viernes, 8 de enero de 2010

Línea roja: El faro y yo

Sábado, 2 de enero
PORTO ANTICO

Ayer, en la primera mañana del año, paseaba por el puerto de Avilés y hoy lo hago por el Porto Antico de Génova. El sol es el mismo y también el azul del cielo, como recién estrenado, y la sensación de que he dejado atrás una etapa del viaje y estoy a punto de embarcarme en una nueva travesía.
En el lugar en que estuvo la Rula me encontré con una serie de antiguas fotografías en blanco y negro. Me llamó especialmente la atención la hilera de gente que espera para cruzar al otro lado de la ría. La barca, a la izquierda de la foto, ya está llena y se ve perfectamente su nombre “Consuelito”. Recuerdo ese nombre, que de niño me hacía mucha gracia, y esa barca que, más de una vez, me llevó a la playa de San Balandrán allá por los años sesenta. Entre los rostros de la fotografía, rostros de otro tiempo, traté de encontrar el que alguna vez fue el mío.


Recorro por primera vez el puerto de Génova con la misma emoción con que recorría hace medio siglo el puerto de Avilés. Todo me llama la atención y a la vez me resulta familiar. Anoche, un retraso en el avión, me hizo llegar casi a las dos de la mañana. Un aeropuerto vacío, sin taxis ni autobuses; los pocos viajeros que desaparecen rápidamente en los coches que han ido a buscarles, y yo solo ante una ciudad oscura y portuaria, agazapada allá abajo, no sé dónde. ¿Tuve miedo? De las sombras surgió entonces un desconocido y me dio una fórmula mágica: el número de teléfono para llamar a un taxi.
Ahora la ciudad, que anoche quiso ponerme a prueba, sonríe. El viejo puerto, lugar de tantos encuentros y despedidas, de tantas tenebrosas historias, tiene algo de parque temático. Aquí está el acuario con sus tiburones, y el fantasioso galeón que Polanski utilizó en su película Piratas, y la nave azul que alguna vez surcó los mares, y el paseo en medio de las aguas hasta la isla artificial desde la que se contempla, allá al fondo, la Lanterna, omnipresente faro de Génova, su símbolo mejor. Y dominándolo todo, la geométrica araña del Bigo, el monumento de Renzo Piano que evoca las grúas de los barcos (como la escultura del paseo de San Juan, en Avilés). Uno de sus brazos sostiene el velamen que sirve de techo a la pista de patinaje, otro un ascensor. Subo. Contemplo la ciudad y el puerto en torno mío. Y siento que se prolonga el abrazo con que Avilés me recibió ayer. Los lugares son como las personas. Les gusta sentirse queridos. Sonríen a quien los quiere bien.
Después de las melancolías de la noche del fin de año, en la que resulta inevitable hacer un balance lleno de números rojos, Avilés siempre me ha sonreído, me ha sostenido. Durante medio siglo, lo primero que he hecho cada año ha sido pasear a la orilla de la ría. Ahora Génova prolonga esa sonrisa matinal. Toda ella está ahí abajo, a mi espera. Decía Unamuno que el mundo entero es un Bilbao más grande. Para mí todas las ciudades que me gustan son de algún modo Avilés.
Bajo del ascensor panorámico y miro el enmarañado ovillo de cúpulas esbeltas y estrechos callejones como el niño al que le ponen un nuevo juguete al alcance de la mano. ¿Por dónde adentrarme en el laberinto? No hay placer semejante al de pisar por primera vez las calles de una ciudad que he recorrido infinitas veces en sueños, una ciudad por unos instantes es la Ciudad, fuera del mapa y del calendario.



Domingo, 3 de enero
EL LEGADO DE LA DUQUESA

Las dos calles más hermosas de Génova –decía Carles de Brosses, el viajero dieciochesco- son la Strada Nuova y la Strada Balbi, superiores a las mejores de París. Mi hotel está al comienzo de Via Balbi, en la piazza Acquaverde, así que esa calle de la que ascienden y descienden tantas callejuelas es la primera que recorro. En ella encuentro el Palazzo Real, con su terraza sobre el puerto, y también la Universidad y su fabuloso patio de los leones que, como en una decoración teatral, esconde allá en lo alto un huerto con naranjos. Pero yo prefiero la antigua Strada Nuova, hoy Via Garibaldi, donde los palacios de los ricos mercaderes, con las fachadas que fascinaron a Rubens, se apretujan unos contra otros, se observan sin disimulo. Entro en el Palazzo Rosso y desde sus ventanas espío las terrazas y los altos jardines del Palazzo Bianco y del Palazzo Tursi. Buena parte de los cuadros que en él se exhiben –Santa Úrsula y Santa Eufemia, de Zurbarán, son mis favoritos- llevan la indicación de “Legato de Maria Brignole-Sale de Ferrari, duquesa de Galliera”. Y yo recuerdo entonces la novelera historia de ese legado, contada por Eulalia de Borbón.


----La duquesa de Galliera había quedado viuda, inmensamente rica y con un solo hijo. Un drama familiar, cuyos orígenes desconozco, culminó en que el hijo declarara que no aceptaba un solo céntimo de la cuantiosa herencia del difunto duque, porque este no era su padre. La duquesa, frente a la actitud cruel e irrazonable de su único hijo, nada hizo por aclarar el enigma y se dedicó a repartir la cuantiosa herencia entre sus amigos predilectos. A la emperatriz Isabel de Austria le envió un collar de perlas que pasmó de asombro a la corte vienesa, muy habituada al lujo y a la suntuosidad. Su palacio de París lo regaló a la ciudad, con toda su maravillosa colección de tapices. Al conde de París le envió toda su vajilla de plata maciza, joya de magnífica orfebrería que se considera como una de las más espléndidas del mundo. Dio a la ciudad de Génova, su cuna, el Palazzo Rosso. Quiso finalmente que el ducado de Galliera pasara al duque de Montpensier, mi suegro.
Sobre los empinados tejados del Palazzo Rosso han colocado un estrecho mirador. Apenas si caben en él media docena de personas. Mi buena suerte hace que, al poco, me quede allí solo. Y vuelvo a tener la ciudad en torno mío. Es el mediodía de un domingo que, de pronto, se ha vuelto primaveral. Escojo la música adecuada –son los milagros del iPod, ese paraíso portátil- y, entre las colinas y el mar, la ciudad entera se tiende a mis pies. Suena Haendel y yo, por unos largos minutos, soy señor de Génova y emperador de ambos mares. No me cambiaría por nadie (algo que –siento decirlo-, me ocurre a menudo).



Lunes, 4 de enero
BENEDETTI

En la iglesia de San Donato, cerca de la Piazza delle Erbe, donde al anochecer suelen reunirse los adolescentes que rinden culto a Baco y a otras hierbas, encontré junto a uno de los altares el “Cantico di un anziano”, que no sé por qué (o si lo sé) me llenó los ojos de lágrimas.
“Benditos aquellos que me miran con simpatía. Benditos aquellos que comprenden mi caminar cansado. Benditos aquellos que hablan en voz alta para disimular mi sordera. Benditos aquellos que aprietan con calor mis manos temblorosas. Benditos aquellos que se interesan por mi lejana juventud. Benditos aquellos que no se cansan de escuchar mis historias tantas veces repetidas. Benditos aquellos que me regalan algo de su tiempo”.
Pero aún no. Aún no ha llegado mi tren a esa estación. Salgo de San Donato, dejo atrás sus tinieblas medievales y su alta torre octogonal, y busco, entre las estrechas callejuelas, en las que juego a perderme y encontrarme, un poco de calor, de mercenaria compañía.


Martes, 5 de enero
CAPITANO D’ALBERTIS

Me gusta hojear al azar las ciudades que me gustan, como quien hojea una buena antología, seguro de que siempre le sorprenderán maravillas. A dos pasos del hotel me encuentro, en la fachada de una casa, con un ascensor urbano, como los que tanto me fascinaron en Perugia. No parece un ascensor. Se trata de una cabina, con capacidad para unas diez personas, que avanza horizontalmente como un tren sin conductor. De pronto se detiene en medio de ninguna parte. Viajo solo. Pienso que no sería agradable que se averiara en este lugar. Pero no, hace extrañas maniobras, parece retorcerse. Deja sitio para otro vagón, que desciende de un extraño pozo, y comienza a ascender. El funicular se ha convertido en un verdadero ascensor. Como a cualquier niño, me fascinan estas aventuras en el centro de la tierra. Salgo en lo alto de la colina, junto a la gótica silueta de un castillo. Fue la residencia del capitán Enrico d’Albertis y ahora es el Museo delle Culture del Mondo. A mí me interesan más las vistas prodigiosas desde sus jardines y terrazas que las curiosidades etnográficas que en él se exponen. Anoto un proverbio que encuentro en una de sus paredes: “El sabio considera su maestro al universo. Solo el necio lo considera su enemigo”.
Curioso personaje el capitano d’Albertis. Hace cien años, en 1910, dio su tercera vuelta al mundo. En 1892 llegó a América en una nave como la que utilizó Colón y con sus mismos instrumentos náuticos. Contemplo con envidia las fotos y los recuerdos de sus innumerables viajes. Como a todos los sedentarios, me fascinan quienes son capaces de dejar su vida al azar de los caminos. Yo apenas si me atrevo a poner el pie fuera de casa. Aunque, poco a poco, mi casa se va haciendo cada vez más grande.
Quizá la mejor manera de viajar es soñar el viaje que nunca se ha hecho. O el que sí se ha hecho y el que se hace cada día al cruzar el estrecho y peligroso puente que lleva de un día a otro, de un año a otro.


Miércoles, 6 de enero
SOLOS


“Irías a visitar el cementerio de Staglieno, ¿no?”, me pregunta Almuzara, que llega a la tertulia con las primeras nieves del año y las primeras fotos de Nicolás y Guillermo, recién desembarcados del paraíso.


Sí, allí fui a emborracharme de terror y melancolía. Terror: tras de los aparatosos monumentos al aire libre, hay puertas que llevan a inacabables recintos donde se alinean más y más tumbas. Asciendes escaleras y de pronto te encuentras en una estancia llena de nichos desvencijados, de polvorientos escombros. Seguro que aquí ni los fantasmas están a gusto. Trato de escuchar sus quejas. Solo se oye el ruido de mis pasos. Salgo de nuevo al aire libre y fuera todo es belleza funeral, venenosa melancolía. Le paso a Almuzara, que los colecciona, uno de los epitafios que encontré: “Amalia Bruna Picasso / anima angelica / visse lagrimando mai sempre / su questa giovane tomba / ora qui dorme ove anelava / accanto al figlio dilecto / l’ultimo sonno”.
Nieva tras las ventanas del Rosal. Comenzaba a nevar cuando, en una tarde ventosa y despiadada, me acerqué, por la pasarela peatonal que cruza sobre el ajetreo del puerto, hasta la Lanterna. Allí estábamos solos el faro y yo. Y recordé una canción de los antiguos marineros genoveses: “Que yo resista mientras tú resistas, / que yo ilumine mientras tú ilumines”.

3 comentarios:

  1. Maravilloso el reflejo Génova-Avilés a través de la mitología íntima, sin duda hay una ligazón entre las dos ciudades

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  2. al señor Garcia Martín, soy Marina ferrary, argentina , historiadora .Estoy investigando sobre mis antepasados y creo tener conección con los Duques de Galliera .Me llamó la atención su artículo.usted tiene más información sobre Maria Brignole -Sale y su hijo Felipe de Ferrary ?
    Son la única familia que he encontrado con el apellido Ferrary ( con y griega).
    El señor F.De Ferrary es uno de los más grandes coleccionistas de sellos postales del mundo.
    Le agradecería si tiene más información.

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  3. Lo siento mucho, pero no tengo más información que la fácilmente accesible en internet y en las memorias de la época.
    Un cordial saludo

    José Luis García Martíh

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