jueves, 26 de agosto de 2021

Mil y un fantasmas: Tengo miedo

 


Si contara lo que sé, peligraría mi vida. Pero si no lo contara no podría mirarme cada mañana al espejo sin avergonzarme. Por eso recurro a la estratagema –no sé hasta qué punto eficaz-- de contarlo como si fuera un cuento.

            Pasaba yo unos días de verano en Cap Ferret, entre el océano y la bahía de Arcachon. El pretexto –yo siempre necesito algún pretexto laboral para abandonar mi rutina, soy alérgico a las vacaciones--  era investigar la estancia allí de Jean Cocteau y Raymond Radiguet durante los veranos de 1920, 1921 y 1922, cuando jugaban a ser Verlaine y Rimbaud y se gestó esa fulgurante obra maestra que es El diablo en el cuerpo. Busqué incluso el mismo hotel en Piquey, el Chantecler, denominado así en honor de Edmund Rostand, amigo del dueño, pero ya no existía. Me alojé solo en una cabaña, en medio del bosque y muy cerca del agua. Quería hacer de Robinson por un tiempo, pero hay experiencias que resultan más gratificantes cuando son imaginadas que al hacerse realidad. Fui de inconveniente en inconveniente, de desastre en desastre, hasta que encontré a Viernes. Pero esa es otra historia.

            Una tarde, a poco de llegar, en la Playa del Horizonte, a la que me había acercado para visitar el búnker que formaba parte del Muro Atlántico con que los alemanes trataron en vano de frenar el desembarco aliado, se me acercaron dos individuos que, sin identificarse, me dijeron: “Tiene usted que venir con nosotros”. “¿Qué pasa?”, pregunté extrañado. Ellos respondieron algo en un francés que no entendí y maquinalmente los acompañé hasta el aparcamiento. Cuando abrieron la puerta de un coche negro y con cristales tintados, vi que se acercaba un grupo numeroso –dos o tres familias con niños--  y entonces, sin pensarlo, eché a correr hacia ellos. Los atravesé y seguí corriendo. El coche negro se puso en marcha para seguirme. Me desvié a la izquierda en cuanto abandoné el terreno de las dunas. Cerca estaba el mercado, lleno de gente a aquella hora, y logré despistarles. Pasé mucho miedo por la noche en la cabaña. Si me buscaban allí, no habría escapatoria. Me dormí casi al amanecer. Cuando desperté, ya muy avanzada la mañana, pensé que todo había sido una pesadilla.

            Nada extraño ocurrió los días siguientes hasta el encuentro el Le Thiers, el restaurante frente a la playa de Arcachon. Había ido yo al cine a ver Stillwater, la película de Tom McCarthy que en España han titulado Cuestión de sangre. Me interesó por muchas razones: por el personaje de Matt Damon, representante de esa América profunda que dicen que vota a Trump y de la que tanto se burlan los exquisitos; por la relación que establece con las dos hijas, la real y la de su amiga francesa; por las veladas –o no tan veladas-- referencias al caso de Amanda Knox.

 

ASESINATO EN PERUGIA

En 2007, en un piso de estudiantes de Perugia, una estudiante inglesa de 21 años, Meredith Kercher, fue brutalmente asesinada. Todos los indicios apuntaban hacia su compañera de piso, Amanda Knox, su novio de entonces, Raffaelle Sollecito, y un subsahariano, Rudy Guede. La estudiante inglesa se negó, al parecer, a participar en un violento juego sexual –estupefaciente y alcohol por medio-- y acabó de la peor manera. Los presuntos asesinos fueron condenados a muchos años de cárcel. Los abogados de la norteamericana Amanda Knox iniciaron un hábil juego para anular la sentencia. Se trataba de desprestigiar a la policía italiana, que habría actuado de la manera menos profesional posible. Un tribunal de casación confirmó la sentencia, pero finalmente fue anulada en 2015 por el tribunal supremo italiano al considerar que, de acuerdo con el testimonio de dos peritos independientes, “no respetó los protocolos” al recoger y procesar los restos de ADN encontrados en el cuchillo y el sujetador de la víctima y que se correspondían con los de la pareja de amantes.

            Se anuló la condena de la americana y el italiano, pero curiosamente no la de Rudy Guede, que no tenía quien lo defendiera y que había sido condenado como colaborador en el crimen, no como autor principal.

            Hay un documental de Netflix que ridiculiza al fiscal italiano y presenta a Amanda Knox como una víctima de su inquina; hay un libro en preparación –por él ha cobrado un anticipo de un millón de dólares-- en el que cuenta su historia. Judicialmente está libre de todo cargo, pero eso no quiere decir que haya sido absuelta No hay una explicación mínimamente creíble de los hechos sin su intervención. Los dos amantes dicen que no estaban en el piso de Via della Pergola cuando ocurrieron los hechos, que estaban en casa de él (cada uno es la única coartada del otro), que Rudy Guede entró a robar, que minutos después llegó Meredith y que el ladrón, amigo de todos ellos, para no ser reconocido, fue a la cocina, cogió un cuchillo, la apuñaló por la espalda, se entretuvo asestándole puñalada tras puñalada (más de cuarenta) y luego, tras dejar toda la estancia cubierta de sangre, huyó.

            Nadie se cree eso, pero Amanda Knox demandará a quien se atreve a decirlo en voz alta. En la película, Matt Damon hace de padre coraje que luchar por conseguir sacar a su hija de la cárcel y demostrar su inocencia. Logra lo primero, pero la hija acaba reconociendo que participó en la muerte de su compañera de piso, de la que también era amante. Y lo prodigioso de la película es que no la vemos –al contrario que a su contrafigura real-- como un monstruo, sino como una víctima más.

            Tom McCarthy sabe, como lo sé yo, que solo en la ficción se puede contar la verdad. En Le Thiers estaba citado con un activista antivacunas francés. Quería pasarme una información para que yo tratara de publicarla en la prensa española.

            Me contó que tenían un equipo investigando la conexión entre las empresas farmacéuticas que fabrican las vacunas –especialmente la norteamericana Pfizer, que ya antes se había apuntado el éxito del Viagra-- y especialistas sanitarios, políticos y medios de comunicación. Habían calculado que al menos un diez por ciento de los fabulosos ingresos –que seguirían creciendo mes tras mes, año tras año-- se dedicaban a engrasar los canales que permitían la aprobación exprés y la inoculación casi manu militari de aquella especie de bálsamo de Fierabrás a toda la población de los países ricos, incluidos los niños incluso los fetos en gestación.

            ---Ninguna publicación seria publicara nada de lo que descubráis, ni en Francia ni en España, os acusarán de conspiracionistas, antisemitas y cosas así.

            ---Estamos acostumbrados, pero si me he puesto en contacto con usted es porque hasta ahora tenemos múltiples indicios, pero las únicas pruebas que podrían ser aceptadas por un tribunal apuntan a una política española.

 

NO SOY UN HÉROE

Me asusté, le conté lo que me había ocurrido en la Playa del Horizonte. Empecé a volverme paranoico. ¿Me estarán siguiendo ya agentes del CNI como a Corinna von Larsen? A fin de cuentas, todo es posible en un país donde el Defensor del Pueblo ha de recordarle públicamente al ministro del Interior, Fernando Grande Marlaska --el que alentaba a los policías para que persiguieran y sancionaran a los irresponsables que se atrevían a pasear solos por un bosque durante los meses de la Gran Encerrona Inconstitucional-- de que tiene la obligación de respetar la ley.

            No quise ni echar una ojeada a los documentos que me presentaba el activista francés. Me quemaban en las manos. Soy un poco paranoico, lo sé. Estoy lleno de miedos, pero temo menos a los que engañan que a los que tan dócilmente se dejan engañar. ¿Lanzarán pronto una campaña con nombre y apellidos contra los que se resisten a dejarse vacunar? ¿Pondrán un policía, y si no hay suficientes, un vecino que se ofrezca voluntario en cada portal para no dejar salir a la calle a quien no lleve colgado al cuello el certificado de vacunación? Vivimos en un tiempo en que lo inimaginable ayer hoy lo acepta con total normalidad el rebaño inmunizado desde siempre a cualquier atisbo de pensamiento crítico.

Yo ya había comenzado a sospechar de esa persona –no quiero dar pistas sobre su identidad, n quiero ni insinuar que ocupa un cargo importante en el gobierno-- al leer su encendida defensa de la necesidad de una tercera dosis por mucho que se oponga la Organización Mundial de la Salud, y seguro que luego defenderá una cuarta y más tarde una quinta hasta que el dinero sucio les salga por las orejas.

            No quiero saber cosas que solo puedo contar como si fueran un cuento. No quiero ser en un mundo enloquecido el Alonso Quijano que se vuelve cuerdo y sale a deshacer entuertos y a recibir los palos de todos.

            Volví a mi cabaña, me senté en el porche, frente al agua espejeante de la bahía, y me puse a degustar –en compañía de Viernes, pero esa es otra historia-- media docena de ostras y un buen vaso de vino blanco.

 

 

 

jueves, 19 de agosto de 2021

Mil y un fantasmas: Qué pasó en 1968

 

El 17 de junio de 1968 Franco vino a Asturias a inaugurar el aeropuerto. Ese día habló desde el balcón del Ayuntamiento de Avilés a una multitud enfervorizada. Lo recuerdo bien porque a punto estuve, si no de ser linchado, sí de recibir algunos golpes. Iba yo camino de la biblioteca, que entonces estaba en la calle Jovellanos, cerca de la Cruz Roja, y tenía que atravesar el Parche. Me detuve curioso en la calle San Francisco. Escuché malamente una vocecita aflautada y luego al gentío que, tras los gritos de rigor, se puso a cantar el “Cara al sol”. Yo lo miraba todo lleno de curiosidad, como quien asiste a una grabación del No-Do en vivo y en directo. Un tipo malencarado se fijó en mí: “¿Y tú por qué no cantas? ¿Eres comunista o qué?”. Rápidamente me escabullí. Lo que yo tardé en saber es que ese día estuvo a punto de cambiar la historia de España.

            Tardé en saberlo y solo ahora me atrevo a contarlo, rompiendo la promesa que le hice a mi informante, uno de mis mejores amigos en los años del bachillerato en el Carreño Miranda, al que luego perdí la pista y reencontré en el lugar más inesperado, nada menos que en Estambul.

 

ENCUENTRO EN ESTAMBUL

Estaba yo sentado en uno de los bancos de Sultanahmet, la gran plaza ajardinada entre la Mezquita Azul y Santa Sofía, sin nada que hacer, como era mi costumbre habitual al caer la tarde. Me alojaba en un hotel cercano, el Pierre Loti, rodeado de maravillas: el hipódromo, la fuente alemana, regalo del emperador Guillermo II  (Loti decía que de ella habían manado todas las desgracias para el imperio turco), la catedralicia cisterna subterránea, el inagotable Gran Bazar con su arrabal dedicado a los libros.Pero ya había desaparecido el asombro de los primeros días y, como un natural del lugar, con nada disfrutaba más que con el ir y venir de la gente y el tibio sol de la tarde. Pasó cerca de mí un grupo de ruidosos turistas –no podían negar que eran españoles-- y uno de ellos se me quedó mirando y, tras un rato de dudas, se acercó a mí.

----Tú eres Martín, ¿no? ¡Vaya sorpresa encontrarte aquí! Tú a mí seguro que no me reconoces. ¡Han pasado tantos años desde que nos vimos por última vez! A ti te veo de vez en cuando en los periódicos.

            De golpe me vino a la memoria su nombre y las largas charlas sobre lo humano y lo divino entre clase y clase en el instituto o luego volviendo a casa por la calle Galiana o paseando por la orilla de la ría. Le di un fuerte abrazo.

El grupo se alejaba. Venían de Santa Sofía, iban hacia la Mezquita Azul.

----Cuidado no los pierdas.

----Ven conmigo, te voy a presentar a mi mujer.

            Su mujer, afortunadamente, no era aquella primera novia que tanto había contribuido a que nos distanciáramos. Hacían aquel viaje guiado en compañía de otro matrimonio. Selena, que así se llamaba, no puso ningún inconveniente a que Ramón abandonara el grupo y se quedara conmigo.

----Te lo devolveré sano y salvo a la hora de cenar.

----Quédatelo todo el tiempo que quieras, ya lo tengo muy visto.

Y corrió sonriente hacia el grupo, que ya se alejaba al trote.

No me podía creer que estuviéramos otra vez los dos juntos, era como recobrar de pronto buena parte de lo mejor de mi adolescencia.

----¿Quieres que te enseñe yo lo que no has visto de la ciudad, Ramón? Nada me gusta más que hacer de guía.

            ----Y a mí nada me disgusta más que andar por ahí en rebaño, oyendo los comentarios tontos de unos y de otros. Si te parece, paseamos un poco y luego nos sentamos a tomar algo y charlamos de esto y aquello, como en los viejos tiempos.

Por estrechas callejuelas llenas de gente, descendimos hasta  la orilla del Cuerno de Oro, cruzamos luego el puente de Gálata y nos sentamos en una terraza frente a la parte asiática de la ciudad. “Inevitable citar a Espronceda”, dije yo.

            Y allí me contó que su padre había muerto hacía pocos meses y que, antes de morir, le confesó un secreto. Era cazador, había cazado infinitas piezas, pero en el momento decisivo no se atrevió a abatir la que más le importaba: el dictador Francisco Franco.

            Su padre, muy conocido en Avilés, tenía una clínica dental en un edificio junto al palacio de Ferrera, frente al Ayuntamiento.

 

EL ATENTADO

----Hubo varios intentos de atentado contra Franco. Los investigué todos, pero no encontré ninguno que pudiera haber tenido alguna garantía de éxito. El último, que yo sepa, fue en 1970 cuando Joseba Elósegui, que había sido capitán de gudaris durante el bombardeo de Gernika, pretendió abrazarse a Franco envuelto en llamas cuando este presidía un encuentro de pelota vasca en el frontón de Anoeta, en San Sebastián. Qué cosa más absurda. ¿Cómo pensaba que le iban a dejar acercarse al dictador? Se prendió fuego, eso sí, y se lanzó desde una de las galerías superiores. No murió y creo que más tarde llegó a ser senador.

            Lo de mi padre era otra cosa. Mi padre, curiosamente, no tenía relación con la oposición franquista. Sus amigos en Avilés eran gente como José-Víctor Carreño, el escritor, más bien próximos al régimen o completamente identificados con él. José-Víctor Carreño le contó muchas veces a mi padre los días que había pasado encerrado en la iglesiona de Gijón. Mi padre no le habló nunca de mi abuelo, que fue condenado a muerte junto al poeta Lumen, Luis Menéndez Alonso, el creador de la Biblioteca Circulante de Avilés, la actual Bances Candamo, que tú entonces frecuentabas todos los días. La sentencia del poeta se cumplió de inmediato. ¡Había puesto los libros al alcance de todos! ¡Había envenenado al pueblo! ¿Cabe imaginar mayor delito? Mi abuelo tuvo más suerte y su pena fue conmutada por treinta años de reclusión, que se quedaron en media docena. Salió convertido en otro, no quiso volver a saber de política, en mi casa no se hablaba de lo que había ocurrido. Pero mi padre no fue capaz de olvidar, guardó dentro el rencor y lo fue cultivando, sin que nadie se percatara de ello, hasta que llegó el momento.

            Y el momento llegó al enterarse de que Franco iba a venir a Avilés con motivo de la inauguración del aeropuerto de Asturias. Cuando se enteró de que hablaría desde el balcón del Ayuntamiento, frente a las ventanas de la consulta y frente al lugar donde su padre y el poeta Lumen y tantos otros habían sido condenados a muerte en juicio sumarísimo, el palacio de Ferrera, pensó que existe la justicia histórica. Si mi padre hubiera leído a Borges, habría repetido esos versos que tú citas con tanta frecuencia: ”Algo que no se nombra / con la palabra azar rige estas cosas”.

            Estábamos en una terraza del puerto de Karaköy, pero yo no veía el pausado discurrir de los barcos por el estrecho del Bósforo. Mi mente estaba en otra parte y en otro tiempo. La plaza del Ayuntamiento, que los avilesinos llamamos el Parche, llena de gente; yo detenido en la esquina de la calle de San Francisco, bajo los soportales; Franco, Franco, Franco –según los gritos de rigor-- en el balcón del Ayuntamiento, y un hombre con un rifle en una ventana frente a él. Me imagino el estruendo de los disparos, porque dispararía más de uno por miedo a fallar, el alarido de la multitud, toda España atónita con la noticia.

Fue precisamente en el Parche, cuando iba camino del Instituto, que entonces estaba en el Carbayedo, pocos años antes, cuando otro niño me dio la noticia: “¡Han matado a Kennedy!”. Pero a Franco no lo mataron, a pesar de todas las circunstancias favorables.

 

POR QUÉ NO

----Mi padre era cazador, ya te dije. Días antes, le avisaron que tenía que depositar la escopeta en el cuartel de la guardia civil. Así lo hizo. Pero tenía otra, de gran precisión, con la que podía matar leones o elefantes, que nunca había declarado.

Cuando Franco salió al balcón y dijo aquello de “Españoles” y le interrumpieron los aplausos, él ya estaba listo. Solo le quedaba apuntar bien y apretar el gatillo.

            ¿Por qué no lo hizo? “¿Por qué no lo hiciste, papá?”, le pregunté cuando me lo contó. Sabía yo, y sabía él, que entonces le quedaba poco tiempo de vida. “Unos meses”, dijeron los médicos. Pero murió a las pocas semanas.

            “No lo hice porque pensé en tu madre, no lo hice porque pensé en ti. En mis fantasías de tantos años, desde la adolescencia, no pensaba en vosotros. Tras acabar con el dictador, me pegaba un tiro. Y no me importaba irme al otro mundo si antes libraba al mundo de esa alimaña. Pero antes de apretar el gatillo tuve un momento de lucidez. ¿Qué iba a ser de tu madre, qué iba a ser de ti? No sabíais nada, no eráis culpables de nada. Tuve la precaución de mandaros fuera. Es ese monteo estabais con los abuelos de León. ¿Pero os iban a dejar en paz? Fui cobarde, tuve miedo de lo que os pudiera ocurrir y no apreté el gatillo”.



 

 

jueves, 12 de agosto de 2021

Mil y un fantasmas: Incidente en Ginebra

 

En alguna parte había leído que yo era bueno resolviendo misterios y quería contratarme. “Solo lo soy en la ficción”, respondí. Estábamos en un restaurante portugués cercano a los Bains de Pâquis, en Ginebra, y acabábamos de conocernos. Yo había llegado a la ciudad aquella mañana y lo primero que hice fue subir a Instagram un selfie con el Jet d’Eau al fondo. Al poco tiempo, recibí un mensaje. “¿Está en Ginebra? Si le parece, podemos cenar juntos esta noche. ¿Dónde se aloja?”

Al principio, pensé no responder. Éramos solo amigos de Facebook, o sea que no nos conocíamos de nada. Luego recordé que, hacía algún tiempo, me había enviado un libro de versos y que trabajaba en Naciones Unidas. Como nada me deprime más que cenar solo en una ciudad a la que acabo de llegar, le dije dónde quedaba mi hotel y ella me sugirió un restaurante cercano. Ahora estábamos frente a frente, tras haber hecho el pedido, esperando a que nos sirvieran. Era de un rubio oscuro, tendría unos cincuenta años, sonreía un tanto nerviosa. Comenzamos hablando de literatura. A Gamoneda le había gustado mucho su libro; también a Antonio Colinas, de quien era una gran admiradora; se escribía con Clara Janés y la sirvió de guía una vez que pasó por Ginebra. Y de pronto, como en una película de los años cuarenta, el elogio de mis capacidades detectivescas y su deseo de contratarme. Creí que no iba en serio y le seguí la broma. Pero iba. Había dado con una chiflada, qué se le va a hacer. Parezco un imán para quienes no están en sus cabales. “Mañana tengo que madrugar; he de retirarme pronto”, dije.  “Tomemos una copa aquí cerca y se lo cuento todo. No le entretendré mucho”. Me resultó imposible negarme, aunque bien que lo intenté.

 

LO QUE ME CONTÓ LA MUJER

En el bar de un hotel frente al lago, el mismo en que se alojaba la emperatriz Isabel cuando salió a dar su último paseo, me contó una historia que al día siguiente me era difícil de reconstruir en todos sus detalles. “Se trata de que encuentre a una persona, de que la encuentre o de que al menos averigüe lo que le ha pasado, porque me temo lo peor. Se trata de mi compañero de piso aquí en Ginebra, mi mejor amigo. No somos pareja, aunque algunos lo piensan. Es gay, bien parecido, y uno de los edecanes o secretarios, o como quiera llamárseles, del rey Juan Carlos, cuando todavía era rey de verdad y no a título honorífico, se encaprichó con él. Le invitaron a numerosas fiestas privadas, ya sabe usted a qué me refiero, y él no tuvo mejor idea que hacer algunas fotos. Los teléfonos móviles debían dejarlos fuera, por supuesto, pero a él se las arregló para burlar la vigilancia. Me enseñó algunas fotos que me escandalizaron. No quiero ver más esas cochinadas, le dije. Él se reía. Era un experto informático y trabajaba precisamente en esa banca a la que el rey llevó una maleta con no sé cuántos millones de euros que le había regalado no sé quién por su cara bonita. Quizá mi amigo también sustrajo información financiera confidencial, no se limitó a hacer fotos de aquellas bacanales a lo Dominique Strauss-Kahn, ya sabe usted, el director del Fondo Monetario Internacional. Para el fiscal Bertossa habría sido un buen informante. Pero no creo que desapareciera por tener constancia de trapicheos que nadie ignora en paraísos fiscales, sino por alguna de las fotos. Se temía algo y me mandó tres o cuatro. No me metas en esto, le dije. No eran de las más escandalosas, ni mucho menos. Agrandó una de ellas en el teléfono y me mostró una cara familiar.

----Fíjate quién tenemos aquí, me dijo.

Y yo reconocí a un político que ya forma parte de la historia de España.

----A este quizá no le conozcas, no sale mucho en los periódicos, pero te aseguro que mataría para evitar que estas imágenes se dieran a conocer.

----Tú has visto muchas películas. ¿Hay alguien en España que no sepa de esas francachelas y de esos negocios sucios? Todos los periódicos guardan abundante información al respecto, que no publican o publican solo con cuentagotas y aclarando que todo lo que hacía el rey estaba protegido por la inviolabilidad que le garantiza la constitución.

----El manto que tapaba la desnudez del rey cada vez está  más lleno de agujeros. Pero no es a él a quien temo. Está convencido de que, haga lo que haga, nunca le pasará nada porque tiene derecho a todo. Temo a los otros, a sus cómplices, a los que miraron para otro lado cuando él hacía de las suyas. Y sobre todo al prócer que alguna vez le acompañó en sus desahogos de cintura para abajo.

Me mandó esas fotos antes de desaparecer y ahora yo se las mando a usted para que vea que no le estoy contando ninguna película. Porque ya sé que no cree. Y aún no le he contado lo más extraño. Mi compañero, mi amigo del alma, Juan Domínguez, desapareció en un cementerio, o al menos fue en un cementerio donde yo le vi por última vez. El cementerio al que me refiero, seguro que usted lo conoce bien, no es nada tétrico. Todo lo contrario, se trata de un apacible parque en el centro de la ciudad. Seguro que ha estado allí visitando la tumba de Borges. Mi amigo Juan iba de noche, cuando ya estaba cerrado, la verja es muy fácil de saltar. No me pregunte qué iba a hacer allí. Tenía muchas habilidades informáticas, ya le dije, podría haber sido un hacker de lo más malicioso, si lo hubiera querido, pero a la vez era muy ingenuo. Creía en ovnis, psicofonías y esas cosas. La noche de su desaparición había quedado con alguien, no me dijo quién.. Nos acercamos al cementerio por la calle de la Sinagoga y, poco antes de llegar, dijo que se arrepentía de haberme enviado las fotos, que las borrara, que no quería meterme en líos. No creo que pensara en que le podrían secuestrar o matar, pero temía algo. Me dio un gran abrazo.

----Llegaré tarde, no me esperes despierta.

----Nunca te espero. Y, por favor, no me traigas ningún ligue a casa.

Le vi caminar entre los árboles. Creí entrever unas sombras al fondo. Al día siguiente, no llegó a ninguna hora, ni me llamó, ni respondió a mis llamadas y comencé a alarmarme. Denuncié la desaparición. A los dos días, me dijeron que tenían constancia de que había vuelto a España. Pero, si eso es así, no se ha puesto en contacto con ninguno de sus familiares. Su madre ha denunciado su desaparición en España, pero allí la consideran voluntaria, dicen que no pueden hacer nada. En fin, ya sabe usted lo que es la justicia española cuando investiga algo que de cerca o de lejos tiene que ver con el Inviolable. Le pagaré bien, no se preocupe.

Y me alargó un sobre, que en vano traté de rechazar.

 

MEJORES GUIONISTAS

No recuerdo cómo terminó la noche, solo que me desperté a primeras horas de la tarde del día siguiente con un taladrante dolor de cabeza. No tengo por costumbre beber, pero aquella vez bebí más de lo conveniente. Todo lo que había oído, o todo lo que recordaba de lo que había oído, me parecía el argumento de una mala película. Tengo cierta experiencia con las mentes algo averiadas. Parece que las atraigo. ¿Qué habría visto en mí aquella mujer para tomarme por un detective de novela negra? Menos mal que había ido a Ginebra dos días antes de empezar el trabajo. Quería aprovechar ese tiempo libre para pasear a mi aire por una de mis ciudades favoritas. Me acerqué hasta la Isla de Rousseau, entre el lago y el Ródano, y allí, bajo los árboles, la fresca brisa ayudó a tranquilizarme. Luego no pude evitar acercarme a Plainpalais. No buscaba pistas, por supuesto. Comenzaba a olvidar la absurda mala noche pasada. Me dediqué a saludar a los buenos amigos que en aquel lugar esperan pacientemente mi visita: Leo Ferrero, muerto tan joven en accidente de automóvil, ahora para siempre al amparo de sus padres; el puritano Calvino, a quien el justiciero azar le había puesto como compañera a una prostituta, y Borges.

            Ya había olvidado las confidencias de aquella loca cuya invitación había tenido la absurda idea de aceptar, ya había recorrido todos los lugares que amo del centro de la ciudad, como saludándolos uno a uno, cuando al volver al hotel me encontré con todo revuelto y destrozado en mi habitación. Dios mío, pensé, la mala película continúa. Llamé a recepción desde el teléfono fijo. Quedaron tan asombrados como yo. Nadie había oído ningún ruido extraño. Busqué entonces mi teléfono móvil. No lo encontré. Estaba seguro de que lo había llevado conmigo. ¿Lo había perdido o me lo habían sustraído? Comencé a asustarme de verdad.

            Pero no hubo más incidentes. Adquirí otro teléfono y salvé lo que pude del anterior, terminé mi trabajo en Ginebra, regresé a España y preferí pensar que todo eran fantasías de aquella pobre mujer. Pero aún no las tengo todas conmigo. La realidad, al contrario que las series de televisión, no necesita de buenos guionistas. A la realidad no le importa que sus historias carezcan de gracia y verosimilitud.



sábado, 7 de agosto de 2021

Mil y un fantasmas: El misterio de las esmeraldas

 


Fui a Andernos-les-Bains para pasar una breve temporada de descanso y acabé descubriendo el misterio de unas esmeraldas robadas hace más de un siglo. Andernos es una de las localidades que rodean la bahía de Arcachon, al sudoeste de Francia, Me levantaba temprano, paseaba por los cercanos bosques de pinos o por la orilla de la playa, me bañaba cuando lo permitía la marea (a veces las aguas se retiraban durante varios días y quedaba a la vista el fondo fangoso de la laguna), tomaba un café en la Plaza del Mercado, cerca del Bois de la Broustic, en el que gustaba de perderme durante los lentos atardeceres, y por las noches, antes de retirarme a dormir, un helado en la plaza de Louis David, a la luz de la luna, frente al paseo de madera que se adentra en las aguas y sirve de embarcadero. Louis David, el prócer de la localidad, había construido a principios del siglo pasado una hermosa mansión que ahora era un centro cultural; el jardín, con solemnes árboles centenarios y en el que quiso que lo enterraran, estaba abierto al público y siempre lleno de apacible melancolía. Le había puesto a la villa el nombre de “Ignota” porque cuando la construyó se alzaba lejos, al fondo de la bahía, entre cabañas de pescadores y criadores de ostras. Louis David, que luego fue alcalde y senador, consiguió que por allí pasaran las principales celebridades de la época, entre ellas Gabriel D’Annunzio, el propietario de unas esmeraldas perdidas y encontradas de sorprendente manera.

 

VIDA DE POETA

En enero de 1910, D’Annunzio partió de Génova hacia París con la intención de pasar allí unas semanas. Permanecería en Francia, por razones no del todo claras, más de cinco años, hasta que en 1915 regresó a Italia para conseguir que entrara en la guerra con los aliados.

            Se alojó en el hotel Meurice, en la rue de Rivoli, el preferido entonces por las celebridades, aunque él pretendía ir de incógnito. Hizo poca vida social los primeros días, pero enseguida se dejó arrastrar por la voluptuosa alegría de vivir que caracterizaba a la ciudad en aquellos años anteriores a la Gran Guerra, como si entreviera ya el precipicio al que se acercaba.

            Seis meses pasó D’Annunzio en París, en los cuales no escribió una línea, cambió de amante como de camisa (y cambiaba tres veces al día), aceptó todas las invitaciones y todas las tentaciones, pidió préstamos que sabía que no podía devolver (estaba acostumbrado), se dejó querer a cambio de dinero (no sería la primera vez), apuró cada día como si fuera a morir al siguiente. Pero al día siguiente no murió y se encontró cercado por los acreedores y por su última amante, una aristócrata controladora que se había gastado con él una fortuna y se empeñó en poner orden en su vida. Cuando incluso pensaba en suicidarse para escapar del cerco, se volvió a enamorar.  Un amor forzosamente clandestino:  si llegara a conocimiento de su amante oficial, podía darse por muerto. “Si me dejas, te mato y luego me mato”, le había dicho más de una vez. Para escapar del infierno en que se había convertido el paraíso de París, pidió ayuda a su mejor amigo, al conde Robert de Montesquieu, al mismo que Proust inmortalizaría pronto en su búsqueda del tiempo perdido con el nombre de Baron de Charlus, y que presumía de ser descendiente nada menos que de D’Artagnan, el famoso mosquetero.

            Montesquieu preparó cuidadosamente la huida. El equipaje fue saliendo poco a poco hacia  Hotel de l’Isly, cerca de la estación de Saint-Nazare, y un buen día el poeta desapareció dejando una dirección falsa, a la que enviar el correo (allí se lo recogía un amigo del conde proustiano) y a su secretario para todo, Antongini, que era quien debía lidiar con la amante abandonada y con los acreedores furiosos jurando y perjurando que él no sabía nada, que también había quedado burlado y sin dinero.

            Mientras residió en París, D’Annunzio no fue capaz de escribir ni una línea. En la villa Saint-Dominique, en Arcanchon, escribió alguna de sus obras más célebres, como El martirio de San Sebastián, a la que puso música Debussy. Allí fue feliz, al menos en los primeros tiempos. Tomaba el sol, paseaba a caballo o con sus galgos por los inmensos arenales, respiraba el aire puro de los pinares. Hacía poca vida de sociedad. No frecuentaba el casino.

            Pocas veces abandonó aquella cárcel dorada, con algo de desierto y de oasis, incluso cambió de nombre. Alquiló la casa diciendo ser Guy d’Arbes y tardó en saberse en la localidad, frecuentada entonces casi solo por enfermos adinerados, que era el famoso y escandaloso poeta. Parecía huir de algo más que de una amante y unos cuantos acreedores.

            Eleonora Duse le había regalado tres esmeraldas que el poeta llevaba siempre consigo como un talismán. Eran también un último escudo financiero. Las empeñó muchas veces, le sirvieron para escapar a Arcachon, pero siempre las recuperaba. Hasta que un día –tras un baile en la Ópera de París-- le desaparecieron, creía que para siempre..

            Ocurrió en diciembre de 1913, durante una de las escasas escapadas de Arcachon. Era el primer baile de máscaras que se daba en la Ópera de París desde al menos quince años. El poeta llevaba un traje de caballero veneciano del siglo XVIII. A pesar de la máscara, muchas damas le reconocieron. Él coqueteó con todas, pero solo se dejó seducir por una que apenas llevaba cubierta más que dos partes del cuerpo: la mitad del rostro, con una máscara de seda, y el triángulo de Venus, con una mínima piel de leopardo. Con aquella bacante desapareció y no volvió al hotel parisino hasta bien avanzada la mañana siguiente. Regresó malhumorado a Saint-Dominique. Había perdido o regalado –o le habían robado, no recordaba bien-- sus fabulosas esmeraldas y temía que si no las recuperaba sobre él se iban a acumular todas las desgracias.

            El último viaje del poeta, antes del regreso a Italia y de su reinvención como gran héroe patrio, fue a Andernos, a pocos kilómetros. Louis David inauguraba Ignota con una gran fiesta y D’Annunzio no podía negarse, aunque su humor no estaba precisamente para celebraciones. Se alegró, sin embargo, de haber ido. Yo me enteré de lo ocurrido allí por una rara casualidad.

 

ENCUENTRO CON ARSENIO LUPIN

Hay en Andernos varias “boîtes à livres”, pequeñas bibliotecas callejeras donde se pueden dejar y llevarse libros. En el cartel con las normas, encontré dos que me gustaron especialmente: “dona solamente libros que ames” y “los libros con connotaciones religiosas o sectarias no tienen sitio aquí”. A veces me sentaba cerca de la iglesia de Saint-Eloi, junto al gran olmo que desafía al mar, y allí observaba la caja de libros colocada en uno de los lados. Pude comprobar que de vez en cuando se acercaba alguien, a veces una pareja joven, y curioseaba en las estanterías hasta llevarse algún volumen.

            Yo también me llevé uno y aclaré así el misterio de las esmeraldas desaparecidas. Lo firmaba Maurice Leblanc y era una edición reciente, pero con la estética retro de la original. Sin duda se debía al nuevo interés por el ladrón de guante blanco que había traído consigo una exitosa serie televisiva, Lupin. “El misterio de las esmeraldas” se titulaba uno de los capítulos y en él aparecía un poeta satánico, que había tenido que huir de París por participar en la muerte de una mujer, y la hermana de aquella mujer que buscaba venganza. Todo muy rocambolesco y poco sutil, pero la descripción de la mansión en que se celebra una fiesta de disfraces coincidía punto por punto con la de Louis David, y el árbol exótico bajo el cual tiene lugar la escena final todavía estaba allí, en el parque, muy cerca del lugar que ahora ocupaba la tumba del propietario.

 

EL ENGAÑO A LA VISTA

Arsenio Lupin se presentó sin disfraz y, como en la carta robada de Poe, nadie pensó que fuera el famoso ladrón sino un invitado disfrazado de Arsenio Lupin. D’Annzunzio, que iba de lastimoso Pierrot, se encontró con una Colombine que lucía las fabulosas esmeraldas que ella había hecho que le regalara en la única noche que pasaron juntos.

            Cuando terminó la fiesta, las esmeraldas, y otras muchas joyas, habían desaparecido. Del resto de las joyas nunca más se supo. Las esmeraldas le fueron devueltas al poeta cuando los acreedores habían dado con él, la amante despechada llamó a las puertas de Saint-Dominique y la justicia francesa estaba a punto de prender al poeta. Su suerte cambió entonces por completo. Alguien saldó sus deudas, un famoso cronista sudamericano sedujo a su vengativa amante y el gobierno francés llegó a un acuerdo con él –fabulosamente bien retribuido-- para que lograra que Italia declarara la guerra a Alemania.         

            Hasta su muerte llevó consigo D’Annunzio aquellas esmeraldas que le había devuelto, no Arsenio Lupin, un personaje de ficción, sino Marius Jacob, ladrón y caballero y gran admirador del poeta, en quien Maurice Leblanc se había inspirado para crear a su héroe.