sábado, 30 de diciembre de 2017

Acción de gracias: Cadena de bloques


Sábado, 23 de diciembre
ELOGIO DE LA VANIDAD

Soy de esas personas, bastante insoportables, que tienden a considerarse más listos que nadie. Hablan con un matemático y le discuten algún punto de las matemáticas, con un catedrático de Derecho Constitucional y discrepan de la interpretación habitual entre los expertos de tal o cuál artículo de la Constitución, con un teólogo y no están de acuerdo con la lectura que la iglesia católica (o la evangélica, según se trate) hace de esta o aquella expresión griega puesta en boca de Jesús.
            Como de sobra sé que no tengo enmienda, procuro sacarle todo el partido posible a esta tendencia mía de querer tener siempre la razón. Últimamente andaba bastante deprimido porque todos los días leía algo en los periódicos sobre un asunto que no acababa de entender.
            “¿Cómo voy a ser más listo que nadie –me decía con tono burlón (la verdad es que reírme un poco de mí mismo es una de mis actividades favoritas)– si ni siquiera soy capaz de entender qué es un bitcoin?”
            Acabo de empezar a ponerle remedio. Comienzo con un vídeo titulado “Bitcoin, explicado para torpes”, sigo con la entrada de la Wikipedia y de ahí voy pasando a otros enlaces. Una hora después ya voy viéndolo un poco claro. Ahora lo que se me va volviendo más misterioso es el dinero de toda la vida.
            Hay unos señores que se llaman “mineros” y que se dedican a crear bitcoins mediante complejos sistemas informáticos, como los mineros tradicionales se iban a California en busca de oro. El número de bitcoins que se pueden crear es limitado: exactamente veintiún millones. Todas las transacciones que se hacen entre usuarios quedan registradas para siempre en miles de ordenadores y son imposibles de falsificar.
            Comienzo a entender, pero no entiendo del todo. Me vería en dificultades para explicar qué es lo que realmente se crea cuando se crea un bitcoin. Parece más fácil cuando se trata de un euro o un dólar porque pienso en la moneda o el billete. Pero la mayoría de los dólares o euros que circular por el mundo (o por la tarjeta que llevo en mi bolsillo) no tienen existencia física.
            Seguiré investigando. Ser vanidoso tiene sus ventajas. Recuerdo el ejemplo de Ortega sobre aquel hondero que se entrenaba todas las noches para llegar a alcanzar la luna. Nunca lo conseguiría, por supuesto, pero si no cejaba en el empeño acabaría siendo uno de los mejores honderos del mundo.
            Yo nunca conseguiré ser más listo que nadie, de eso estoy seguro y también de que, gracias a mi empeño por serlo, no resulta fácil vencerme en cualquier debate.


Domingo, 24 de diciembre
MISA DEL GALLO

¿En que se parece la Navidad al bitcoin? En que su número es limitado y en que son enteramente virtuales: celebramos el nacimiento de un niño, que si nació no nació ni tal día como hoy ni en el año en dicen que nació.
            Celebramos que en la infancia celebrábamos la Navidad.
            Celebramos que hemos dado un paso más hacia la tumba.
            Celebramos que sabemos inventar jaulas y no llaves para escapar de ellas.
            ¿En el Paraíso celebran la Navidad? ¿Jesucristo tiene que soplar las 2017 velas de un gran pastel?
            ¿Jesucristo sigue cumpliendo años o se mantiene en los 33 para toda la eternidad?
            Las religiones son una empresa basada en la confianza, funcionan a la perfección mientras los clientes crean que existe un Dios (el que exista de verdad o no carece de importancia). Dios es un ente virtual, como el bitcoin o cualquier moneda. No existe, pero sostiene y hace funcionar el mundo.


Lunes, 25 de diciembre
CONEY ISLAND

Quizá no fue una buena idea ir a ver Wonder Wheel, la nueva película de Woody Allen, el día de Navidad. Al principio me pareció el regalo perfecto, sobre todo cuando la taquillera me dijo que los puntos de mi tarjeta de las salas Yelmo me daban derecho a la entrada gratis.
            Pero era un regalo envenenado, que me deja muy mal sabor de boca. La última vez que estuve en Coney Island, con un grupo de amigos, fue hace casi veinte años. Una mañana radiante, con la gran noria presidiendo las melancólicas barracas, más desoladas entonces que en el colorín de los años cincuenta que nos muestra Woody Allen. Pero luego el día se nubló y cayó un repentino chaparrón que nos hizo refugiarnos bajo el paseo de madera, en los mismos lugares en que Mickey hace por primera vez el amor a Ginny. El día se nubló, también emocionalmente, y ya solo recuerdo, o solo quiero recordar, los perritos calientes que comimos en Nathan’s, los últimos que comimos juntos.
            Y luego están las navidades, esa otra noria emocional, con los sentimientos a flor de piel, con tanta gente como vamos dejando en el camino y que, de pronto, cuando menos lo esperas, se presenta a la cena, como en el anuncio de Coca Cola (“Estamos más cerca de lo que creemos”), y hay que hacerles sitio en la mesa y en un corazón tan vacío donde no cabe ya ni una ausencia más.
            La película de Woody Allen defrauda a todos. Comienza como un divertido juguete y termina con un final tan sin esperanza que nos corta el resuello. Woody Allen lleva años intentando que no le tomen por un payaso o por un aprovechado que va donde le pagan bien (Roma, Barcelona, París) rueda un telefilme promocional, toma el dinero y corre.
            “¡Yo soy el nuevo Ingmar Bergman, no un payaso, no un simple cómico de Brooklyn!”, grita sin que nadie le haga demasiado caso.


Martes, 26 de diciembre
EL VERDADERO FINAL

Inesperadamente, pero sin demasiada sorpresa, un amigo que trabaja en Amazon (es un alto ejecutivo) me informa de que Woody Allen cortó en el montaje los últimos minutos que había rodado de Wonder Wheel. El final que vemos en las salas de cine es un falso final. Tras el rostro desolado de Ginny, esa nueva Blanche DuBois, Clitemnestra que ha sacrificado a Ifigenia para nada, vuelve a aparecer sonriente, como en las primeras secuencias, Mickey, el donjuanesco salvavidas.
            “Así acababa la obra que yo escribí con mis experiencias de aquel verano en Coney Island imitando a mis admirados Tennesse Williams y Eugene O’Neill. Fue un gran éxito de crítica, aunque no duró más que una semana, quizá porque se estrenó en Navidad y a la gente no le gusta que le cuenten dramones por esas fechas, bastante tiene con lo que tiene en casa y en la primera página de los periódicos. Las cosas fueron de otra manera y quizá hubiera tenido más éxito si las hubiera contado tal como fueron”.
            Volvemos a la escena en que la dulce Caroline, tras despedirse de Mickey a la puerta de la pizzería Capri, camina sola seguida de un ominoso coche negro. El automóvil se detiene junto a ella. Se abre la puerta y un hombretón la obliga a entrar. Pero dentro está su marido, que la abraza y le cuenta que ha confesado y está en un programa de protección de testigos. Quienes fueron a buscarla a la casa de su padre, el bondadoso bruto Jumpty, no eran matones de la mafia, sino policías; querían ofrecerla también protección para que testificara ante el gran jurado.
            Ginny acepta finalmente la invitación a pescar de su marido, prueba, en un intento de congraciarse con él, a lanzar torpemente la caña y su anzuelo se enreda con el de un joven pescador solitario y atormentado. Es el comienzo de una buena amistad, otra vuelta de la noria que, por unos momentos, parece quedarse inmóvil mientras la nueva pareja, en lo más alto, creen poder tocar el cielo con las manos.
            El niño pirómano acaba ingresando en el cuerpo de bomberos y es el primero en llegar a cualquier incendio, como si supiera antes de que empezara dónde van a producirse; ha salvado más vidas que nadie y ha recibido más condecoraciones que ningún otro miembro del cuerpo.
            “Y yo, bueno, yo he terminado el Máster en la Universidad de Nueva York y me gano la vida en el teatro. Tampoco me puedo quejar”.
            Vemos al sonriente Mickey en Time Square ofreciendo entradas a mitad de precio para los musicales de Broadway.


Miércoles, 27 de diciembre
SU OTRO BANCO

Sigo dándole vueltas al asuntillo del bitcoin, a la cadena de bloques y al enigmático Satoshi Nakamoto. Se me ocurre pensar que lo que ha creado un grupo excepcional de ingenieros informáticos –Nakamoto es un cuento– no es ni más ni menos que un banco descentralizado que convierte al mundo entero en paraíso fiscal. Un banco que se dedica, como todos, a captar nuestro dinero y a producir beneficios que redistribuye entre sus accionistas. ¿Y quiénes son esos accionistas? En primer lugar, los llamados “mineros”, que con sus ordenadores particulares crean y mantienen la “cadena de bloques”, que es como el gran libro de cuentas del banco, donde se anotan todas las transacciones, un libro de cuentas que es de acceso público, que no puede ser alterado y del que se guarda copia en miles de ordenadores distribuidos por el mundo.
            Los bitcoins son las acciones de ese banco digital. Suben continuamente –al menos de momento– porque cada vez hay más gente interesada en complementar su banco de toda la vida con ese otro banco que le permite hacer pagos rápidos y con bajo coste a cualquier parte del mundo, sin que nadie husmee la razón de esos pagos, y guardar los ahorros a escondidas del fisco.
            Ese nuevo banco sin oficinas ni banqueros que compren periódicos y les hagan cambiar su línea editorial es la Wikipedia de los bancos. Pero una Wikipedia que se ha convertido en una empresa muy rentable para los intermediarios informáticos (cada vez hacen falta equipos más poderosos y gente más preparada para sostenerla) y para los especuladores de toda la vida.  Hay quien dice que el nombre del presunto creador del prodigioso artefacto no es más que un anagrama de las grandes compañías que están detrás y son su primeras beneficiarias: SAmsung, TOSHIba, NAKAmichi y MOTOrola.


Jueves, 28 de diciembre
ES EL MEJOR

“Es el mejor de tus discípulos”, me dice Graciano García en la Biblioteca del Fontán mientras escuchamos a Javier Almuzara presentar su libro A la de tres. Un poco fastidiado porque tenga más admiradores que yo, mientras él lee sus haikus me entretengo en escribir otros.
            Ventanas ciegas, / puertas tapiadas. Todos / seguimos dentro.
            Mejor que mármol / para tan largo sueño / la tierra leve.
            Todos los sueños / no valen lo que vale / un despertar.
            En el poema / los ojos del lector / dejan su huella.
            Cuántas palabras / para no decir nunca / lo que me importa.




sábado, 23 de diciembre de 2017

Acción de gracias: La cabra de la legión


Domingo, 17 de diciembre
SENTAR CABEZA

“Un hombre solo no es más que medio hombre”, escribí una vez. exageraba: si tiene gripe, no es más que un cuarto. O menos.
            Toda la noche sin dormir, en medio de negros pensamientos. Me repetía la rima de Bécquer: “Al ver mis horas de fiebre / e insomnio lentas pasar, / a la orilla de mi lecho, / ¿quién se sentará?”
            Decidí que esto no podía seguir así, que la buena vida tenía que acabar; buscaría un alma gemela que, en momentos como este, me pusiera la mano en la frente, me tomara la temperatura, me preparara leche con miel o cualquier otra poción mágica, como en los días de la infancia.
            Pero por la mañana el sol espléndido me levanta el ánimo y hace que me olvide de  los buenos propósitos.
            Ya sentaré la cabeza cuando sea un poco mayor.


Lunes, 18 de diciembre
DERECHO A VETO

Uno de los coordinadores de Maremagnum pasa por Las Salesas y me muestra las pruebas de La luz a ti debida, el monográfico que le van a dedicar a Ángel González a los diez años de su muerte. Me sorprende que comience con un puñado de poemas inéditos, muy en su estilo último, hechos como al desgaire, solo música, emoción y unas pocas palabras verdaderas.
            ––¿De dónde los habéis sacado?
            ––Nos lo ha pasado Susana, pero con una condición. Insistió mucho en que en este número no podían colaborar los García (ya sabes, García Montero y García Martín) ni ninguno de sus acólitos.
            ––Pues acólitos míos no veo, porque no tengo, pero los de García Montero forman la mitad del número.
            ––Pero ella no lo sabe. Y no se te ocurra comentar esto, que es capaz de obligarnos a retirar los poemas o a destruir la edición. Ya sabes cómo se las gasta.


Martes, 19 de diciembre
TEORÍAS DE LA CONSPIRACIÓN

Martín López-Vega me envía, junto con su nuevo libro, el catálogo de la exposición que el Instituto Cervantes dedica a Arturo Barea. Por la colaboración de William Chislett me entero de que, un artículo publicado por George Pendle en 1952, motivó una queja de “las autoridades culturales de Madrid” por haberle incluido entre los escritores españoles: “Esa gente me informa de que usted ya no es un escritor español, del mismo modo que Conrad no es un escritor polaco; me dicen que usted dicta a su esposa (en una lengua que evitan precisar) y que, a continuación, ella traduce sus pensamientos al inglés”.
            Algo de verdad había en esa afirmación. La obra maestra de Barea, La forja de un rebelde, se publicó en inglés antes que en español y del inglés tuvo que ser traducida al español porque los presuntos originales se perdieron.
            Toda la obra de Barea que vale la pena fue escrita en colaboración con su mujer, Ilsa Barea, que tenía la cultura que a él le faltaba. Quizá ambos nombres deberían ir juntos en la cubierta de sus mejores libros.
            Busco alguna referencia a este asunto en el catálogo y no la encuentro. Sí una pintoresca afirmación de Antonio Muñoz Molina, converso de la conspiración contra la Tercera España.
            Resulta que Arturo Barea no encajaba en la “cultura recuperada del exilio”, marcada “por la hegemonía comunista en el antifranquismo”. A Barea se le silenciaría por señalar los crímenes en la zona republicana, como a Chaves Nogales o a Elena Fortún, dos de las actuales estrellas radiantes de la Tercera España.  Y si Barea era políticamente incómodo en los años setenta, “por la fértil alianza del sectarismo y la ignorancia”, vuelve a serlo ahora, “en estos años, más de una década ya, en los que, desde trincheras nuevamente abiertas, se imponen visiones cada vez más simplonas de la República y de la Guerra Civil, un género que en la literatura podría calificarse de novela rosa roja”.
            El que La forja de un rebelde, en cuanto pudo editarse en España (la primera edición en lengua española apareció en Buenos Aires), se reeditara una y otra vez, y en colecciones populares, el que se hiciera de ella una famosa adaptación para televisión española, no puede nada contra los apriorismos de Muñoz Molina. El “sectarismo y la ignorancia” hacía que de los escritores exiliados solo se tuviera en cuenta a los comunistas, como Alberti y Bergamín. ¿Se desdeñó a Cernuda, a Francisco Ayala o a Jorge Guillén por no ser comunistas? ¿Se prefirió a Herrera Petere o a Juan Rejano?
            ¿Y qué “novela rosa roja” es esa que ha proliferado durante los últimos años, los del gobierno del Partido Popular? Sospecho que la primorosa caligrafía de Muñoz Molina no se corresponde con la adecuada sutileza intelectual.
            En la zona republicana, hubo siempre diversidad de opiniones, a pesar de que la guerra impusiera la censura (Barea fue censor), y nunca se dio la unánime aceptación de los dogmas comunistas, ni durante la guerra ni en el exilio. Muñoz Molina se ha decidido ahora, tantos años después, a combatirlos. Al parecer, antes no se atrevía a leer ni a Cernuda ni a Barea porque se lo prohibían los comunistas.


Miércoles, 20 de diciembre
EN EL PARQUE FERRERA

Como todo el mundo, yo también detesto la Navidad. Y como todo el mundo no podría pasar sin ella. La alegría de que acabe, y de que no vuelva hasta el año que viene, es una de las mejores alegrías de cada año.
            Soy como el Scrooge de Dickens o el gigante egoísta de Oscar Wilde, pero muy respetuoso con las tradiciones, así que cumplo todos los ritos, salvo el de la misa del gallo. El Belén, de tamaño natural, me lo suelen colocar bajo la ventana de mi habitación, delante de los caños de San Francisco, porque yo, que vivo solo, en Nochebuena ceno en familia, pero me voy a dormir a mi hotel favorito, el Ferrera (ahora creo que se llama Palacio de Avilés). Me basta recorrer la calle de Rivero para llegar hasta él. La noche del 24 es como un a prolongación más de mi casa.
            Aunque me acueste tarde, nunca demasiado, el día de Navidad me gusta madrugar, ver amanecer sobre los árboles del parque. A esa hora está cerrado al público, pero abierto para mí. Me abrigo bien –ya no nieva en Navidad, pero suele hacer bastante frío– y salgo por la puerta de atrás del hotel. Qué distinto a esa hora, sin nadie, que con el trasiego habitual, o solo un poco más tarde, cuando lo abren y comienzan a cruzarlo perros con sus dueños o esforzados practicantes del running.
            Siempre recuerdo la primera vez que entré, cuando todavía era propiedad de los marqueses, saltando las altas tapias de piedra, junto a las que cruzaba cada día camino del Instituto Carreño Miranda. Entonces era un espacio mágico, ahora lo sigue siendo, especialmente en la mañana de Navidad.
            Me siento como un viajero del futuro y caminando por la rosaleda del jardín francés espero encontrarme con el niño que yo era allá por 1960 o 1961, cuando el mundo se iba poco a poco abriendo ante mis ojos como una inagotable maravilla.
            ¿Qué le diría, si me lo encontrara, al niño que fui, que sigo siendo? Confío en que no se avergonzara demasiado de mí.
            Siempre espero un milagro en este primer paseo de Navidad, siempre parece que va a ocurrir lo inesperado. Pero nunca ocurre nada. Solo una vez…
            Me di cuenta de que no me había atado bien los cordones de los zapatos y me senté en un banco para solucionar el problema. Noté algo extraño, alcé la cabeza y sentado en el otro extremo, mirándome, estaba Papá Noel.
            Un papá Noel de trapo que seguramente algún niño había olvidado allí la tarde antes. Nada raro, nada extraordinario, pero a mí me pareció que me miraba fijamente y como que se sonreía, aunque sus ojos y su boca estaban solo insinuados en la tela de la cara. Junto al banco, había un árbol hermoso, traído de lugares remotos; levanté la vista: en una de sus ramas estaba enredado el trineo. “Los niños son muy brutos”, pensé. “Seguro que algún niño mayor lo ha lanzado hasta allí y luego no fue capaz de bajarlo”.
            ––Te traigo lo que me pediste, dijo el Papá Noel.
            ––Yo no te le pedido nada. Nunca. Cuando era niño los juguetes se los pedíamos a los Reyes Magos.
            ––Los Reyes Magos no existen.
            ––Tú tampoco.
            ¿Qué hago hablando con un muñeco?, pensé de pronto. ¿Estaré borracho? Pero si yo nunca bebo.
            Me froté los ojos, miré hacia el extremo del banco: el muñeco ya no estaba allí. “La navidad nos vuelve a todos un poco tontainas, la sensiblería no es buena para la salud”. Se me habían humedecido los ojos de lágrimas, no sé por qué, quizá porque recordaba aquella copla  que leí por primera vez en un cuento de Alarcón: “La Nochebuena se viene, / la Nochebuena se va / y nosotros nos iremos / y no volveremos más”.
            Alcé los ojos para ver si el carro seguía entre las ramas o todo había sido una ilusión óptica, pero allí estaba, con Papá Noel sujetando las riendas. Me hizo un gesto de despedida.
            ––Ya tienes lo que me pediste, me gritó.
            ––¡Yo no te he pedido nada!, le respondí también a gritos.
            ––¡Mira en tu bolsillo!
            ¿En mi bolsillo?, repetí, aunque seguramente ya no me oyó, porque a toda velocidad había desaparecido en el cielo ya límpidamente azul.
            Un aviso del teléfono me hizo saber que me había llegado un WhatsApp. Era un vídeo. Toqué la pantalla y apareció en ella un bebé, mirándome muy serio con sus grandes ojos, agarrándose los pies con sus diminutas manos.
            Miré hacia lo alto, donde ya no quedaba ni la más mínima señal de un carro de renos que quizá no había existido nunca, y dije: “Gracias, Papá Noel o quien quiera que seas. Qué bien me conoces. Me conoces mejor que yo mismo”


Viernes, 22 de diciembre
APRENDO A CALLAR

“¿Cómo vas a tener amigos –me dice uno de los pocos que me quedan–, si nada le molesta más a la gente que el que le den lección y tú te pasas la vida dándolas?”
            ––Me estoy enmendando. Ya no hablo de política. Da un puñetazo en la mesa el jefe del Estado –quién lo iba a decir, con lo educado y profesional que parecía–  y todos se lanzan como un solo hombre a la yugular de las instituciones catalanas. Antes de volver a votar a esa gente, preferiría dar mi voto a la cabra de la legión. Intelectualmente, no hay mucha diferencia.
            ––Pesimista te veo.
            ––-No creas. Unos –los míos– siguen haciendo el ridículo apoyados por jueces, fiscales, grandes bancos, Juan Manuel Serrat y hasta –quién me lo iba a decir– Pedro Sánchez. Pero otros –que también son los míos– siguen haciendo historia, hermosa historia, con la fuerza solo de su palabra y sus votos. Hoy me siento orgulloso de Cataluña. Pero estas cosas no se pueden decir en público, no vaya a ser que mis queridos compatriotas, siempre tan respetuosos con las opiniones ajenas, me apedreen.



domingo, 17 de diciembre de 2017

Acción de gracias: Un robo y otros cuentos


Sábado, 9 de diciembre
LA VERDAD DE LAS MENTIRAS

Soy tan rutinario que hasta tengo un día para los debates religiosos: el sábado, herencia quizá de mis imaginarios antepasados judíos.
            Para mí no hay religiones verdaderas y falsas. Todas son verdaderas, incluso las creadas por falsarios para hacer negocio a costa de los más ingenuos.
            Lo que las convierte en verdaderas no es su adecuación a realidades del trasmundo, sino el que alguien crea en ellas.
            Importa poco que haya un Dios o varios dioses o ninguno. Zeus o el Dios de los cristianos dejan de existir cuando nadie cree en ellos; y vuelven de nuevo a la vida en cuanto alguien los invoca con fe.
            Las creencias modifican la realidad, crean realidad.
             La Virgen no pierde el tiempo apareciéndose a quienes no creen en ella.
            (Voy anotando las ideas que me parecen más interesantes entre las que surgen a lo largo del debate.)
            La verdad de una religión está en su éxito. Solo son verdaderas las religiones que triunfan: eso demuestra que tienen de su parte a Dios.
            Cristo no es más importante que Apolonio de Tiana, otro taumaturgo de su tiempo, porque hiciera más milagros (le gana Apolonio), sino porque sus seguidores fueron creciendo a lo largo de los siglos hasta llenar el mundo y los del segundo desaparecieron.
            Cristo es un invento de los cristianos, no al revés. Sin ellos no es más que un pobre hombre, uno de tanto iluminados de su tiempo.
            En el siglo II los cristianos eran como los nihilistas en la Rusia del siglo XIX, unos hombres –según el espléndido comienzo del Discurso verdadero de Celso– “sin patria ni tradiciones, asociados entre sí contra todas las instituciones religiosas y civiles, perseguidos por la justicia, universalmente cubiertos de infamia, pero autojustificándose con la común execración”.
            Esa secta, una especie de carcoma que iba destruyendo los fundamentos mismos de la sociedad romana, que no respetaba la ley, podía haber desaparecido como tantos otros cultos durante el derrumbe del imperio, pero supo metamorfosearse a tiempo para ocupar su lugar. Triunfó, como el bolchevismo en Rusia y dejó de ser una fuerza antisistema para convertirse en el Sistema, en el nuevo imperio que aspiraba al dominio universal.
            Leemos admirados diversos pasajes del discurso de Celso, llenos de buen sentido e inteligencia.
             ––¿Y cómo ha llegado ese texto hasta nosotros? ¿Cómo no lo destruyeron los cristianos una vez que ocuparon todos los resortes del poder?
            ––No ha llegado.
            ––¿Es un apócrifo entonces? Podía haberlo escrito Savater antes de haberse convertido en un fanático nacionalista español.
            ––No, no. Hasta donde sabemos este discurso verdadero es verdadero. Uno de los padres de la iglesia (luego tildado de herético), Orígenes, se dedicó a refutarlo y en su réplica incluyó abundantes citas del texto original. Su Contra Celso ha salvado a Celso. Yo siempre he creído que para perdurar en la historia nada como contar con buenos y abundantes detractores. Se llama discurso verdadero contra los cristianos, pero igualmente va contra los judíos, ya que por entonces todavía no era fácil distinguir entre unos y otros. Así comenta el Génesis: “Dios habría fabricado con sus propias manos un hombre, habría soplado sobre él, habría sacado una mujer de sus costillas, les habría dado unos mandamientos, y una serpiente que contra ellos se había erguido contra ellos triunfó: buena fábula para las viejas, narración donde contra toda piedad se hace de Dios un personaje tan pobre desde el comienzo que se muestra incapaz de hacerse obedecer por el único hombre que él mismo había formado”.
            Dios existe, pero no tiene manos ni pies, piedra ni palo para castigar: su poder son los fanáticos que creen en él. Por eso Apolo soporta las burlas con bastante más paciencia que Jehová o que Alá.


Martes, 12 de diciembre
HAY COSAS QUE NUNCA CAMBIAN

Por estas fechas, hace exactamente ochenta años, comenzaron a aparecer en el ABC de Sevilla, fragmentos del diario privado de Manuel Azaña. Querían ser un arma más, un arma letal, contra los republicanos. En ellos, el presidente de la República hablaba con total sinceridad de sus correligionarios, y sus impresiones no siempre eran favorables. Al contrario de lo que posteriormente ocurriría con las agendas de otro político –el consejero catalán Jordi Turull– esos papeles no habían sido requisados por la policía y filtrados después a la prensa afín. Habían sido obtenidos de manera más rocambolesca.   Tras el comienzo de la guerra, Cipriano Rivas Cherif fue nombrado cónsul en  Ginebra; su cuñado, el presidente de la República, le pidió que llevara con él, para preservarlos mejor, los nueve cuadernos en que había ido dejando constancia casi diaria de su actividad pública desde que comenzaron sus responsabilidades políticas. Pretendía que sirvieran de base para la redacción de unas futuras memorias, que no tendría tiempo de escribir.
            No fue una decisión muy acertada. En Ginebra, se encontraba destinado un joven diplomático, Antonio Espinosa San Martín, que en un principio se mantuvo fiel a la República, al contrario que la mayoría de sus compañeros, pero que en seguida se dio cuenta de que no había tomado la mejor opción. No podía, sin embargo, desertar sin más y volver a la zona llamada nacional. Allí le tenían por un traidor. Nadie le había obligado a tomar la decisión que tomó y a firmar incluso la destitución de quien había sido su jefe. Tenía que hacerse perdonar, no podía volver con las manos vacías.
            Mientras fingía entusiasmo republicano, acumulaba el botín que le serviría de salvaconducto: una carta de Fernando de los Ríos, notas de los depósitos de dinero en los bancos suizos, un recibo del pago de diez mil francos a un periodista del Journal de Genève, informaciones sobre una compra de armas en la que había intervenido los anarquistas… ¿Sería suficiente? El joven y ambicioso diplomático no estaba del todo seguro.
            Una tarde se encontró casualmente con que el cónsul estaba leyendo a un puñado de escogidos amigos un cuaderno manuscrito de cubierta negra, imitando a piel, conteras y lomo de amarillo, y de vez en cuando interrumpía la lectura para deshacerse en elogios de la clara prosa y la aguda inteligencia del autor, su cuñado, don Manuel Azaña.
             De inmediato supo lo que tenía que hacer. Esos cuadernos ni siquiera se guardaban en la caja fuerte. Cuando descubrieron el hurto, Rivas Cherif creyó que faltaban dos tomos, pero en realidad Espinosa San Martín se llevó tres.
            Los cuadernos fueron entregados a Nicolás Franco, quien se apresuró a pasárselos al Generalísimo y este a un periodista de su confianza, Joaquín Arrarás, que de inmediato comenzó a publicarlos, troceados y adecuadamente comentados, en el ABC de Sevilla.
            Como prólogo, se le pidió a un reputado grafólogo que analizara la letra, “temblona, vacilante y tortuosa”, de Azaña: mostraba un carácter sádico, rencoroso, tortuoso, a un impotente y a un afeminado, a un auténtico monstruo, en una palabra.     Esos fragmentos se reunieron luego en un tomo, Memorias íntimas de Azaña, que durante muchos años fue el único testimonio de los cuadernos robados, que se creían perdidos para siempre, como el discurso de Celso se salvó en la prosa condenatoria de Orígenes.
            Reaparecieron de la manera más inesperada posible. José María Aznar, por entonces liberal y azañista de pro, desveló en una entrevista que los estaba leyendo. Se los había pasado su ministra de cultura, Esperanza Aguirre. La familia de Azaña reclamó de inmediato esos bienes robados. Esperanza Aguirre dijo que se los había entregado Carmen Franco, quien los había encontrado en la biblioteca familiar.
            No sé por qué me ha venido hoy a la cabeza esta historia. O sí lo sé. Hay cosas que nunca cambian. Pero si aquellos patriotas ganaron la guerra no fue precisamente por las indiscreciones de Azaña sobre el pésimo gusto artístico de Fernando de los Ríos o las tosquedades de Indalecio Prieto, sino por otras razones más contundentes. Tampoco ahora, sea cual sea el resultado de esta otra discordia entre españoles, me parece a mí que van a tener mucho que ver las indiscretas revelaciones que se encuentren en papeles incautados por la policía y de inmediato exhibidos en la prensa afín como botín de guerra.


Miércoles, 13 de diciembre
¿QUÉ FUE DEL LADRÓN?

De los diarios robados de Azaña se publicaron veintidós entregas en los diarios de la zona nacional; de las revelaciones de cierta agenda, creo que se van a publicar bastantes menos. Comienza el juicio a los expresidentes de la Junta Andaluza y otras serán las noticias de primera página.
            La Marca España está quedando hecha unos zorros. Yo prefiero dejar a un lado el guirigay de la actualidad  y entretenerme con la novela de la historia. ¿Qué sería de Antonio Espinosa San Martín, el ladrón de los cuadernos de Azaña? Parece que se salvó por poco de la Comisión de Responsabilidades; por un voto. Franco, como Roma, no pagaba traidores. Despreció a Pérez de Ayala, que se pasó la guerra adulándole, que se ofreció para escribir un libro laudatorio, que quiso rendirle personalmente pleitesía. Espinosa San Martín fue destinado a Fez y luego lo más lejos posible, a Sidney. Su carrera diplomática tardó en despegar: fue encargado de negocios en Caracas, consejero en Washington y cónsul general en Nueva York. Murió en 1968, cuando su hermano era ministro de Hacienda. ¿Pensaría alguna vez en los cuadernos que había robado? Yo me lo imagino hojeando, poco antes de morir, el tomo de la editorial Oasis en que se publicaron por primera vez los diarios y recordando la voz de Rivas Cherif leyendo aquellas páginas. Y en lo muy otra que hubiera sido su vida si el chisgarabís del cuñadísimo hubiera guardado los cuadernos que tan imprudentemente le fueron confiados en la caja fuerte.


Jueves, 14 de diciembre
EL ROMPECABEZAS INCOMPLETO

Releo un cuento de Emilia Pardo Bazán publicado en Blanco y Negro a comienzos de enero de 1899. Se titula “El rompecabezas”. Habla de un niño, Eloy, al que los Reyes le regalan un rompecabezas geográfico, el mapa de España, que su madre, viuda reciente, había logrado adquirir por módico precio; así aprendería jugando, piensa la buena señora. El niño,  al tratar de unir la piezas que forman España, de pronto se detiene: “Mamá, el juguete está incompleto. Falta aquí mucha España. No encuentro la isla de Cuba. Ni a Puerto Rico… ¡Falta España!”
            La madre, con los ojos llenos de lágrimas, reponde: “Acierta el rompecabezas. Esas tierras ya no son España. Allí murió tu padre”.
            No dijo nada Eloy, pero con un manotazo rechazó el regalo de Reyes.


Viernes, 15 de diciembre
CUANDO NO SE QUIERE

Qué razón tenía Freud. Cuando no se quiere hablar de una cosa, al final acaba uno no hablando de otra cosa.


domingo, 10 de diciembre de 2017

Acción de gracias: Esta España nuestra




Sábado, 2 de diciembre
MÁS VALE TROCAR

“Más vale trocar / placer por dolores / que estar sin amores”. Escucho, en la iglesia de San Juan el Real, al coro de mi amigo Javier Almuzara cantar a Juan del Enzina.
            ¿Más vale trocar placer por dolores que estar sin amores? Hace tiempo que ya no pienso así. La edad nos vuelve más hedonistas.
            Yo prefiero los pequeños placeres de cada día al tormento del gran amor. De esos ya he tenido bastantes. Casi siempre no correspondidos, y entonces lo pasaba mal; alguna vez correspondidos, y entonces acababa pasándolo peor.
            “Más vale trocar / los grandes amores / por placer sin dolores (de cabeza)”.


Martes, 5 de diciembre
LA PIEZA 25

Cuando tengo clase a las doce, como varios días de este semestre, no puedo pasar por mi mesa redonda habitual de Las Salesas. El recambio lo he encontrado en la panadería-cafetería Granier, cercana al Milán. Llego a las once, pido un cortado y, si está libre mi mesa del fondo junto a la ventana, soy feliz.
            Siempre llevo trabajos de los alumnos y algún libro reciente; también hojeo el periódico (una hora da para mucho). No me molesta el rumor de las conversaciones ajenas; todo lo contrario.
            Hoy, tras corregir unos cuantos comentarios al anuncio de la Lotería Nacional (una de mis asignaturas se titula “Literatura y publicidad”, soy así de afortunado), continúo con La pieza 25. Operación salvar la infanta, de Pilar Urbano, asombrosa y verídica novela negra.
            Leo cada vez más admirado y abochornado. Admirado por el minucioso trabajo de la autora, por los innumerables pequeños detalles exactos; abochornado como español por el retrato de mi país que de estas páginas se desprende.    
            Urdangarín y la infanta compran un palacete en Barcelona cuyo importe supera en mucho al que ellos pueden pagar con sus ingresos declarados. El anterior jefe del Estado, a través de un emisario de la Casa Real, le hace llegar al propietario de La Vanguardia una detallada nota sobre cómo debe tratar su periódico el asunto. Termina con un “te pido”, que en realidad es un “te ordeno”: “Que presentes como una aportación positiva que los duques de Palma fijen su residencia en Barcelona. Que lo presentéis como algo natural de compra inmobiliaria, con los riesgos de endeudarse que tienen las parejas jóvenes de hoy”.
            El propietario de La Vanguardia, tercer conde de Godó, aspiraba al título de Grande de España. Pasó por el aro, en esa como en tantas otras cosas, y le fue concedido.
            Apenas hay página en el libro sin una inmundicia de gente que teníamos por decente. Dan ganas de decir aquello de “un país como este no es el mío”. Pero sí, es el mío, es nuestra querida España en el período más largo de paz, prosperidad y democracia que ha tenido en toda su historia.


Miércoles, 6 de diciembre
UN DÍA TRISTE

Cómo nos han engañado. La posverdad (que es como ahora se llama a las mentiras de siempre) no la inventaron las redes sociales, tampoco El País: forma parte de la esencia misma del periodismo, es lo que permite que una empresa periodística pueda ser un buen negocio aunque esté en números rojos.
            Subrayo, en el libro de libro de Pilar Urbano, unas pocas líneas referidas al anterior jefe del Estado: “No era precisamente ese tipo campechano y simpático que la gente creía. ¡Ni hablar! Las bromas podía gastarlas él, no tú; y había que andarse con tiento para llevarle la contraria. De puertas adentro, el Rey era un señor geniudo, pagado de sí mismo, egoísta y mandón. Un capitán general de ordeno y mando, déspota con el servicio, sin distinguir entre camareros, chóferes, valets de cámara, edecanes civiles o ayudantes militares de alta graduación. De humor cambiante, un día eufórico y guasón, y otro día irritable. Despectivo, hasta grosero a veces, con la Reina. Y con un ego de rey que ni su hijo Felipe le aguantaba”.
            Pero eso es lo de menos, lo de más son sus “negocios”. Con que sea verdad la mitad de lo que se ha contado sin que nadie lo desmienta, Urdangarín queda convertido en una hermanita de la caridad.
            Yo voté ilusionado esta constitución, pero hoy nada tengo que celebrar. Todo lo contrario. La han utilizado, como la banderita que adorna cinturones y ventanas para dar con ella en la cabeza a quienes piensan de un modo distinto.
            Pero he prometido no hablar de lo que unos llaman política y yo llamo historia de España. Y no voy a hacerlo, prefiero que primero hablen las urnas. Después del 21 de diciembre veremos qué pasa.
            Yo me temo lo peor. Una vez que se abandonan los escrúpulos democráticos ya no hay marcha atrás: tricornio y tente tieso.
            Espero equivocarme. Mi amigo Abelardo Linares siempre me dice que, al contrario que en literatura, en política no doy una. Ojalá tenga razón.


Jueves, 7 de diciembre
LA REDOMA AZUL

“A todo el mundo le gusta que le cuenten una buena historia, pero a nadie le gusta que le cuenten cuentos, especialmente si son cuentos de fantasmas como los que a ti te gusta contar”, me dijo Miguel.
            Estábamos en el Vetusta, con más gente de la acostumbrada, en la mesa peor iluminada, y yo pensé que tenía que improvisar una buena historia si no quería que me volviera a aburrir con el cuento de sus cuitas amorosas. Tenía sobre la mesa (yo nunca salgo de casa sin un libro: sería como si saliera desnudo) las Divagaciones de un haragán, de Jerome K. Jerome, que había comprado por la mañana en un puesto del Fontán. Lo había comprado porque guardaba un buen recuerdo de Tres hombres en una barca, leído a la hora de la siesta en una de esas interminables tardes del verano extremeño, cuando no había nada que hacer y no se podía salir a la calle, y por la dedicatoria a su mejor amiga, “que nunca critica mis defectos, ni me pide dinero, ni se elogia a sí misma; a la compañera de mis horas de ocio, al consuelo de mis penas; a la que comparte mis desdichas y esperanzas”. Tras media página de elogios esa amiga resulta ser la más veterana de sus pipas.
            Al ir a comprarlo, me entretuve un momento hojeando el volumen, y cuando levanto la vista me veo reflejado en una redoma de vidrio como de gabinete de alquimista. La señalé con el dedo.
            ––¿Cuánto pide por ella?
            El mismo vendedor al que había pagado un euro por el libro de Jerome K. Jerome me respondió con una cantidad astronómica. Creí que no había oído bien. Pero él la repitió más despacio. No había ninguna duda.
            ––Es que es mágica –aclaró sonriente–. ¿No ha oído hablar usted del cuento de Aladino? Dentro hay un genio dispuesto a concederle a su poseedor tres deseos.
            Sonreía y yo le seguí la broma.
            ––¿Y no se los ha pedido usted ya?
            ––A mí no me la vendieron, me la regalaron (bueno, en realidad la encontré entre los trastos de una mudanza) y así no vale.
            ––Me gusta su forma y parece antigua. Pídame una cantidad razonable.
            ––Quinientos euros. Ni uno más ni uno menos.
            ––Cincuenta. Es todo lo que tengo.
            ––Hecho.
            Nos estrechamos la mano, me dio el frasco de impreciso color azul y me despidió con un “suerte y cuidado con lo que pide”.
            Yo caminé hacia el Campillín, como hago todos los domingos (ayer no era domingo, pero era fiesta o sea que como si lo fuera), sabiendo de sobra que no había hecho una buena compra, sino que había hecho el primo.
            La misteriosa redoma cada vez se parecía más a la caprichosa botella de algún licor. A pesar de eso, me entretuve en pensar qué tres deseos pediría si fuera verdad que había un genio dentro.
            ¿Qué era lo que yo más deseaba? ¿El premio Nacional de Literatura, el Nobel? Premios no, gracias, que soy alérgico. ¿Una mujer que quiera compartir su vida conmigo? Bueno, eso más que un premio sería una condena. ¿Un hombre que ídem? Preferiría un perro, o mejor un gato. No estoy yo hecho para la vida de pareja en ninguna de sus variedades.
            Y mientras andaba en estas cavilaciones, no te lo vas a creer, amigo Floriano, pero de la botella, dejémoslo en vulgar botella, comenzó a salir una especie de humo, primero casi imperceptible, luego cada vez más denso, de un color también extrañamente azul. Me asusté un poco. Estaba yo entonces frente al escaparate de la librería de Valdés, donde siempre me detengo un momento todos los domingos, a pesar de que, tras un desagradable incidente, hace tiempo que no la frecuento. Dejé la botella en el suelo, decidido a olvidarla allí, pero una mujer que esperaba el autobús en una parada cercana me miró con mala cara. Quizá pensó que se trataba de un artefacto explosivo, de un cóctel molotov o algo así. Para disimular, me agaché, hice como que me ataba el cordón del zapato, la recogí y seguí caminando. En el pasaje que lleva desde el antiguo colegio Hispania hasta la calle Magdalena, que siempre suelo utilizar, y como no había nadie a la vista, abandoné la botella en una esquina. Al darme la vuelta un momento, antes de salir a la calle, llena de gente a aquella hora, miré hacia atrás y me pareció ver que, como en las viejas película, el humo se hacía más denso y comenzaba a formar una figura vagamente humana. Aceleré el paso.
            ––Pues a mí se me ocurren qué tres deseo podías pedir –me dijo mi amigo, que por supuesto no se había creído nada de lo que le había contado–. Podías pedir que me den el Nobel a mí, ya que tú no lo quieres; y que mi exnovia vuelva a mí, que no puedo vivir sin ella, y que este billete de lotería que me acaban de regalar resulte premiado.
            ––¿Quieres que vayamos a ver si la botella todavía sigue allí? Apenas pasa gente por ese atajo que no ataja nada.
            Fuimos y allí estaba, todavía humeante. Mi amigo Miguel se asustó.
            ––Creí que lo habías inventado todo. A saber lo que habrá contenido, quizá algo venenoso. Mejor nos vamos. Para el Nobel ya hay tiempo, y si ella no vuelve, sabes lo que digo, que le den, que no me faltan candidatas a sucederla.


Viernes, 8 de diciembre
NO BRILLA LUZ ALGUNA

El subtítulo de la obra de Jerome K. Jerome, “Libro para los días de asueto y de pereza”, resulta sugestivo, pero su humor se ha vuelto trasnochado y sin gracia. El último párrafo, sorprendentemente, parece el comienzo de un cuento de terror, el cuento de mi vida, de cualquier vida: “Me he quedado solo en mitad de un camino que es todo oscuridad. Tropiezo a cada paso, aunque no sé con qué, ni me importa averiguarlo, con tanto mayor motivo cuanto que ni el camino parece conducir a ningún punto bien determinado ni brilla luz alguna que pudiera guiarme”.


domingo, 3 de diciembre de 2017

Acción de gracias: Humoradas




Sábado, 25 de noviembre
CON QUÉ POCO ME CONFORMO

“¿Y a ti cuánto tiempo te gustaría vivir?”, me pregunta un amigo tras leer en el periódico que hoy entierran a una avilesina que hace pocos días cumplió 110 años y que todavía en su último cumpleaños quiso probar la tarta.
            “Yo no aspiro a vivir tanto como ella –le respondo–. Yo, que viví entero medio siglo XX, con otro medio siglo, con la mitad del siglo veintiuno, me conformo”.


Domingo, 26 de noviembre
LO QUE ME CONTÓ UN AMIGO

A pesar de la lluvia, del frío, de lo pronto que anochece, hay días en que no me apetece volver a casa, sobre todo cuando nadie me espera. Ayer me retrasé quizá más de la cuenta. Estuve bebiendo, no solo, que eso me deprimiría más, sino con algún conocido ocasional, que es como si estuviera solo. Era casi de madrugada cuando volví a casa, pero tampoco había bebido tanto, no tambaleaba al andar ni veía visiones. O no debería verlas.
            A poco de dejar la plaza de San Miguel y comenzar a subir las escaleras del Seminario, que llevan hasta mi casa, vi a una mujer sentada en medio de los escalones, con un vestido de fiesta, negro y elegante, los hombros desnudos, indiferente a la lluvia. Inmediatamente noté algo raro. No era muy joven, pero era muy guapa, y me dio la impresión de que resplandecía. Como si lo que yo estuviera viendo fuera un collage, con el fondo en blanco y negro y la figura recortada y pegada encima de una imagen en brillantes colores.
            Me detuve ante ella. “¿No tienes frío?”, le dije. Alzó la vista hasta mí, sorprendida, como si no me hubiera visto hasta ese momento. “¿Frío?”, repitió, como si no entendiera. La verdad es que la lluvia parecía no mojarla; su peinado estaba intacto, como recién salido de la peluquería. Pero la llovizna que caía al salir del Savanna se había convertido en un chaparrón. Yo, que nunca llevo paraguas, estaba empapado y deseando llegar a casa para quitarme la ropa.
            La mujer se levantó, me miró sin verme, y se puso a caminar hacia uno de los edificios que bordean la escalinata. Comenzó entonces a escucharse la música. Allí se celebraba una fiesta, sin duda. En el jardín se oían risas y conversaciones. Yo me quedé parado bajo la lluvia, sin entender lo que pasaba. La desconocida, luego supe que se llamaba Eva y que había muerto en los primeros días de la guerra civil, se volvió y me hizo un gesto con la mano para que la acompañara.
            “¿No te apetece una copa?”, dijo sonriente y guiñándome un ojo y a mí recordó el guiño que Cleopatra le hace a César en la película de Mankiewicz, que yo había vuelto a ver hacía pocos días. “Sí, pero antes debo ir a mi casa a cambiarme; vivo aquí al lado”, respondí.
            Ella se dio la vuelta y entró y yo subí de dos en dos los escalones, llegué a casa (mi mujer y mi hija estaban fuera), me di una ducha rápida, me puse ropa elegante y volví a la fiesta, prometiéndomelas muy felices. Naturalmente no había fiesta ninguna, aquel chalet de arquitectura vagamente art decó llevaba cerrado mucho tiempo, estaba en muy malas condiciones, no parecía adecuado para ninguna fiesta, ni siquiera de okupas.
            A pesar de todo, empujé la cancela del jardín, que no estaba cerrada con candado, y entré. Cascotes, basura, el marco de una ventana a punto de desprenderse. “No creía haber bebido tanto”, me dije al salir para volver cariacontecido a casa. Y entonces me la volví a encontrar, sentada en el mismo sitio, abstraída. Alzó la cabeza en silencio y se quedó un rato mirándome.
            “Has tardado mucho”, me dijo. “La fiesta terminó hace tiempo”. Se puso en pie, le di la mano y la llevé a mi casa. No era demasiado joven, pero era muy guapa, de una belleza un poco regordeta que a mí me recordaba a la Elizabeth Taylor de la película de Mankiewicz.
            Durante toda la noche jugué a ser César y Marco Antonio. Me desperté con una resaca tremenda, a pesar de que no había bebido mucho. Casi deseé que me hubieran cortado la cabeza, como a Marco Antonio, para no tener que seguir soportándola. Ya se me ha pasado un poco. ¿Qué película vas a ver esta tarde en el cine?


Lunes, 27 de noviembre
BUENOS CONSEJOS

Siento cierta debilidad por los libros de autoayuda, llenos de buenos consejos. “Ya es hora de que abandones todos los viejos patrones y empieces una vida nueva, una vida natural, una vida no represiva, una vida de júbilo y no de renunciación”, leo en un libro de Osho, descrito por el Sunday Times de Londres, según se indica en la solapa, como “uno de los diez mil artífices del siglo XX” (demasiados artífices me parecen a mí, como para que sea un gran honor contarse entre ellos).
            Yo no quiero abandonar mis viejos patrones, continuamente remendados, que todavía me sirven para ir tirando; tampoco quiero empezar una vida nueva, sino que la que tengo, muy de mi gusto, me dure todo lo posible. En lo demás estoy de acuerdo: quiero una vida no represiva, salvo de los malos instintos, de las yerbas venenosas que crecen en el alma en cuanto uno se descuida; una vida de júbilo ante el regalo de cada amanecer y no de renunciación, salvo cuando no haya otro remedio, que cada vez va siendo con más frecuencia.


Martes, 28 de noviembre
UN AMIGO PRECAVIDO

Me llega un hermoso tomo, editado por la Residencia de Estudiantes, con la correspondencia entre Juan Larrea y Gerardo Diego. Es la historia de una amistad que comienza en 1916, cuando ambos rondan los veinte años, y termina en 1937, cuando uno de ellos llama “judas” al otro por haber tomado el bando equivocado en la guerra civil. Hay luego un epílogo, que dura hasta 1980, pero ya la confianza se ha roto y son cartas entre dos supervivientes que recuerdan los viejos tiempos.
            Al interés para la historia literaria se le añade el meramente humano, casi de novela costumbrista. En 1927, el año gongorino, Juan Larrea, que quiere desplazarse a París y no se lleva bien con su familia, le pide un préstamo a su amigo. Este se lo concede gustoso, pero con ciertas garantías. Las explicita Larrea en carta del 31 de mayo: “Te adjunto un recibo que espero que tenga toda la fuerza legal en el triste caso de que tuviera que hacer fe. Tal como te lo envío parece que daría con mis huesos en poco grato lugar caso de negarme a reconocer mis compromisos. Y desde luego, el embargo. Para responder de tu nunca bien agradecido préstamo, dispongo en caso de apuro de mis bienes actuales a los que si no he tocado es, como sabes, para no levantar sospechas en mi familia. De modo que, si por dicha o por desgracia, viniera yo a morir mis herederos no tendrían más remedio que pagarte a tocateja. Y si en un momento determinado te hace falta todo o parte de mi deuda no tienes más que decírmelo y puedes tener la seguridad de que, sea como sea, te será inmediatamente entregada.  Como verás, te he fijado un interés del 6 % anual que te pagaré trimestralmente para que no se me vaya acumulando y no se me olvide la gratitud que te debo”.
            ¿Y qué responde Gerardo Diego? “No te preocupes, hago ese favor con mucho gusto, para eso están los amigos. Lo que no puedo aceptar de ninguna manera es ese 6 % de interés. ¡De ninguna manera, de ninguna manera! Con un 4,5 %, que es lo que me paga el banco, me conformo. No me envíes más, aunque tenga un papel firmado por ti en que lo indicas, porque te lo devolvería”.
            Con esas garantías y esos intereses cualquiera hace favores a los amigos. Sospecho que el santanderino Gerardo Diego, de no haber sido poeta, habría sido Emilio Botín.


Miércoles, 29 de noviembre
PARA UN HOMENAJE

De Ramón de Campoamor creemos saberlo todo, pero sigue estando lleno de sorpresas. Pocos “estudios biográficos” tan disparatados como el que le dedica a Cánovas, su jefe político, entonces en la cumbre de su gloria. “A pesar de ser poco calumniable, no he conocido sin embargo a un hombre de quien más nos guste murmurar a todos”, comienza. Y luego no hay página en que no nos deje una humorada.
            “Según decía un hombre competente, solo en tres estados se puede encontrar la felicidad terrena: siendo, desde los veinte a los treinta años, viuda, hermosa y rica; desde los treinta a los cuarenta, general con fortuna; y de los cuarenta para arriba, arzobispo”.
            “Los partidos políticos son como los salvajes, que hallan muy higiénico el comer carne cruda de misionero mártir”.
            “Los envidiosos, esos admiradores inversos, son el más firme pedestal de la gloria”.
            “El chiste corrosivo y la reticencia son en él golpes secretos que el contrario no puede ni prever ni parar. Parece que le ayuda un genio invisible que le aparta la espada del contrario para que él pueda herir con acierto y sin peligro. En su manera de discutir, empieza por crear con sus ideas generales una especie de círculo del infierno, y después que ha rodeado de llamas a sus contrarios, a un fuego más o menos lento, unas veces los fríe y otras los cuece, aunque, como el maestro Dante, es más aficionado a freír que a cocer”.
            Aristóteles, “ese genio pedestre que ha condenado al entendimiento humano a una cojera incurable al arrojar violentamente desde el cielo a la tierra al Ícaro del platonismo”.
            “Si es un encanto oírle hablar de lo que sabe, es más encantador todavía oírle discurrir sobre lo que no entiende”.
            “Sin malevolencia alguna, y solo por sobra de ingenio, muestra a los que le escuchan los lunares más inesperados de sus amigas y las pecas de sus amigos”.
            “A la hora de repartir cargos, al tonto honrado prefiere el pillo listo”.
            “Cuando más espiritualista es una construcción, más tiene que estar bien asentada en el fango de la realidad”.
            Faltaba poco tiempo para que a ese hombre poderoso, que con tanta paciencia se dejaba embromar por Campoamor, el anarquista Angiolillo le disparara una bala certera en el balneario de Santa Águeda. El desengañado epitafio ya se había enunciado al final de este eutrapélico homenaje: “Yo fui todo, y todo es nada”.


Jueves, 30 de noviembre
AUGUSTO Y YO

A propósito del emperador Augusto, leo en una reciente biografía de Cleopatra: “Carecía de las debilidades que hacen atractivo a un ser humano”.
            Sospecho que en eso nos parecemos.