viernes, 27 de septiembre de 2024

Al servicio de quien me quiera: Personal y político

 

  

Sábado, 21 de septiembre
LA CENA DE LAS BURLAS
 

---¿Qué tal el premio de ayer?, me pregunta en el Atrio, donde tomo un café como todos los sábados desde hace exactamente treinta y cuatro años.

            ---Una pesadilla. Bueno, el premio no. Fue como todos los premios: no ganó el mejor, pero sí el que obtuvo más votos. Lo malo fue la cena posterior, que duró tres horas o tres semanas, no sé bien. Me sentí como en el tren de la bruja y recibiendo todos los escobazos. No siempre metafóricos, al final me lanzaron la escoba a la cara en forma de servilleta. También recibió lo suyo algún amigo ausente al que yo me esforcé en defender. Los escobazos que me daban a mí me dolían poco. Incluso a veces sonreía, para asombro del poeta Sergio Fernández Salvador y su mujer, Sara, los únicos que asistían por primera vez al espectáculo. A Carlos Marzal y a Aurora Luque hasta les hacían gracia. Entre escobazo va y escobazo viene, recordé un párrafo de Andrés Trapiello. Decía que mi lucha contra la impostura no es indiscriminada, que sé distinguir entre popes y popes: “Y así lo comprobé el día en que compartí una cena en Oviedo con una jefa suya de departamento, cargante y medio loca, cuyas extravagancias y ridiculeces quedaron reflejadas a los pocos días en su diario con un ‘la buena de Menganita’; ¿habría sido igual de piadoso con otra persona que no fuera su jefe?”. Qué perspicacia la suya.

Pero el peor escobazo lo acabo de recibir hace un minuto, poco antes de que llegarais. Para los poetas, en cuanto tienen un cierto nombre, “los libros son productos que hay que promocionar y las reseñas deben ser una especie gratuita de publicidad. Quien antes nos ayudó a crecer, ahora no es más que un incordio”, escrito en la más reciente entrada de mi Café Arcadia, y para demostrarme que no soy un incordio, uno de esos escritores que conocí de jóvenes y a los que, si no ayudé a crecer, si traté de ayudar, me envía un indignado WhatsApp en el que, entre otras lindezas, me manda a la mierda porque “ya es tarde para otro tipo de terapias”.

            ---¿Pero quién es ese chiflado?

            ---No es un chiflado y prefiero no decir su nombre. 

Martes, 24 de septiembre
EL HOMBRE INVISIBLE

De los tres libros publicados en estas fechas sobre el atentado de la calle del Correo, me quedaba por leer Dinamita, tuercas y mentiras. Lo compré ayer, lo termino hoy. Se centra en las víctimas. Nos describe minuciosamente los momentos anteriores a la explosión y los estragos posteriores. Conocemos los nombres, las ilusiones, las vidas truncadas de los que murieron, de los supervivientes, de sus familiares. Un libro necesario, que se lee con lágrimas y con indignación, no solo hacia los autores de esos asesinatos, sino hacia quienes permitieron la impunidad de los asesinos y que triunfaran sus mentiras hasta ser considerados como mártires de la libertad. Los autores no lo dicen, quizá no se atreven siquiera a pensarlo, pero algún día –esperemos que no pasen otros cincuenta años-- habrá que investigar el papel que tuvo la justicia militar de entonces en el ocultamiento de la verdad sobre los hechos y en que los asesinos pudieran llevar una vida apacible (algunos todavía la llevan) sin la más mínima molestia. Ni siquiera los GAL, asesinos financiados con dinero público, se ocuparon de procurarles la más mínima molestia.

            Pero estos aplicados historiadores, que tanto insisten en reivindicar a las víctimas, se olvidan de una. Tras enumerar a los que fueron detenidos a raíz del atentado, añaden que no mencionan “en la lista a los familiares, amigos y compañeros de los imputados, cuya inocencia era tan evidente que recobraron la libertad en poco tiempo”.

            Uno de los que ni siquiera merece ser mencionado soy yo. Estar nueve días con su ocho noches incomunicado en una celda de la Dirección General de Seguridad ¿es poco tiempo? Estar tres meses en la prisión de Carabanchel y en condiciones particularmente penosas, no como el resto de los procesados (salvo Mariluz Fernández), ¿es poco tiempo? Pasar seis meses en libertad provisional y bajo fianza, teniendo que presentarse todas las semanas en el Gobierno Militar, primero en Madrid y luego en Oviedo, ¿es poco tiempo? Nueve meses en suspensión de empleo y sueldo ¿es poco tiempo?

Gaizca Fernández Soldevilla y Ana Escauriaza parecen pensar que sí. O quizá es que no sabían nada. Tampoco parecen haber leído (no lo citan en la bibliografía) Testimonios de lucha y resistencia, de Eva Forest, publicado en 1977, donde recoge testimonios de las presas encarceladas en Yeserías que han sufrido torturas. Una de ellas, la madre de Mariluz, cuenta cómo desde su celda en la DGS me oyó gritar. Mi nombre lleva una nota y, a pie de página: “No sabemos qué habrá sido de él”.

            No se me volvió a mencionar hasta que, medio siglo después, Xuan Cándano publicó Operación Caperucita. Culpa mía, quizá. ¿Por qué no reivindiqué mi papel de víctima? La carrera política (e incluso literaria) de más de uno debe mucho al hecho de haber sido amenazado.

            Todavía me cuesta hablar del asunto. Pero debería hacerlo para completar la historia. No fue un error el que me tuvieron tanto tiempo encerrado y lejos del resto. Yo era la pieza necesaria para llevar a Mariluz a la hoguera. Si ella era la autora del atentado (según su hermano, que Dios le tenga en su gloria, en una cena familiar, la misma noche del 13, afirmó haber colocado la bomba), yo tenía que ser su acompañante: ese día, a esa hora, comíamos juntos. 

Miércoles, 25 de septiembre
MISTERIO SIN RESOLVER

Nunca quise hablar de mi experiencia carcelaria, pero una vez lo hice. Fue en Jerusalén, allá por el 2003. Asistía a un curso sobre el Holocausto en el Yad Vasem, el museo de la memoria, que conmemoraba su cincuenta aniversario.

Escuché a varios supervivientes de los campos de concentración, con el número tatuado sobre el brazo. Contaron que, al principio, no se atrevían a hablar de lo que les había pasado, tampoco nadie tenía especial interés en escucharlos. Todos querían olvidar. Uno de los historiadores que intervenían en aquel curso nos dijo que su padre nunca les refirió su experiencia en el campo de exterminio. Solo empezó a contar algo cuando el nieto, muchos años después, se interesó por ello. ¿Por qué no hablaban? Quizá se avergonzaban de haber sobrevivido, quizá no querían hacer sufrir a sus seres queridos con esos recuerdos.

A mí me vino entonces a la memoria aquella experiencia tenazmente silenciada. Se la conté allí mismo a una amiga, Juana Salabert, y luego en Leña al fuego, publicado hace ahora exactamente veinte años, en 2004. Pero el secreto sigue siendo secreto, porque nadie parece haber leído esas páginas. Incluso yo las había olvidado.

Busco el libro en mi biblioteca y no doy con él. En una página de Internet lo venden por 190 euros, pero acabo encontrándolo por solo 14. No sé si me atreverá a releer ese testimonio cuando lo reciba. Otros son quienes tienen la obligación de hacerlo, si quieren escribir la historia con un poco de rigor. Como otros son los que tienen la obligación de hacer justicia en ese execrable crimen sin castigo.

 Aún están a tiempo. ¿No se anularon en Argentina las leyes de amnistía? ¿No se reabren viejos sumarios, en esta España nuestra, por el testimonio de etarras arrepentidos? También se les pregunta por atentados que ocurrieron antes de la ley de amnistía: uno en 1973 y otro en 1976.

Si esos sumarios siguen abiertos, ¿por qué no reabrir el de la calle del Correo? En este caso, para aclarar los hechos no hace falta recurrir a ningún arrepentido, todo está ya claro en el sumario: a finales del 74, se había identificado ya a los culpables, unos en la cárcel y otros huidos a Francia. Lo que no está claro es por qué se decidió dejar en libertad a los presos (antes de la ley de amnistía, por cierto) y no insistir –como se insiste con Puigdemont, no precisamente un asesino-- en la solicitud de extradición de los huidos a Francia.

Este sí que es un misterio sin resolver.

Jueves, 26 de septiembre
NADA ES PARA SIEMPRE

No valgo yo para enfadarme con nadie, aunque muchos se enfaden conmigo. Un susceptible amigo, al que leo desde sus balbuceantes primeros versos, tiene la mala costumbre de escribirme una irritada carta cada vez que reseño alguno de sus libros y le pongo algún reparo. No tomo sus exabruptos demasiado en serio. Es buena persona y pronto se le pasan. Pero la protesta del sábado pasado, la más absurda de todas, venía tras haber estado más de una hora defendiéndole en la cena en Casa Amparo que algo tuvo de disparatado reality show televisivo.

El lunes se presentaba el libro Las mejores palabras, antología del premio Alarcos que yo he coordinado y a la que puse título, sin que en ella, supongo que por descuido, figure mi nombre. Al susceptible poeta –que leía versos en ese acto-- le dije que no iba a la presentación porque no tenía ganas de verlo, aunque había otras razones. Y era verdad cuando lo dije, pero el enfado se me había pasado al día siguiente. Lo cierto es que seguiré leyéndole y admirándole en lo mucho que tiene que admirar, pero no en todo lo demás.

 

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