Domingo,
18 de septiembre
VIAJE
AL PARAÍSO
Lo que más me gusta del cine es el cine.
Quiero decir el local, las luces que se apagan, los anuncios, los trailers, el
ir poco a poco desconectando de la realidad. En casa no suelo ver películas.
Duran demasiado y en seguida me canso, cambio de canal o abro un libro. Las
salas de cine siguen conservando para mí algo de la magia de la infancia y la
adolescencia. A pesar del mucho empeño que las autoridades pusieron en ello
durante el bienio de plomo con sus toques de queda, cierres perimetrales y
otros inventos del TBO, no he perdido la costumbre. Este domingo
paso dos horas de felicidad con George Clooney y Julia Roberts y sus réplicas y
contrarréplicas. ¿Cine comercial? ¿Cine hecho para halagar al espectador? Por
supuesto. El que yo prefiero: me gusta que me acaricien. En eso tengo gustos
muy vulgares. Las obras maestras, las que son como un puñetazo en la conciencia
del espectador, las soporto solo en pequeñas dosis y cuando no puedo evitarlo.
Lunes,
19 de septiembre
EN EL
NIEMEYER
Una hermosa mañana de verano vuelvo al
Niemeyer para una entrevista televisiva y allí, en la torre, resplandecientes
la ría y el caserío de Avilés, no puedo dejar de recordar aquel tiempo en que la
irracionalidad cainita le puso en su punto de mira. Primero fue la ilusión,
vista desde ahora un tanto absurda, cuando el elegante diseño del arquitecto
brasileño —en el principio solo cuatro trazos en una
servilleta— iba a situar a Avilés en el mapa. Un día llegaba Brad Pitt a ver
cómo iban las obras y otro Woody Allen a dar un concierto en la gran plaza. Los
políticos que lo promovieron sacaban pecho y la oposición afilaba sus
cuchillos. Un raro caso de histeria colectiva llevó al poder, para dejar fuera
a los partidos de siempre, a un partido nuevo encabezado por un viejo tránsfuga
—ahora anda por ahí por los juzgados, acusado de estafar a los suyos— y lo
primero que se le ocurrió para renovar Asturias fue no dejar piedra sobre
piedra en el Niemeyer, convertirlo en solar para plantar patatas. Muchos nos
dedicamos a defenderlo, pero cuando creíamos haberlo conseguido una auditoría
descubrió que los antiguos gestores habían hecho de su capa un sayo y distraído
para uso particular algunos eurillos. Yo me desentendí del asunto. Mi
desilusión no fue tanta como cuando me enteré de que, en asuntos de corrupción,
lo peor no era el caso Roldán, que había otro roldán en un puesto muy superior a
la dirección de la Guardia Civil.
Durante un tiempo no me atrevía a volver a
este lugar. Me traía demasiados recuerdos tristes, de cuando yo también creía
los cuentos que nos contaban. Charlo con Xuan Bello en la torre, disparato
contra este y aquel, y vuelvo a sentirme a gusto. Porque sé que los sueños se
corrompen —como escribió Luis García Montero: hablaba, me temo, por propia
experiencia—, he dejado los sueños, pero hoy recupero algo de la ilusión de
entonces.
Martes,
20 de septiembre
POR QUÉ
YA NO ME INVITAN
No sería nada sin mis manías. Estoy orgulloso
de ellas. La manía de la puntualidad, por ejemplo. “¿Estarás a las siete en el
café de costumbre? Tengo que comentarte algunas cosas”, me dice un amigo. Al
principio, si había quedado con alguien, no llevaba lectura. Ahora la llevo siempre.
El amigo que te pregunta si estás en Orígenes a las siete, aparece a las siete
y media o a las ocho o cuando le viene bien. O no aparece. “Es que me surgió un
compromiso”. Ya no me importa la informalidad ajena. Gracias a ella he leído en
los cafés, solo mientras espero, más libros que muchos han leído en su vida.
Otra manía es la de la imparcialidad. Soy
alérgico al amiguismo, al do ut des, al elogiar a quien me puede ser
útil mientras me puede ser útil. A veces me paso un poco y si comento el libro
de un amigo aplico mayor dureza que al de un enemigo. Por eso me alegra no
formar ya parte del jurado de los premio Princesa de Asturias ni ser invitado a
los actos de entrega en el Campoamor, donde siempre me sentía fuera de lugar.
Así puedo elogiar a Felipe VI sin mala conciencia, sin que me acusen de estar
vendido a la monarquía. Le elogiaría lo mismo, o más, si no fuera rey, si fuera,
por ejemplo, presidente de la República. Claro que, formar parte del jurado de
los Princesa de Asturias, tampoco sería venderse, sino regalarse. Es de los
pocos premios de alguna importancia que no pagan al jurado. Viajes, hotel y
comidas, si son de fuera. Yo, al principio, les salía completamente gratis
porque comía en casa. Luego tuve que ir a las comidas ya que me di cuenta de
que en ellas se decidía tanto o más que en las reuniones formales. La última
entrega de premios a la que me invitaron fue la del 2017. Antes de decir si
aceptaba o no, esperé al anunciado discurso del rey. No me gustó nada su toma
de postura a favor de la mitad de los catalanes y en contra de la otra mitad.
No solo no acepté la invitación, sino que además le conté a la directora de la
Fundación, Teresa Sanjurjo, por qué no la aceptaba: me parecía que el rey había
bordeado peligrosamente los límites de su papel constitucional. Todos los
periódicos oficialistas, de izquierdas o de derechas, dieron por hecho que se
había salido de él y aplaudieron su llamada de atención al gobierno; incluso se comparó su papel con el del
Presunto cuando el golpe de Armada y Tejero.
Yo
ya le he perdonado ese desliz (que le costó la desafección de la mayoría de los
catalanes) y creo que, gracias a él (y a ella) el dilema monarquía o república
no es algo que preocupe en este momento. Y me alegro de no formar ya parte,
aunque siempre fue lo más mínima posible —la única propuesta mía que salió adelante
fue la de Antonio Muñoz Molina—, de esos promocionados galardones para poder
elogiar al rey, cuando se lo merece, sin que mis elogios parezcan propios de
estómagos agradecidos.
Miércoles,
21 de septiembre
MI
FRACASO FAVORITO
Tardíamente he descubierto mi vocación: el
poder. Me habría gustado ocupar puestos de mando. Mando de verdad. En política,
ser jefe del Gobierno o alcalde de la capital, nunca ser ministro, un mandado,
como esa pobre ministra de Sanidad, que se muere por vacunar a todo el mundo lo
más rápido posible (se debe a sus patrocinadores) y todavía no la dejan. A Luis
García Montero parece que le ofrecieron el ministerio de Cultura y lo rechazó.
Ahora está ya en campaña en las primarias para la alcaldía de Madrid —y de
ahí su continuo ejercer de viudo—, que sería la culminación perfecta de su
trayectoria político-poética, un alcalde ilustrado a la manera de Tierno
Galván.
El poder me gusta, pero de lo que yo no sería capaz es de taparme las narices y hacer lo que es necesario hacer para conseguirlo. Yo soy de los que quieren que les toque la lotería sin rebajarme a comprar un billete. O sea que nunca tendré ningún poder. Mejor así. Pero en las noches en que tarda en llegar el sueño me entretengo con el sueño de que soy Biden o Macron o incluso Pedro Sánchez y tomo medidas que mejoran la vida de todos. Vamos, que me dedico a arreglar el mundo. Afortunadamente solo en sueños, así, al contrario que ellos, partidarios de que Europa se quede ciega con tal de que Putin se quede tuerto, yo no causo ningún estropicio.
Jueves,
22 de septiembre
ME
ABURRO
Me sobra el tiempo, toda mi vida me ha sobrado
el tiempo, a nadie envidio más que a esa gente que no tiene tiempo para nada.
Ya sé que aburrirse es muy productivo, del aburrimiento surgen los poemas y las
buenas ideas, pero tampoco hay que abusar.
Viernes,
23 de septiembre
MEGALOMANÍAS MÍAS
Mi idea del paraíso: tener un castillo, como Voltaire, cerca
de Ginebra, rodeado de bosques y jardines (la silueta del Mont Blanc al fondo),
una inmensa biblioteca, un eficaz mayordomo que se ocupe del servicio y de todos
los engorros de la vida cotidiana, y allí dedicarme a escribir en verso
alejandrino, a admirar las puestas de sol, a arremeter contra las injusticias
de los poderosos y a recibir a los amigos y a todos los grandes del mundo que se
acercan para rendirme admiración y pedirme consejo.