domingo, 27 de abril de 2014

A buen entendedor: De librerías y melancolías


Viernes, 18 de abril
EN EL CITICORP

En este día de fiesta, la ciudad está llena de grupos escolares, llegados de los más apartados rincones del país. El único lugar donde descansar un rato tranquilo es, curiosamente, mi lugar favorito: el atrio del Citicorp. Cuando llego, una pianista (¿la misma de aquella remota tarde de domingo de 1990 en que lo descubrí?) salpica de melancolía a los solitarios que ocupan las mesas.
            Luego, en el café de la librería, con sus grandes ventanales a la Tercera Avenida y su familiar friso de escritores, continúo la tradición tertuliera –por aquí pasaron Xuan Bello, Silvia Ugidos, Martín López-Vega, Javier Almuzara-- hojeando unos libros y garabateando unos versos: “El mundo se vacía en esta hora. / Vuelvo a estar solo como antes / de la invención de Eva. / Dios dormita más allá de todo / en su agujero negro; / quizá bostece, como yo, aburrido / del paraíso estéril que ha creado. / Los animales andan en parejas / y parecen felices; / los miro sin envidia y con rencor, / vanas bestias que ignoran / como yo su destino / y, al contrario que a mí, no les importa. / Yo soy el rey de un mundo sin confines / y el más miserable de los seres. / Solo Dios, por ser Dios, está más solo”.
            Los versos vienen de no sé dónde, de algún sótano oscuro, no reflejan mi estado de ánimo en esta festiva y tranquila tarde neoyorquina.


Domingo, 20 de abril
SIN PIES NI CABEZA

Tiene todos los ingredientes para seducirme: bibliotecas, trenes, Lisboa, un libro misterioso, Jeremy Irons. Reconozco de inmediato la primera imagen: es una panorámica de Berna desde el Jardín de Rosas. Y yo he cruzado también ese puente de hierro sobre el río Aar desde el que una joven intenta suicidarse. Pero qué pronto defrauda este Tren de noche a Lisboa, a pesar de que comienza citando a Marco Aurelio y buena parte de la acción transcurre entre los opositores al régimen de Salazar mientras se prepara la revolución de los claveles. Nada resulta creíble. Ni el autor del libro en que se basa el guión (suizo) ni el director, Bille August, creo que danés, saben de qué hablan. Nada tiene ni pies ni cabeza. El protagonista es un pobre tonto que coge un tren a Lisboa, sin hacer siquiera el equipaje, porque en la gabardina de una chica que intenta suicidarse (y a la que lleva a clase en lugar de a su casa para que se cambie de ropa) encuentra un libro que le gusta de un autor portugués. No se le ocurre buscar antes en google si ese escritor está vivo o muerto. La oposición salazarista se confunde con la resistencia francesa. ¿Desde cuándo un opositor a Salazar puede pedirle a otro que asesine a un juez solo porque es juez? ¿Y la imagen de una multitud enfurecida persiguiendo por las calles a un comisario de policía antes de la Revolución? En fin, a qué seguir. Una obra de ficción, para ser creíble, tiene que ser muy rigurosa en todos los elementos de no ficción que incluye. Pero ya no quedan productores como los de antes. A mí me presentan el guión de Night Train to Lisbon y no tacho nada, lo rompo por la mitad, lo tiro a la papelera y mando que lo reescriban de nuevo, pero que primero busquen el asesoramiento adecuado sobre Portugal –no basta con ofrecer bonitas postales de Lisboa-- y sobre la época en que transcurre al acción.


Lunes, 21 de abril
GÓNGORA Y LA MARQUESA

“Mi Universidad fueron las librerías –le dice a Jorge Carrión el dueño de una rara librería neoyorquina que abre a horas intempestivas y en la que al parecer sirven whisky gratis--. De las de mi época solo sobrevivió Strand, que es la peor y compra a granel; yo en cambio selecciono los libros uno por uno, aunque me salga más caro”.
            Los miles y miles y miles de libros de Strand no se podían seleccionar uno por uno, obviamente, y gracias a eso se encuentran siempre rarezas, incluso en español, a poco precio. En mi última visita, por ejemplo, una edición del “Romance de Angélica y Medoro” comentada hermosamente por Dámaso Alonso. La edición fue de 500 ejemplares numerados –el mío es el 405—y al final viene la lista de los doscientos tres suscriptores. Los más sorprendentes, al menos para mí, son el primero y el último (el segundo es Camilo José Cela). La primera suscriptora de los 14 ejemplares impresos en papel especial es la Exma. Sr. Marquesa de Casa Valdés, esto es, la suegra de uno de esos personajes que dan tanto juego a los periodistas, Esperanza Aguirre, y el ejemplar quizá se encuentre en la biblioteca de su palacio de Pravia. También debió de ser un peculiar personaje, aunque de otro estilo, esa marquesa que se interesaba por Góngora. Pero más curioso resulta todavía el último suscriptor: “Catedra de Ateísmo. Biblioteca. Roma”. ¡En los años sesenta había una cátedra de ateísmo en Roma! ¿Seguirá existiendo todavía? Habría que promover una cátedra semejante en la universidad española. A una cátedra así no me importaría hacer oposiciones.


Miércoles, 23 de abril
UN REGALO

Paso por la librería del Campillín y me dicen que un chico ha dejado dinero para que me lleve el libro que quiera. Valdés ha traído del almacén varios que pueden interesarme. Y yo me quedo con tres, muy contento de ese regalo anónimo, inesperado e inmerecido. El primero es de Diego Hidalgo, aquel notario extremeño que viajó a la Unión Soviética en los años veinte y luego fue ministro con Lerroux. Se titula Nueva York. Impresiones de un español del siglo XIX que no sabe inglés y está lleno de minuciosos detalles exactos (el autor no ha olvidado su profesión de notario). Le decepcionan las librerías, especialmente Brentano, que yo todavía llegué a conocer. Un viaje al Nueva York de 1946, un viaje en el tiempo, que son los que a mí más me gustan. También viajo en el tiempo, y a qué tiempo, con las crónicas que Jacinto Miquelarena reúne en Un corresponsal en la guerra. Están escritas en el Berlín de 1941 y publicadas al año siguiente. Todo es asombro y maravilla ante ese prodigio de la civilización que es la Alemania nazi; a su alrededor solo decadencia y barbarie. Ni siquiera falta un lírico elogio de la muerte en combate: “Estas tumbas de los muchachos de Alemania dan una impresión de descanso y de verdad, en medio de los trigos, verdes todavía. Han muerto alegremente, en la guerra, con un fusil en la mano y una canción en los labios. En el casco de uno de estos caídos sus compañeros dejaron una flor. Está colocada como en el ojal de una solapa, en el orificio del balazo que le llevó a la muerte. Cuando la muerte llega así, limpiamente, a pleno sol, es como una rosa”. Fascismo y lirismo –“a los pueblos los mueven los poetas”, decía José Antonio-- siempre se han llevado bien, demasiado bien. El tercer regalo es una antología de la literatura epistolar prologada por Alfonso Reyes. Cuántas mínimas y secretas obras maestras que nos permiten “el deleite desinteresado de viajar por esos paisajes interiores del hombre y de la mujer que solo las cartas nos franquean”, como afirma el prologuista.
            Cada vez me interesan más los libros que son puertas para salir al mundo, miradores sobre territorios desconocidos, máquinas de viajar en el tiempo, laboratorios para averiguar lo que nos pasa. La “obra en sí”, y que me perdonen Flaubert y los teóricos de la literatura, cada vez me interesa menos.


Jueves, 24 de abril
VIAJE DE TRABAJO

Mientras voy de un lado a otro por el bucólico lugar, cada vez más nervioso ante la cara de pasmo que ponen los lugareños ante mi pregunta, una pregunta que al parecer nunca antes habían escuchado, suena el teléfono. “Completamente perdido”, respondo al habitual “qué tal estás”. “¿No has vuelto aún del viaje?”, “He vuelto, pero estoy como aquella vez que fuimos a visitar el templo tibetano de Staten Island y nos encontramos en una parada de autobús en medio de ninguna parte, sin nadie a quien preguntar y de pronto estalló una furiosa tormenta. ¿Recuerdas? Cuando no hallábamos forma de llegar hasta el embarcadero, y tuvimos que comer en un restaurante mexicano que se llamaba Los Lobos. Y la poca gente del lugar con la que nos cruzamos nos miraba como si fuéramos extraterrestres. Pues ahora me pasa lo mismo. Pregunto a unos y a otros, en la librería, en la farmacia, a los ociosos que toman el sol en la plaza, y todos, tras extrañarse ante mi pregunta, responden --muy amablemente, eso sí-- que lo ignoran. Frente al Alimerka (hay un Alimerka, no estamos tan lejos del mundo conocido) encuentro una marquesina de autobús de la que han borrado cuidadosamente cualquier indicación de horarios o de posibles líneas que tengan allí su parada”.
            Mi amiga no se acaba de creer lo que le cuento. “¿Y cómo llegaste hasta ahí? Vuelve de la misma manera”. “Vine en taxi, doce euros y medio, después de esperar media hora un autobús que no acababa de llegar. Y ahora pediría otro taxi, en cuanto averiguara el número, porque parece que hay que llamar a otra centralita, pero resulta que he venido en viaje de trabajo, a evaluar las prácticas de una alumna, y lo paga la Universidad y no están los tiempos para muchos despilfarros a costa del erario público”.
            Tras la llamada de mi amiga, y media docena de vanas preguntas más, una señora se apiada de mí y me dice que no sabe nada de autobuses, pero que puede llevarme en su coche hasta el Carrefour y que allí quizá me resulte más fácil encontrar uno. Me para delante de una marquesina y en ese preciso momento llega un Alsa, pregunto si va a Oviedo, me dicen que sí, entro y me siento aliviado. Pero mi gozo dura poca: el autobús da la vuelta y vuelve al lugar del que yo acababa de librarme. Me levanto de un salto, aterrado, creyéndome que me iba a pasar el resto de mi vida, como un personaje de Kafka, dando vueltas en aquel bucólico lugar de pesadilla, y le pregunto al conductor: “¿De verdad va a Oviedo? ¿De verdad va a Oviedo?”
            Y de verdad iba a Oviedo. Y luego, ya en la habitual tertulia de La Corte, le cuento a mis amigos la aventura y el resultado de mis averiguaciones posteriores (me gusta, hasta dónde es posible, saber el porqué de todo) . “Resulta que, por alguna razón que se me escapa, los visitantes (y especialmente si no tienen coche) no son bien venidos en el lugar. Hay, sí, varios autobuses que llevan hasta allí: el Alsa con paradas hacia Gijón y Hortal. Pero no a todas las horas, sino solo a algunas, y en la estación y por Internet te dan una información equivocada. Y las personas que usan los autobuses parece que se han conjurado, no me digáís por qué, para no revelarle a nadie, ni siquiera a ninguno de sus vecinos, el secreto de esos horarios”.
            “Martín, Martín, cómo eres. Tú no necesitas ir a Nueva York para tener algo que contar. A ti te basta con ir hasta la Fresneda”.


Viernes, 25 de abril
CUATRO PASOS

Antes de comenzar la clase, me refiero a la fecha de hoy, a aquel abril de hace cuarenta años. Algunos de los alumnos han oído hablar vagamente de la revolución de los claveles, otros no saben nada, pero todos quedan en buscar en youtube, nada más termine la clase, “Grândola, Vila Morena”. Yo recuerdo perfectamente las primeras confusas, contradictorias, ilusionadas noticias. Las oí por la radio, en el tren, cuando iba a dar clase. Lo que es historia antigua para unos es parte de la vida propia para otros.
             Luego, mientras comento un relato de Clarín, pienso que hace casi medio siglo yo me sentaba exactamente donde se sientan mis alumnos. Todos las facultades de la Universidad de Oviedo han cambiado de emplazamiento desde aquel 1968 en que yo comencé a estudiar. Solo Magisterio sigue en el mismo edificio y hoy, mientras hablaba, se me ha ocurrido pensar que en esos 46 años transcurridos desde aquella fecha no he avanzado mucho: cuatro pasos, literalmente cuatro pasos, separan el lugar donde me sentaba entonces del lugar desde el que hablo ahora.


domingo, 20 de abril de 2014

A buen entendedor: Trato de ser mejor


Domingo, 13 de abril
ELOGIO DE LA NATURALEZA

La naturaleza nunca me ha entusiasmado, para qué nos vamos a engañar. La vida natural siempre me ha parecido muy poco natural aplicada al hombre. Pero paso unas horas de esta tarde de domingo en Bueño, invitado por mi amigo Fermín Santos a visitar una exposición de grabados, y me gusta el silencio del lugar, los apacibles verdes, las gentes que charlan sin prisa a la puerta de casa, los hórreos como abuelos valetudinarios que aún siguen siendo útiles resguardando al automóvil familiar, las virgilianas ovejas (para mí todas las ovejas son virgilianas y balan en hexámetros), los caballos que pacen tranquilos como después de haber conquistado el mundo... Hay un gran caserón palaciego en venta y por unos momentos se me ocurre la fantasía de que yo también podría ser feliz aquí. Y poder, claro que podría. Tendría sitio de sobra para mis libros y tiempo para escuchar el silencio mientras medito sobre los enigmas del hombre y del mundo.
            Sí, podría ser feliz aquí. Solo necesitaría un matrimonio que cuidara de la casa y de la huerta, alguien que se ocupara de los animales, un chófer que me llevara a Oviedo cuando lo necesitara, algún becario que se ocupara de organizar la biblioteca. Demasiada gente.
            Sospecho que la naturaleza no está hecha para el hombre. Al menos, para el hombre solo. O digámoslo más modestamente, no está hecha para mí.
            No es que niegue yo sus bellezas ni sus encantos. Resulta muy agradable para pasear durante un rato, un largo rato, incluso una hora o dos. El placer de reencontrarse con la vida urbana resulta así acrecentado.
            No soy yo tan radical como para pensar que la naturaleza debería desaparecer por completo, que el mundo debería convertirse en una colección de ciudades, no. Entre una y otra ciudad podrían conservarse parques naturales que nos recuerden cómo fue la vida en otros tiempos menos civilizados.
            Me gusta la naturaleza, ciertamente. ¿Cómo no me va a gustar si entre mis lugares favoritos se encuentran el parque de Ferrera en Avilés y el Central Park de Nueva York?

 

Lunes, 14 de abril
UN DÍA DE PRIMAVERA

No todos los días duran veinticuatro horas. Este catorce de abril, como aquel otro de memoria imperecedera, parece no acabarse nunca, y efectivamente, reloj en mano, dura treinta horas. En él parece caber todo, la memoria ilusionada de un república que tuvo más de mito que de realidad, y un demorado poseo, en la tarde gentil de primavera, por algunos de los rincones que me son más familiares y queridos en esta ciudad que, desde que la vi por primera vez allá por 1990, se convirtió para mí en el símbolo de todas las ciudades. Como cuando estoy en Avilés, quien quiera verme puede encontrarme tomando un café en el Atrio, mi rincón favorito para un libro y un rato de charla en Nueva York se llama Atrium y está en el Citicorp. Lo descubrí un desolado domingo, con todo el centro de Manhattan vacío, aquel remoto 1990. Tocaba una pianista para tres o cuatro solitarios que no escuchaban. Ahí sigue el piano y ahí siguen los solitarios y ahí sigue la melancolía de aquel domingo sentada junto a ellos. Voy luego un rato hasta el parque, que esta tarde de primavera, bullicioso de niños y parejas y ciclistas, se parece más que nunca a cualquier parque. Saludo a tantos viejos conocidos, que siguen igual de esbeltos, por los que no parecen pasar los años, y a los jóvenes que yo mismo vi crecer. Siento debilidad por la torre Hearst, de Norman Foster, que surgió de pronto, como un superhéroe de la Marvel, de un inacabado edificio de los años veinte lleno de alegorías y neoclásicos pastiches. Me resulta particularmente aleccionadora esa metamorfosis. Me gustaría que se repitiera en mí. El hombre nuevo que no reniega del hombre viejo, sino que firmemente se asienta sobre él.


Martes, 15 de abril
HAIKUS Y AMIGOS

Tarda uno en acostumbrarse al cambio de horario y me despierto demasiado pronto. Antes de que amanezca y comenzar a ruar por la ciudad, tengo tiempo de sobra para pensar en todo aquello en lo que habitualmente no quiero pensar. Me gusta estar ocupado, estar siempre con algo entre las manos, hacerlo todo rápido, rápido, y a ser posible bien.
            No pensar en lo que se avecina es el secreto de la felicidad. Pensar en el día de hoy y en el inmediato día de mañana. El resto es humo y niebla.
            Pensar en el paseo por los laberintos del Metropolitan, sin buscar nada en concreto, dejándose sorprender por el azar de salas y escaleras. De vez en cuando, algún amigo me sale al paso. El joven caballero de Bronzino es mi favorito, o yo el suyo. Vaya por donde vaya siempre se las arregla para hacer como que tropieza conmigo.
            Otro amigo con el que me encuentro siempre que vuelvo por esta ciudad es Hilario Barrero, el guía más gentil e incansable del mundo. Para algunos resulta más fácil imaginarse esta ciudad sin la estatua de la Libertad que sin él.
            Mientras comemos, en un restaurante de Madison cercano al museo, charlamos de los amigos comunes y de amores más o menos colombianos y nos entretenemos luego componiendo algunos haikus neoyorquinos. "Si son lo suficientemente malos, se los podemos mandar a Julio Neira para que los incluya en alguna de sus antologías", digo yo.  "¡Tú sí que eres malo!", me responde en broma Hilario.
            Nunca se hablan. / De reojo se miran / los rascacielos.
            Mármoles griegos / tumbados en el parque / ya es primavera.
            Para comprar / hacen cola las gentes / y todo sobra.
            Esas monjitas / en la Quinta Avenida / tan machadianas.
            Boca del metro. / Unos ojos de pronto / y una sonrisa.
            Furia española / donde quiera que pasa / quiquiriquí.
            Un paquebote / que navega sin prisa / hacia el abismo.
            Qué pronto duerme / la ciudad que decían / que nunca duerme.
            En la ventana / más alta del hotel / un sol suicida.
            Templos vacíos / ya ni el mismo Dios quiere / entrar en ellos.
            Cuánto silencio. / Es de noche, estoy solo, / alguien me mira.
            Con cuánto acento / pronuncian el inglés / los petirrojos.
            Cien mil palomas / no valen lo que vale / un solo cuervo.
            Qué tarde llegas / cargada de regalos / hasta mi vida.
            Lo que me vendes / no vale lo que vale / esa sonrisa.
            En bicicleta / el rubio pelo al viento / la primavera.
            Qué fantasía / la gente se pasea / libre y desnuda.
            Juega la luna / a ser solo un / anuncio de la luna.
            Secreto jardín / muy dentro de tus ojos / cerca del cielo.
            Juego a estar solo / y no me dejas solo / ni un solo instante.


 Miércoles, 16 de abril
 DE CICATRICES Y MELANCOLÍAS

La primavera llegó más hermosa que nunca el catorce de abril, como para conmemorar no sé qué aniversario, pero duró solo un día, simbolizando quizá también aquella ilusión "antes de tiempo y casi en flor cortada". Luego vino la lluvia, a ratos insistente y a ratos solos melancólicamente verleniana. Ayer lució un sol espléndido, pero con temperatura de cero grados y con la nieve de la noche todavía refugiada en los rincones. Yo caminé Quinta Avenida abajo hasta Madison Square, donde las ardillas correteaban al sol sin miedo al frío, y luego hasta Union Square. Es la rutina de costumbre. Antes de sentarme en la cafetería de Barnes & Noble, y recordar con cuantos amigos he estado en ese lugar, y cuántos versos hemos leído y escrito ante los ventanales que se abren sobre el arbolado de la plaza, y a los que un tiempo se asomaban las Torres Gemelas, he disfrutado de los olores y los colores del mercadillo de los miércoles. Dan ganas de probarlo todo, pero me contento con mirar. Luego me he perdido en otro de mis laberintos favoritos, las dieciocho millas de letra impresa de Strand. Antes, cuando era más joven, me cargaba de libros. Ahora apenas compro, solo alguna rareza, como L'azzurra memoria, una antología del poeta italiano Luigi Fontanella. No le conocía, aunque tiene una amplia obra de poeta, traductor y estudioso. Es profesor en la Universidad del Estado de Nueva York. Lo que me conmueve del volumen es que está dedicado a Elise, "dandole il benvenuto qui sotto il cielo de Long Island", y la fecha es reciente, tan reciente que para que yo pueda encontrar hoy el volumen en Strand tuvo que venderlo al día siguiente o muy poco después de recibirlo de manos del autor en su casa de Long Island. Me imagino cómo se sentiría el anciano poeta si se da una vuelta por la librería y se topa con él. Me imagino cómo se sienten tantos poetas, que me han dedicado sus libros, y dan con ellos luego en la librería de Valdés. Pero yo suelo esperar un poco más de tiempo y los libros salen de casa solo cuando ya no hay sitio para que yo me mueva por ella.
             Acompañado de dos amigos y de mi melancolía visito luego lo que fue la Zona Cero y de alguna manera lo sigue siendo para siempre. Sigue en obras, más de una década después, y cada vez que vuelvo me encuentro con una nueva desagradable sorpresa. Esta vez me asusta ver que frente al cementerio de San Pablo, donde yo recuerdo a los oficinistas de las Torres tomando el sol del mediodía, han crecido unas inmensas fauces de tiburón. Son de un color gris sucio y dan miedo. No sé si darán menos miedo cuando las pinten del rutilante blanco calatrava. Porque sí, como sospechaba, y como me confirman en seguida, se trata de la cubierta del arquitecto valenciano para la estación de los trenes a New Jersey. También Nueva York, como Oviedo, como tantos sitios, cayó en la trampa del tahúr Calatrava. Me imagino que ahora los gestores se estarán tirando de los pelos (como en Oviedo los que tienen que trabajar en las alas del mamotreto de Buenavista), pero que ya es imposible volverse atrás. La verdad es que mi admiración por Nueva York desaparece por completo cuando se trata de la gestión que hicieron de la tragedia. No en el aspecto humano, que es el fundamental, claro; lloraron, homenajearon e incluso vengaron (eso me gusta menos) a sus muertos. Pero en lo que se refiere a la reparación de los daños materiales dieron un ejemplo de incompetencia que difícilmente encuentra parangón. En primer lugar, les permitieron a los terroristas la mayor de las victorias, cambiar para siempre el perfil de la ciudad. Parece que los neoyorquinos, ciertos neoyorquinos, dijeran "bueno, sí, ha sido una tragedia, pero no hay mal que por bien no venga; gracias a esos bárbaros nos libramos de las horribles torres y podemos especular y hacer negocios con los terrenos que quedan libres".
            Lo raro es que en una ciudad, donde se derriba un edificio en veinticuatro horas, y se levanta un prodigioso rascacielos, asombro del mundo, en meses, trece años después todavía sigue en obras el lugar, y por si fuera poco, por si algún recuerdo quedaba de la vista de entonces, un inmenso espantajo de Calatrava abre ahora sus fauces frente al cementerio dieciochesco de San Pablo, como si quisiera tragárselo de un bocado.


            Pero no acaban ahí los embates de la melancolía. Al cruzar el puente de Brooklyn, resbaladizo con los restos de nieve y hielo de la noche pasada, me asombra ver el Pier 17 completamente destrozado. "Es que lo están reformando", me dice Hilario. ¿Reformando? Más bien parecen dispuestos a que no quede piedra sobre piedra, o madera sobre madera. Se trata de los antiguos almacenes del puerto convertidos en centros comerciales y museos. Yo lo descubrí en uno de mis viajes solitarios y allí pasé muchas horas sentado en una de sus terrazas contemplando el ir y venir de las barcazas por el East River y los dos puentes, el de Brooklyn y el de Manhattan, y el promenade de Brooklyn; yo se lo descubrí luego a todos mis amigos que venían a Nueva York y a algunos de mis amigos que ya vivían aquí.


Jueves, 17 de abril
PALINODIA EN BROADWAY

En la sobremesa de Le Monde, en el Broadway más apacible, frente a Columbia Universiy, comienzo a practicar mi deporte favorito, tener razón. Y mientras abrumo a mis amigos con los argumentos lógicos que desmontan su argumentos y apuntalan los míos, me da por pensar, sé muy bien por qué, en esos jugadores que, en Madison Square Park y en otras plazas neoyorquinas, esperan a quien se decida a echar con ellos una partida de ajedrez a cambio de unos dólares.
            ¿A qué me voy a dedicar, dentro de pocos años, cuando me llegue la jubilación y ya no tenga alumnos y todos mis amigos se hayan aburrido de discutir conmigo? Creo que crearé un club de debates en cualquier café y ofreceré una cantidad sustanciosa a quien consiga rebatirme. Ni siquiera me importará defender unas veces una opinión y otras la contraria.
            "Tendrás que pagar mucho", me dice mi amigo, "porque acabas fatigando a cualquiera; yo creo que el exceso de razones te impide entrar en razón".
            Pienso luego en ello mientras caminamos por San Juan el Divino, bajo los dos prodigiosos dragones que esta Semana Santa adornan la nave central. "¿Qué es más importante tener amigos o tener razón?", me pregunto. Y yo sé de sobra que lo primero, pero me puede la tentación de demostrar siempre que soy más listo que nadie, como si no supiera de sobra que no lo soy siempre (solo casi siempre).


domingo, 13 de abril de 2014

A buen entendedor: Perpetuo Peter Pan


Domingo, 6 de abril
SI YO FUERA DIOS

Leo los periódicos, escucho las noticias y a la memoria me viene una de las más certeras reflexiones de Schopenhauer: “Si yo fuera Dios, me moriría de vergüenza al contemplar la miseria del mundo”.

Lunes, 7 de abril
LA MAGIA DE LA NOVELA

Todavía siguen existiendo palabras que actúan como exorcismos, y eso lo saben muy bien publicistas y políticos. Cuando Juan Bonilla publicó Prohibido entrar sin pantalones, su libro sobre Maiakovski, a ratos tan brillantemente escrito, le dije que habría sido mejor que, en la contraportada y la nota final, no se calificara de novela. Que los géneros literarios despiertan determinadas expectativas y que, lo que leído como biografía resulta apasionante, como novela podía ser un tanto tedioso.
            ¡Qué equivocado estaba! El libro ha sido un éxito precisamente porque se le calificó de novela. En caso contrario, los editores no lo habrían promocionado como lo hicieron, no habría ganado la Bienal de Novela en Lima, no habría conseguido una gira internacional ni recibido el elogioso artículo –una página completa– que Vargas Llosa le dedicó ayer en El País. Una y otra vez repite la palabra mágica, “novela”, y califica de “astuto, invisible y multifacético” al narrador, que incluso a veces se transforma en “los poemas estentóreos” de Maiakovski (quiere decir, simplemente, que los cita). Lo más divertido del artículo es que habla de su  “oleaginosa” manera de narrar. ¡Vaya un elogio más pringoso!, pienso yo.
            ¡Menos mal que Bonilla no me hizo caso! Tampoco le hicieron caso a Ignacio Martínez de Pisón sus editores. A propósito de La buena reputación, que tiene todo el aspecto de una novela decimonónica, ha declarado que “en realidad se trata de cinco novelas breves, más o menos de la misma extensión, que cuentan la historia de diferentes miembros de una familia”. Y de ahí que las diferentes partes se titulen “La novela de Samuel”, “La novela de Mercedes”, etc. Pero los astutos editores, que se las saben todas, han tenido buen cuidado de ocultar esa información en los paratextos y, además, para que el lector curioso no pueda sospechar que el libro es lo que en realidad es, han eliminado el índice.
            Yo habría pensado que una colección de novelas breves enlazadas es mucho más interesante que un novelón, y que una biografía –apasionante cuando se lee como biografía, como ocurre con las de Stefan Zweig– defrauda cuando se lee con las expectativas de una novela. Pero se ve que estaba completamente equivocado.
            ¿Completamente equivocado? Una novela se vende más porque editores, libreros, directores de suplementos culturales y hasta novelistas cada vez menos novelistas, como Vargas Llosa, han decidido que se venda más, y la promocionan como no promocionan al mismo libro si no llevara ese calificativo.


Martes, 8 de abril
ERRE QUE ERRE

"Sé prudente --me advierte una amiga--, porque últimamente has apoyado a separatistas, a rusos y dices la verdad sobre el rey". Y yo tomo muy en cuenta sus advertencias porque la valentía no es precisamente una de mis virtudes. Por eso procuro no meterme en asuntos políticos, que de sobra conozco cómo se las gastan unos y otros. No olvido que a Blasco Ibáñez, en una España también democrática, le metieron en la cárcel por apoyar la independencia de Cuba. Pero a veces mi sentido de la justicia puede más que mi acreditada pusilanimidad.
            Mi sentido de la justicia, que es grande, y mi vanidad, que es mayor, para qué nos vamos a engañar. Cada vez que escucho, no ya a un contertulio cualquiera, sino a un magistrado o a un especialista en Derecho Constitucional aquello de que al rey no se le puede juzgar por ningún delito y por eso no necesita ser aforado (como la reina y los príncipes de Asturias), reviso lo que dice la Constitución --siempre tengo un ejemplar al alcance de la mano-- y sonrío. Cierto que en el artículo 56, párrafo 3, se lee literalmente: "La persona del rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad". Pero el párrafo 3 no termina ahí, aunque sea eso lo único que se suele citar. Tras un punto y seguido continúa: "Sus actos estarán siempre refrendados en la forma establecida en el artículo 64, careciendo de validez sin dicho refrendo, salvo lo dispuesto en el artículo 65.2". Leo lo que dicen esos artículos (los he leído tantas veces que me los sé de memoria): "Los actos del Rey serán refrendados por el Presidente del Gobierno y, en su caso, por los Ministros competentes. La propuesta y el nombramiento del Presidente del Gobierno, y la disolución prevista en el artículo 99, serán refrendados por el Presidente del Congreso. De los actos del Rey serán responsables las personas que los refrenden". La única excepción, los únicos actos del Rey que no necesitan refrendo, son los que indica el artículo 65.2: "El Rey nombra y releva libremente a los miembros civiles y militares de su Casa".
            Aclaro entonces lo que no debería necesitar aclaración. Cuando la Constitución dice que "la persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad" se refiere exclusivamente a sus actividades en cuanto Jefe del Estado, no a sus actividades privadas. Por eso continúa indicando que "sus actos estarán siempre refrendados" por el gobierno, que es el que se hace responsable de ellos. En un Estado democrático nadie está por encima de la ley y menos que nadie el Jefe del Estado. Acreditados juristas insisten en que la Constitución española da al Rey "licencia para delinquir". Esa es una ofensa al rey y a la propia Constitución (y a los que la votamos) de la que nadie parece darse cuenta. La Constitución --vuelvan a leerla señores expertos en Derecho constitucional-- no se refiere para nada a las actividades privadas a las que el ciudadano Juan Carlos de Borbón tiene tanto derecho como cualquier otro ciudadano. En esas actividades --no en las que tienen que ver con la jefatura del Estado-- está sometido al Código Penal. No digo yo, ni siquiera insinúo, que Juan Carlos de Borbón no sea un ciudadano ejemplar. Digo solo, que si en su vida privada fuera acusado de algún delito debería responder de él como cualquier otro ciudadano. A menos que el tribunal constitucional (que no solo interpreta, también "crea" Constitución) decidiera otra cosa.
            Me imagino lo que diría mi amiga barcelonesa y si leyera estas notas que yo escribo, no para convencer a nadie ahora, sino para que quede constancia en el futuro de que en estos finales de un reinado hubo al menos alguien que no comulgó con ruedas de molino: ¡Cómo te gusta meterte donde nadie te llama!
            Es cierto, nada me gusta más que llevarle la contraria a todo el mundo. Pero solo si lo hago con buenas razones.


Miércoles, 9 de abril
EN EL CAFFÈ DI ROMA

“Ya sé que a usted le gustan como a mi las historias de lobos, debe de ser porque nos devuelven a la infancia, a cuando en las noches de invierno escuchábamos terroríficas historias sentados alrededor del fuego. Yo recuerdo el romance de la loba parda que me cantaba mi abuela. La historia que le voy a contar ocurrió hace pocas semanas, y no es un cuento. Hace algunos años compré una cabaña lejos de todo, allá en Somiedo. Por entonces leía yo mucho a su paisano Mario Roso de Luna, el de El tesoro de los lagos de Somiedo, y quizá pensaba que iba a ser capaz de encontrar ese tesoro. Era yo algo dado a las elucubraciones cabalísticas. Pasé allí algunos fines de semana, pero me cansé pronto. Volví más tarde, cuando me separé de mi mujer y no me apetecía ver a nadie. Iba siempre cargado de libros y con el iPod lleno de buena música, pero apenas leía y no escuchaba más que el silencio. Cierta noche me despertó una tormenta que descargó de pronto con gran aparato de rayos. Si no la cabaña, que era de sólida piedra, sí temí por un momento que el tejado fuera a salir volando. Pero la tranquilidad volvió tan súbitamente como se había ido. Y fue en ese momento, al dejar de llover y de soplar el viento, cuando oí unos rasguños en la puerta y luego la respiración de un animal.  "Será un perro que se ha perdido", pensé. Y de pronto oí una voz de mujer. "Abra, por favor". Era una joven de unos veinte años, con la ropa desgarrada, un extraño brillo en los ojos. Nada más entrar, sin decir nada, se metió en mi cama, se tapó completamente, incluida la cabeza, y se quedó dormida. Yo la miraba extrañado, sin saber que hacer. Saqué unas mantas y un colchón que tenía en un armario y me acosté en el suelo. Duermo mal, siempre he dormido mal, pero aquella noche me quedé inmediatamente dormido. Cuando me desperté, hacía tiempo que había amanecido, lucía un sol espléndido y en la cama no había nadie. Las sábanas estaban llenas de pelos que no parecían humanos, era como si un perro se hubiera revolcado entre ellas. Bajé a la aldea y pregunté si alguien sabía algo de una mujer perdida que no parecía estar en sus cabales. Nadie sabía nada. Regresé a Oviedo intrigado, se lo conté a mi psiquiatra. La verdad es que no me hizo mucho caso. Se limitó a recetarme las pastillas de costumbre. Tardé varias semanas en volver a Somiedo. Temía que me volviera a ocurrir algo semejante, y lo que me ocurrió la primera noche fue todavía más extraño. Oí de nuevo los rasguños en la puerta, esta vez sin ninguna tormenta previa, y al abrir, pensando que me iba a encontrar de nuevo con la extraña mujer, lo que se me apareció fue un perro grande, con la cabeza baja que pasó rozando mis piernas  y se tumbó sobre la cama. Hice ademán de echarlo al suelo porque estaba bien ceder la cama a una desconocida, pero a un perro... Y entonces alzó la cabeza y me mostró la feroz dentadura. Retrocedí espantado. No, no era un perro como yo pensaba, sino un lobo. Abrí la puerta para huir lo más lejos posible y allí, con sus ojos centelleantes, estaba ella. Pasó a mi lado sin mirarme, yo creo que sin verme, y se metió en la cama, junto al lobo, abrazada a él. No quise ver más y bajé corriendo hasta la aldea. Aunque la noche era muy clara y lucia una gran luna, tropecé dos o tres veces y llegué al pueblo con una herida en la frente y hecho un ecce homo. Acabé en urgencias, donde me curaron las heridas y me dieron un tranquilizante. La historia se la conté al psiquiatra, que no me hizo ni puto caso, como de costumbre, y a nadie más. Luego conocí a mi actual compañera, que trabaja con usted en el Milán, y no volví por Somiedo y traté de no pensar más en el asunto. Ahora le veo aquí solo y he decidido contarle aquella vieja historia, seguro que usted no piensa que fue una chifladura, sabe que esas cosas ocurren, como tantas otras que no tienen explicación”.


Jueves, 10 de abril
COMO UN NIÑO GRANDE

Como un niño grande, vivo feliz en mi burbuja, discutiendo de esto y de aquello, jugando a provocar, sin problemas económicos, sin hacer deporte, comiendo y bebiendo lo que me apetece, pero basta una llamada de teléfono para que todo se venga abajo y la burbuja de cristal se rompa contra el suelo.
            La muerte, que a veces llega sin avisar, esta vez ha tocado el timbre antes de entrar en la casa de un querido amigo. Educadamente, trata de disimular su angustia, pero a mí se me encoge el corazón. Recuerdo a Donne: “No preguntes por quién doblan las campanas. Doblan por ti”.
            Lo olvidaré pronto, ya lo sé. Y seguiré con mis juegos de perpetuo Peter Pan. La inconsciencia es el gran regalo que Dios hizo a los hombres. Nos permite ser felices, ser como dioses, imperturbables ante la miseria y el dolor que nos rodea.



domingo, 6 de abril de 2014

A buen entendedor: Una obviedad, ningún secreto


Sábado. 29 de marzo
LO CONTRARIO

“La contradicción es la forma más baja de la inteligencia”, leo en los aforismos de Gibran K. Gibran que acaba de publicar Renacimiento. ¡No estoy de acuerdo!, respondo de inmediato.
            La verdad es que, si esa afirmación resulta cierta, ninguna inteligencia más baja que la mía. Algún amigo ha bromeado diciendo que lo que yo pienso sobre cualquier asunto se puede resumir en dos palabras: pienso siempre lo contrario.

Domingo, 30 de marzo
UN REPROCHE DOMINICAL

Alza los ojos del periódico y me dice: “Eres demasiado transparente. Todo lo cuentas. A plena luz no hay nada que no pierda gran parte de su interés. Deberías dejar algún aspecto de tu vida en penumbra, si quieres que tengamos algún aliciente para seguir leyéndote”.
            Sonrío. La mejor manera de guardar un secreto es hacer creer que uno no tiene ningún secreto. Y yo los tengo, como todo el mundo. A veces para sobrevivir hay que hacer cosas de las que uno luego no se siente demasiado orgulloso.


Lunes, 31 de marzo
UN RECUERDO INFANTIL

Era una clara noche de verano. Durante todo el día, había hecho mucho calor y la gente lo había pasado encerrada en sus casas, o eso me parecía a mí. Ahora todo el pueblo estaba en la calle, paseando por la carretera (que entonces, con poco tráfico y grandes árboles, todavía era un lugar de paseo) o en la plaza del Mercado. En la Pista, frente a las escuelas, no había sin embargo nadie. Otras noches se celebraba allí baile. Aquella noche se escuchaba solo el rumor de la fuente, y los olmos inmensos, como bondadosos gigantes, lucían en todo su esplendor. Los troncos retorcidos estaban llenos de grietas que se abrían como grandes bocas. Los niños, a la hora del recreo, jugábamos a escondernos en ellos. Aquella noche, como un ágil gatito, yo también me escondí, deseoso de estar solo, enfadado por no sé qué razón. Tendría seis o siete años, no más. Mi madre charlaba con las vecinas a la puerta de casa, despreocupada de mí. En aquel tiempo los niños, incluso desde muy pequeños, campaban a sus anchas por todas partes, confiados solo al ángel de la guarda. No sé por qué me dio por esconderme en el tronco del árbol si estaba solo en la plaza, si era de noche, si soplaba una brisa fresca tras el agobiante calor de la tarde, si había una gran luna y el cielo refulgía con todas las estrellas. Y entonces oí aquellas dos voces susurrantes. Una me resultaba familiar, la otra me era desconocida. Poco a poco fueron subiendo de tono, como si comenzaran a reñir. Yo me acurruqué todavía más. “Habla bajo. ¿Quieres que se enteren los vecinos?” Y luego: “Como se entere alguien, te mato”. Yo comenzaba a tener miedo, y en aquel momento, precisamente en aquel momento, un bicho repugnante comenzó a subirme por la pierna derecha. No lo veía bien, no sabía qué era, quizá un ratón o una araña o una lagartija. Contuve las ganas de gritar. Pero creía sentir su aliento, y un mal olor, que quizá no procedía de él. Y entonces la voz áspera, de hombre (la otra me pareció de mujer) volvió a oírse con amenazadora nitidez: “Si se entera alguien, te mato. Escúchalo bien, te mato”. Yo iba a ponerme a gritar, no podía más, prefería que me matara a mí también a seguir a merced de aquel enemigo desconocido. Risas y voces anunciaron a un grupo que se acercaba. La pareja se despidió sigilosamente y yo salí de un salto y eché a correr. Instintivamente miré hacia atrás antes de dejar la Pista. Había un sombra torva cerca de la fuente, junto al camino de Las Vegas. Sentí sus ojos fijos en mí, aunque no podía ver su cara. Él si vio la mía. Yo seguí corriendo hasta llegar a casa, lamentando mi curiosidad. Me había reconocido, sin duda. Mi vida estaba en peligro por haber descubierto un secreto, aunque yo no sabía cuál podía ser ese secreto. Hubo que bañarme muy bien bañado antes de meterme en la cama. Al día siguiente tenía fiebre y no pude ir a la escuela. No fui en varios días, aunque a mí nada me gustaba más que ir a la escuela. No le conté nada a nadie, a pesar de que desde entonces me convertí en un niño asustadizo que no se despegaba de las faldas de su madre. Luego olvidé aquello, como tantas otras cosas. Lo he recordado ahora, quizá porque ayer me acusaron de no tener secretos, y he recordado también las pesadillas que tuve hasta muchos años después en las que un árbol abría la boca y me tragaba y yo rodaba por su interior hasta una gruta llena de viscosas alimañas. Me despertaba siempre sudoroso.
            Es curioso que luego lo olvidara todo, como si nunca hubiera existido. ¿Cuántas partes hay de mi vida que he olvidado por completo, pero que están ahí, agazapadas, esperando a saltar sobre mí en cualquier momento?


Martes, 1 de abril
CONTAR LA VIDA

No ser un escritor de éxito tiene también sus compensaciones. La primera de todas, la libertad que da el no tener demasiados lectores: uno puede decir lo que le da la gana sin que le manden callar de una u otra manera. La segunda, que nadie se va a tomar la molestia de indagar en la biografía de un escritorzuelo, de sacar a la luz los trapos sucios que todos guardamos en el armario.
            Ya sé que es un tanto absurdo, pero me aterra la posibilidad del biógrafo riguroso que un día se dedicara a preguntar a los que me han conocido, a rebuscar documentos, a contar mi vida con todo detalle.
            Sueño con eso, sueño con que paso ante el escaparate de la librería Cervantes y veo repetido en él un grueso tomo firmado por Ian Gibson y con mi nombre en la portada.
            Mis amigos se ríen cuando les cuento este sueño, piensan que no es más que otra manifestación de mi desaforada vanidad, que me lleva a igualarme con Lorca. Pero yo sé que no es así, que me despierto sudoroso y angustiado. Sé que esa posibilidad me aterra de verdad.
            No tiene que ver ese sueño con otro que tuve una vez. Me despertaba el teléfono, a altas horas de la madrugada, y una voz me anunciaba que me acababan de conceder el premio Nobel. Yo respondía: “Muchas gracias, pero por favor dénselo a Pere Gimferrer, o en su defecto a Javier Marías, que les hará más ilusión”. Y seguía durmiendo, en el sueño y en la realidad.
            Quizá debería consultar con un psicoanalista (o con mi amigo José Luis Mediavilla) para descubrir ese secreto que me aterra salga a la luz. Claro que luego pienso que para qué voy a hacer yo el trabajo sucio de los futuros biógrafos.
            Y como no es probable que lo hagan nunca, mejor dejarlo así, sepultado en el sótano bajo siete llaves.
            A veces pienso que si me paso la vida contando mi vida es solo para que todo el mundo se aburra de ella y no quiera saber más cosas de mi vida.


Viernes, 4 de abril
GATO POR LIEBRE

Una de mis obsesiones, ahora que me voy haciendo viejo, es que la edad nos vuelve más tontos. Y como siempre que uno se obsesiona con algo todos los días encuentro confirmada esa obsesión. Hoy le toca el turno a Juan Luis Cebrián. En el periódico del que fue el primer admirado director (un periódico que yo compro diariamente desde mayo de 1976, soy un hombre fiel a mis costumbres) publica un largo artículo (comienzo en portada, dos páginas interiores) para refutar los peligrosos infundios sobre el rey y Suárez que un libro de Pilar Urbano acaba de poner en circulación.
            Es una declaración solemne, propia de las grandes ocasiones, en la que se defiende al rey y se defiende a Suárez, ese político al que su periódico y todos los demás acaban de canonizar. Pues bien, esto es lo que nos dice Cebrián sobre el “artífice” de la mitificada transición: “Su dimisión la querían los miembros de su partido, incluidos algunos de sus ministros, los militares, los obispos, la oposición y hasta el rey. Pero como el propio Suárez se encargó de explicar durante años y tuvimos ocasión de oírle decenas de veces, nadie le destituyó (nadie, salvo el Parlamento, podía hacerlo), se marchó por propia decisión una vez que comprendió que era lo mejor que podía hacer por sí mismo y por España”.
            Hombre, Cebrián, está claro que nadie le destituyó (por eso se trata de una dimisión), pero lo que también está claro es que con la oposición del rey y de su propio partido era cuestión de días, o de meses, que fuera destituido. Unas líneas más adelante remacha el elogio “del mejor político que hemos tenido nunca”, del “político que necesitaríamos en estos tiempos”, según se ha repetido últimamente, hablando de “la absoluta incapacidad que tenía para interpretar la verdadera realidad del país y el poco aprecio de su figura por la opinión pública. Al fin y al cabo, había sido incapaz de prever, descubrir y abortar el golpe, del que la Operación Galaxia había sido un prólogo meses antes”.
            Al libro de Pilar Urbano que motiva su homilía –“Gato por liebre” la titula– lo define como “una meritoria colección de anécdotas que lleva a su autora a defender tesis tan fantasiosas y creíbles como las revelaciones de los sabios de Sión”.
            ¿Habrá leído Juan Luis Cebrián La gran desmemoria, el libro de Pilar Urbano? Probablemente, no. Si lo hubiera hecho, se habría dado cuenta de que –al contrario que su artículo, una contradictoria defensa de la verdad oficial (lo más contrario al oficio de periodista)–  es una obra seria, bien estructurada, de apasionante lectura, que no oculta la fuente de ninguna de sus observaciones (y nosotros podemos prestarle más o menos crédito a esas fuentes) y que incluye un documento tan trascendental para probar la implicación del rey en la operación Armada como los famosos papeles de Bárcenas para la contabilidad B del Partido Popular. Se trata de una reproducción del diario inédito y manuscrito de Jaime Carvajal y Urquijo, por entonces uno de los mejores amigos de don Juan Carlos. En la anotación del 5 de julio de 1980, tras visitarle, escribe: “Encontré al Rey físicamente bien. Más distanciado que otras veces de Suárez (a quien tuvo que decir que ‘el Rey recibe a quien le sale de los co…’) y pensando en la posibilidad de un ‘independiente’ (?). Me comentó la reciente audiencia que concedió a Carrillo a quien encontró muy preocupado por la crisis de UCD: ‘es necesario un partido fuerte de la derecha para la estabilidad de la democracia’”.
            La anotación es manuscrita y se pueden hacer todos los análisis pertinentes para comprobar que es auténtica, que en 1980, algunos meses antes del golpe, el rey estaba pensando en la sustitución de Suárez por un “independiente”, que es, exactamente en lo que consistía la operación Armada.


Sábado, 5 de abril
LOS BUENOS AFORISMOS

Los buenos aforismos, como los buenos versos, son aquellos que se nos quedan en la memoria y nos acompañan para siempre.  Estos días recuerdo con frecuencia uno de Gibran: “Lo obvio es aquello que no se ve hasta que alguien lo expresa de manera sencilla”.
            Y no sé si me engaño, pero me parece que últimamente me estoy convirtiendo en un especialista en decir lo obvio de la manera más sencilla posible.