdone, señor preso".
Todo son detalles infumables. ¿Cuándo existió hombre o primate capaz de detener en vuelo unas gafas que salen disparadas tras un sopapo? Ni Casillas, en sus mejores tiempos, cuando poseía reflejos felinos. Que no, que no tragamos.
La realidad, al contrario que la ficción, no necesita ser verosímil.
ResponderEliminarJLGM
Señor Martín, sigo los coletazos defensivos descomunales (CDD) de A.T. y de sus acólitos, defendiendo lo indefendible: la adulteración (sí, sí) del espíritu cervantino prendido en el Quijote que -entre manoseos, enjuagues, tamices y aguamaniles improcedentes- claudica en la "traducción" del leonés.
EliminarMe ha regocijado la lectura de su rifirrafe con el citado A.T. y he de manifestarle -sin temor a incomodar a quien tiene a tanto incondicional acrítico arropándolo- que comparto plenamente sus puntos de vista. No he podido sino aplaudirle con las orejas (a usted digo) cuando expresaba la razonable opinión de que no es propiamente el lenguaje de Cervantes lo que disuade a los niños de 12 años (!) a leer el Quijote, cosa que yo comparto y hago extensiva a otros segmentos de edad. Sí, señor: quien no leyese esta obra porque hallara de dificultosa interpretación algunas partes, difícilmente iba a leer dos tomos que suman mil páginas de densa y enjundiosa literatura; eso queda para los sufridos lectores de las S. de G., verdadero fenómeno de masas.
Una vez más quedan en evidencia las carencias (¿genéticas, lamarckianas?) para razonar de este pueblo: nadie admite un fallo, nadie quiere aprender, nadie soporta que le digan que está equivocado.
Un amigo francés acaba de enviarme el facsímil de una carta de Gustave Doré, escrita allá por 1858, en la que hace mención a un opúsculo de un tal Cosme Alzaga, herrero vascón residente en la localidad manchega de Argamasilla de Calatrava, hallado por el artista en el archivo parroquial del pueblo, en una de sus visitas a España al objeto de documentarse con vistas a la edición de sus grabados para la edición francesa del Quijote de Cervantes. En aquel folleto (de finales del XVI) -un modesto intento de hacer literatura- cuenta cómo ciertas noches en que el calor hacía dificultoso conciliar el sueño, se asomaba al balcón de su casa de Argamasilla y podía ver en la suya "a un mi vecino, un tal Alonso Quejana, que, embrazando la adarga, unas veces facía al aire molinetes y mandobles con la espada y otras blandía la lanza, con gran estrépito y daño de muebles y ajuar de la casa".
ResponderEliminarViene a cuento todo esto porque, de resultar como parece Alonso Quejana nuestro sin par don Quijote de la Mancha, quedaría claro que en modo alguno tenía "olvidada" la lanza en su astillero, sino que la tenía bien presente. Detalle menor de discrepancia con otras versiones del Quijote y no el único.