sábado, 26 de agosto de 2017

Serpientes de verano: El caso de los suicidios justicieros



Los extraños sucesos que pretendo relatar ocurrieron hace pocos días, pero tienen su remoto origen en una noticia publicada por el Journal de Genève el 6 de mayo de 1891. Se hablaba en ella de la desaparición de dos viajeros ingleses en las cataratas que del río Aar en Reichenbach. No se daban sus nombres, únicamente las iniciales: S. H. y J. M.


LA FUNDACIÓN MARTIN BODMER

Siempre que viajo a Ginebra, acostumbro visitar la Fundación Martin Bodmer, una especie de cueva del tesoro para quien ama los libros. Se encuentra más allá de Eaux-Vives, en una colina de seductoras vistas sobre el lago. Ocupa dos villas unidas por un jardín. El tesoro ocupa un sótano bajo ellas, un espacio apenas iluminado y con temperatura constante, diseñado por el arquitecto Mario Botta especialmente para exponer tantas vulnerables maravillas.
            Contemplé de nuevo tablillas sumerias, papiros egipcios, las copias más antiguas del Nuevo Testamento, la Biblia de Gutemberg, manuscritos de Goethe y de Byron, primeras ediciones de Shakespeare o del Robinson Crusoe y también la Brevísima historia de la destrucción de las Indias, de Fray Bartolomé de las Casas, y el Barco ebrio de Rimbaud y Alicia en el país de las maravillas… No siempre exponen las mismas piezas y esta vez busqué en vano la letra menuda de Borges en “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”; me sorprendió, en cambio, encontrar la caligrafía clara de Conan Doyle: en una vitrina se exponía “The Adventure of Abbey Grange”, una de las historias de The Retorn of Sherlock Holmes que yo prefiero.
            El comienzo es espléndido. Una fría y oscura mañana del invierto de 1897 el doctor Watson se despierta al sentir que alguien le zarandea y repite su nombre. Abre los ojos. A la luz de una vela, ve el rostro de Holmes inclinado sobre él. “Vamos, Watson, vamos. El juego ha comenzado. Vístase y venga conmigo”.
            Y Watson se viste sin preguntar nada y poco después cruzan las calles desiertas de Londres, toman un té caliente en la cantina de la estación y se suben al primer tren que parte para Kent. Solo cuando están cómodamente sentados, Holmes se decide a hablar. Ha recibido una carta que le conmina a ir, lo más pronto posible, a Abbey Grange, donde ha ocurrido un asesinato en extrañas circunstancias.
            Como siempre en estas historias, que desdeñan los eruditos y desdeñaba su autor, la resolución del caso vale menos que el planteamiento. Lo que importa es la amistad y la promesa de la aventura, ese saltar de la cama sin preguntar nada, abandonar rutinas y comodidades para ir tras el caballero andante siempre que nos lo pida.
            En el tren, Sherlock critica la manera que Watson tiene de contar sus casos. Le reprocha que pase por encima de los aspectos más sutiles y refinados para centrarse en los detalles sensacionalistas.  El bueno de Watson se enfada un poco.
            “¿Por qué no los escribe usted mismo?”
            “De momento estoy muy ocupado, pero tengo intención de hacerlo”.


EL MANUSCRITO DE SHERLOCK HOLMES

Cuando salí de la exposición, mientras trataba de acostumbrar mis ojos a la dura luz veraniega, me sorprendió un grupo de profesores o funcionarios que parecían discutir en el jardín. Uno de ellos parecía muy enfadado. Los otros trataban de calmarle. De pronto, el que gritaba indignado se dio la vuelta y se alejó rápidamente dejándolos con la palabra en la boca. Los otros se encogieron de hombros.
            Unos pasos más allá, mientras esperaba el autobús junto a la iglesia, me lo volví a encontrar. Todavía irritado, parecía hablar solo. Al verme, se dirigió a mí, primero en francés, luego, al escuchar mi respuesta, en español con acento argentino.
            “Esos cretinos calvinistas han dejado escapar la oportunidad de su vida. Me pagarán lo que pida en cualquier Universidad. ¡Yo tengo lo que nadie tiene! Un manuscrito de Sherlock Holmes contando sus aventuras en primera persona”.
            En aquel momento llegó el autobús. Traté de alejarme y fui hasta un asiento del fondo, pero el locuaz argentino me siguió y se sentó a mi lado. No contento con eso, al bajar en Rive, me invitó a tomar algo para enseñarme el manuscrito. “No traigo el original, pero sí una buena copia”, dijo dando golpecitos al maletín que llevaba consigo.
            La letra era distinta de la que acababa de ver en “The Avventure of Abbery Grange”. Se lo hice notar.
            “Claro, ya le dije que estas páginas están escritas por el propio Sherlock, no por Watson”.
            Sonreí, aunque él parecía hablar muy en serio.
            “Pero el amanuense es siempre Conan Doyle, ¿no?”
            “Eso dijeron ellos, los presuntos expertos, y me acusaron de querer venderles una falsificación”.
            Falsificación o no, la historia que se contaba era apasionante. Solo pude leer aquellas páginas una vez. Holmes, tras fingir su muerte en las cataratas de Reichenbach, se quedó un tiempo a vivir en Ginebra. El viaje al Tibet, donde se entretuvo visitando Lhasa y entrevistando al Gran Lama, fue posterior. También sus aventuras en el Polo Norte, de las que informaron ampliamente los periódicos, como un presunto noruego apellidado Sigerson. O los viajes por Persia, la visita a la Meca disfrazado de árabe, la entrevista con el califa de Jartum, en la que obtuvo útiles informaciones que comunicó oportunamente al Foreign Office.
            Antes quiso llevar una vida discreta y para ello alquiló una casita cerca de la Place du Marché, en Carouge. Allí llevó la vida de un apacible caballero británico, recientemente viudo, que se había alejado de Londres para mejor sobrellevar sus penas. Paseaba, bebía discretamente, asistía a los oficios religiosos, trabajaba en casa en una monografía sobre la vida de las abejas y en traducir las Geórgicas de Virgilio. Hasta que una mujer se suicidó en el Arve, cuyas lodosas aguas contrastaban con las azules y transparentes del Ródano, y luego un hombre apareció ahorcado bajo la torre de Molard, en el centro mismo de Ginebra. No habían pasado dos semanas cuando un conocido banquero decidió poner fin a su vida arrojándose a las vías, en la estación de Cornavin, en el momento mismo en que partía el expreso para Lyon.
            La sorprendente frecuencia de suicidios dio mucho que hablar. Sherlock Holmes, casi desde el primer momento, sospechó que no eran tales. Tras el tercero –hubo seis en menos de un mes–, ya no tuvo ninguna duda: se trataba de un asesino en serie.
            Fue uno de los casos más difíciles de su carrera, según repite más de una y otra vez. Echa de menos la compañía de Watson. “Me ayudaba a pensar, era como un romo frontón en el que rebotaba mi intelecto para ir cada vez más lejos hasta descubrir lo que se escondía tras las apariencias”.
            Un caso difícil, particularmente difícil, porque las víctimas no tenían nada en común y el asesino –si es que había un único asesino, como era la hipótesis de Holmes– cambiaba en cada ocasión la manera del suicidio.
            A la hora de contar aquella sorprendente historia, me daba la impresión de que Holmes imitaba a Watson. No se centraba en los aspectos técnicos de su metodología, sino en los detalles más sensacionalista: alguien había arrancado un dedo a la mujer antes de arrojarla al agua (solo los muy lerdos, y el comisario Lerstrand de Ginebra lo era bastante, podían pensar en una automutilación); el exrector del seminario católico que se colgó de la Tour du Molard estaba bárbaramente castrado bajo la sotana.
            Para entonces ya nadie pensaba en suicidios. Sherlock Holmes, que oficialmente estaba muerto, no podía intervenir directamente. Le bastaron dos o tres cartas al director del diario ginebrino para encaminar adecuadamente las pesquisas policiales.
            Si quería saber yo quién era el asesino, y si finalmente fue detenido, tendría que recurrir a las páginas del periódico: al manuscrito le faltaban las últimas páginas.
            “Nunca lo encontraron”, me dijo Losada, que así se llamaba el argentino, guardando las fotocopias en la cartera. Pero el título ya proporcionaba una pista: “El caso de los suicidios justicieros”.
            Braulio Losada, de origen español, era gran admirador de Borges. Conocía a Alifano, que había sido secretario del escritor, y a Vaccaro, propietario de buena parte de su archivo; con los dos había estado yo recientemente en Oviedo con motivo de la presentación de un libro de Alejandro Guillermo Roemmers. A Roemmers pensaba Losada ofrecerle el manuscrito.


DE AYER A HOY

Lo que ocurrió a continuación en Ginebra tuvo para mí mucho de pesadilla, aunque pasara inadvertido en el estruendo de las noticias del mundo. Una mujer apareció ahogada en el Arve. Lo primero que me vino a la memoria fue el poema de Valente: “Salud, hermana. / En la noticia anónima / no te acompañan deudos / ni cercanos amigos. / Solo un rastro / de soledad arrastran sin tu cuerpo / los dolorosos ríos”.
            Luego hubo otras muertes, hasta tres. Todas parecían suicidios. Todas repetían, punto por punto, el mismo método que yo había leído en las páginas inéditas de Sherlock Holmes.
            Pensé que debía encontrar a Braulio Losada y hablarle de ello, pero no tenía su teléfono ni conocía su dirección. Quizá guardaran datos de él en la Fundación Bodmer, donde había querido vender su manuscrito.
            Poco después del atentado de Barcelona, ocurrió un cuarto suicidio, pero este no repetía ninguno de los de la historia de Holmes: se trataba del imán de una mezquita, que había estado recientemente en Cataluña, y que era conocido por sus ideas radicales.
            Intuí entonces cuál era el final perdido de “El caso de los suicidios justicieros”, la historia desconocida de Sherlock Holmes.
            “The Adventure of Abbey Grange” cuenta un caso de maltrato doméstico. El muerto es el marido violento; el homicida, un defensor de la mujer. Holmes lo deja escapar.
            Todos los presuntos suicidas merecían morir. El piadoso Holmes de Carouge se tomaba la justicia por su mano, eliminando a mala gente y jugando a despistar a la policía. Afortunadamente, pronto se puso en contacto con National Geographic y se dedicó a otro tipo de aventuras. En caso contrario, habría dejado el mundo muy despoblado.
            Me asusté al encontrar a Braulio Losada –a quien, sin embargo, había estado buscando– en el andén de la estación, cuando yo me dirigía a Lausanne. Me vio, se acercó a mí. Yo me alejé instintivamente del borde del andén. “Por su cara, veo que ya ha resuelto el misterio, pero las buenas personas, porque usted lo es, ¿o no?, nada deben temer”.
            Al día siguiente, se suicidó un banquero. La noticia ocupó apenas unas líneas en el periódico. Yo la leí ya en el aeropuerto, de regreso a Asturias. Ni allí ni aquí informé de mis sospechas a la policía. Dejé que el asesino en serie siguiera haciendo de las suyas, eliminando astutamente y por las bravas la basura del mundo.
            Lo cuento, por si todavía sirve de algo, para aliviar mi conciencia. Pero todos pensarán que es solo un cuento.


domingo, 20 de agosto de 2017

Serpientes de verano: Amor en vilo


Siempre que pasaba por delante del palacio Soranzo Cappello, lo encontraba cerrado, a pesar de ser actualmente una institución oficial. Por eso aquella tarde me sorprendió ver abierta la puerta del jardín. Se celebraba en él uno de los “eventos colaterales” de la Biennal.         
            Nada más entrar me di cuenta de que no podía ser, como se decía, el escenario de Los papeles de Aspern, la novela veneciana de Henry James. Era un jardín con estatuas mitológicas y de emperadores y con un neoclásico templete al fondo. A la derecha, un gran espacio (grande para lo habitual en Venecia) estaba destinado a huerta. ¿Qué tenía que ver con el raquítico jardín que se describe en la novela?
            Visto desde fuera, el palacio sí podía corresponder con el que habitaban las señoritas Bordereau. Henry James nos cuenta que “daba a un canal limpio, melancólico y bastante solitario, flanqueado a un lado y a otro por una estrecha riva o acera”.
            El palacio Soranzo Cappello se encuentra a dos pasos de la bulliciosa estación, pero aún así sigue siendo solitario. Quizá James solo lo vio solo desde fuera y se imaginó un jardín acorde con su aspecto exterior, “no tanto de decadencia, como de un manso desaliento, casi de fracaso, una de esas casonas venecianas que hasta en el más absoluto abandono conservan su arrogancia”.
            Ahora el palacio, cuidado y funcionarial, no tenía ningún encanto, pero el jardín era una secreta maravilla. Tras dar una vuelta para contemplar las esculturas expuestas, que me interesaron poco, me entretuve en imaginar a la solterona Bordereau asomada a uno de los ventanales mientras el admirador que quiere hacerse con los papeles de Aspern finge que trabaja en el jardín.
            Se escuchaba el rumor de una fuente, susurro de abejas, la brisa que agitaba las hojas, en aquel soleado y fresco día de junio. Cerré un momento los ojos, gozando del momento, feliz de estar allí, a medio camino entre la realidad y la literatura, y los abrí de golpe, asustado. Un desconocido me miraba sonriente.


ENC UENTRO EN EL JARDÍN

            ––Qué sorpresa encontrarle en este lugar. Aunque, bien mirado, tampoco tanta. He leído sus diarios. Soy amigo de Julián Rodríguez. Estuve en Plasencia en la presentación de El arte de quedarse solo.
            Esperaba que, tras el saludo, siguiera su camino, pero parece que tenía ganas de hablar. No tardó en despertar mi interés.
            ––¿Sabe que yo también he vivido una historia semejante a la de la novela de Henry James? No estoy orgulloso de ello y no suelo contarla, pero ahora me apetece hacerlo. Debe ser la magia del sitio, aunque eso de que la novela transcurre aquí no pasa de un invento para turistas. Conozco al menos otra media docena de palacios, hoy  hoteles, a finales del XIX casi en completo abandono, que podían haberse servido a James para situar su historia. Que se basa en un hecho real, como sabe. Poco antes de escribirla, se enteró de que un crítico bostoniano, adorador de Byron y de Shelley, descubrió que en Florencia vivía con su sobrina una anciana que había sido amante de Byron y que guardaban manuscritos de ambos poetas. No querían mostrarlos. El crítico, disimulando sus intenciones, se alojó en casa de las dos señoritas y poco a poco se fue haciendo su amigo, incluso llegó a cortejar, o a fingir que cortejaba, a la menor (mucho mayor que él en todo caso). Cuando murió la anciana, la sobrina le ofreció todos los papeles a cambio de que se casara con ella.
            Yo no recibí una proposición semejante, pero casi, y fui tan canalla como el protagonista de la novela, capaz de cualquier cosa por hacerse con los manuscritos del poeta admirado.
            No es que yo admirara demasiado a Alberti, la verdad. Tengo menos disculpa. En aquellos días, a mediados de los noventa, vivía en Roma, se me había acabado la beca, mis padres no me mandaban dinero y las revistas en que publicaba de vez en cuando algún poema o reseña tenían la mala costumbre de no pagar a los colaboradores. Me enteré de que Javier Rodríguez Marcos, el hermano de Julián, estaba becado en la Academia de España. Le llamé y me invitó a comer para enseñármela y para que pudiera contemplar de cerca el tempieto de Bramante. Comimos en la mesa comunal, con otros becarios (recuerdo a Anatxu Zabalbeascoa, que ahora escribe de arquitectura en El País) y luego, o quizá fue antes, no recuerdo bien, me llevó a dar una vuelta por el barrio. En el mercado de San Cosimato, me señaló a una señora vestida algo estrafalariamente y me dijo: “Es Beatriz Amposta”. Ese nombre no me decía nada, pero él me explicó que había sido amante de Alberti y que el poeta había escrito para ella todo un libro, Amor en vilo, del que guardaba la única copia.
            Yo no era un gran admirador de Alberti, ya le dije, pero tenía noticia de alguien que sí lo era, Luis María Anson, a quien por entonces habían echado del ABC y había fundado otro periódico al que se había llevado el suplemento cultural. Me puse en contacto con Blanca Berasátegui, que me ofreció una fortuna, o eso me pareció a mí, por conseguirles, si no el libro completo, al menos media docena de inéditos.
            Beatriz Amposta pasaba por el mercado casi todos los días a la misma hora. Un día tropezó y se le cayó parte de la compra. Una manzana llegó rodando hasta mis pies. La recogí y ese fue el principio de lo que pudo ser algo más que una gran amistad.
            Me ofrecí a llevarle la bolsa hasta casa. Quise despedirme en el portal de Via Garibaldi, pero ella vivía en el segundo piano, no había ascensor, o se había estropeado, y me pidió que la ayudara a subir las escaleras. Luego me preguntó si quería pasar un momento y yo me excusé. Era ir demasiado lejos el primer día.
            Me habían dicho que vivía sola rodeada de gatos, que no quería ver a nadie, que no se hablaba con ningún vecino, hartos de los malos olores y de que no pagara los gastos de la comunidad. A mí creo que me cogió cariño desde el primer momento. Fue ella quien me saludó la siguiente vez que me vio en el mercado. Volví a acompañarla a casa y en esa ocasión sí acepté su invitación a entrar.
            El piso era una leonera, todo revuelto, con muebles desportillados, papeles y ropa por el suelo. Olía a orín de gato, vi varios por allí.
            “Todo lo que tenía algún valor –comenzó a contarme–, todo lo que era de Rafael, ya se lo han llevado. Ahora quieren echarme a mí, pero no lo van a conseguir. Rafael me cedió este piso, tengo documentos. Cuando yo me muera, que se queden con él, pero mientras tanto…”


LA HISTORIA DE BEATRIZ

Me pareció que lloraba y le cogí una mano para consolarla. Ella se acercó un poco más a mí; me aparté instintivamente. Notó el rechazo.
            “Soy una vieja que da asco, ¿no cree? Pero no siempre fue así. En 1972, cuando conocí al poeta, tenía veinte años y era una preciosidad. Pero no fue eso lo que le atrajo. Yo era bióloga, trabajaba en un laboratorio de la Universidad, pero me interesaban también otras cosas. Mi padre era un estudioso del arte, amigo de Dalí, de Tàpies, de poetas como José Agustín Goytisolo. Yo desde niña había crecido en ese medio. Al principio me tomó un poco como su secretaria o acompañante. Íbamos juntos a las exposiciones. Su mujer, María Teresa León, ya estaba enferma, se quedaba en casa. En 1975 me dijo que en Santa Maria in Trastevere se alquilaba un apartamento bastante barato. Que me fuera a vivir allí para vernos con más frecuencia. La relación sentimental había empezado un poco antes. Me llevó a conocer su taller, al que no llevaba a nadie. Lo había alquilado para trabajar tranquilo (los españoles vienen a mi casa como van a Lourdes, me dijo una vez). Fueron años muy felices. Murió Franco, volvió a España. Yo era quien le acompañaba en aquellos días trepidantes de un mitin a otro, de un homenaje a otro. Lo que comenzó en Roma, terminó en Nueva York. Las últimas fotos de los dos felices y juntos se tomaron allí. ¿Quiere que se las enseñe? Aquí estamos en Washington Square, frente al arco; aquí comprando la prensa, el ABC con su suplemento, que entonces dedicaba muchas páginas al poeta comunista, quizá para compensar sus portadas. No era una relación clandestina, como se ha dicho, íbamos a casarnos. Para mis padres, más jóvenes que él, un hijo más. En ellos encontró el cariño que no había encontrado en los suyos. Rafael nunca dejó de ser un adolescente, siempre necesitó alguien que le llevara de la mano, cualquiera podía engañarlo. En aquel viaje a Nueva York, agradecido a los amigos que nos habían atendido en todo momento, quiso compensarles con una comida en el mejor restaurante. Comimos espléndidamente, contó muchas anécdotas, estuvo encantador, pero al final, a la hora de pagar, resulta que quiso hacerlo, no con un cheque, según costumbre entonces, sino dibujando unas palomas en una servilleta, como le había visto hacer a Picasso. El encargado alucinaba. Pagamos a escote, entre todos, invitándole a él. Ese era Rafael, el tonto de Rafael se llamó en un poema. Seguimos siendo amigos, cuando dejamos de ser amantes. No fue hombre de muchas mujeres, como se ha dicho. Maruja Mallo, María Teresa y yo, eso era todo. Cuando lo dejó conmigo, prefirió la camaradería adolescente. Ya sabe: Luisito, como él decía, Benjamín y otros poetillas. Fueron años locos, de estudiante tarambana. Iba de un lado para otro, de fiesta en fiesta, sin pensar en nada, el dinero que entraba por una mano desaparecía por la otra. Cambió con el accidente de coche. Se sintió vulnerable, le vino encima de pronto toda la vejez, ya no le bastaban los camaradas. Antes de casarse, me llamó por última vez: “Me han prohibido que hable contigo”. Desde que nos conocimos, incluso cuando todavía éramos amigos, me escribía poemas, un secreto entre nosotros. A veces me los traía escondidos en el zapato, para que no los descubriera María Teresa, desmemoriada y celosa. Mucha gente daría cualquier cosa por robarme ese libro. Incluso pagaron a alguien para que lo hiciera. Yo no los he mostrado nunca, pero te los voy a enseñar a ti. Eres un joven puro, sin malicia alguna”.
            Alberti escribía los poemas a mano, ella los pasaba a máquina. En una caja de zapatos guardaba los manuscritos; los folios mecanografiados abultaban mucho, eran más de cien. Amor en vilo debe de ser uno de los libros más extensos del poeta.
            Entonces no había teléfonos móviles que pudieran hacer fotos, o yo no tenía. Llevaba una pequeña cámara, como los espías en las películas. Cuando ella me dejó solo un momento, aproveché para fotografiar unas cuantas páginas, las suficientes para contentar a Anson.


FINAL EN EL PONTE SISTO

Me despidió con un beso, demasiado efusivo, y yo sentí asco, sobre todo de mí mismo. Me sentí un canalla, y sin duda lo era. Pero cruzando el Ponte Sisto, camino de la habitación alquilada en que vivía, abrí la cámara y dejé que se velara el carrete. Necesitaba mucho ese dinero, pero más necesitaba poder mirarme cada mañana al espejo sin sentir vergüenza.




domingo, 13 de agosto de 2017

Serpientes de verano: Luis Cernuda y el fantasma de Canterville


En el verano de 2002, unos cuantos amigos viajamos a Buenos Aires. Cada uno llevaba su plan de trabajo (yo, revisar los archivos de La Nación en busca del artículo de Rubén Darío en que habla de Sherlock Holmes y el robo de las joyas carlistas), pero la verdadera razón era pasar unos días juntos en una ciudad que parecía haber comenzado a salir de sus años peores.
            El cambio nos era muy favorable y pudimos alojarnos en un excelente hotel al comienzo de la Avenida de Mayo. Desde la terraza, teníamos la entera ciudad a nuestros pies: a un lado, las torres y las cúpulas; al otro, las aguas turbias del Río de la Plata.
            Nos dedicábamos más a callejear, citar a Borges, frecuentar librerías y locales con música en vivo que al trabajo que nos había llevado allí. Lo pasábamos bien juntos, a pesar de que algunas vez nos enredábamos en esas discusiones a las que soy adicto.
            Un día, Xuan Bello dijo: “Esta tarde voy a visitar a mi tío Vitorio. ¿Alguien quiere acompañarme?”
            Ni Silvia Ugidos ni Martín López-Vega estaban por la labor, pero yo me apunté de inmediato, aunque, como todo el mundo, nada deteste más que las visitas familiares. El tío argentino de Xuan era todo un personaje: había sido compañero de Cernuda en Cambridge. Yo siempre dudé de su existencia, como de la de tantos otros protagonistas de las líricas fantasmagorías de mi amigo. Al principio, oyéndole hablar de su tío fabuloso, creí entender que se trataba de un amante del poeta (el que aparece en los poemas de Vivir sin estar viviendo), pero él me explicó que no, que solo habían sido colegas en el Emmanuel College.



EL TÍO DE XUAN

El tío Vitorio, –Manuel Victorio Fernández Valiela– existía de verdad. A punto de cumplir noventa y dos años, se conservaba erguido y con la mente clara. Nos invitó a tomar un café o un mate y luego a dar un paseo por la Recoleta para mostrarnos algunos de sus árboles favoritos.
            A Cambridge había ido, becado por el gobierno argentino, a estudiar fitología y era uno de los mayores expertos mundiales en la materia. Hablaba de los árboles con el mismo entusiasmo que otros de sus hijos o de su mujer.
            Un añoso roble le recordó a otro que crecía frente a su casa de la infancia, en Paniceiros, y Xuan y él se dedicaron a evocaciones familiares de las que yo, como era de esperar, me sentía ausente.
            Cada vez más aburrido, no sabía cómo llevar la conversación hacia su amistad con Cernuda. Me daba la impresión de que se trataba de un producto de la imaginación, tan cunqueriana, de Xuan y que no quería que lo descubriera.
            Adivinó lo que pensaba, o se apiadó de mi aburrimiento, e interrumpió amablemente la explicación sobre el envejecimiento de los árboles: “Perdona, tío, pero mi amigo García Martín no se cree que fuiste amigo de Luis Cernuda. ¿Podrías hablarnos un poco del poeta antes de que marchemos? Creo que ya te hemos fatigado bastante”.
            El tio Vitorio sonrió y no tuvo inconveniente en cambiar de asunto: “Era un tipo raro, y bastante arisco. Salvo a mí, yo creo que a nadie más le caía bien. Yo le gustaba porque era joven y le hablaba de árboles y no de poesía, ni siquiera de la suya, que entonces no había leído. Los dos vivíamos un poco al margen, o muy al margen, del medio académico. Nos alojábamos en el Emmanuel College y nos concedieron el privilegio de cenar en la High Table, corriendo nosotros con los gastos. La comida no era precisamente buena (estábamos en 1943), pero el escenario merecía la pena. Una sala larga y oscura, conventual, con borrosos vitrales de escenas bíblicas. En la mesa principal, a un extremo, se sentaban los profesores; en otras tres, perpendiculares a ella, los estudiantes. No había sillas, sino incómodos bancos. La primera vez que entramos, nos sorprendió ver, presidiendo, un gran retrato al óleo de Felipe II. Pero no era Felipe II, claro, sino un prócer inglés cuyo nombre ahora no recuerdo. Cernuda, lector de español y no profesor, se sentaba conmigo, becario, y con los otros estudiantes; le estaba vedada la mesa principal”.
            “Seguiste en contacto con él cuando os separasteis en el 45. ¿No es cierto, tío? ¿Conservas sus cartas?”
            “Por algún sitio andarán. También alguna fotografía. Incluso me envió el original de un libro suyo para que yo intentara publicarlo en Argentina. Lo aceptaron en Losada, pero luego lo rechazaron. El poeta se llevó un disgusto. Apareció más tarde en otra editorial, gracias a Ricardo Molinari, también buen amigo”.
            Habíamos vuelto a su apartamento. Se le notaba fatigado. “No dejes de volver a pasar por aquí antes de regresar a España, Xuan. A ver si para entonces te he encontrado las cartas. Casi todas se referían a lo mal que se encontraba en Inglaterra y al libro que quería publicar. Pero había una que te gustaría leer. Era larga, hablaba de un castillo y un fantasma. Me extrañó su tono confesional, impropio de él, al menos en su trato conmigo. Le escribí preguntándole si era un capítulo más que añadir al libro de cuentos que le rechazaron en Losada. No me contestó o no me llegó su contestación. Eras unos cuantos folios mecanografiados. Creo que se los quedó Molinari”.


XURDE, EL LIBRERO DE LA NOCEDA

El pasado jueves, como todos los jueves, pasó por mi casa Xurde, el librero de La Noceda, a llevarse unas bolsas de libros para dejar sitio a los nuevos que entran cada día. Siempre procura compensarme con alguna rareza que encuentra en su almacén. Esta vez fueron unos fatigados volúmenes de Joaquín Gómez Bas, el escritor (también pintor) que nació en Cangas de Onís, y que acabó siendo miembro destacado de la Academia Porteña del Lunfardo.
            Dentro de las páginas de Barrio gris, había varias holandesas mecanografiadas. En una de ellas, reconocí versos de un poema de Molinari; en otras, creí encontrar la carta de Luis Cernuda de la que nos había hablado hace quince años el tío de Xuan Bello en Buenos Aires.

LA CARTA PERDIDA
  
Tardé en dormirme y, al poco de hacerlo, me despertó el estruendo de una ventana que golpeaba contra el muro. Al principio, no supe qué hacía allí y no en mi pequeña habitación alquilada, frente a la arboleda de Hyde Park.
            No soy hombre al que le guste aceptar invitaciones, como bien sabe usted, aunque desde que dejé mi piso en la calle Viriato de Madrid haya tenido que vivir a menudo en casa ajena. Pero esta era una invitación especial.
            Con John Overy, paseaba a menudo, después de las clases. Era un jovencito frágil, silencioso, Yo tampoco soy muy locuaz, así que más que charlar, callábamos juntos. Me hizo alguna confidencia: no se llevaba bien con su padre, tenía un gran cariño por una hermana algo mayor, Virginia, que alguna vez nos acompañaba, cuando venía a visitarle, y que le hacía las veces de madre. Fue ella quien me invitó a pasar un fin de semana en su castillo apartado del mundo, rodeado de jardines y bosques y en el que se decía que había situado Oscar Wilde su relato “El fantasma de Canterville”. John me miró un momento a los ojos, luego bajó los suyos, y ruborizándose, dijo: “Acepte, por favor”. Acepté sin pensarlo. Me había divertido mucho, y también emocionado, con la historia de Wilde, con ese fantasma patoso al que asustan los rudos nuevos dueños del castillo y que al final se redime por amor.
            Acepté y ahora me arrepiento. Tras esperar largo rato, me levanté y fui a cerrar la ventana, que seguía golpeando. El castillo era tan inmenso que los demás no debían oírla. Salí al pasillo, muy débilmente iluminado, salvo cuando lo hacía algún rayo (era noche de tormenta, como en cualquier relato de terror).
            Caminé hasta la biblioteca, con pesadas estanterías que ocultaban los gruesos volúmenes tras de vidrios emplomados, pero allí todas las ventanas estaban cerradas. A la luz de un relámpago, creí entrever una gran mancha de sangre sobre el pavimento, como en el relato de Wilde. Me asusté. Volví a mirar. Ya no estaba. Todo había sido una ilusión óptica.
            Pero mi alivio duró poco.  Sentado en una esquina, envuelto en hopalandas de otro siglo y con un gesto serio que me resultaba vagamente familiar, un hombre me miraba. Pensé en una broma; ni siquiera me atrevía a pensar que fuera una aparición.
            Entonces oí su voz. “No malgastes tu vida en sueños”, dijo. Abrí los ojos. No estaba en la biblioteca, sino en el lecho que me habían asignado, bajo el amplio dosel, y la noche era apacible, no se oía el estruendo de ninguna ventana ni de ninguna tormenta. Frente a mí, había un hombrecillo menudo, ya de cierta edad, que no daba miedo ninguno. Vestía con cierta elegancia, como a mí me gusta vestir, y llevaba una pipa en la mano.
            “¿Por qué me despiertas? ¿Te inspira envidia el sueño humano?”
            “¿No me reconoces? ¿No te reconoces en mí? El hombre no solo forja a imagen propia su Dios, también su demonio”.
            Y como demonio que era me tomó de la mano y me llevó, atravesando paredes, hasta el dormitorio de Virginia. Ella, al verme entrar, alargó los brazos y se abrazó a mí con fuerza. Los dos estábamos desnudos. Yo quise separarme. “No lo conseguirás”, me dijo el hombrecillo de cabello blanco que nos contemplaba con gesto mefistofélico. “Ella está soñando contigo. Es una joven virtuosa, pero está enamorada de ti y no manda en sus sueños. Cásate con ella. La harás feliz y harás feliz también a su hermano John: sois las dos personas que más quiere”.
            Volví a despertar, sudoroso, en mi cama con dosel. Recordé entonces unos versos que había escrito poco tiempo antes: “Siento esta noche nostalgia de otras vidas. / Quisiera ser el hombre común de alma letárgica / que extrae de la moneda beneficio, / deja semilla en la mujer legítima / y confía en Dios, pues frecuentó su templo”.
            A la mañana siguiente, en el desayuno, todos teníamos mala cara: Virginia, yo, el  joven John, y también Lord Overy, el padre de ambos, amargado y viudo y de pocas palabras. Seguro que ninguno habíamos dormido aquella noche. Yo me inventé un compromiso ineludible y dije que tenía que partir ese mismo día. Virginia y John lo lamentaron, su padre fingió lamentarlo. Noté que Virginia se ruborizaba un poco al mirarme; a mí me pasaba lo mismo, no podía dejar de recordarla desnuda estrechándome entre sus brazos.
            Les dije adiós desde la ventanilla del tren, en Ascot, la estación más cercana, a siete millas del castillo, y al sentarme comprobé que en el departamento, hasta entonces vacío, había otro viajero. Le reconocí de inmediato. “No puede escapar el hombre a su destino”, dijo tras darle una larga calada a su pipa.
            La Navidad de 1946, ojalá fuera la última en este país o en esta vida, la pasé solo, como siempre hago, inventándome compromisos para escapar a las invitaciones de los pocos amigos que aún soporto.
            ¿La pasé solo? Eso hubiera querido. La pasé con quien más detesto: yo mismo. 


sábado, 5 de agosto de 2017

Serpientes de verano: París-Buenos Aires


––Señora, las fuerzas armadas han decidido tomar el control político del país y usted queda arrestada.
            Era la madrugada del 24 de marzo de 1976. María Estela Martínez de Perón no pudo evitar un suspiro de alivio. “¡Ya era hora!”, dijo o dicen que dijo. “Esta noche por fin podré dormir tranquila”.
            Nunca un golpe de Estado fue tan deseado, ni tan anunciado, como el que llevó al poder al teniente general Jorge Rafael Videla, al almirante Emilio Eduardo Massera y al brigadier Orlando Ramón Agustí.
            Poco después, Joaquín Soler Serrano entrevistó a Jorge Luis Borges en su programa A fondo y en un momento de aquella la entrevista en borroso blanco y negro se le escucha decir: “Argentina está ahora en manos de unos caballeros”.


EL OTRO CIELO

Ese mismo día, a las cuatro de la tarde, estaba previsto un experimento que comenzaba en la Galería Güemes, el pasaje cubierto entre las calles Florida y San Martín, y terminaba en la Galerie Vivienne, en París, muy cerca del Palais Royal.
            Los nuevos descubrimientos de la física cuántica hacían posible convertir en realidad lo que Cortázar había soñado en “El otro cielo”, uno de los relatos de Todos los fuegos el fuego. Quien iba a llevarlo a cabo era uno de mis amigos del Carreño Miranda, Rafael Ablanedo, con el que yo había vuelto a coincidir un verano en París, cuando ya él se había trasladado con su familia a América.
            Rafa Ablanedo era famoso por su inteligencia y por su afición al disparate. Sacaba las máxima nota en todas las asignaturas, lo mismo en latín que en matemáticas, y un día estuvo a punto de hacer saltar por los aires todo el edificio durante un experimento en el laboratorio de Física, y otro se quedó completamente desnudo en clase porque, según decía, había descubierto una tintura, con la que se embadurnó antes de salir de casa, que le volvía invisible.
            Cuando me lo volví a encontrar, en el París de 1970, estaba obsesionado con los fenómenos paranormales, para él rigurosamente científicos. Le había deslumbrado El retorno de los brujos, de Pauwels y Bergier, y se había  suscrito a su revista Planète.
            Recuerdo bien la larga charla que tuvimos, en una terraza de la plaza de la Sorbona, muy cerca del jardín de Luxemburgo, a la sombra del positivista Auguste Comte. Él traía en las manos Regreso a las estrellas, de Erich von Daniken, recién aparecido; yo, un libro que me interesaba bastante más, Todos los fuegos el fuego, que acababa de comprar en la Librería Española de la rue de Seine junto con algunos números de Cuadernos de Ruedo Ibérico.
            Mi entusiasmo por Cortázar (al contrario que el dedicado a Borges), ha disminuido con el tiempo, pero la fascinación por “El otro cielo” continúa intacta. Un corredor de bolsa camina distraído por su ciudad, Buenos Aires, y sus pasos acaban llevándole siempre hasta la Galería Güemes, territorio ambiguo donde fue a quitarse la infancia “como un traje usado”: “Hacia el año veintiocho, el Pasaje Güemes era la caverna del tesoro en que deliciosamente se entremezclaban la entrevisión del pecado y las pastillas de menta, donde se voceaban las ediciones vespertinas con crímenes a toda página y ardían las luces de la sala del subsuelo donde pasaban inalcanzables películas realistas”.
            Entraba en el Pasaje Güemes y reaparecía en París, en “la Galerie Vivienne, por ejemplo, o en el Pasage des Panoramas con sus ramificaciones, sus cortadas que rematan en una librería de viejo o en una inexplicable agencia de viajes donde quizá nadie compró nunca un billete de ferrocarril, ese mundo que ha optado por un cielo más próximo, de vidrios sucios y estucos con figuras alegóricas que tienden las manos para ofrecer una guirnalda”.
            El viaje no es solo en el espacio, también en el tiempo. Los paseos por Buenos Aires tienen lugar en los años finales de la Segunda Guerra Mundial; los de París, en la época del Segundo Imperio, cuando la amenaza prusiana.


AGUJEROS DE GUSANO

No olvidaré nunca aquellos días en un París todavía con las pintadas y los adoquines levantados del 68 (o así aparece en mi recuerdo) ni a mi amigo Rafa afirmándome muy serio que las fantasías de Cortázar, como antes las de Julio Verne, acabarían pronto siendo realidad.
            Algún tiempo después, en una carta desde Buenos Aires, se refirió a esa profecía suya y me dijo que estaba a punto de cumplirse. Sus cartas siguientes venían llenas de complicadas fórmulas matemáticas, que yo no entendía, pero que en su opinión, dejaban meridianamente claro que el traslado instantáneo en el espacio, desmaterializarse en un lugar y materializarse a los pocos segundos en otro, era posible. Y el primer experimento público, en homenaje a Cortázar, tendría lugar precisamente en el Pasaje Güemes y la reaparición en la Galerie Vivienne.
            Ese es el acontecimiento que iba a tener lugar el 24 de marzo de 1976. La última carta suya incluía varios recortes periodísticos con anuncio del espectáculo. Porque, efectivamente, se trataba de un espectáculo: lo organizaba una asociación vecinal, no un departamento universitario.
            Mi amigo se disculpaba: “Ya sabes cómo es la ciencia oficial, no aceptan nada que los saque de sus caminos trillados, y como yo no soy catedrático, ni siquiera terminé la licenciatura, no han querido hacerme caso. Pero no se trata de un ejercicio de ilusionismo, te lo aseguro. Hemos invitado a autoridades y gente importante. Ernesto Sábato nos ha prometido que asistirá. Y en París estamos en tratos para que sea el propio Julio Cortázar quien me salude cuando me materialice en la Galerie Vivienne”.
            Un disparatado programa de televisión, de los que a mí me gusta ver antes de irme a la cama, me ha traído de nuevo a la memoria el experimento de mi amigo. Se titula Aliens y en él he vuelto a encontrarme con Erich von Daniken y con las líneas de Nazca y la constelación de Orión y las calaveras de cristal y los agujeros de gusano.
            Hablando de estos últimos oí mencionar de pronto, para sorpresa mía, el exitoso experimento de un investigador español en 1976. ¿Sería el de mi amigo?
            “Un agujero de gusano –explicaba un supuesto físico de no sé qué universidad– es un atajo en el espacio-tiempo descrito por Einstein en sus ecuaciones de la relatividad general.  También recibe el nombre de puente de Einstein-Rosen. Permite viajar en instantes de un planeta u otro, incluso de una galaxia a otra”.
            ¿Llevó a cabo o no mi amigo Rafa el experimento? La verdad es que yo me desentendí del asunto. Todo el mundo aplaudió aquel golpe tan limpio, tan educado, de los militares argentinos; en la dictadura española, había muchos que soñaban con una operación semejante. A Francisco Franco, le había sucedido el rey Juan Carlos, tras jurar defender los Principios Fundamentales del Movimiento, y el jefe de Gobierno, Carlos Arias Navarro, trataba de dar marcha atrás en sus tímidos intentos de apertura porque sentía que se le estaban yendo de las manos.
            La situación de España en general y la mía en particular eran lo suficientemente complicadas como para quitarme de la cabeza los disparates de mi amigo Rafa Ablanedo, de quien perdí la pista, disparates que todavía siguen siendo tomados en serio en el canal Historia o incluso en el presuntamente más riguroso National Geographic.



DOS DE AZÚCAR

Un acontecimiento inesperado, uno de esos azares que no caben en la ficción realista, que gusta de la verosimilitud, me ha llevado a pensar que el experimento previsto para el día 24 de marzo de 1976 se llevó a cabo y que quizá tuvo éxito.
            Estaba yo hojeando el diario El Comercio, como cada domingo, en la cafetería Dos de Azúcar, en el Fontán, cuando frente a mí, en la mesa común, se sentó una pareja de turistas que hablaban con acento argentino. Traían con ellos una edición reciente de Operación masacre, de Rodolfo Walsh, uno de los desaparecidos de la dictadura, y ese fue el pretexto para iniciar la conversación.
            Hablamos de Buenos Aires y de las librerías de la Avenida Corrientes y del Pasaje Güemes. “Mi padre –dijo la mujer– desapareció ahí el mismo día del golpe. Mi padre era asturiano, de Avilés”.
            Y supe así, de los labios de una de sus protagonistas, cómo había acabado aquella historia de hace cuarenta años. María Ablanedo tenía entonces solo dos años. Pero se lo había oído contar a su madre una y mil veces.
            El día del golpe, aplauso y alivio en público y secreto terror en muchas casas. Aquella misma noche se llevaron, por lo general para siempre, a estudiantes, sindicalistas, profesores de los que se sospechaba alguna simpatía hacía los subversivos, que también celebraron el golpe, que esperaban desde hacía tiempo, allá en sus campamentos remotos y en sus guaridas clandestinas.


LO QUE ME CONTÓ LA HIJA

El armatoste de hierro y de cristales, con sus válvulas y sus lucecitas que se encendían y se apagaban, estaba ya armado y listo para utilizarse en uno de los locales del Pasaje Güemes. Aquel día en que medio país temblaba y el otro aplaudía mi padre se empeñó en salir de casa y seguir con el plan previsto. Mi madre suplicó en vano. “Lo tengo todo preparado y bien preparado –decía–, será un éxito mundial, mañana apareceré en la primera plana de todos los diarios”.
            Y hasta allá fue, sin que nadie le detuviera, sin que nadie le preguntara nada en un Buenos Aires que retemblaba bajo las botas de los militares y todavía no podía ni imaginarse el horror que se avecinaba. Nadie esperaba, por supuesto, en el local del Pasaje Güemes. Él ya suponía que Ernesto Sábato no se habría atrevido a desplazarse hasta allí, pero confiaba en encontrarse al menos con un puñado de curiosos. No todos los días se lleva a cabo la confirmación de una de las hipótesis más aventuradas de Einstein.
            Antes de cerrar mi padre la puerta de  aquella especie de cápsula, pudo contemplar a una patrulla militar que avanzaba por la galería, quizá en su busca.
            No volvimos a ver a mi padre, desapareció en Buenos Aires como había previsto. No lo volvimos a ver, pero unas semanas después recibimos una carta desde París. Era suya, inconfundiblemente, como las que la siguieron, también manuscritas. Luego cesaron y ya no tuvimos más noticias de mi padre.         
            ¿Desapareció en París, sin dejar rastro, en un París al que había llegado pocos instantes después de desaparecer en Buenos Aires? En la primera carta nos decía que le habían recibido docenas de periodistas, que incluso el “larguirucho” Cortázar –ese adjetivo empleó– no había querido perderse el acontecimiento.
            Pero ningún periódico informó de ello ni nadie fue capaz de darme noticia de mi padre cuando fui a París en su busca.