domingo, 31 de enero de 2010

Línea roja: La arena del reloj

Domingo, 24 de enero
NO SOY SUPERSTICIOSO

Hace unos días, en el tren, me contaron una historia que parecía un sueño. De noche, una mujer de negro llamaba a la puerta de casa y luego, al abrazarla, se convertía en arena. Cuando la escuchaba, en el tren camino de Avilés, recordaba unos versos de Aquilino Duque: “Reloj de arena tu cuerpo. / Te estrecharé la cintura / para que no pase el tiempo”. A la mañana siguiente comprobé, espantado, que el reloj de arena que desde hace años tengo entre mis libros, había caído al suelo, se había roto y toda su arena estaba esparcida. El reloj me lo había regalado una amiga el 17 de junio de 1990, el día en que cumplía cuarenta años. Desde muy pequeño a Ernesto (como antes a Laura y a Alejandro) le había gustado jugar con él. Tengo muchas fotos en las que un bebé, como en las alegorías del año nuevo, sostiene el reloj de arena. En seguida llamé a mi amiga (lo sigue siendo) para que me encontrará otro igual, otro reloj que midiera mi tiempo al margen del tiempo durante los próximos veinte años.
Pero no fue el reloj lo único que se rompió ese día. Dejaron de funcionar el televisor, la cámara de fotos, el ordenador, y el techo de la cocina comenzó a gotear porque había una avería en el piso de arriba.
El viernes conseguí otro reloj, pero era más pequeño, casi una caricatura del que se había roto, y el sábado, mientras me duchaba, todo enjabonado, me cortaron el agua.
Casualidades, ya lo sé. Menos mal que no soy supersticioso, porque si lo fuera estaría verdaderamente preocupado.


Lunes, 25 de enero
NO SOY UN CABALLERO

Mentiría si dijera que me molesta discutir. Es mi deporte favorito. Me relaja. Otros juegan al ajedrez, yo hecho partidas de lógica y sentido común con cualquiera que se preste a ello. Llega Inés Illán a la tertulia y se pone a defender los toros por las maravillosas crónicas que se han escrito sobre la fiesta y por lo mucho que han aportado a la lengua española. Yo me froto las manos. Pero no se limita a eso. Añade que nos estamos pasando en la defensa de los animales, que una amiga suya le ha contado que en Miami a los perros les hacen trajecitos, les pasean en coches de bebé y los llevan al psicoanalista. Elena le da la razón: llevar el perro a la peluquería es otra forma de maltrato. Yo me vuelvo a frotar las manos. Soy un experto en echar abajo las generalizaciones abusivas. No en vano leo todas las semanas a Javier Marías.
Disfruto con mi esgrima verbal sin darme cuenta de la irritación de mis contrincantes. Sobre todo de Inés, que suele razonar con anárquica vivacidad burbujeante. Al final se levantan indignadas y me dejan solo con el libro que acabo de comprar, el Relox de príncipes de Fray Antonio de Guevara, obispo de Mondoñedo y precursor de Cunqueiro en el arte de las razonadas quimeras.
Ya sé que si yo fuera un caballero, me habría levantado a la vez que ellas y les habría pagado la consumición. Pero no, ahí me quedé, relajado, dispuesto a disfrutar con las fantasiosas erudiciones del obispo que fue consejero de Carlos V, viendo pasar por la ventana a mis dos amigas que manoteaban quejosas –eso me pareció-- por la paliza dialéctica que les había propinado. Sonreí. Está visto que no soy un caballero.


Martes, 26 de enero
POR PRECAUCIÓN

Vuelo a encontrarme en el Rosal con mis contrincantes dialécticas de ayer. Como algo he aprendido, esta vez trato de ser diplomático y no saltar ante cualquier inconsecuencia dialéctica. Y eso que resulta difícil porque se habla de los catalanes y los vascos, con la antipatía connatural al españolito de a pie, sea de derechas o de izquierdas. Como no hay nada más escandaloso que el sentido común, me callo lo que pienso: que el Estado es cosa de la cabeza y por eso se puede y se debe analizar si a Cataluña le convine más o menos formar parte del Estado español; pero la patria es cosa del corazón, ahí no caben discusiones. Nadie puede decirle a nadie cuál es su patria.
Callo y sonrío, mientras escucho arremeter desde el nacionalismo contra los nacionalismos ajenos. Podré no ser un caballero, pero he aprendido a ser un poco hipócrita. A veces no conviene decir lo que se piensa, no solo para conservar a los amigos sino porque cualquier comunidad tiene sus mitos –religiosos o patrioteros—
contra los que, por precaución, no conviene arremeter demasiado a las claras.



Miércoles, 27 de enero
CUÁNTAS HAZAÑAS

Mi maestro de lectura es el azar. Por la mañana no suelo saber qué libro leeré por la tarde: aún no lo he comprado. Hoy le toca el turno a las Cuestiones políticas y sociales, de Emilio Castelar, publicadas en 1870. “Este volumen –comienza el prólogo— guarda el trabajo de un año dedicado a fomentar la revolución. Empieza con un capítulo que habla de las reformas y concluye con ‘El rasgo’, con aquel artículo arrojado sobre la pólvora de las ideas democráticas, amontonadas en los cimientos del trono de los borbones por el espíritu revolucionario que anima a nuestro siglo”.
Había oído hablar mucho de “El rasgo”, pero hasta ahora no había tenido ocasión de leerlo. En 1864, al general Narváez se le ocurrió la brillante idea de que la reina, para sanear las arcas públicas, vendiera parte de su patrimonio, quedándose para ella con un 25 por ciento. Toda la prensa elogió su generosidad. Salvó Castelar que demostró, con la ley en la mano, que lo que la reina vendía no era propiedad suya, que el llamado patrimonio real era, en realidad, patrimonio nacional. Como consecuencia, se le destituye de su cátedra. Los estudiantes protestan; las tropas intervienen. En la noche de San Daniel, el 10 de abril, varias cargas de caballería producen numerosos muertos y heridos. Testigo de ello fue un callado estudiante canario, Benito de nombre, que luego llevará la historia a sus novelas.


La retórica encendida de Castelar me trae a la memoria viejas lecturas adolescentes de los Episodios nacionales: “¡Cuántas hazañas! Bilbao se mantuvo gloriosa contra los esfuerzos del primer capitán carlista. La noche de Luchana recuerda el heroísmo antiguo, y merecería tener un romancero. El sitio de Morella fue verdaderamente épico. El cielo era inclemente para nuestros soldados. Caíales la nieve sobre los rotos uniformes de verano. Pisaban con los pies desnudos un campo helado. Las raciones, ni eran muchas, ni buenas. Pero el fuego de su idea vestía su alma de resplandores celestes y enardecía sus corazones para pelear y morir. Por todas partes dejaron señales de su valor, y el herido al caer, y el moribundo al expirar excitaban con su ejemplo y con su alegre resignación a sus compañeros a sacrificarse por la libertad y la patria, a vivir la vida de los héroes, a morir la muerte de los mártires”.
Qué lejos nos quedan tan épicas heroicidades. Tanto como Viriato, aquel pastor lusitano (y por ello portugués) que cuando era niño me enseñaron a admirar como ejemplo de las virtudes de la raza española. Todas las patrias se alimentan con patrañas, pero solo somos capaces de ver las patrañas que nutren las patrias ajenas.


Jueves, 28 de enero
LA AMENAZA

Un amigo me dice que se va a casar. Le felicito. “Y tu, ¿cuándo? Ahora ya se puede escoger”. “Eso es precisamente lo que a mí me gusta: escoger, no comprometerme a leer el mismo libro durante el resto de su vida”.



Viernes, 29 de enero
DE AYER A HOY

La lectura de Castelar me lleva a releer un cuento de Emilia Pardo Bazán que da otra visión de las guerras carlistas. Los liberales utilizaban también la guerra sucia, grupos paramilitares con secreta autorización para cualquier barbarie, según nos cuenta en “Las desnudadas”. Utilizaban los mismos métodos que los guerrilleros, pero “mientras el guerrillero, bien acogido en pueblos y aldeas, encontraba raciones para su partida y confidencias para huir de la tropa o sorprenderla descuidada, el contraguerrillero, recibido como un perro, solo por el terror conseguía imponerse; siempre le acechaban la traición y la delación; siempre oía en la sombra el resuello del odio”.
Cuando comento este cuento en clase, siempre recuerdo Vietnam y Afganistán, pero las palabras de la católica y conservadora Emilia Pardo Bazán permiten otras más cercanas y subversivas comparaciones: “En guerras tales, el país está de parte de los guerrilleros; o por mejor decir, las guerrillas son el país alzado en armas, y el contraguerrillero es el Judas contra el cuál todo parece lícito y hasta loable”. Poco cosas has cambiado: “Interpelado el Gobierno en pleno Parlamento acerca de algunas atrocidades de aquel bárbaro, protestó de que eran falsas, y que, si fuesen verdad, recibirían condigno castigo; pero realmente las instrucciones dadas al general encargado de pacificar el territorio en que funcionaba la contraguerrilla encerraban la cláusula de dejarla aterrorizar a su gusto y cuanto más mejor”.



Sábado, 30 de enero
CUENTA HERODOTO

“No juegues con los fantasmas”, me advierte un amigo. “Acabarás convirtiéndote en uno de ellos”.
Pero yo no creo en los fantasmas. Sí en las casualidades inexplicables. En el libro de Fray Antonio de Guevara encuentro una historia, que él atribuye a Herodoto, y que tiene que ver con un reloj de arena. Al emperador de Persia le regalaron un reloj que tenía la virtud de que, al darlo la vuelta, hacía retroceder el tiempo la media hora que tardaba en caer la arena. Por eso el emperador no se equivocaba nunca. Si cometía un error, el esclavo que le acompañaba siempre con el reloj no tenía más que darle la vuelta para que pudiera rectificar. Un día el esclavo lo dejó caer y la arena dorada se esparció por el suelo. Fue el comienzo del fin. Al emperador acabaron cortándole la cabeza.
Si no se me hubiera roto el reloj de arena, cuando en una discusión le meto el dedo en el ojo al amigo que practica el pensamiento gaseoso, la generalización abusiva y el prejuicio patriotero, podría darle la vuelta, volver atrás, callar, sonreír, no hacer sangre.
A fin de cuentas, un caballero nunca se empeña en tener razón, especialmente si la tiene.

domingo, 24 de enero de 2010

Línea roja: Jugar al escondite

Sábado, 16 de enero
HABLA LEW ARCHER

“La encontré en uno de los bares que hay detrás de la estación. O tal vez ella me encontró a mí. Nunca lo sabré. Yo estaba esperando a alguien totalmente distinto: un hombre que conocía a otro hombre que había vendido heroína adulterada al hermano pequeño drogadicto de un amigo mío. Pero no se moleste en recordar a esas cuatro personas. El chico está muerto, y el hombre que conocía al camello no se presentó. Ella entró veinte minutos antes del cierre. El camarero la vio primero y su sonrisa se alteró y se desencajó de pura sorpresa. Me giré en el taburete para ver qué le había sorprendido, qué desecho humano era el causante. Pero se trataba de una joven con un traje azul marino y unas gafas ovaladas con la montura azul oscuro. Aunque iba bien arreglada, parecía como si se hubiera visto zarandeada por una tormenta. Cuando se quitó las gafas, vi que la tormenta estaba dentro de ella. La suya era una belleza nerviosa y de piernas largas y con una historia a la espalda, la clase de belleza que es peligroso mirar”.
No sigo escuchando, o mejor, no sigo leyendo. A los libros, como a la realidad, no le pido más que un punto de partida; todo lo que pasa después pasa solo en mi imaginación.


Domingo, 17 de enero
LO QUE CONTÓ MR. HANSEN

Estaba en la azotea de la casa con Charles Cooner y uno de los obreros, Melquíades Benítez, arreglando los timbres de alarma, cuando a eso de las cinco y media vi llegar a Jackson en su automóvil Buick. Antes de detenerse, dio una vuelta con el coche para dejarlo de frente a la carretera, como si pensara marchar con prisa. Me saludó con la mano y me preguntó si ya había llegado Sylvia. “No, no ha llegado”, le respondí, creyendo que ambos estaban citados. Charles abrió la puerta de acceso. Al mismo tiempo, Harold Robins salió a recibirle. Jakson fue directamente al corral, donde en estos momentos el jefe daba de comer a las gallinas y a los conejos. Pasados unos diez o quince minutos, escuché un gran ruido y gritos. En un principio creí que había ocurrido un accidente a alguno de los hombres que hacían reparaciones en la casa. En seguida me di cuenta de que ocurría algo distinto. Hice sonar los timbres de alarma y bajé precipitadamente. Desde la azotea vi por la ventana del despacho que Jackson luchaba con el jefe. Cuando entré en el comedor, salía de su despacho con una mano en la cabeza, de donde manaba mucha sangre. Dijo: “¡Mira lo que me ha hecho…!”. Pedí a Robins que se encargara de Jackson, mientras yo atendía al herido. Su mujer salió de la cocina, aterrada. Él dio la vuelta a la mesa y, antes de caer al suelo desplomado, me preguntó: “¿Me disparó con su revólver…?”
La señora pasó a la cocina y regresó con hielo, que puso sobre la herida. A mí me pareció que la lesión no era grave y le contesté que no era un balazo porque no se había escuchado el disparo. Luego me dirigí al despacho, donde vi a Harold luchando con Jackson. Allí estaba una pistola Star, calibre 45, sobre la mesa del escritorio y un piolet manchado de sangre por el suelo. Recogí la pistola para que no la pudiera usar el asesino y regresé al lado del jefe, a quien le dije con qué le habían asestado el golpe y que no era grave su lesión. Pero él repuso: “Esta vez me han matado, lo siento aquí…”, y se señaló el corazón.


Lunes, 18 de enero
SER OTRO

Qué aburrida la vida de los que viven una sola vida. A mí me basta abrir un libro, escuchar al azar un fragmento de conversación, para ser otra persona.


Martes, 19 de enero
JACKSON, MORTON O MARLAN

Sobre las cinco horas del martes pasado, en las afueras de la casa que ocupaba el revolucionario ruso, se detuvo un automóvil de color gris, que había pertenecido al señor Trotsky y que vendió casi regalado a Morton o Jackson. Del vehículo descendieron éste y otro sujeto. Jackson se dirigió a la puerta de la casa-fortaleza, llamó al timbre, se le franqueó la entrada, pues era persona conocida, y se dirigió hasta el jardín, donde se encontraban el exiliado, su esposa y dos ayudantes arreglando las conejeras. Trotsky conversó en francés con el recién llegado, al parecer sobre cierto artículo escrito por este. El señor Troksky se hallaba algo indispuesto. Pidió a su esposa, Natalie Sedoff, un poco de té, que más tarde le llevaron a su despacho, donde se habían trasladado los dos interlocutores. La primera señal de que algo raro ocurría fueron los gritos que se escucharon. Los secretarios-guardas creyeron a principio que había ocurrido un accidente. Corrieron hacia el comedor. Encontraron a Trotsky saliendo de su estudio, la sangre manchándole la cara. Uno de los guardas atacó inmediatamente al asesino, quien estaba pistola en mano; el otro ayudó a Trotsky a reclinarse en el piso del comedor.


Jackson, que antes dijo llamarse Morton, y ahora dice llamarse Jacques Marlan afirma que nació en Teheran, que fue educado en París y que es ciudadano belga. Dice que su padre tuvo un cargo diplomático en Persia y que él ingresó en el ejército obligado por su padre. Llegó a tener el grado de teniente y cuando iba a ser ascendido a capitán pidió la baja. Entonces se fue a París a estudiar periodismo. Allí conoció a Sylvia Ageloff de la que se enamoró apasionadamente y se inició en el trotskismo. Luego sufrió un desengaño al conocer al líder, que le pareció un traidor que se aprovechaba del idealismo ajeno. Por eso decidió vengarse. Acerca de las armas, dijo que el piolet lo compró en Suiza, donde había practicado el alpinismo; lo trajo a México como recuerdo y lo tenía colgado en su alcoba. El puñal lo adquirió en el mercado de la Lagunilla; la pistola, con la que pensaba suicidarse después de haber matado a Trotsky, fue lo que más le costó encontrar. En la cantina Kit-Kat, la semana pasada, coincidió con un parroquiano que iba armado. Le invitó a tomar unas copas y luego le dijo que le enseñara el arma, viendo que era una Star 45. Logró que se la vendiera por 160 pesos.



Miércoles, 20 de enero
COMIENZOS

Me gusta el comienzo de las historias: “Era una calle de mala muerte. El vacío azul del mar resplandecía por el espacio estrecho que había entre las casas. La que estaba buscando necesitaba una mano de pintura y se sostenía como un hombre con muletas. No pasó nada cuando pulsé el timbre. Volví a llamar. Poco a poco, como dos cuerpos siendo arrastrados, unos pasos se acercaron al otro lado. ¿Sí?, dijo una voz de hombre, ¿quién es? Archer, me llamo Archer”.
Me gustan los comienzos, cuando todo es posible. Si por mí fuera, cada día iniciaría un nuevo amor, como cada día comienzo un nuevo libro. O dos.


Jueves, 21 de enero
POR NADA

En casa de un amigo, cuyos padres había vivido en México, me encontré el otro día con amarillentos recortes periodísticos que daban noticia del asesinato de Trotsky, ocurrido el 20 de agosto de 1940. El nombre verdadero del asesino tardó muchos años en conocerse, al menos oficialmente, porque entre los exiliados españoles pronto se supo que se trataba de Ramón Mercader, hijo de Caridad Mercader, ambos fieles militantes comunistas.
Veinte años pasó Ramón Mercader en la prisión de Lecumberri. Fue un preso ejemplar, que daba clases a sus compañeros, y recibía frecuentes visitas. Un día quiso conocerle Pablo Neruda, que le admiraba, y otro una guapa actriz que había sido amante de León Felipe y que quería añadirle a la lista de sus conquistas, Sara Montiel.


Ramón Mercader, héroe de la Unión Soviética, nunca desveló su secreto, nunca dijo quién le había encargado el asesinato, aunque ese secreto fuera un secreto a voces. En 1972 Josep Losey llevó al cine su historia; su papel lo hacía Alain Delon. Cuentan que Sara Montiel, cuando vio la película, dijo: “Ramón era más guapo”. Murió en Cuba, en 1978. Él habría querido morir en España. Hizo todo lo posible por regresar. Pidió ayuda a Santiago Carrillo. Parece que este le puso una condición: que escribiera sus memorias, que lo contara todo. Se negó a hacerlo: “Al contrario que tú, yo nunca traicionaré a los míos”.
No le importó traicionar a Sylvia Ageloff, la joven que se había enamorado de él, ni a la familia Trotsky, que confiaba en su amistad, ni a tanta otra gente, pero no podía traicionar a la policía secreta de Stalin, ni siquiera después de que en la propia Rusa se dieran a conocer sus crímenes. Pero quizá a la única persona a la que no quería traicionar era a su madre, la fanática Trinidad Mercader, que era quien le había reclutado para la causa. O no quería reconocer que había sacrificado su vida por nada.


Viernes, 22 de enero
LA CASA DE LA PLAYA

“El sonido de un susurro me despertó. Abrí los ojos y vi los primeros rayos de luz clara filtrándose por la persiana de madera fina. Cerré los ojos y me di la vuelta hacia la pared, diciéndome que solo era el mar. Llevaba menos de una semana en la casa de la playa y no estaba acostumbrado a su sonido constante”.
Ross Macdonald apuntó en un cuaderno el comienzo de varios relatos que no tuvo tiempo de desarrollar. En El expediente Archer se publican ahora esos esbozos. A mí me gusta leer cada día uno de ellos y, antes de dormirme, continuar a mi aire la historia. Vivo solo en la casa de la playa y de pronto me despierta un susurro que yo confundo con el sonido del mar. Pero no: hay alguien al otro lado de la ventana. Comienza la aventura.


Sábado, 23 de enero
TU PROPIA VIDA

“Cada vez hablas menos de tu propia vida”, me reprocha un amigo, “te escondes en los libros que lees”.
Cierto. De lo único que no me gusta hablar es de lo que más me preocupa.

domingo, 17 de enero de 2010

Línea roja: La mujer de negro

Sábado, 9 de enero
EN EL TREN

Los días de nieve uno debería quedarse en casa, encender un buen fuego y sentarse cerca de la chimenea con un libro de muchas páginas en las manos. Por ejemplo, Manuscrito encontrado en Zaragoza, de Jan Potocki. Pero ninguna de las fabulosas historias que en él se enredan unas con otras es tan fascinante como la historia de su autor, ese príncipe polaco que, tras recorrer el mundo y fatigar todas las bibliotecas, se suicidó con una bala de plata que él mismo había ido labrando pacientemente.


Como soy incapaz de quedarme en casa, me acerco a la estación de autobuses, donde se han cancelado casi todas las rutas, y luego a la del tren. Qué placer contemplar el paisaje nevado que se desliza por detrás de la ventanilla. Ahora solo falta que alguien se siente delante de mí y, tras unas palabras de cortesía, comience a contarme su historia: “Seguro que usted no cree en los fantasmas. Yo tampoco. Sin embargo, una noche en que dormía solo en casa… Mis hijos y mi mujer había ido a visitar a los abuelos; yo tuve que quedarme en Oviedo por razones de trabajo. Esa noche…”


Domingo, 10 de enero
LO QUE DIJO EL VIAJERO

“Esa noche –mientras tomo un café en Los Prados, antes del cine, trato de reconstruir en mi cuaderno la historia de ayer- no podía dormirme. Leí unas páginas de La brújula de Noé, de Anne Tyler, que habla de un tipo que a punto de cumplir sesenta años, la edad que yo tengo, se queda sin trabajo, pero me resultaba bastante deprimente; escuché un poco de música, puse la radio, me levanté varias veces para ir al baño o a la cocina. Conseguí dormirme ya de madrugada y, a poco de quedarme dormido, sonó con fuerza el timbre de la puerta. Me levanté asustado, pensé que le había ocurrido algo a mi familia. Ni siquiera se me ocurrió preguntar quién era. Era una mujer muy guapa, muy joven, con un traje de fiesta que dejaba al descubierto sus hombros desnudos. Sonrió y dijo: ¿Puedo pasar? Me hice a un lado sin saber qué decir ni qué pensar. Ella cerró la puerta con cuidado y luego me besó. Era la primera vez que me besaba así una mujer que no fuera mi mujer. Yo la abracé por la cintura y entonces ella se me deshizo entre las manos, como la arena de un reloj. Cerré los ojos asustados, pensé que, si aquello no era un sueño, me estaba volviendo loco. Abrí los ojos: allí estaba el montón de arena y, en medio de él, este brazalete, que la mujer llevaba puesto”.
Alzo los ojos del cuaderno. Creo que he transcrito con bastante fidelidad lo que el viajero me contó. Era más o menos de mi edad, tenía un aspecto anodino, como de profesor o funcionario municipal. Cuando dejó el brazalete en mis manos, estábamos ya en La Rocica. No parecía joya de mucho valor, aunque yo no entiendo de eso. Al entrar el tren en la estación de Avilés, el hombre, que se había quedado mirando pensativo por la ventanilla, se levantó de pronto, asustado. “Ahí está de nuevo; me está esperando”, dijo. Una mujer de negro, esbelta y alta, con los hombros desnudos y buena parte de la hermosa espalda al aire, a pesar del frío. “¿Qué me querrá? Usted no cree en fantasmas. Antes yo tampoco creía. Usted no ve a la mujer, seguro, y pensará que estoy loco. Y lo estoy, o lo estaré muy pronto”. Pero yo también veía a aquella mujer y ella me hizo un guiño cómplice, que yo interpreté como “ahora le toca a él, pronto te tocará a ti”. Cuando bajé, tras mi acompañante, ambos habían desaparecido del andén.


Lunes, 11 de enero
LA BRÚJULA DE NOÉ

Esta mañana, al pasar por la librería Cervantes, he buscado la novela que leía mi compañero de tren y la he abierto por la primera página: “A punto de cumplir sesenta años, se quedó sin trabajo. Tampoco era un trabajo del otro mundo. Era profesor en una mediocre escuela privada. Nunca le había gustado ser esa clase de profesor. Había estudiado filosofía. Habría querido investigar en una universidad. Su vida había dado un giro hacia abajo mucho tiempo atrás, y quizás fuera una suerte que hubiera dicho adiós a los pasillos gastados y polvorientos del colegio, a tantas reuniones interminables fuera del horario lectivo y a tanto engorroso papeleo. Quizá fuera una señal. Quizá fuera el empujoncito que necesitaba para pasar a la siguiente etapa, la etapa final, la etapa de la recapitulación, la etapa en que reflexionaría sobre el porqué de las cosas”.
En el Dindurra, mientras tomo un café con Hilario Barrero, antes de la presentación de su nuevo libro neoyorquino; en el comedor del hotel AC, mientras ceno con Rosa Navarro Durán, no puedo dejar de pensar en el protagonista de la novela ni en la radiante mujer entrevista el sábado en la estación de Avilés. Vuelvo tarde a casa, caminando lentamente para no resbalar en la nieve, abro la puerta con miedo. Temo –o deseo, no sé— encontrarla allí.



Martes, 12 de enero
TUMBAS SIN NOMBRE

En un país hay libertad de prensa cuando podemos escoger el periódico que queremos que nos engañe. Y hay que ver qué periódico escogen algunos. Una profesora amiga me pasa unas fotocopias de La gaceta de los negocios, donde al parecer se desmontan todas las mentiras de Gibson, Garzón y Zapatero a propósito de García Lorca. En el número del 3 de enero se anuncia en primera un “documento exclusivo”, “el informe que encargó Franco sobre el fusilamiento del poeta”. El reportaje lo firma Pilar López: “El 19 de abril de 1972 un alto funcionario de la Dirección General de Seguridad le hace entrega a Francisco Franco de un informe de investigación, encargado por el mismísimo general, que detallaba todas las claves sobre la muerte de Federico García Lorca. Un riguroso informe de 27 páginas en las que dicho funcionario, el cual ha exigido permanecer en el anonimato, hace referencia a más de 22 personas relacionadas con las autoridades y personalidades granadinas más cercanas al régimen e influyentes en la época de la vida y posterior desaparición del poeta. La operación fue denominada Operación Granada”.
Sabemos que Franco se interesó por las circunstancias de la muerte del poeta, que de inmediato tuvo repercusión mundial e hizo más daño a su causa que ningún otro crimen, pero eso fue en los años de la guerra y la inmediata posguerra, cuando no era aceptado por las democracias. En 1972 tenía otras preocupaciones. Y ya era tarde para una investigación que despejara todas las dudas: bastantes de los participantes (el comandante Valdés, Juan Luis Trescastro, Queipo de Llano) habían muerto.
Ese informe, si existe, es otro más, y no demasiado detallado (menos de treinta páginas). Los redactores de La gaceta, poco hábiles en la redacción de textos periodísticos, afirman rotundamente en primera página que es “el único texto escrito existente sobre los sucesos que tuvieron lugar el 18 de agosto en Víznar”. Se olvidan por un momento de su detestado Gibson y de los miles de páginas escritas antes y después de 1972. Lo que quieren decir es que es el único escrito “oficial”, lo que para ellos equivale al único verdadero. El editorial que publican ese mismo día merece estudiarse en las escuelas de periodismo como ejemplo de a dónde puede llegar la obnubilación ideológica aliada a la estulticia. ¿Quién será su autor? Alguien capaz de redactar –es un decir— algo así no merece quedar en el anonimato.
En el primer párrafo suenan las trompetas del autobombo: “Hoy es uno de esos días en que los periodistas deben sentirse orgullosos de pertenecer a esta profesión, porque fruto de una labor concienzuda de investigación, La gaceta contribuye a esclarecer la verdad, que esa es, y no otra, la razón de ser del periodismo”. El informe que publican “da con todo lujo de detalles la localización de la tumba de Federico García Lorca”. Con tal contribución esperan poner punto final “al despropósito en que se ha convertido la busca de los restos de Lorca y la polémica Ley de Memoria Histórica”. Paradójicamente, el editorialista afirma poco después que eso mismo que le hace sentirse tan orgulloso (haber descubierto el lugar exacto de la tumba de Lorca) es un tema que “no interesaba a nadie, ni siquiera a su familia que, significativamente, no quiere que se le identifique ni se le dignifique”. Y añade algo más: “Lo que se busca es simplemente alimentar la leyenda. Porque eso es lo que realmente es García Lorca, una leyenda. El informe arroja mucha luz sobre este tema. Según se desprende de algunas de las conclusiones del informe, García Lorca, en aquellos días, era un perfecto desconocido que acabó siendo fusilado por refugiarse en casa de Luis Rosales, que era al que Falange Española tenía en su punto de mira”.
¿Hace falta seguir copiando? La mente humana es fascinante. ¿Puede alguien tomar en serio los “descubrimientos” de un periódico que es capaz de publicar en su editorial semejantes disparates? La profesora que me ha pasado las fotocopias –callo gentilmente su nombre- parece que lo ha hecho. Me gustaría convencerla de que es posible detestar a Zapatero y a la izquierda tanto como ella los detesta (casi tanto como Gustavo Bueno) y sin embargo seguir conservando el uso de razón. Pero me temo que sería una hazaña todavía más difícil que hacérselo comprender al pertinaz filósofo.


Miércoles, 13 de enero
SIGO SOÑANDO

Antes de dormirme, continúo leyendo durante un rato la novela de Anne Tyler: “Iba convertirme en uno de esos hombres que mueren solos, rodeados de montones de periódicos amarillentos y de platos con restos de comida resecos y enmohecidos”.
Entre sueños, creo oír que llaman a la puerta, pero no me despierto.



Jueves, 14 de enero
OTRA HIPÓTESIS

Mientras no se encuentre la tumba de Lorca, cualquier patraña es posible. Franco quiso que sus huesos desaparecieran para siempre, lo mismo que su memoria. “Sus versos están llenos de bordados y puntillitas –le dijo a Pemán—, ahora le jalean para meterse con nosotros, pero ya verá usted como nadie recuerda su Yerma cuando El divino impaciente se represente en todo el mundo”. Parece que el propio Ruiz Alonso fue el encargado de hacer desaparecer esos huesos y que los llevó a su casa y allí los conservó durante cuarenta años (en sus momentos depresivos, que eran muchos, se encerraba con ellos y no quería hablar con nadie). Ahora reposan con sus cenizas en un cementerio madrileño. Su hija, Emma Penella ha contado que en esa tumba no figura ningún nombre para evitar profanaciones. Deberían figurar dos, el de la víctima y el del verdugo, macabramente abrazados, sin que eso quite el sueño a Laura García-Lorca ni al resto de sus familiares que dan la impresión –así lo interpretan los ágrafos libelistas de La gaceta— “de que no quieren que se le identifique ni se le dignifique”.

viernes, 8 de enero de 2010

Línea roja: El faro y yo

Sábado, 2 de enero
PORTO ANTICO

Ayer, en la primera mañana del año, paseaba por el puerto de Avilés y hoy lo hago por el Porto Antico de Génova. El sol es el mismo y también el azul del cielo, como recién estrenado, y la sensación de que he dejado atrás una etapa del viaje y estoy a punto de embarcarme en una nueva travesía.
En el lugar en que estuvo la Rula me encontré con una serie de antiguas fotografías en blanco y negro. Me llamó especialmente la atención la hilera de gente que espera para cruzar al otro lado de la ría. La barca, a la izquierda de la foto, ya está llena y se ve perfectamente su nombre “Consuelito”. Recuerdo ese nombre, que de niño me hacía mucha gracia, y esa barca que, más de una vez, me llevó a la playa de San Balandrán allá por los años sesenta. Entre los rostros de la fotografía, rostros de otro tiempo, traté de encontrar el que alguna vez fue el mío.


Recorro por primera vez el puerto de Génova con la misma emoción con que recorría hace medio siglo el puerto de Avilés. Todo me llama la atención y a la vez me resulta familiar. Anoche, un retraso en el avión, me hizo llegar casi a las dos de la mañana. Un aeropuerto vacío, sin taxis ni autobuses; los pocos viajeros que desaparecen rápidamente en los coches que han ido a buscarles, y yo solo ante una ciudad oscura y portuaria, agazapada allá abajo, no sé dónde. ¿Tuve miedo? De las sombras surgió entonces un desconocido y me dio una fórmula mágica: el número de teléfono para llamar a un taxi.
Ahora la ciudad, que anoche quiso ponerme a prueba, sonríe. El viejo puerto, lugar de tantos encuentros y despedidas, de tantas tenebrosas historias, tiene algo de parque temático. Aquí está el acuario con sus tiburones, y el fantasioso galeón que Polanski utilizó en su película Piratas, y la nave azul que alguna vez surcó los mares, y el paseo en medio de las aguas hasta la isla artificial desde la que se contempla, allá al fondo, la Lanterna, omnipresente faro de Génova, su símbolo mejor. Y dominándolo todo, la geométrica araña del Bigo, el monumento de Renzo Piano que evoca las grúas de los barcos (como la escultura del paseo de San Juan, en Avilés). Uno de sus brazos sostiene el velamen que sirve de techo a la pista de patinaje, otro un ascensor. Subo. Contemplo la ciudad y el puerto en torno mío. Y siento que se prolonga el abrazo con que Avilés me recibió ayer. Los lugares son como las personas. Les gusta sentirse queridos. Sonríen a quien los quiere bien.
Después de las melancolías de la noche del fin de año, en la que resulta inevitable hacer un balance lleno de números rojos, Avilés siempre me ha sonreído, me ha sostenido. Durante medio siglo, lo primero que he hecho cada año ha sido pasear a la orilla de la ría. Ahora Génova prolonga esa sonrisa matinal. Toda ella está ahí abajo, a mi espera. Decía Unamuno que el mundo entero es un Bilbao más grande. Para mí todas las ciudades que me gustan son de algún modo Avilés.
Bajo del ascensor panorámico y miro el enmarañado ovillo de cúpulas esbeltas y estrechos callejones como el niño al que le ponen un nuevo juguete al alcance de la mano. ¿Por dónde adentrarme en el laberinto? No hay placer semejante al de pisar por primera vez las calles de una ciudad que he recorrido infinitas veces en sueños, una ciudad por unos instantes es la Ciudad, fuera del mapa y del calendario.



Domingo, 3 de enero
EL LEGADO DE LA DUQUESA

Las dos calles más hermosas de Génova –decía Carles de Brosses, el viajero dieciochesco- son la Strada Nuova y la Strada Balbi, superiores a las mejores de París. Mi hotel está al comienzo de Via Balbi, en la piazza Acquaverde, así que esa calle de la que ascienden y descienden tantas callejuelas es la primera que recorro. En ella encuentro el Palazzo Real, con su terraza sobre el puerto, y también la Universidad y su fabuloso patio de los leones que, como en una decoración teatral, esconde allá en lo alto un huerto con naranjos. Pero yo prefiero la antigua Strada Nuova, hoy Via Garibaldi, donde los palacios de los ricos mercaderes, con las fachadas que fascinaron a Rubens, se apretujan unos contra otros, se observan sin disimulo. Entro en el Palazzo Rosso y desde sus ventanas espío las terrazas y los altos jardines del Palazzo Bianco y del Palazzo Tursi. Buena parte de los cuadros que en él se exhiben –Santa Úrsula y Santa Eufemia, de Zurbarán, son mis favoritos- llevan la indicación de “Legato de Maria Brignole-Sale de Ferrari, duquesa de Galliera”. Y yo recuerdo entonces la novelera historia de ese legado, contada por Eulalia de Borbón.


----La duquesa de Galliera había quedado viuda, inmensamente rica y con un solo hijo. Un drama familiar, cuyos orígenes desconozco, culminó en que el hijo declarara que no aceptaba un solo céntimo de la cuantiosa herencia del difunto duque, porque este no era su padre. La duquesa, frente a la actitud cruel e irrazonable de su único hijo, nada hizo por aclarar el enigma y se dedicó a repartir la cuantiosa herencia entre sus amigos predilectos. A la emperatriz Isabel de Austria le envió un collar de perlas que pasmó de asombro a la corte vienesa, muy habituada al lujo y a la suntuosidad. Su palacio de París lo regaló a la ciudad, con toda su maravillosa colección de tapices. Al conde de París le envió toda su vajilla de plata maciza, joya de magnífica orfebrería que se considera como una de las más espléndidas del mundo. Dio a la ciudad de Génova, su cuna, el Palazzo Rosso. Quiso finalmente que el ducado de Galliera pasara al duque de Montpensier, mi suegro.
Sobre los empinados tejados del Palazzo Rosso han colocado un estrecho mirador. Apenas si caben en él media docena de personas. Mi buena suerte hace que, al poco, me quede allí solo. Y vuelvo a tener la ciudad en torno mío. Es el mediodía de un domingo que, de pronto, se ha vuelto primaveral. Escojo la música adecuada –son los milagros del iPod, ese paraíso portátil- y, entre las colinas y el mar, la ciudad entera se tiende a mis pies. Suena Haendel y yo, por unos largos minutos, soy señor de Génova y emperador de ambos mares. No me cambiaría por nadie (algo que –siento decirlo-, me ocurre a menudo).



Lunes, 4 de enero
BENEDETTI

En la iglesia de San Donato, cerca de la Piazza delle Erbe, donde al anochecer suelen reunirse los adolescentes que rinden culto a Baco y a otras hierbas, encontré junto a uno de los altares el “Cantico di un anziano”, que no sé por qué (o si lo sé) me llenó los ojos de lágrimas.
“Benditos aquellos que me miran con simpatía. Benditos aquellos que comprenden mi caminar cansado. Benditos aquellos que hablan en voz alta para disimular mi sordera. Benditos aquellos que aprietan con calor mis manos temblorosas. Benditos aquellos que se interesan por mi lejana juventud. Benditos aquellos que no se cansan de escuchar mis historias tantas veces repetidas. Benditos aquellos que me regalan algo de su tiempo”.
Pero aún no. Aún no ha llegado mi tren a esa estación. Salgo de San Donato, dejo atrás sus tinieblas medievales y su alta torre octogonal, y busco, entre las estrechas callejuelas, en las que juego a perderme y encontrarme, un poco de calor, de mercenaria compañía.


Martes, 5 de enero
CAPITANO D’ALBERTIS

Me gusta hojear al azar las ciudades que me gustan, como quien hojea una buena antología, seguro de que siempre le sorprenderán maravillas. A dos pasos del hotel me encuentro, en la fachada de una casa, con un ascensor urbano, como los que tanto me fascinaron en Perugia. No parece un ascensor. Se trata de una cabina, con capacidad para unas diez personas, que avanza horizontalmente como un tren sin conductor. De pronto se detiene en medio de ninguna parte. Viajo solo. Pienso que no sería agradable que se averiara en este lugar. Pero no, hace extrañas maniobras, parece retorcerse. Deja sitio para otro vagón, que desciende de un extraño pozo, y comienza a ascender. El funicular se ha convertido en un verdadero ascensor. Como a cualquier niño, me fascinan estas aventuras en el centro de la tierra. Salgo en lo alto de la colina, junto a la gótica silueta de un castillo. Fue la residencia del capitán Enrico d’Albertis y ahora es el Museo delle Culture del Mondo. A mí me interesan más las vistas prodigiosas desde sus jardines y terrazas que las curiosidades etnográficas que en él se exponen. Anoto un proverbio que encuentro en una de sus paredes: “El sabio considera su maestro al universo. Solo el necio lo considera su enemigo”.
Curioso personaje el capitano d’Albertis. Hace cien años, en 1910, dio su tercera vuelta al mundo. En 1892 llegó a América en una nave como la que utilizó Colón y con sus mismos instrumentos náuticos. Contemplo con envidia las fotos y los recuerdos de sus innumerables viajes. Como a todos los sedentarios, me fascinan quienes son capaces de dejar su vida al azar de los caminos. Yo apenas si me atrevo a poner el pie fuera de casa. Aunque, poco a poco, mi casa se va haciendo cada vez más grande.
Quizá la mejor manera de viajar es soñar el viaje que nunca se ha hecho. O el que sí se ha hecho y el que se hace cada día al cruzar el estrecho y peligroso puente que lleva de un día a otro, de un año a otro.


Miércoles, 6 de enero
SOLOS


“Irías a visitar el cementerio de Staglieno, ¿no?”, me pregunta Almuzara, que llega a la tertulia con las primeras nieves del año y las primeras fotos de Nicolás y Guillermo, recién desembarcados del paraíso.


Sí, allí fui a emborracharme de terror y melancolía. Terror: tras de los aparatosos monumentos al aire libre, hay puertas que llevan a inacabables recintos donde se alinean más y más tumbas. Asciendes escaleras y de pronto te encuentras en una estancia llena de nichos desvencijados, de polvorientos escombros. Seguro que aquí ni los fantasmas están a gusto. Trato de escuchar sus quejas. Solo se oye el ruido de mis pasos. Salgo de nuevo al aire libre y fuera todo es belleza funeral, venenosa melancolía. Le paso a Almuzara, que los colecciona, uno de los epitafios que encontré: “Amalia Bruna Picasso / anima angelica / visse lagrimando mai sempre / su questa giovane tomba / ora qui dorme ove anelava / accanto al figlio dilecto / l’ultimo sonno”.
Nieva tras las ventanas del Rosal. Comenzaba a nevar cuando, en una tarde ventosa y despiadada, me acerqué, por la pasarela peatonal que cruza sobre el ajetreo del puerto, hasta la Lanterna. Allí estábamos solos el faro y yo. Y recordé una canción de los antiguos marineros genoveses: “Que yo resista mientras tú resistas, / que yo ilumine mientras tú ilumines”.

domingo, 3 de enero de 2010

Línea roja: Contra este y aquel

Domingo, 27 de diciembre
ELOGIOS

Cada día detesto más los elogios, y no precisamente por modestia. “Me gusta mucho lo que escribe –me dice una desconocida en el Fontán—; a veces me parece estar leyendo a Paolo Coelho”.
“Eso tuyo de cada domingo –me repite José Luis Mediavilla—, en realidad es una novela”. Y luego añade: “Ya casi eres novelista, ahora solo te falta ser catedrático”.
Claro que peor fue lo que me dijo un estimado colega: “No está mal lo que publicas en el periódico; ahora deberías atreverte a escribir un libro”.
Los elogios hunden a cualquiera. Menos mal que me elogia poca gente.



Lunes, 28 de diciembre
AL MARGEN DE NIETZSCHE

No me interesa ninguna filosofía que no se pueda bailar.

La felicidad hace daño. A veces, la ajena; siempre, la propia.

En medio del bosque, me siento en casa; cuando estoy en casa, me siento perdido.

¿Dices que no tienes a nadie? Te tienes a ti: tu mejor amigo, tu peor enemigo.

Nunca estoy solo cuando estoy conmigo.

No hay música que nos salve del horror de la vida.

Dios no existe, pero ha existido: un destello fugaz en la noche del mundo

La mejor armadura: la piel del zorro.

Lo que no se tiene también puede perderse.

La verdad, a veces, no es verdadera.

La música mejor empieza cuando acaba la música.

Tengo razón, no tengo nada.

Si nunca has querido morir, ¿cómo puedes decir que amas la vida?

Nunca avanzarás si no vuelves de vez en cuando sobre tus pasos.

Esa mujer que dice que me quiere no sabe lo que quiere.

Procura estar prevenido contra ti mismo.

Aprende a volverte del revés.

A veces la manera más exacta de decir lo que uno quiere decir es decir exactamente lo contrario.

Me gusta cumplir las promesas que no he hecho.

Pensar es hacer agujeros en la piel del mundo.

Vete de mi lado, si es tu deseo, pero déjame tu amor conmigo.

A veces el abismo más difícil de saltar es el que separa un día de otro.

No hay amor sin un poco de veneno.

Solo se empobrecen los que no han aprendido a derrochar.

Hazte a un lado, deja que te adelanten todos los que no llevan prisa.

La cólera nos hace dioses; el amor nos vuelve humanos, demasiado humanos.

Quien no aprende a bailar, no aprende a pensar.

Un hombre bueno siempre será, en el fondo, un pobre hombre.

Dejarse cegar por el odio es menos peligroso que dejarse cegar por el amor.

Haz el bien sin que nadie se entere o lo pagarás caro.

Visto de cerca, soy poca cosa; cuando me alejo, me voy haciendo cada vez más grande.



Martes, 29 de diciembre
VUELVE LA FIERA

Abro una carta –de papel, sello y cartero, de las de antes— y en ella me encuentro con estas lindezas: “Usted carece de honradez intelectual. Usted es un lacayo de la industria cultural. Usted no tiene independencia ni libertad. ¡Qué triste me sentiría yo si fuera usted! Para ver su nombre cada semana en unas páginas inútiles, paga usted un precio demasiado alto”.
Miro la firma: Arturo Seeber. No me suena de nada. Debe tratarse de un anónimo camuflado. Entonces me fijo en el membrete: “La Fiera Literaria”. Se trata de mi libelo favorito. Hubo un tiempo en que me denostaban en cada número. Luego dejaron de ocuparse de mí. Eso me deprimió bastante porque su instinto es infalible: jamás arremeten contra un escritor que no tenga talento o no venda mucho. Y como yo no vendo mucho... En cuanto dejaron de mencionarme pensé: “Ya han descubierto que tampoco tengo talento”. Y ahora, de pronto, para alegrarme el fin de año y quitarme el mal sabor de boca de los habituales elogios, vuelven a la carga.
¿Cómo habrán descubierto que soy un lacayo que carece de honradez, de independencia y de voluntad? Elemental, querido Watson. Resulta que Manuel García Viñó publicó en 2004 un libro en la editorial Endimión y yo no me he ocupado de reseñarlo, según me indican. Ese fue mi delito.
Sigo pensando que si no existiera “La Fiera Literaria”, ese pertinaz panfleto, habría que inventarlo. No solo sirve para establecer un censo infalible de los escritores que cuentan hoy en la literatura española, sino que también es un procedimiento infalible para detectar tontos más o menos eruditos: todos los que elogian esta floración de resentimiento (incluso hubo un benemérito catedrático que lo comparó con el satírico Clarín: que Santa Lucía le conserve por muchos años la vista y la agudeza intelectual).


Miércoles, 30 de diciembre
UNA MANCHA EN LA CAMISA

Le regalo el último número de la revista que dirijo porque creo que en ella hay varias cosas que pueden interesarle: una reseña de un libro de Alarcos, una extensa conversación sobre filología española, unas maravillosas glosas musicales. Me interrumpe la cena con una llamada telefónica. Tiene urgencia por comunicarme sus impresiones, pienso. Y efectivamente es así: “¡He encontrado una falta de ortografía!”
Como soy un caballero, no le digo lo que pienso de esos profesores que todo lo leen como si fuera el ejercicio de un alumno. Si encuentran tres erratas en un libro, lo suspenden, aunque se trate de una obra maestra.
“Pero es que tú no le das importancia a nada –me dice Ángel, el amigo más profesor que tengo—, ni a que los alumnos cometan faltas de ortografía ni a que no sepan cuál es el pretérito pluscuamperfecto de subjuntivo del verbo haber”.
Hombre, yo creo que una falta de ortografía es tan deplorable como una mancha en la camisa. Pero, al igual que ella, denota descuido, no falta de cultura ni de inteligencia.
Escandalizarse por una tilde de más o de menos o por cualquier otro error tipográfico y ver en ello una decadencia de la civilización universal o, en su defecto, de las Humanidades, sí que denota falta de cultura. A esos maestrillos que se saben su librillo les enseñaría yo los manuscritos de Lorca, de Gómez de la Serna, incluso de un catedrático como Pedro Salinas, tan laísta él, por no mencionar a Lezama Lima que, en su obra maestra, la novela Paradiso, no escribió correctamente ni un solo nombre extranjero.
No nos engañemos ni engañemos a los alumnos: con algún que otro despiste ortográfico se puede ganar el Nóbel, ser presidente del gobierno, descubrir el genoma humano o avanzar en la lucha contra el cáncer; una ortografía perfecta, en cambio, solo sirve para ser corrector de pruebas en un periódico o en una editorial y con muchas horas de trabajo llegar a los mil euros al final del mes.


Jueves, 31 de diciembre
EL DULCE LAMENTAR

Ayer, al entrar en el Milán (no hay día en que no pase por la Facultad) me encontré con Bernardo Fáñez, otro enamorado de Perugia. “¿También trabajas en vacaciones?”. “Vengo huyendo. Hoy es mi cumpleaños. Siempre lo he pasado mal en los cumpleaños, creo que desde que cumplí dieciocho. Pero hoy cumplo sesenta. ¡Sesenta! Y además termina el año”. “Te comprendo perfectamente. Yo los cumplo dentro de unos meses y llevo tiempo aterrado”. “Pues yo voy delante. Ya te iré contando como se sobrevive en ese territorio inhóspito”.
Llego al despacho, dejo el trabajo a un lado (si es que lo que yo hago puede llamarse trabajo), sonrío parafraseando un verso de Garcilaso (“el dulce lamentar de dos sexagenarios”), abro mi cuaderno moleskine y trato de pasar el mal trago con un poco de barata filosofía más o menos orientalizante (¡y luego me quejo de que me confundan con Paolo Coelho!):
Tómate tu tiempo. No corras detrás de la vida. Aprende a no hacer nada y a ver mil universos en un grano de arena. Déjate mecer por la corriente. Alégrate si, al final, logras saber lo mismo que sabías al principio. Para resucitar, es necesario que en tu vida haya tiempos muertos. Aprende a no pensar. Siente el aliento de un dios desconocido en cada instante. Déjate acariciar por la niebla amorosa de la nada.



Viernes, 1 de enero
PARTIR

Entretengo la espera con un libro de Guy de Maupassant: “¡Una estación! ¡Un puerto! ¡Un tren que silba y escupe su primera bocanada de humo! ¡Un gran vapor que sale lentamente de la bahía, pero cuyos flancos se estremecen con impaciencia y que va a desaparecer en el horizonte en busca de nuevas tierras! ¿Quién puede ver esto sin envidia, sin sentir que se despierta en su alma el anhelo de los largos viajes?”
Los míos nunca son largos. Voy hacia el aeropuerto tras la demorada sobremesa de la comida familiar y a la noche llego a una ciudad desconocida.
Dura y sombría, la llamó Nietzsche. Desde los montes parece precipitarse en tumultuoso desorden hacia el mar, “resquebrajándose, partiéndose, triturándose en su retroceso contra ella misma; funeral y oscura como una reunión de gatos negros disolviéndose a toda velocidad en distintas direcciones”.
De momento Génova es solo un enigma, como el año que comienza, una ciudad de tinta y de papel, de negra tinta china. “¿Pero es que en cada una de estas calles y a la misma hora de la noche acaban de asesinar a un marinero?”, se preguntaba Alberti. Refugiado en un hotel de la Piazza Acquaverde, no me atrevo a ir a averiguarlo. Prefiero seguir con Maupassant: “Los viajes son una puerta por donde se sale de la realidad conocida para refugiarse en una realidad inexplorada que parece un sueño”.