Comiendo con unos amigos en el jardín de su casa, frente a
Ribadeo reflejado en las aguas mansas de la ría, un fresco y soleado día de
verano, se me ocurrió hacer recuento de mis posesiones. E inmediatamente me
vino a la memoria el ingenioso poema de uno de mis mejores examigos, Miguel
d’Ors. Se titula “Pequeño estamento” y enumera lo que les deja a sus hijos: un
río dormido entre zarzas con mirlos, el azul de las orquídeas, los rinocerontes,
“que son como carros de combate”, los flamencos, “claves de sol de la
corriente”, las avispas, “esos tigres condensados”, y también los farallones de
Maine, la Vía Láctea, los aleluyas de oro de los Uffizi, los goles de Pelé y no
sé cuántas cosas más. Termina diciendo: “Todo para vosotros, hijos míos. /
Suerte de haber tenido un padre rico”.
Yo no tengo
hijos a los que dejarles nada. Pero igualmente, en el sopor feliz de la siesta,
mientras el zumbido de las abejas y el penetrante olor de una higuera me trae
recuerdos de infancia y de Virgilio, juego a hacer también mi pequeño
testamento, a enumerar las cosas que poseo, aunque en titularidad compartida, y
que no lamentaré demasiado dejar, siempre que sea a su debido tiempo.
En primer
lugar, mi biblioteca. Los libros que se amontonan por todos los rincones del
piso de la calle Murillo son solo una mínima parte de ella, y la más
insignificante. Mi biblioteca, estuvo un día míticamente reunida en Alejandría,
y hoy se encuentra dispersa por el mundo.
La última
sede que acabo de descubrir está en Palermo, en la Via Cavour. Caminaba yo
abrumado por el sofocante agosto palermitano cuando tropecé imprevistamente con
el colorido y el frescor de aquel mágico jardín. Paseé entre los mil y un apetecibles
frutales; sonreí agradecido al encontrarme con un grueso tomo que llevaba años
esperándome, Il processo di Verre; me
senté en una mesa de la cafetería y comencé a releer aquellas palabras que
traduje en clase de latín hace más de cuarenta años y que no he olvidado todavía:
“Venio nunc ad istius, quem ad modum ipse appellat studium, ut amici eius,
morbum et insaniam, ut Siculi, latrocinium” (Llego ahora a lo que ese llama
pasión; sus amigos; enfermedad y locura; los sicilianos, latrocinio). Vuelvo a
leer la historia de los príncipes de Siria, hijos del rey Antíoco, que
visitaron deslumbrados Roma. Uno de ellos, que se llamaba como el padre, antes
de regresar a su país quiso conocer Sicilia. Desembarcó en Siracusa, la más
grande y hermosa de las ciudades de la isla, y el gobernador Verres, que había
oído que llevaba consigo alhajas extraordinarias, creyó que le había tocado una
herencia. Vuelvo a indignarme con la astucia de Verres para despojarle de todo
al inocente príncipe y muy especialmente de “un candelabro de pedrería de
purísimo brillo” que habían traído de su país como ofrenda a Júpiter Óptimo
Máximo y que guardaba para entregarlo más tarde por encontrar el templo del
dios inacabado.
Tengo
amigos exquisitos que hablan de la desaparición de las librerías verdaderas,
dicen que ya solo quedan las que forman parte de una cadena y son como grandes
almacenes, todas iguales. A mí, menos exigente que ellos, no me importa que
esta Feltrinelli de Palermo sea como uno de mis lugares predilectos de Roma, la
librería del Largo Argentina, con sus ventanas que dan a lo que queda del lugar
en que fue asesinado Julio César, unas ruinas siempre llenas de gatos. O como
la que se encuentra en la Piazza dei Martiri, en Nápoles, otro de esos rincones
para mí siempre propicios a la felicidad.
Cuántas
veces no le habrá leído a Antonio Muñoz Molina lamentarse de la desaparición de
las librerías neoyorquinas, devoradas por grandes cadenas como Barnes &
Noble. Pues entre mis posesiones más preciadas se encuentra precisamente una sus
sucursales, la de Union Square, que ocupa un entero edificio de principios del
siglo pasado y en cuya cafetería –con los ventanales sobre los árboles de la
gran plaza, su mercadillo y su inmenso mástil– he leído, soñado, escrito más de
un poema.
No, no soy
yo de esos cultos lectores que coleccionan incunables y fatigan librerías
anticuarias en busca de una rara primera edición. A menudo no sé lo que busco
hasta que no lo he encontrado. Mi librería favorita de Lisboa –algo que hace
que me miren por encima del hombro mis amigos bibliófilos– es la FNAC de los Armazens do Chiado. Siempre me
alojo en un hotel cercano y siempre es esa mi primera visita y siempre encuentro
más libros apasionantes de los que puedo llevar, de los que podría leer. No me
angustia eso, como a otros. Nunca he comprendido el reiterado lamento de
algunos por no poder leerlo todo. Me parece tan absurdo como el de quienes, al
llegar a un mercado, se angustian por no poder comerlo todo. Yo escojo algún
bocado particularmente apetecible, subo al café del piso superior y allí me
siento a saborearlo con un expreso y al lado de una de las ventanas que dan
sobre el castillo de San Jorge, la catedral y el azul del río, tan propicio a
las ensoñaciones aventureras.
Una vez leí
que el antiguo emperador de Persia y el actual rey de Marruecos tenían docenas
de palacios, dispersos por el país, y siempre listos para recibirles en el
momento en que les apeteciera, incluso con mil y un manjares preparados por si
les apetecía comer algo.
No me dan
envidia. Yo no soy emperador, ni siquiera rey, y sin embargo tengo docenas de
palacios, listos para recibirme en cualquier momento, no solo en mi país, sino
en cualquier lugar del mundo.
En Lisboa
mi favorito, ya me he referido a él muchas veces, es el Avenida Palace, al lado
mismo de la estación del Rossio, con ventanales que dan a la Avenida da
Liberdade; en Londres, el Russell Hotel, un aparatoso edificio victoriano lleno
de recuerdos de Virginia Wolf y del grupo de Bloomsbury y en el que una vez
Sherlock Holmes (¿o fue Conan Doyle?) quedó citado con una misteriosa mujer que
finalmente resultó ser un hombre disfrazado para asombro de Watson, no de
Holmes, que lo sospechaba desde el principio.
Creo en la
propiedad compartida, ya lo dije, y por eso no envidio a mis amigos que tienen
casas con jardín, en Letojanni o en Figueras, en las que pasar apaciblemente
los días de verano. Y a los que a veces tienen la amabilidad de invitarme, como
hoy mi admirado amigo Antonio Masip, con el que trato de hablar de literatura,
no de política, aunque no puedo evitar alguna alusión al tema del momento: “Un
país que forma parte de otro contra la voluntad expresa de la mayoría de sus
habitantes se convierte automáticamente en una colonia, digan lo que digan las
leyes”.
Hay dos
cosas, o mejor tres, que odio especialmente: los prejuicios, las vacaciones y
no hacer nada. Para mí pasarlo bien y no hacer nada son conceptos
incompatibles.
“Todo lo
que puede hacerse rápidamente no me interesa”, ha escrito Joan-Carles Mèlich. A
mí, en cambio, todo lo que no puede hacerse rápidamente me aburre. Mi lema es
el de Paul Morand: “Rápido y bien”. He conseguido cumplir ya el cincuenta por
ciento de ese lema; la otra mitad –no diré cuál es– me está costando algo más.
He tardado
en superar mi horror al verano. Ahora es para mí una época tan maravillosa como
cualquier otra del año. Lo que odiaba no era el verano, sino las vacaciones,
esos días en que uno debería descansar, aunque no estuviera cansado, dejar su
ciudad, tomar el sol, llenarse de arena, beber cerveza, dormir la siesta,
rascarse la barriga. Una costumbre bárbara, procedente de un tiempo (antes del
aire acondicionado) en que en muchas ciudades durante el verano no era posible
la vida civilizada.
Afortunadamente
vivo en Oviedo, donde la vida inteligente (como en el resto de Asturias y en
otros privilegiados lugares del planeta) es posible durante todo el año.
No sigo
haciendo recuento de mis posesiones, no acabaría nunca. Colecciono ciudades,
grandes y pequeñas. Este verano he añadido a mi colección, Palermo, que tanto
me ha recordado a una de las joyas preferidas, Nápoles, y Figueras.
En Figueras
tengo casa y biblioteca. La casa es el palacete art noveau de doña Socorro, construido en 1912 por Ángel Arbex, un
discípulo de Gaudí; la biblioteca es la del mejor bibliófilo asturiano, José
Luis Pérez de Castro. Los Masip me invitarían encantados a su chalet junto a la
ermita de la Atalaya, pero yo no soy capaz de dormir en casas de amigos, salvo
que no haya más remedio; prefiero el chalet de doña Socorro, hoy hotel Peñalba,
que incorporo a la lista de mis residencias favoritas.
Supe que
debía añadir Figueras a mi colección cuando, al pasear en barca por la ría del
Eo, vinieron a saludarme los delfines. La última vez que los vi fue navegando
por el Atlántico, cerca de otra Figueras, la portuguesa y unamuniana Figueira
da Foz.
Cuenta
Antonio Machado que cierto día unos delfines se adentraron por el Guadalquivir
y llegaron hasta Sevilla. Se armó un gran revuelo y de todas partes acudió
gente a contemplar el insólito espectáculo. Entre ella, un joven tímido y una
joven morena que allí, cerca de la Torre del Oro, se vieron por primera vez, se
miraron largamente, se gustaron. Dos de sus hijos, a los que dieron los nombres
de Manuel y Antonio, fueron poetas.
Añado a mi
interminable testamento, tan repleto de maravillas, aquellos delfines de
Figueira, que como los de Sevilla también propiciaron un encuentro, y estos de
Figueras que han abandonado su ruta habitual para venir a saludarme y
anunciarme algún prodigio.
“Todo para
vosotros, hijos míos”, me digo con Miguel d’Ors. “Suerte de haber tenido un
padre rico”. Pero no tengo hijos a los que dejarles nada, lo dejaré todo a
disposición de quien, como yo, no se canse nunca de la cotidiana maravilla del
mundo.
me ha encantado esta columna, felicidades!
ResponderEliminarUn relato precioso
ResponderEliminarMarilde
Un relato precioso por el contenido y por la forma de exponerlo
ResponderEliminarMarilde García