Sábado, 21 de septiembre
LA CENA DE LAS
BURLAS
---¿Qué
tal el premio de ayer?, me pregunta un amigo en el Atrio, donde tomo un café como todos
los sábados desde hace exactamente treinta y cuatro años.
---Una pesadilla. Bueno, el premio
no. Fue como todos los premios: no ganó el mejor, pero sí el que obtuvo más
votos. Lo malo fue la cena posterior, que duró tres horas o tres semanas, no sé
bien. Me sentí como en el tren de la bruja y recibiendo todos los escobazos. No
siempre metafóricos, al final me lanzaron la escoba a la cara en forma de
servilleta. También recibió lo suyo algún amigo ausente al que yo me esforcé en
defender. Los escobazos que me daban a mí me dolían poco. Incluso a veces sonreía,
para asombro del poeta Sergio Fernández Salvador y su mujer, Sara, los únicos
que asistían por primera vez al espectáculo. A Carlos Marzal y a Aurora Luque
hasta les hacían gracia. Entre escobazo va y escobazo viene, recordé un párrafo
de Andrés Trapiello. Decía que mi lucha contra la impostura no es
indiscriminada, que sé distinguir entre popes y popes: “Y así lo comprobé el
día en que compartí una cena en Oviedo con una jefa suya de departamento,
cargante y medio loca, cuyas extravagancias y ridiculeces quedaron reflejadas a
los pocos días en su diario con un ‘la buena de Menganita’; ¿habría sido igual
de piadoso con otra persona que no fuera su jefe?”. Qué perspicacia la suya.
Pero
el peor escobazo lo acabo de recibir hace un minuto, poco antes de que
llegarais. Para los poetas, en cuanto tienen un cierto nombre, “los libros son
productos que hay que promocionar y las reseñas deben ser una especie gratuita
de publicidad. Quien antes nos ayudó a crecer, ahora no es más que un incordio”,
escrito en la más reciente entrada de mi Café Arcadia, y para demostrarme
que no soy un incordio, uno de esos escritores que conocí de jóvenes y a los
que, si no ayudé a crecer, si traté de ayudar, me envía un indignado WhatsApp
en el que, entre otras lindezas, me manda a la mierda porque “ya es tarde para
otro tipo de terapias”.
---¿Pero quién es ese chiflado?
---No es un chiflado y prefiero no
decir su nombre.
Martes, 24 de septiembre
EL HOMBRE
INVISIBLE
De los
tres libros publicados en estas fechas sobre el atentado de la calle del
Correo, me quedaba por leer Dinamita, tuercas y mentiras. Lo compré
ayer, lo termino hoy. Se centra en las víctimas. Nos describe minuciosamente
los momentos anteriores a la explosión y los estragos posteriores. Conocemos
los nombres, las ilusiones, las vidas truncadas de los que murieron, de los
supervivientes, de sus familiares. Un libro necesario, que se lee con lágrimas
y con indignación, no solo hacia los autores de esos asesinatos, sino hacia
quienes permitieron la impunidad de los asesinos y que triunfaran sus mentiras hasta
ser considerados como mártires de la libertad. Los autores no lo dicen, quizá
no se atreven siquiera a pensarlo, pero algún día –esperemos que no pasen otros
cincuenta años-- habrá que investigar el papel que tuvo la justicia militar de entonces
en el ocultamiento de la verdad sobre los hechos y en que los asesinos pudieran
llevar una vida apacible (algunos todavía la llevan) sin la más mínima
molestia. Ni siquiera los
GAL, asesinos
financiados con dinero público, se ocuparon de procurarles la más mínima
molestia.
Pero estos aplicados historiadores,
que tanto insisten en reivindicar a las víctimas, se olvidan de una. Tras
enumerar a los que fueron detenidos a raíz del atentado, añaden que no
mencionan “en la lista a los familiares, amigos y compañeros de los imputados,
cuya inocencia era tan evidente que recobraron la libertad en poco tiempo”.
Uno de los que ni siquiera merece
ser mencionado soy yo. Estar nueve días con su ocho noches incomunicado en una
celda de la Dirección General de Seguridad ¿es poco tiempo? Estar tres meses en
la prisión de Carabanchel y en condiciones particularmente penosas, no como el
resto de los procesados (salvo Mariluz Fernández), ¿es poco tiempo? Pasar seis
meses en libertad provisional y bajo fianza, teniendo que presentarse todas las
semanas en el Gobierno Militar, primero en Madrid y luego en Oviedo, ¿es poco
tiempo? Nueve meses en suspensión de empleo y sueldo ¿es poco tiempo?
Gaizca
Fernández Soldevilla y Ana Escauriaza parecen pensar que sí. O quizá es que no sabían
nada. Tampoco parecen haber leído (no lo citan en la bibliografía) Testimonios
de lucha y resistencia, de Eva Forest, publicado en 1977, donde recoge
testimonios de las presas encarceladas en Yeserías que han sufrido torturas.
Una de ellas, la madre de Mariluz, cuenta cómo desde su celda en la DGS me oyó gritar. Mi nombre lleva una
nota y, a pie de página: “No sabemos qué habrá sido de él”.
No se me volvió a mencionar hasta
que, medio siglo después, Xuan Cándano publicó Operación Caperucita. Culpa
mía, quizá. ¿Por qué no reivindiqué mi papel de víctima? La carrera política (e
incluso literaria) de más de uno debe mucho al hecho de haber sido amenazado.
Todavía me cuesta hablar del asunto.
Pero debería hacerlo para completar la historia. No fue un error el que me
tuvieran tanto tiempo encerrado y lejos del resto. Yo era la pieza necesaria
para llevar a Mariluz a la hoguera. Si ella era la autora del atentado (según
su hermano, que Dios le tenga en su gloria, en una cena familiar, la misma
noche del 13, afirmó haber colocado la bomba), yo tenía que ser su acompañante:
ese día, a esa hora, comíamos juntos.
Miércoles, 25 de septiembre
MISTERIO SIN
RESOLVER
Nunca
quise hablar de mi experiencia carcelaria, pero una vez lo hice. Fue en
Jerusalén, allá por el 2003. Asistía a un curso sobre el Holocausto en el Yad
Vasem, el museo de la memoria, que conmemoraba su cincuenta aniversario.
Escuché
a varios supervivientes de los campos de concentración, con el número tatuado sobre
el brazo. Contaron que, al principio, no se atrevían a hablar de lo que les
había pasado, tampoco nadie tenía especial interés en escucharlos. Todos
querían olvidar. Uno de los historiadores que intervenían en aquel curso nos
dijo que su padre nunca les refirió su experiencia en el campo de exterminio.
Solo empezó a contar algo cuando el nieto, muchos años después, se interesó por
ello. ¿Por qué no hablaban? Quizá se avergonzaban de haber sobrevivido, quizá
no querían hacer sufrir a sus seres queridos con esos recuerdos.
A
mí me vino entonces a la memoria aquella experiencia tenazmente silenciada. Se
la conté allí mismo a una amiga, Juana Salabert, y luego en Leña al fuego, publicado
hace ahora exactamente veinte años, en 2004. Pero el secreto sigue siendo
secreto, porque nadie parece haber leído esas páginas. Incluso yo las había
olvidado.
Busco
el libro en mi biblioteca y no doy con él. En una página de Internet lo venden
por 190 euros, pero acabo encontrándolo por solo 14. No sé si me atreverá a
releer ese testimonio cuando lo reciba. Otros son quienes tienen la obligación
de hacerlo, si quieren escribir la historia con un poco de rigor. Como otros
son los que tienen la obligación de hacer justicia en ese execrable crimen sin
castigo.
Aún están a tiempo. ¿No se anularon en
Argentina las leyes de amnistía? ¿No se reabren viejos sumarios, en esta España
nuestra, por el testimonio de etarras arrepentidos? También se les pregunta por
atentados que ocurrieron antes de la ley de amnistía: uno en 1973 y otro en
1976.
Si
esos sumarios siguen abiertos, ¿por qué no reabrir el de la calle del Correo? En
este caso, para aclarar los hechos no hace falta recurrir a ningún arrepentido,
todo está ya claro en el sumario: a finales del 74, se había identificado ya a
los culpables, unos en la cárcel y otros huidos a Francia. Lo que no está claro
es por qué se decidió dejar en libertad a los presos (antes de la ley de
amnistía, por cierto) y no insistir –como se insiste con Puigdemont, no
precisamente un asesino-- en la solicitud de extradición de los huidos a
Francia.
Este
sí que es un misterio sin resolver.
Jueves, 26 de septiembre
NADA ES PARA
SIEMPRE
No
valgo yo para enfadarme con nadie, aunque muchos se enfaden conmigo. Un
susceptible amigo, al que leo desde sus balbuceantes primeros versos, tiene la
mala costumbre de escribirme una irritada carta cada vez que reseño alguno de
sus libros y le pongo algún reparo. No tomo sus exabruptos demasiado en serio.
Es buena persona y pronto se le pasan. Pero la protesta del sábado pasado, la
más absurda de todas, venía tras haber estado más de una hora defendiéndole en la
cena en Casa Amparo que algo tuvo de disparatado reality show televisivo.
El
lunes se presentaba el libro Las mejores palabras, antología del premio
Alarcos que yo he coordinado y a la que puse título, sin que en ella, supongo
que por descuido, figure mi nombre. Al susceptible poeta –que leía versos en
ese acto-- le dije que no iba a la presentación porque no tenía ganas de verlo,
aunque había otras razones. Y era verdad cuando lo dije, pero el enfado se me
había pasado al día siguiente. Lo cierto es que seguiré leyéndole y admirándole
en lo mucho que tiene que admirar, pero no en todo lo demás.