Sábado, 14 de septiembre
ESFINGE SIN
SECRETO
Me he
pasado la vida hablando de mí mismo, pero hay muchas cosas de las que nunca he
hablado, algunas ni siquiera a mí mismo. Soy como un viejo caserón en el que se
hace la vida y se recibe a las visitas en unas pocas habitaciones (mi preferida
es la biblioteca con altos techos pintados al fresco y grandes ventanales que
dan al jardín), mientras que en las otras nadie entra desde hace años (quizá
desde que era niño). Algunos días me entra la tentación, si no de hacer
limpieza (¿para qué?), al menos de armarme de valor y adentrarme en el desván y
en los cuartos oscuros como quien se adentra en la jungla, pero siempre acabo
venciéndola.
---¿Para qué hablas tanto de ti?, me
preguntan a veces.
---Para ocultarme mejor, suelo
responder.
Pero sospecho que lo único que tengo
que ocultar es que nada tengo que ocultar. Hay quien es capaz de hacerse hasta
sospechoso de un crimen con tal de disimular la absoluta insignificancia de su
vida.
Domingo, 15 de septiembre
VISITA AL DOCTOR
El
placer de entrar por primera vez en la casa de alguien que admiramos desde hace
muchos años. Es amplia, confortable, llena de luz. Apenas se entra en ella, nos
encontramos con un espacioso recibidor: gran chimenea, dos bargueños de época y
un retrato del propietario pintado por Zuloaga.
A la derecha, la salita de espera, con una
escultura de Julio Antonio, un soberbio reloj de mesa y un magnífico Sorolla.
Hay también un gran espejo antiguo y tres óleos de Gutiérrez Solana.
La
consulta tiene tres grandes ventanales que dan a la Castellana. En dos
estantes, se apretujan unos cuatrocientos volúmenes con todos los libros,
monografías, discursos, colaboraciones que ha publicado el dueño de la casa.
Tres magníficos Grecos presiden el despacho, entre ellos, “un Crucificado sobre
una tormenta admirable, pintado en su cuarto de hora de mayor inspiración,
cuando el rayo y el trueno más fuertes le abrieron más el cielo y vio mejor su
fondo”, según escribió Ramón Gómez de la Serna.
El despacho se comunica, por medio de unas
puertas corredizas, con otras dos piezas. La
central la preside un cuadro de Goya y en la siguiente se encuentra
instalada la biblioteca de viajes, una de las cuatro que posee mi admirado
amigo, en Madrid y en Toledo. La biblioteca de viajes la comenzó cuando todavía
era casi un niño y Galdós le regaló la colección de Viajes publicada por
Fabié en 1886. Ahora tiene más de tres mil volúmenes y es quizá la mejor del
mundo en su género.
Compro en el Fontán el libro de
Francisco Javier Almodóvar y Enrique Warleta Marañón o una vida fecunda, publicado
en 1952, que lleva prólogo, naturalmente, del propio doctor Marañón. Lo abro y
es como si me abriera sonriente las puertas de su casa. Conozco no solo a su
familia, sino también al servicio: Ramón Arana, “amable, con una leve sonrisa,
sabiendo ver, oír y callar, las grandes virtudes de los hombres de confianza”;
María Luisa, la doncella, una asturiana que regala salud; Carmen, la cocinera,
y Rita, una gallega criada en Portugal, “atenta a esas mil minucias que
reclaman en la casa la atención constante”.
¡Cuánta gente detrás de un gran
hombre! Su mujer, sus hijos, sus colaboradores, la servidumbre, todos viven
pendientes “del pensamiento y la actitud del que allí es padre, jefe, amigo y
hermano, disputándose el privilegio de estar en primera línea en esa difícil y
callada estrategia de cooperación sin darse cuenta apenas de que son también
parte esencial de la obra realizada”.
Detrás de mí, ayudándome, no hay
nadie. ¿Justifica eso que no haya hecho nada importante? Quizá sí o quizá no,
importa poco. Marañón –el único prócer durante la monarquía que lo siguió
siendo durante la república y el franquismo-- está muerto y yo estoy vivo.
Salgo de su casa en la Castellana y paseo feliz por el Campillín al sol de esta
espléndida mañana de otoño.
Lunes, 16 de septiembre
FALTA Y SOBRA
Como
“trapero del tiempo” se definía Marañón, que no desperdiciaba ni un minuto de
su día a día. “Trapero del talento”, podría definirme yo, que no desperdicio ni
una brizna del poco o mucho que me ha sido concedido.
A veces me vergüenza pensar que soy
la única persona del mundo a la que, para hacer algo que valga la pena, le
sobra tiempo y le falta talento. Pero enseguida se me pasa: solo soy el único
que lo dice, no el único al que le ocurre.
Martes, 17 de septiembre
POR QUÉ SOY TAN
MAL AMIGO
Soy un
amigo incómodo, lleno de espinas, lo sé, y por eso valoro más a los viejos
amigos, los que lo son desde años y lo siguen siendo. José Cereijo lo es desde
hace exactamente treinta años. Poco después de que yo comentara su primer
libro, de 1994, vino por primera vez a Oviedo y participó en nuestra tertulia.
En ella conoció a Víctor Botas, que le dedicó la primera edición de sus poesías
completas. Ya de regreso a Madrid, a los pocos días le escribió una carta comentándoselas, pero Víctor Botas no llegó a recibir esa carta.
Ayer
le escuché a Cereijo leer sus versos en Avilés llevado de la mano entusiasta de
Isabel Marina; hoy dialogo con él en la presentación de su último libro, Lecturas
de riesgo. Y como soy persona que puede hacer dos cosas al mismo tiempo
(que siempre hace dos cosas al mismo tiempo, y así me va), mientras charlamos
se me ocurre pensar que todo tiene dos caras y que yo soy a la vez un mal amigo
y un buen amigo.
Un mal amigo nada confortable, sobre
todo para los amigos escritores: no dejo a nadie dormirse sobre sus laureles,
siempre encuentro el punto flaco del libro que acaban de publicar y no me lo
callo, ni se lo comento en privado, sino que lo aireo en mi reseña semanal. Los
escritores jóvenes, si son inteligentes, aceptan los reparos, aunque no estén
de acuerdo, y siguen siendo amigos. Hasta que triunfan, o eso creen ellos, y
entran en el mercado o mercadillo de la literatura. Ya los libros son productos
que hay que promocionar y las reseñas deben ser una especie gratuita de
publicidad. Quien antes nos ayudó a crecer, ahora no es más que un incordio.
Pero, si bien se mira, no soy un
amigo tan malo: impertinente, sí, pero que no traiciona, ni pone zancadillas,
ni lucha por escalar cucañas. Y fiel. En medio siglo de vida literaria, más de
un amigo habrá dejado de serlo –y seguramente con razón--, pero yo no he dejado de
serlo de nadie. En el amor me pasa, me pasaba, lo mismo: me abandonan, no
abandono. Y no lo digo en son de queja: se cansan antes de que yo me canse y me
dejan algo de tristeza, que se cura pronto (un clavo saca otro clavo), pero no remordimiento
ni mala conciencia, que es lo que peor llevo.
En estas cosas pienso mientras
dialogo sobre la poesía y sus alrededores con José Cereijo y la presencia de
Paulina entre el público me trae a la memoria a Víctor Botas, quien fue mi
amigo durante quince años en vida y ya lo lleva siendo el doble de años desde
esa otra vida a la que se mudó un día tan inesperadamente.
Yo seré un mal amigo, al menos tal
como se entiende la amistad entre los escritores, pero nunca dejaré de serlo de
nadie porque ponga todos los razonados reparos que quiera a un libro mío.
Incluso los no razonados me hacen gracia. Me gusta repetir aquello que leí en
no sé qué revistilla: “Las opiniones sobre la poesía de José Luis García Martín
están divididas. Unos piensan que es un pésimo poeta. Otros que no es un
poeta”.
Un mal amigo, pero que tiene la
suerte de contar con los mejores amigos: gracias, Cereijo; gracias, Paulina; y
gracias, querido Botas por seguir asistiendo, un viernes sí y otro también, a
nuestra tertulia.
Jueves, 19 de septiembre
MARÍA LUISA EN EL
JARDÍN
Javier
Barón presenta en el Bellas Artes, la última adquisición del museo: “María
Luisa en el jardín”, de Mariano Fortuny. Yo pienso en Yara, que tiene la edad
que entonces tenía María Luisa; en Martín, que hoy cumple ocho años, y en que
soy un hombre afortunado: vivo rodeado de gente que quiero y también, como mi
admirado Marañón, de obras de arte, pero yo no las guardo en casa –no cabrían--,
sino en tres espléndidos edificios por los que me paseo como Pedro por su casa.
Es
lo que hago esta tarde, en cuanto me canso de escuchar a Barón, que es un poco
Bonet, y qué placer saludar de nuevo, en las salas vacías –la gente ha
preferido aburrirse con el conferenciante--, a los hijos de Sánchez, a la dama
de las camelias en el palco del Real, al inocente Emaús, a tantos amigos como
tengo por aquí, siempre a mi espera.
Erratas:
ResponderEliminar¿Para qué [con acento] hablas
capaz hasta de hacerse hasta sospechoso
a los pocos los días
le escribió una cara comentándoselas
yo [no] he dejado de serlo
(un clavo saca otro claro)
Muchas gracias.
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