FIESTA,
DEVOCIÓN Y MAFIA
A veces los deseos tardan en cumplirse. Desde
que hace ya casi medio siglo traduje en clase de latín el segundo de los
discursos contra Verres de Cicerón, deseé yo visitar Sicilia. La profesora era
Inés Illán, con quien tantas discrepancias me unen. Recuerdo que al comienzo de
una de las huelgas, entonces tan frecuentes, de los profesores no numerarios,
nos dijo: "Aunque no tengan clase, no por eso pierdan el tiempo.
Aprovechen para leer a Marx y a Freud, bastante más importantes que Virgilio y
Horacio". Es la única persona que conozco que sigue con las mismas ideas
de aquel tiempo en que la revolución parecía al alcance de la mano.
Verres
fue un prefecto de Sicilia aficionado al arte. Demasiado aficionado. Arramblaba
con toda obra de arte que le parecía de su gusto y obligó a los sicilianos a
levantarle estatuas. Cuando estos se cansaron de sus trapacerías, lo
denunciaron ante el senado romano y buscaron un buen abogado que defendiera su
causa, el mejor de entonces, nada menos que Cicerón.
El
segundo de sus discursos comienza con un elogio de Sicilia, la primera
provincia romana, la más fiel, la más rica y hermosa de todas. Ese elogio sigue
siendo válido hoy palabra por palabra y me ha traído a mí, casi medio siglo
después de que lo leí por primera vez, tras un largo periplo, a un hotel de
Palermo, al que llego a las doce de la noche, y al que encuentro en medio de
una bulliciosa verbena. "Son las fiestas del barrio, mañana es Santa Ana",
me dice el chófer.
Como
he ido aprendiendo a aprovechar cualquier situación, en lugar de quejarme de la
mala suerte que me impedirá dormir hasta no se sabe qué horas de la madrugada,
pensé que todas aquellas fiestas eran en mi honor, que Sicilia mostraba de esa
forma su alegría ante el hecho de que por fin me hubiera decidido a visitarla.
Dejé
la maleta en la habitación, y sin pensarlo ni un momento bajé a disfrutar del
colorista barullo. En la pequeña plaza a un lado del hotel, estaba el
escenario; la gente llenaba esa plaza y las calles cercanas. Era tarde, pero
había familias con niños y muchos jóvenes, bastantes de ellos subidos a motos
de gran cilindrada, con la botella de cerveza en la mano. Me recordaron a los
adolescentes de Piazza Fuga, en Nápoles, que se pavoneaban ante las jovencitas
en sus resplandecientes motocicletas como los caballeros antiguos en briosos
Rocinantes.
Desde
el primer momento, me sentí uno más. Nadie me miró con extrañeza. Cuando el
ritmo de la música se hizo más insistente, yo también me puse a bailar, o hacer
lo más parecido al baile de lo que soy capaz. El grupo que se encontraba cerca
de mí, decidió subir al escenario. Alguien me cogió de la mano y yo me dejé
llevar. Y allí, al fondo del pequeño escenario, detrás de un cantante que
imitaba a Adriano Celentano (creo que se su nombre era Gianni Celeste), hice
minuciosamente el ridículo ante una multitud de palermitanos que no daban la
impresión de sentirse muy sorprendidos por ello, más bien creo que ni siquiera
se fijaron en mí.
La
fiesta duró hasta las tres de la mañana, pero luego no tardé en dormirme y el
sol madrugador me despertó muy temprano, pero satisfecho y feliz. Me gusta
sentirme querido.
Al
día siguiente era el día de Santa Ana y yo acompañé a la procesión por las
calles del barrio, desde la pequeña
capilla de la santa hasta el puerto donde se arrojó una corona de flores en
memoria de los fallecidos en el mar. No la acompañé todo el tiempo, solo
durante dos horas. La procesión comenzó a las cinco y a las diez, ya de noche,
seguían dando vueltas con la imagen de la santa, deteniéndose ante algunas
puertas y tirando de vez en cuando cohetes.
Desde
1555 aquella santa era la patrona del Borgo Vecchio, un barrio --me enteré al
día siguiente-- que los palermitanos de otros lugares procuran no visitar y por
el que no suelen aventurarse los turistas. Pero yo me sentí desde el primer
momento uno más, contagiado de la devoción de aquellas gentes, que hacían
llover sobre la imagen de la santa papelitos que eran recortes de papeles
viejos, cuidadosamente recortados, como si no tuvieran dinero para serpentinas.
La santa y su hija, la virgen María, de vez en cuando abandonaban la procesión,
que se quedaba quieta esperándolas, e iba hasta una casa cercana, donde alguien
se asomaba al balcón, cantaba o rezaba; otros salían hasta la puerta a tocar el
cuerpo de la imagen. Un joven que iba junto al paso, se encaramaba de vez en
cuando a él y acercaba a los niños pequeños al rostro de la santa. Algunos se
asustaban y se ponían a llorar. Otras veces era un pañuelo lo que aproximaba a
la imagen y luego devolvía a los fieles.
Yo
no miraba con incrédula superioridad aquellas muestras de devoción. Todo lo
contrario. Siempre he dicho que soy el ateo más religioso del mundo. No hay
religión que no me parezca verdadera. En realidad, soy la persona más creyente
porque creo en todas. Detrás de todas ellas, está la angustia ante lo
desconocido, el miedo del hombre a dormir solo por toda la negra noche de la
eternidad.
Nadie
cortó el tráfico, pero era domingo y solo de vez en cuando algún coche
intentaba, y a veces lo conseguía, atravesar la procesión. El problema llegó
cuando nos acercamos al puerto. Entonces comenzó el cuerpo a cuerpo entre los
veloces automóviles, que no respetaban a nada ni a nadie, y la multitud
fervorosa. Ganaron los fieles, claro, y los coches tuvieron que detenerse si no
querían cometer genocidio. Pero yo vi al sacerdote que dirigía los rezos
(bajito y regordete, no habría desentonado en una película de Fellini), apretar
contra el pecho la custodia y dar un salto para que un conductor impaciente no
se lo llevara por delante. Allí no se respetaba ni a Dios ni a su madre (ni,
por supuesto, a su abuela, que era la reina de la fiesta). Luego, tras lanzar
la corona al agua, en el estrecho hueco entre un transbordador (al que iban
subiendo grandes camiones) y un trasatlántico, el paso con la santa se separó
una vez más de los fieles y fue a detenerse detrás de un camión ante una
escuela de la marina de la que salió el capellán. Recibió un beso en la mejilla
de quien debía ser el jefe del cotarro y un paquete que parecía un regalo. Lo
abrió: dentro había un iPad. Sonrió, devolvió el beso y regresó a sus
dependencias mientras la santa seguía dando vueltas al barrio, repartiendo regalos
o agradeciendo favores.
Al
día siguiente, nada más salir del hotel, al doblar la primera esquina, me
encontré con un pequeño altar y una inscripción: "Qui é deceduto / nel
fiori degli anni / Toni Bellante / in un trágico evento / sul cuale i familiari
/ attendono fiduciosi / che sia fatta plena luce / e giustizia".
Luego
me fui enterando de algunas historias de Borgo Vecchio. El far west o el
Brooklyn de Palermo lo llaman los periódicos. De vez en cuando hay algún
tiroteo, la última vez en un bar lleno de clientes, pero nunca nadie ve nada.
Existe una asociación en el barrio que trata de luchar contra esa mafiosa ley
de la omertà. Se llama "Diping la pace". Fui hasta el local, que
tenía las ventanas protegidas por rejas. En la pared de enfrente había pintadas
en diversas lenguas apoyando su lucha.
Pero,
si aquel era un barrio mafioso, por allí seguro que no vivía ningún capo ni
ningún lugarteniente. Todos los edificios eran pobres y estaban medio
destruidos. Pero ya supe de dónde sacaban sus relucientes motos los jóvenes de
la fiesta.
Palermo
no es solo el Borgo Vecchio, ya lo sé, pero yo me alegro de haber tenido el
primer contacto con su corazón más miserable. Y a pesar de ello, o por ello
mismo, haber quedado seducido.
Porque
las ciudades nos enamoran igual que las personas. Palermo me sedujo desde el
primer instante, como Nápoles, tan igual y distinta. Y no lo hizo con su
fastuosa Capilla Palatina, en la que los normandos aplicaron las técnicas que
habían aprendido con los bizantinos y con los árabes, llegando a superar a los
maestros. Tampoco con las anchas plazas de los teatros Politeama y Massimo, tan
de mi gusto. Ni tampoco con los palacios renegridos por los que se pasea la
sombra del príncipe de Lampedusa, el que afirmó que algo tiene que cambiar para
que todo siga igual. Ni con sus librerías, una de ellas, en la misma calle de
mi hotel, con un hermoso nombre: Modus vivendi.
Palermo
me sedujo con un baile, en el que alguien me alargó la mano y me sumó a la
alegría popular, y con una procesión que se repite desde siglos, con sus
humillados y ofendidos, que quizá no lo sean tanto como yo pensé en mi
ingenuidad primera, que viven desde hace siglos respetando solo su ley, al
margen de la impusieron en la isla, cartagineses, griegos, romanos, vándalos,
normandos, franceses, aragoneses, borbones, o el nuevo reino de Italia que
impuso Garibaldi, "un cabrón a sueldo de los saboyas", como escuché
decir a quien se definía a sí mismo como "el primer anarquista
siciliano".
"La
mayoría de nosotros nos hemos limitado a pagar, callar y mirar para otro lado,
pero nuestros hijos han comenzado a ir a las manifestaciones antimafia. Ahora
bien, que no se les ocurra tocarles un pelo, que aquí nos conocemos todos. No
hay siciliano que no guarde un arma legal y otra ilegal en mi casa. Si mi mujer
me pone los cuernos, no me arriesgo a pasar treinta años en la cárcel por darle
su merecido a ella y a su amante. Ahora bien, si alguien toca a mi hija, me
convierto en Rambo y mato a todo el que se me ponga por delante. Por eso en
Sicilia no hay asaltos a casas ni violaciones. El que entra en una casa ajena,
sabe que en todas se dispara primero y se pregunta después, Y si una mujer pide
ayuda, todas las ventanas se abren y al atacante más le vale que se encuentre
con la policía antes que con los vecinos. Ahora, si suenan disparos, todas las
ventanas se cierran y nadie escucha nada. Para los turistas, este es el país
más tranquilo del mundo, siempre que las agencias hagan previamente lo saben
que tienen que hacer, y todas lo hacen".
Yo
debería asustarme, pero sonrío tranquilo. El amor, como la rosa de Angelus
Silesius, es sin por qué. Y me adentro en el laberinto siciliano sin ninguna
prisa por encontrar la salida.
Me parece, don José Luis, que yerra usted cuando dice "como los caballeros antiguos en briosos Rocinantes". Que yo sepa, el caballo de don Quijote distaba de ser brioso; todo lo contrario: un viejo rocín, todo huesos y pellejo.
ResponderEliminarMás ajuste en lo que dice, Martín, que vive de la pluma, o de enseñar a usarla con propiedad.
Se agradece el consejo.
EliminarJLGM
Bien por esta, pero se los he dado otras veces (sobre todo de política) y ni puto caso.
EliminarAgradecer es de bien nacidos; no hacer "ni puto caso", en ciertos casos, de inteligentes.
EliminarJLGM
Lo cierto es que cada vez le tengo que aconsejar menos (por mor de la confluencia de criterios) en eso de la política. No siempre ha sido así, a qué negarlo, pero su proverbial testarudez pugna con el recto discurrir y suele usted decantarse -aunque a regañadientes si es a instancia de parte- del lado de la razón.
EliminarSalud y buena letra.
feliz de visitar su blog, sus artículos son muy buen vocabulario, una vez leído, el diseño de la pantalla no está demasiado llena, así que no es difícil cuando se lee. buen blog, me sorprendió que
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