domingo, 2 de agosto de 2015

Espacio y tiempo: Fiesta, devoción y mafia


FIESTA, DEVOCIÓN Y MAFIA

A veces los deseos tardan en cumplirse. Desde que hace ya casi medio siglo traduje en clase de latín el segundo de los discursos contra Verres de Cicerón, deseé yo visitar Sicilia. La profesora era Inés Illán, con quien tantas discrepancias me unen. Recuerdo que al comienzo de una de las huelgas, entonces tan frecuentes, de los profesores no numerarios, nos dijo: "Aunque no tengan clase, no por eso pierdan el tiempo. Aprovechen para leer a Marx y a Freud, bastante más importantes que Virgilio y Horacio". Es la única persona que conozco que sigue con las mismas ideas de aquel tiempo en que la revolución parecía al alcance de la mano.
            Verres fue un prefecto de Sicilia aficionado al arte. Demasiado aficionado. Arramblaba con toda obra de arte que le parecía de su gusto y obligó a los sicilianos a levantarle estatuas. Cuando estos se cansaron de sus trapacerías, lo denunciaron ante el senado romano y buscaron un buen abogado que defendiera su causa, el mejor de entonces, nada menos que Cicerón.
            El segundo de sus discursos comienza con un elogio de Sicilia, la primera provincia romana, la más fiel, la más rica y hermosa de todas. Ese elogio sigue siendo válido hoy palabra por palabra y me ha traído a mí, casi medio siglo después de que lo leí por primera vez, tras un largo periplo, a un hotel de Palermo, al que llego a las doce de la noche, y al que encuentro en medio de una bulliciosa verbena. "Son las fiestas del barrio, mañana es Santa Ana", me dice el chófer.
            Como he ido aprendiendo a aprovechar cualquier situación, en lugar de quejarme de la mala suerte que me impedirá dormir hasta no se sabe qué horas de la madrugada, pensé que todas aquellas fiestas eran en mi honor, que Sicilia mostraba de esa forma su alegría ante el hecho de que por fin me hubiera decidido a visitarla.


            Dejé la maleta en la habitación, y sin pensarlo ni un momento bajé a disfrutar del colorista barullo. En la pequeña plaza a un lado del hotel, estaba el escenario; la gente llenaba esa plaza y las calles cercanas. Era tarde, pero había familias con niños y muchos jóvenes, bastantes de ellos subidos a motos de gran cilindrada, con la botella de cerveza en la mano. Me recordaron a los adolescentes de Piazza Fuga, en Nápoles, que se pavoneaban ante las jovencitas en sus resplandecientes motocicletas como los caballeros antiguos en briosos Rocinantes.
            Desde el primer momento, me sentí uno más. Nadie me miró con extrañeza. Cuando el ritmo de la música se hizo más insistente, yo también me puse a bailar, o hacer lo más parecido al baile de lo que soy capaz. El grupo que se encontraba cerca de mí, decidió subir al escenario. Alguien me cogió de la mano y yo me dejé llevar. Y allí, al fondo del pequeño escenario, detrás de un cantante que imitaba a Adriano Celentano (creo que se su nombre era Gianni Celeste), hice minuciosamente el ridículo ante una multitud de palermitanos que no daban la impresión de sentirse muy sorprendidos por ello, más bien creo que ni siquiera se fijaron en mí.
            La fiesta duró hasta las tres de la mañana, pero luego no tardé en dormirme y el sol madrugador me despertó muy temprano, pero satisfecho y feliz. Me gusta sentirme querido.
            Al día siguiente era el día de Santa Ana y yo acompañé a la procesión por las calles del  barrio, desde la pequeña capilla de la santa hasta el puerto donde se arrojó una corona de flores en memoria de los fallecidos en el mar. No la acompañé todo el tiempo, solo durante dos horas. La procesión comenzó a las cinco y a las diez, ya de noche, seguían dando vueltas con la imagen de la santa, deteniéndose ante algunas puertas y tirando de vez en cuando cohetes.
            Desde 1555 aquella santa era la patrona del Borgo Vecchio, un barrio --me enteré al día siguiente-- que los palermitanos de otros lugares procuran no visitar y por el que no suelen aventurarse los turistas. Pero yo me sentí desde el primer momento uno más, contagiado de la devoción de aquellas gentes, que hacían llover sobre la imagen de la santa papelitos que eran recortes de papeles viejos, cuidadosamente recortados, como si no tuvieran dinero para serpentinas. La santa y su hija, la virgen María, de vez en cuando abandonaban la procesión, que se quedaba quieta esperándolas, e iba hasta una casa cercana, donde alguien se asomaba al balcón, cantaba o rezaba; otros salían hasta la puerta a tocar el cuerpo de la imagen. Un joven que iba junto al paso, se encaramaba de vez en cuando a él y acercaba a los niños pequeños al rostro de la santa. Algunos se asustaban y se ponían a llorar. Otras veces era un pañuelo lo que aproximaba a la imagen y luego devolvía a los fieles.
            Yo no miraba con incrédula superioridad aquellas muestras de devoción. Todo lo contrario. Siempre he dicho que soy el ateo más religioso del mundo. No hay religión que no me parezca verdadera. En realidad, soy la persona más creyente porque creo en todas. Detrás de todas ellas, está la angustia ante lo desconocido, el miedo del hombre a dormir solo por toda la negra noche de la eternidad.
            Nadie cortó el tráfico, pero era domingo y solo de vez en cuando algún coche intentaba, y a veces lo conseguía, atravesar la procesión. El problema llegó cuando nos acercamos al puerto. Entonces comenzó el cuerpo a cuerpo entre los veloces automóviles, que no respetaban a nada ni a nadie, y la multitud fervorosa. Ganaron los fieles, claro, y los coches tuvieron que detenerse si no querían cometer genocidio. Pero yo vi al sacerdote que dirigía los rezos (bajito y regordete, no habría desentonado en una película de Fellini), apretar contra el pecho la custodia y dar un salto para que un conductor impaciente no se lo llevara por delante. Allí no se respetaba ni a Dios ni a su madre (ni, por supuesto, a su abuela, que era la reina de la fiesta). Luego, tras lanzar la corona al agua, en el estrecho hueco entre un transbordador (al que iban subiendo grandes camiones) y un trasatlántico, el paso con la santa se separó una vez más de los fieles y fue a detenerse detrás de un camión ante una escuela de la marina de la que salió el capellán. Recibió un beso en la mejilla de quien debía ser el jefe del cotarro y un paquete que parecía un regalo. Lo abrió: dentro había un iPad. Sonrió, devolvió el beso y regresó a sus dependencias mientras la santa seguía dando vueltas al barrio, repartiendo regalos o agradeciendo favores.


            Al día siguiente, nada más salir del hotel, al doblar la primera esquina, me encontré con un pequeño altar y una inscripción: "Qui é deceduto / nel fiori degli anni / Toni Bellante / in un trágico evento / sul cuale i familiari / attendono fiduciosi / che sia fatta plena luce /  e giustizia".
            Luego me fui enterando de algunas historias de Borgo Vecchio. El far west o el Brooklyn de Palermo lo llaman los periódicos. De vez en cuando hay algún tiroteo, la última vez en un bar lleno de clientes, pero nunca nadie ve nada. Existe una asociación en el barrio que trata de luchar contra esa mafiosa ley de la omertà. Se llama "Diping la pace". Fui hasta el local, que tenía las ventanas protegidas por rejas. En la pared de enfrente había pintadas en diversas lenguas apoyando su lucha.
            Pero, si aquel era un barrio mafioso, por allí seguro que no vivía ningún capo ni ningún lugarteniente. Todos los edificios eran pobres y estaban medio destruidos. Pero ya supe de dónde sacaban sus relucientes motos los jóvenes de la fiesta.


            Palermo no es solo el Borgo Vecchio, ya lo sé, pero yo me alegro de haber tenido el primer contacto con su corazón más miserable. Y a pesar de ello, o por ello mismo, haber quedado seducido.
            Porque las ciudades nos enamoran igual que las personas. Palermo me sedujo desde el primer instante, como Nápoles, tan igual y distinta. Y no lo hizo con su fastuosa Capilla Palatina, en la que los normandos aplicaron las técnicas que habían aprendido con los bizantinos y con los árabes, llegando a superar a los maestros. Tampoco con las anchas plazas de los teatros Politeama y Massimo, tan de mi gusto. Ni tampoco con los palacios renegridos por los que se pasea la sombra del príncipe de Lampedusa, el que afirmó que algo tiene que cambiar para que todo siga igual. Ni con sus librerías, una de ellas, en la misma calle de mi hotel, con un hermoso nombre: Modus vivendi.
            Palermo me sedujo con un baile, en el que alguien me alargó la mano y me sumó a la alegría popular, y con una procesión que se repite desde siglos, con sus humillados y ofendidos, que quizá no lo sean tanto como yo pensé en mi ingenuidad primera, que viven desde hace siglos respetando solo su ley, al margen de la impusieron en la isla, cartagineses, griegos, romanos, vándalos, normandos, franceses, aragoneses, borbones, o el nuevo reino de Italia que impuso Garibaldi, "un cabrón a sueldo de los saboyas", como escuché decir a quien se definía a sí mismo como "el primer anarquista siciliano".
            "La mayoría de nosotros nos hemos limitado a pagar, callar y mirar para otro lado, pero nuestros hijos han comenzado a ir a las manifestaciones antimafia. Ahora bien, que no se les ocurra tocarles un pelo, que aquí nos conocemos todos. No hay siciliano que no guarde un arma legal y otra ilegal en mi casa. Si mi mujer me pone los cuernos, no me arriesgo a pasar treinta años en la cárcel por darle su merecido a ella y a su amante. Ahora bien, si alguien toca a mi hija, me convierto en Rambo y mato a todo el que se me ponga por delante. Por eso en Sicilia no hay asaltos a casas ni violaciones. El que entra en una casa ajena, sabe que en todas se dispara primero y se pregunta después, Y si una mujer pide ayuda, todas las ventanas se abren y al atacante más le vale que se encuentre con la policía antes que con los vecinos. Ahora, si suenan disparos, todas las ventanas se cierran y nadie escucha nada. Para los turistas, este es el país más tranquilo del mundo, siempre que las agencias hagan previamente lo saben que tienen que hacer, y todas lo hacen".
            Yo debería asustarme, pero sonrío tranquilo. El amor, como la rosa de Angelus Silesius, es sin por qué. Y me adentro en el laberinto siciliano sin ninguna prisa por encontrar la salida.


6 comentarios:

  1. Me parece, don José Luis, que yerra usted cuando dice "como los caballeros antiguos en briosos Rocinantes". Que yo sepa, el caballo de don Quijote distaba de ser brioso; todo lo contrario: un viejo rocín, todo huesos y pellejo.
    Más ajuste en lo que dice, Martín, que vive de la pluma, o de enseñar a usarla con propiedad.

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    1. Bien por esta, pero se los he dado otras veces (sobre todo de política) y ni puto caso.

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    2. Agradecer es de bien nacidos; no hacer "ni puto caso", en ciertos casos, de inteligentes.

      JLGM

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    3. Marcial L. Estefanía4 de agosto de 2015, 17:33

      Lo cierto es que cada vez le tengo que aconsejar menos (por mor de la confluencia de criterios) en eso de la política. No siempre ha sido así, a qué negarlo, pero su proverbial testarudez pugna con el recto discurrir y suele usted decantarse -aunque a regañadientes si es a instancia de parte- del lado de la razón.
      Salud y buena letra.

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  2. feliz de visitar su blog, sus artículos son muy buen vocabulario, una vez leído, el diseño de la pantalla no está demasiado llena, así que no es difícil cuando se lee. buen blog, me sorprendió que

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