sábado, 21 de septiembre de 2024

Al servicio de quien me quiera: Yo mi me conmigo

 

Sábado, 14 de septiembre
ESFINGE SIN SECRETO

Me he pasado la vida hablando de mí mismo, pero hay muchas cosas de las que nunca he hablado, algunas ni siquiera a mí mismo. Soy como un viejo caserón en el que se hace la vida y se recibe a las visitas en unas pocas habitaciones (mi preferida es la biblioteca con altos techos pintados al fresco y grandes ventanales que dan al jardín), mientras que en las otras nadie entra desde hace años (quizá desde que era niño). Algunos días me entra la tentación, si no de hacer limpieza (¿para qué?), al menos de armarme de valor y adentrarme en el desván y en los cuartos oscuros como quien se adentra en la jungla, pero siempre acabo venciéndola.

            ---¿Para que hablas tanto de ti?, me preguntan a veces.

            ---Para ocultarme mejor, suelo responder.

            Pero sospecho que lo único que tengo que ocultar es que nada tengo que ocultar. Hay quien es capaz hasta de hacerse hasta sospechoso de un crimen con tal de disimular la absoluta insignificancia de su vida.

Domingo, 15 de septiembre
VISITA AL DOCTOR

El placer de entrar por primera vez en la casa de alguien que admiramos desde hace muchos años. Es amplia, confortable, llena de luz. Apenas se entra en ella, nos encontramos con un espacioso recibidor: gran chimenea, dos bargueños de época y un retrato del propietario pintado por Zuloaga.

 A la derecha, la salita de espera, con una escultura de Julio Antonio, un soberbio reloj de mesa y un magnífico Sorolla. Hay también un gran espejo antiguo y tres óleos de Gutiérrez Solana.

La consulta tiene tres grandes ventanales que dan a la Castellana. En dos estantes, se apretujan unos cuatrocientos volúmenes con todos los libros, monografías, discursos, colaboraciones que ha publicado el dueño de la casa. Tres magníficos Grecos presiden el despacho, entre ellos, “un Crucificado sobre una tormenta admirable, pintado en su cuarto de hora de mayor inspiración, cuando el rayo y el trueno más fuertes le abrieron más el cielo y vio mejor su fondo”, según escribió Ramón Gómez de la Serna.

 El despacho se comunica, por medio de unas puertas corredizas, con otras dos piezas. La  central la preside un cuadro de Goya y en la siguiente se encuentra instalada la biblioteca de viajes, una de las cuatro que posee mi admirado amigo, en Madrid y en Toledo. La biblioteca de viajes la comenzó cuando todavía era casi un niño y Galdós le regaló la colección de Viajes publicada por Fabié en 1886. Ahora tiene más de tres mil volúmenes y es quizá la mejor del mundo en su género.

            Compro en el Fontán el libro de Francisco Javier Almodóvar y Enrique Warleta Marañón o una vida fecunda, publicado en 1952, que lleva prólogo, naturalmente, del propio doctor Marañón. Lo abro y es como si me abriera sonriente las puertas de su casa. Conozco no solo a su familia, sino también al servicio: Ramón Arana, “amable, con una leve sonrisa, sabiendo ver, oír y callar, las grandes virtudes de los hombres de confianza”; María Luisa, la doncella, una asturiana que regala salud; Carmen, la cocinera, y Rita, una gallega criada en Portugal, “atenta a esas mil minucias que reclaman en la casa la atención constante”.

            ¡Cuánta gente detrás de un gran hombre! Su mujer, sus hijos, sus colaboradores, la servidumbre, todos viven pendientes “del pensamiento y la actitud del que allí es padre, jefe, amigo y hermano, disputándose el privilegio de estar en primera línea en esa difícil y callada estrategia de cooperación sin darse cuenta apenas de que son también parte esencial de la obra realizada”.

            Detrás de mí, ayudándome, no hay nadie. ¿Justifica eso que no haya hecho nada importante? Quizá sí o quizá no, importa poco. Marañón –el único prócer durante la monarquía que lo siguió siendo durante la república y el franquismo-- está muerto y yo estoy vivo. Salgo de su casa en la Castellana y paseo feliz por el Campillín al sol de esta espléndida mañana de otoño.

Lunes, 16 de septiembre
 FALTA Y SOBRA

Como “trapero del tiempo” se definía Marañón, que no desperdiciaba ni un minuto de su día a día. “Trapero del talento”, podría definirme yo, que no desperdicio ni una brizna del poco o mucho que me ha sido concedido.

            A veces me vergüenza pensar que soy la única persona del mundo a la que, para hacer algo que valga la pena, le sobra tiempo y le falta talento. Pero enseguida se me pasa: solo soy el único que lo dice, no el único al que le ocurre.

Martes, 17 de septiembre
POR QUÉ SOY TAN MAL AMIGO

Soy un amigo incómodo, lleno de espinas, lo sé, y por eso valoro más a los viejos amigos, los que lo son desde años y lo siguen siendo. José Cereijo lo es desde hace exactamente treinta años. Poco después de que yo comentara su primer libro, de 1994, vino por primera vez a Oviedo y participó en nuestra tertulia. En ella conoció a Víctor Botas, que le dedicó la primera edición de sus poesías completas. Ya de regreso a Madrid, a los pocos los días le escribió una cara comentándoselas, pero Víctor Botas no llegó a recibir esa carta.

Ayer le escuché a Cereijo leer sus versos en Avilés llevado de la mano entusiasta de Isabel Marina; hoy dialogo con él en la presentación de su último libro, Lecturas de riesgo. Y como soy persona que puede hacer dos cosas al mismo tiempo (que siempre hace dos cosas al mismo tiempo, y así me va), mientras charlamos se me ocurre pensar que todo tiene dos caras y que yo soy a la vez un mal amigo y un buen amigo.

            Un mal amigo nada confortable, sobre todo para los amigos escritores: no dejo a nadie dormirse sobre sus laureles, siempre encuentro el punto flaco del libro que acaban de publicar y no me lo callo, ni se lo comento en privado, sino que lo aireo en mi reseña semanal. Los escritores jóvenes, si son inteligentes, aceptan los reparos, aunque no estén de acuerdo, y siguen siendo amigos. Hasta que triunfan, o eso creen ellos, y entran en el mercado o mercadillo de la literatura. Ya los libros son productos que hay que promocionar y las reseñas deben ser una especie gratuita de publicidad. Quien antes nos ayudó a crecer, ahora no es más que un incordio. ¿Verdad, Martín López-Vega?

            Pero, si bien se mira, no soy un amigo tan malo: impertinente, sí, pero que no traiciona, ni pone zancadillas, ni lucha por escalar cucañas. Y fiel. En medio siglo de vida literaria, más de un amigo habrá dejado de serlo –y seguramente con razón--, pero yo he dejado de serlo de nadie. En el amor me pasa, me pasaba, lo mismo: me abandonan, no abandono. Y no lo digo en son de queja: se cansan antes de que yo me canse y me dejan algo de tristeza, que se cura pronto (un clavo saca otro claro), pero no remordimiento ni mala conciencia, que es lo que peor llevo.

            En estas cosas pienso mientras dialogo sobre la poesía y sus alrededores con José Cereijo y la presencia de Paulina entre el público me trae a la memoria a Víctor Botas, quien fue mi amigo durante quince años en vida y ya lo lleva siendo el doble de años desde esa otra vida a la que se mudó un día tan inesperadamente.

            Yo seré un mal amigo, al menos tal como se entiende la amistad entre los escritores, pero nunca dejaré de serlo de nadie porque ponga todos los razonados reparos que quiera a un libro mío. Incluso los no razonados me hacen gracia. Me gusta repetir aquello que leí en no sé qué revistilla: “Las opiniones sobre la poesía de José Luis García Martín están divididas. Unos piensan que es un pésimo poeta. Otros que no es un poeta”.

            Un mal amigo, pero que tiene la suerte de contar con los mejores amigos: gracias, Cereijo; gracias, Paulina; y gracias, querido Botas por seguir asistiendo, un viernes sí y otro también, a nuestra tertulia. 

Jueves, 19 de septiembre
MARÍA LUISA EN EL JARDÍN

Javier Barón presenta en el Bellas Artes, la última adquisición del museo: “María Luisa en el jardín”, de Mariano Fortuny. Yo pienso en Yara, que tiene la edad que entonces tenía María Luisa; en Martín, que hoy cumple ocho años, y en que soy un hombre afortunado: vivo rodeado de gente que quiero y también, como mi admirado Marañón, de obras de arte, pero yo no las guardo en casa –no cabrían--, sino en tres espléndidos edificios por los que me paseo como Pedro por su casa.

Es lo que hago esta tarde, en cuanto me canso de escuchar a Barón, que es un poco Bonet, y qué placer saludar de nuevo, en las salas vacías –la gente ha preferido aburrirse con el conferenciante--, a los hijos de Sánchez, a la dama de las camelias en el palco del Real, al inocente Emaús, a tantos amigos como tengo por aquí, siempre a mi espera.



 

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