En el verano de 2002, unos cuantos amigos viajamos a Buenos
Aires. Cada uno llevaba su plan de trabajo (yo, revisar los archivos de La Nación en busca del artículo de Rubén
Darío en que habla de Sherlock Holmes y el robo de las joyas carlistas), pero
la verdadera razón era pasar unos días juntos en una ciudad que parecía haber
comenzado a salir de sus años peores.
El cambio nos
era muy favorable y pudimos alojarnos en un excelente hotel al comienzo de la
Avenida de Mayo. Desde la terraza, teníamos la entera ciudad a nuestros pies: a
un lado, las torres y las cúpulas; al otro, las aguas turbias del Río de la
Plata.
Nos
dedicábamos más a callejear, citar a Borges, frecuentar librerías y locales con
música en vivo que al trabajo que nos había llevado allí. Lo pasábamos bien
juntos, a pesar de que algunas vez nos enredábamos en esas discusiones a las
que soy adicto.
Un día,
Xuan Bello dijo: “Esta tarde voy a visitar a mi tío Vitorio. ¿Alguien quiere
acompañarme?”
Ni Silvia
Ugidos ni Martín López-Vega estaban por la labor, pero yo me apunté de
inmediato, aunque, como todo el mundo, nada deteste más que las visitas
familiares. El tío argentino de Xuan era todo un personaje: había sido
compañero de Cernuda en Cambridge. Yo siempre dudé de su existencia, como de la
de tantos otros protagonistas de las líricas fantasmagorías de mi amigo. Al
principio, oyéndole hablar de su tío fabuloso, creí entender que se trataba de
un amante del poeta (el que aparece en los poemas de Vivir sin estar viviendo), pero él me explicó que no, que solo
habían sido colegas en el Emmanuel College.
EL TÍO DE XUAN
El tío Vitorio, –Manuel Victorio Fernández Valiela– existía
de verdad. A punto de cumplir noventa y dos años, se conservaba erguido y con
la mente clara. Nos invitó a tomar un café o un mate y luego a dar un paseo por
la Recoleta para mostrarnos algunos de sus árboles favoritos.
A Cambridge
había ido, becado por el gobierno argentino, a estudiar fitología y era uno de
los mayores expertos mundiales en la materia. Hablaba de los árboles con el
mismo entusiasmo que otros de sus hijos o de su mujer.
Un añoso roble
le recordó a otro que crecía frente a su casa de la infancia, en Paniceiros, y
Xuan y él se dedicaron a evocaciones familiares de las que yo, como era de
esperar, me sentía ausente.
Cada vez
más aburrido, no sabía cómo llevar la conversación hacia su amistad con Cernuda.
Me daba la impresión de que se trataba de un producto de la imaginación, tan
cunqueriana, de Xuan y que no quería que lo descubriera.
Adivinó lo
que pensaba, o se apiadó de mi aburrimiento, e interrumpió amablemente la
explicación sobre el envejecimiento de los árboles: “Perdona, tío, pero mi
amigo García Martín no se cree que fuiste amigo de Luis Cernuda. ¿Podrías
hablarnos un poco del poeta antes de que marchemos? Creo que ya te hemos
fatigado bastante”.
El tio
Vitorio sonrió y no tuvo inconveniente en cambiar de asunto: “Era un tipo raro,
y bastante arisco. Salvo a mí, yo creo que a nadie más le caía bien. Yo le
gustaba porque era joven y le hablaba de árboles y no de poesía, ni siquiera de
la suya, que entonces no había leído. Los dos vivíamos un poco al margen, o muy
al margen, del medio académico. Nos alojábamos en el Emmanuel College y nos
concedieron el privilegio de cenar en la High Table, corriendo nosotros con los
gastos. La comida no era precisamente buena (estábamos en 1943), pero el escenario
merecía la pena. Una sala larga y oscura, conventual, con borrosos vitrales de
escenas bíblicas. En la mesa principal, a un extremo, se sentaban los
profesores; en otras tres, perpendiculares a ella, los estudiantes. No había
sillas, sino incómodos bancos. La primera vez que entramos, nos sorprendió ver,
presidiendo, un gran retrato al óleo de Felipe II. Pero no era Felipe II,
claro, sino un prócer inglés cuyo nombre ahora no recuerdo. Cernuda, lector de
español y no profesor, se sentaba conmigo, becario, y con los otros
estudiantes; le estaba vedada la mesa principal”.
“Seguiste
en contacto con él cuando os separasteis en el 45. ¿No es cierto, tío?
¿Conservas sus cartas?”
“Por algún
sitio andarán. También alguna fotografía. Incluso me envió el original de un
libro suyo para que yo intentara publicarlo en Argentina. Lo aceptaron en
Losada, pero luego lo rechazaron. El poeta se llevó un disgusto. Apareció más
tarde en otra editorial, gracias a Ricardo Molinari, también buen amigo”.
Habíamos
vuelto a su apartamento. Se le notaba fatigado. “No dejes de volver a pasar por
aquí antes de regresar a España, Xuan. A ver si para entonces te he encontrado
las cartas. Casi todas se referían a lo mal que se encontraba en Inglaterra y al
libro que quería publicar. Pero había una que te gustaría leer. Era larga,
hablaba de un castillo y un fantasma. Me extrañó su tono confesional, impropio
de él, al menos en su trato conmigo. Le escribí preguntándole si era un
capítulo más que añadir al libro de cuentos que le rechazaron en Losada. No me
contestó o no me llegó su contestación. Eras unos cuantos folios
mecanografiados. Creo que se los quedó Molinari”.
XURDE, EL LIBRERO DE LA
NOCEDA
El pasado jueves, como todos los jueves, pasó por mi casa
Xurde, el librero de La Noceda, a llevarse unas bolsas de libros para dejar
sitio a los nuevos que entran cada día. Siempre procura compensarme con alguna
rareza que encuentra en su almacén. Esta vez fueron unos fatigados volúmenes de
Joaquín Gómez Bas, el escritor (también pintor) que nació en Cangas de Onís, y
que acabó siendo miembro destacado de la Academia Porteña del Lunfardo.
Dentro de
las páginas de Barrio gris, había
varias holandesas mecanografiadas. En una de ellas, reconocí versos de un poema
de Molinari; en otras, creí encontrar la carta de Luis Cernuda de la que nos
había hablado hace quince años el tío de Xuan Bello en Buenos Aires.
LA CARTA PERDIDA
Tardé en dormirme y, al poco de hacerlo, me despertó el
estruendo de una ventana que golpeaba contra el muro. Al principio, no supe qué
hacía allí y no en mi pequeña habitación alquilada, frente a la arboleda de Hyde
Park.
No soy
hombre al que le guste aceptar invitaciones, como bien sabe usted, aunque desde
que dejé mi piso en la calle Viriato de Madrid haya tenido que vivir a menudo
en casa ajena. Pero esta era una invitación especial.
Con John
Overy, paseaba a menudo, después de las clases. Era un jovencito frágil,
silencioso, Yo tampoco soy muy locuaz, así que más que charlar, callábamos
juntos. Me hizo alguna confidencia: no se llevaba bien con su padre, tenía un
gran cariño por una hermana algo mayor, Virginia, que alguna vez nos
acompañaba, cuando venía a visitarle, y que le hacía las veces de madre. Fue
ella quien me invitó a pasar un fin de semana en su castillo apartado del
mundo, rodeado de jardines y bosques y en el que se decía que había situado
Oscar Wilde su relato “El fantasma de Canterville”. John me miró un momento a
los ojos, luego bajó los suyos, y ruborizándose, dijo: “Acepte, por favor”.
Acepté sin pensarlo. Me había divertido mucho, y también emocionado, con la historia
de Wilde, con ese fantasma patoso al que asustan los rudos nuevos dueños del
castillo y que al final se redime por amor.
Acepté y
ahora me arrepiento. Tras esperar largo rato, me levanté y fui a cerrar la
ventana, que seguía golpeando. El castillo era tan inmenso que los demás no
debían oírla. Salí al pasillo, muy débilmente iluminado, salvo cuando lo hacía
algún rayo (era noche de tormenta, como en cualquier relato de terror).
Caminé hasta
la biblioteca, con pesadas estanterías que ocultaban los gruesos volúmenes tras
de vidrios emplomados, pero allí todas las ventanas estaban cerradas. A la luz
de un relámpago, creí entrever una gran mancha de sangre sobre el pavimento,
como en el relato de Wilde. Me asusté. Volví a mirar. Ya no estaba. Todo había
sido una ilusión óptica.
Pero mi
alivio duró poco. Sentado en una esquina,
envuelto en hopalandas de otro siglo y con un gesto serio que me resultaba
vagamente familiar, un hombre me miraba. Pensé en una broma; ni siquiera me
atrevía a pensar que fuera una aparición.
Entonces oí
su voz. “No malgastes tu vida en sueños”, dijo. Abrí los ojos. No estaba en la
biblioteca, sino en el lecho que me habían asignado, bajo el amplio dosel, y la
noche era apacible, no se oía el estruendo de ninguna ventana ni de ninguna
tormenta. Frente a mí, había un hombrecillo menudo, ya de cierta edad, que no
daba miedo ninguno. Vestía con cierta elegancia, como a mí me gusta vestir, y
llevaba una pipa en la mano.
“¿Por qué
me despiertas? ¿Te inspira envidia el sueño humano?”
“¿No me
reconoces? ¿No te reconoces en mí? El hombre no solo forja a imagen propia su
Dios, también su demonio”.
Y como
demonio que era me tomó de la mano y me llevó, atravesando paredes, hasta el
dormitorio de Virginia. Ella, al verme entrar, alargó los brazos y se abrazó a
mí con fuerza. Los dos estábamos desnudos. Yo quise separarme. “No lo
conseguirás”, me dijo el hombrecillo de cabello blanco que nos contemplaba con
gesto mefistofélico. “Ella está soñando contigo. Es una joven virtuosa, pero está
enamorada de ti y no manda en sus sueños. Cásate con ella. La harás feliz y
harás feliz también a su hermano John: sois las dos personas que más quiere”.
Volví a
despertar, sudoroso, en mi cama con dosel. Recordé entonces unos versos que
había escrito poco tiempo antes: “Siento esta noche nostalgia de otras vidas. /
Quisiera ser el hombre común de alma letárgica / que extrae de la moneda
beneficio, / deja semilla en la mujer legítima / y confía en Dios, pues
frecuentó su templo”.
A la mañana
siguiente, en el desayuno, todos teníamos mala cara: Virginia, yo, el joven John, y también Lord Overy, el padre de
ambos, amargado y viudo y de pocas palabras. Seguro que ninguno habíamos
dormido aquella noche. Yo me inventé un compromiso ineludible y dije que tenía
que partir ese mismo día. Virginia y John lo lamentaron, su padre fingió
lamentarlo. Noté que Virginia se ruborizaba un poco al mirarme; a mí me pasaba
lo mismo, no podía dejar de recordarla desnuda estrechándome entre sus brazos.
Les dije
adiós desde la ventanilla del tren, en Ascot, la estación más cercana, a siete
millas del castillo, y al sentarme comprobé que en el departamento, hasta
entonces vacío, había otro viajero. Le reconocí de inmediato. “No puede escapar
el hombre a su destino”, dijo tras darle una larga calada a su pipa.
La Navidad
de 1946, ojalá fuera la última en este país o en esta vida, la pasé solo, como
siempre hago, inventándome compromisos para escapar a las invitaciones de los pocos
amigos que aún soporto.
¿La pasé
solo? Eso hubiera querido. La pasé con quien más detesto: yo mismo.
Esto es lo que escribe Antonio Rivero Taravillo en su blog "Fuego con niveve", sobre la relación de Cernuda con el tío de Xuan Bello:
ResponderEliminar"La editorial Losada estuvo a punto de publicar Tres narraciones (“El viento en la colina”, “El indolente” y “El sarao”), que finalmente aparecieron en la también bonaerense Imán en 1948. Manuel Victorio Fernández Valiela, botánico argentino tío del escritor asturiano Xuan Bello que fue compañero de Cernuda en el Emmanuel College de Cambridge, había tenido en Buenos Aires el original con el encargo de ver de gestionar su publicación. Un año antes, Losada había editado tras no pocas vicisitudes el segundo de los poemarios cernudianos del exilio, Como quien espera el alba, que el sevillano había enviado en junio de 1944 a Octavio Paz, en México, temeroso de que el libro pudiera perderse en medio de la turbamulta que representaba la guerra mundial.
Como se ve, Argentina fue el país donde se publicaron no solo las tres obras de ficción de Cernuda sino, lo que es más importante, sus dos grandes poemarios del exilio, los que en opinión de muchos constituyen la cumbre de su producción lírica.
Error en la primera línea. El nombre del blog de ART es "Fuego con nieve".
EliminarMe alegra que alguien utilice estos comentarios para dar información significativa y no para discutir sobre Venezuela, como suele ser habitual.
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