domingo, 17 de enero de 2010

Línea roja: La mujer de negro

Sábado, 9 de enero
EN EL TREN

Los días de nieve uno debería quedarse en casa, encender un buen fuego y sentarse cerca de la chimenea con un libro de muchas páginas en las manos. Por ejemplo, Manuscrito encontrado en Zaragoza, de Jan Potocki. Pero ninguna de las fabulosas historias que en él se enredan unas con otras es tan fascinante como la historia de su autor, ese príncipe polaco que, tras recorrer el mundo y fatigar todas las bibliotecas, se suicidó con una bala de plata que él mismo había ido labrando pacientemente.


Como soy incapaz de quedarme en casa, me acerco a la estación de autobuses, donde se han cancelado casi todas las rutas, y luego a la del tren. Qué placer contemplar el paisaje nevado que se desliza por detrás de la ventanilla. Ahora solo falta que alguien se siente delante de mí y, tras unas palabras de cortesía, comience a contarme su historia: “Seguro que usted no cree en los fantasmas. Yo tampoco. Sin embargo, una noche en que dormía solo en casa… Mis hijos y mi mujer había ido a visitar a los abuelos; yo tuve que quedarme en Oviedo por razones de trabajo. Esa noche…”


Domingo, 10 de enero
LO QUE DIJO EL VIAJERO

“Esa noche –mientras tomo un café en Los Prados, antes del cine, trato de reconstruir en mi cuaderno la historia de ayer- no podía dormirme. Leí unas páginas de La brújula de Noé, de Anne Tyler, que habla de un tipo que a punto de cumplir sesenta años, la edad que yo tengo, se queda sin trabajo, pero me resultaba bastante deprimente; escuché un poco de música, puse la radio, me levanté varias veces para ir al baño o a la cocina. Conseguí dormirme ya de madrugada y, a poco de quedarme dormido, sonó con fuerza el timbre de la puerta. Me levanté asustado, pensé que le había ocurrido algo a mi familia. Ni siquiera se me ocurrió preguntar quién era. Era una mujer muy guapa, muy joven, con un traje de fiesta que dejaba al descubierto sus hombros desnudos. Sonrió y dijo: ¿Puedo pasar? Me hice a un lado sin saber qué decir ni qué pensar. Ella cerró la puerta con cuidado y luego me besó. Era la primera vez que me besaba así una mujer que no fuera mi mujer. Yo la abracé por la cintura y entonces ella se me deshizo entre las manos, como la arena de un reloj. Cerré los ojos asustados, pensé que, si aquello no era un sueño, me estaba volviendo loco. Abrí los ojos: allí estaba el montón de arena y, en medio de él, este brazalete, que la mujer llevaba puesto”.
Alzo los ojos del cuaderno. Creo que he transcrito con bastante fidelidad lo que el viajero me contó. Era más o menos de mi edad, tenía un aspecto anodino, como de profesor o funcionario municipal. Cuando dejó el brazalete en mis manos, estábamos ya en La Rocica. No parecía joya de mucho valor, aunque yo no entiendo de eso. Al entrar el tren en la estación de Avilés, el hombre, que se había quedado mirando pensativo por la ventanilla, se levantó de pronto, asustado. “Ahí está de nuevo; me está esperando”, dijo. Una mujer de negro, esbelta y alta, con los hombros desnudos y buena parte de la hermosa espalda al aire, a pesar del frío. “¿Qué me querrá? Usted no cree en fantasmas. Antes yo tampoco creía. Usted no ve a la mujer, seguro, y pensará que estoy loco. Y lo estoy, o lo estaré muy pronto”. Pero yo también veía a aquella mujer y ella me hizo un guiño cómplice, que yo interpreté como “ahora le toca a él, pronto te tocará a ti”. Cuando bajé, tras mi acompañante, ambos habían desaparecido del andén.


Lunes, 11 de enero
LA BRÚJULA DE NOÉ

Esta mañana, al pasar por la librería Cervantes, he buscado la novela que leía mi compañero de tren y la he abierto por la primera página: “A punto de cumplir sesenta años, se quedó sin trabajo. Tampoco era un trabajo del otro mundo. Era profesor en una mediocre escuela privada. Nunca le había gustado ser esa clase de profesor. Había estudiado filosofía. Habría querido investigar en una universidad. Su vida había dado un giro hacia abajo mucho tiempo atrás, y quizás fuera una suerte que hubiera dicho adiós a los pasillos gastados y polvorientos del colegio, a tantas reuniones interminables fuera del horario lectivo y a tanto engorroso papeleo. Quizá fuera una señal. Quizá fuera el empujoncito que necesitaba para pasar a la siguiente etapa, la etapa final, la etapa de la recapitulación, la etapa en que reflexionaría sobre el porqué de las cosas”.
En el Dindurra, mientras tomo un café con Hilario Barrero, antes de la presentación de su nuevo libro neoyorquino; en el comedor del hotel AC, mientras ceno con Rosa Navarro Durán, no puedo dejar de pensar en el protagonista de la novela ni en la radiante mujer entrevista el sábado en la estación de Avilés. Vuelvo tarde a casa, caminando lentamente para no resbalar en la nieve, abro la puerta con miedo. Temo –o deseo, no sé— encontrarla allí.



Martes, 12 de enero
TUMBAS SIN NOMBRE

En un país hay libertad de prensa cuando podemos escoger el periódico que queremos que nos engañe. Y hay que ver qué periódico escogen algunos. Una profesora amiga me pasa unas fotocopias de La gaceta de los negocios, donde al parecer se desmontan todas las mentiras de Gibson, Garzón y Zapatero a propósito de García Lorca. En el número del 3 de enero se anuncia en primera un “documento exclusivo”, “el informe que encargó Franco sobre el fusilamiento del poeta”. El reportaje lo firma Pilar López: “El 19 de abril de 1972 un alto funcionario de la Dirección General de Seguridad le hace entrega a Francisco Franco de un informe de investigación, encargado por el mismísimo general, que detallaba todas las claves sobre la muerte de Federico García Lorca. Un riguroso informe de 27 páginas en las que dicho funcionario, el cual ha exigido permanecer en el anonimato, hace referencia a más de 22 personas relacionadas con las autoridades y personalidades granadinas más cercanas al régimen e influyentes en la época de la vida y posterior desaparición del poeta. La operación fue denominada Operación Granada”.
Sabemos que Franco se interesó por las circunstancias de la muerte del poeta, que de inmediato tuvo repercusión mundial e hizo más daño a su causa que ningún otro crimen, pero eso fue en los años de la guerra y la inmediata posguerra, cuando no era aceptado por las democracias. En 1972 tenía otras preocupaciones. Y ya era tarde para una investigación que despejara todas las dudas: bastantes de los participantes (el comandante Valdés, Juan Luis Trescastro, Queipo de Llano) habían muerto.
Ese informe, si existe, es otro más, y no demasiado detallado (menos de treinta páginas). Los redactores de La gaceta, poco hábiles en la redacción de textos periodísticos, afirman rotundamente en primera página que es “el único texto escrito existente sobre los sucesos que tuvieron lugar el 18 de agosto en Víznar”. Se olvidan por un momento de su detestado Gibson y de los miles de páginas escritas antes y después de 1972. Lo que quieren decir es que es el único escrito “oficial”, lo que para ellos equivale al único verdadero. El editorial que publican ese mismo día merece estudiarse en las escuelas de periodismo como ejemplo de a dónde puede llegar la obnubilación ideológica aliada a la estulticia. ¿Quién será su autor? Alguien capaz de redactar –es un decir— algo así no merece quedar en el anonimato.
En el primer párrafo suenan las trompetas del autobombo: “Hoy es uno de esos días en que los periodistas deben sentirse orgullosos de pertenecer a esta profesión, porque fruto de una labor concienzuda de investigación, La gaceta contribuye a esclarecer la verdad, que esa es, y no otra, la razón de ser del periodismo”. El informe que publican “da con todo lujo de detalles la localización de la tumba de Federico García Lorca”. Con tal contribución esperan poner punto final “al despropósito en que se ha convertido la busca de los restos de Lorca y la polémica Ley de Memoria Histórica”. Paradójicamente, el editorialista afirma poco después que eso mismo que le hace sentirse tan orgulloso (haber descubierto el lugar exacto de la tumba de Lorca) es un tema que “no interesaba a nadie, ni siquiera a su familia que, significativamente, no quiere que se le identifique ni se le dignifique”. Y añade algo más: “Lo que se busca es simplemente alimentar la leyenda. Porque eso es lo que realmente es García Lorca, una leyenda. El informe arroja mucha luz sobre este tema. Según se desprende de algunas de las conclusiones del informe, García Lorca, en aquellos días, era un perfecto desconocido que acabó siendo fusilado por refugiarse en casa de Luis Rosales, que era al que Falange Española tenía en su punto de mira”.
¿Hace falta seguir copiando? La mente humana es fascinante. ¿Puede alguien tomar en serio los “descubrimientos” de un periódico que es capaz de publicar en su editorial semejantes disparates? La profesora que me ha pasado las fotocopias –callo gentilmente su nombre- parece que lo ha hecho. Me gustaría convencerla de que es posible detestar a Zapatero y a la izquierda tanto como ella los detesta (casi tanto como Gustavo Bueno) y sin embargo seguir conservando el uso de razón. Pero me temo que sería una hazaña todavía más difícil que hacérselo comprender al pertinaz filósofo.


Miércoles, 13 de enero
SIGO SOÑANDO

Antes de dormirme, continúo leyendo durante un rato la novela de Anne Tyler: “Iba convertirme en uno de esos hombres que mueren solos, rodeados de montones de periódicos amarillentos y de platos con restos de comida resecos y enmohecidos”.
Entre sueños, creo oír que llaman a la puerta, pero no me despierto.



Jueves, 14 de enero
OTRA HIPÓTESIS

Mientras no se encuentre la tumba de Lorca, cualquier patraña es posible. Franco quiso que sus huesos desaparecieran para siempre, lo mismo que su memoria. “Sus versos están llenos de bordados y puntillitas –le dijo a Pemán—, ahora le jalean para meterse con nosotros, pero ya verá usted como nadie recuerda su Yerma cuando El divino impaciente se represente en todo el mundo”. Parece que el propio Ruiz Alonso fue el encargado de hacer desaparecer esos huesos y que los llevó a su casa y allí los conservó durante cuarenta años (en sus momentos depresivos, que eran muchos, se encerraba con ellos y no quería hablar con nadie). Ahora reposan con sus cenizas en un cementerio madrileño. Su hija, Emma Penella ha contado que en esa tumba no figura ningún nombre para evitar profanaciones. Deberían figurar dos, el de la víctima y el del verdugo, macabramente abrazados, sin que eso quite el sueño a Laura García-Lorca ni al resto de sus familiares que dan la impresión –así lo interpretan los ágrafos libelistas de La gaceta— “de que no quieren que se le identifique ni se le dignifique”.

1 comentario:

  1. Como casi siempre, me agradan sus relatos y hoy, en especial, lo del viaje en tren... soy un maquinista frustrado (entre otras muchas frustraciones).
    Gracias por dejarme disfrutar de sus escritos.
    Un abrazo.

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