Viernes, 3 de enero
COINCIDENCIAS Y ASOMBRO
Me asomo a la ventana del hotel y veo, a mi izquierda, los
árboles secos de una pequeña plaza y, en el centro, una rara construcción
sepulcral. A finales de 1936, un anciano escritor español, fugitivo de la
guerra civil, se alojó en este mismo hotel: “Desde la ventana del cuarto se
atisba algo de la fronda de un jardín –o del ramaje desnudo, si es en
invierno–. Ese jardín es el de la Capilla
Expiatoria ; es decir, un pedazo del antiguo cementerio de la Magdalena , donde fueron
enterrados Luis XVI y María Antonia, guillotinados en la cercana plaza de la Concordia. Del
cementerio queda una parcela con algunos sepulcros cubiertos de anchas losas
blancas; el resto es una amena glorieta con árboles frondosos. Es lugar
apacible y frecuentado por vecinos y transeúntes que aquí se sientan a
descansar un momento”.
Cuando el
anciano escritor español residió en este hotel, su nombre era Buckingham; ahora
ha cambiado por el de la calle, la rue des Mathurins. A mí me gusta su lema,
inscrito en un óvalo a la entrada: “Le luxe d’étre chez soi”. Sí, el mayor lujo
es estar en casa.
En cuanto
salgo a la calle, camino por las páginas de un libro o entre los estantes de
una biblioteca. Hay dos teatros, uno al lado del otro; en uno de ellos, María
Casares estrenó la primera obra de Albert Camus, Le Malentendu. Muy cerca, a la vuelta de la primera esquina, vivió
Reynaldo Hahn, y al otro lado había un prostíbulo frecuentado por Marcel Proust
(y descrito con fantasmagórica precisión en Sodoma
y Gomorra).
El anciano
escritor no cuenta estas cosas, pero sí lo hace otro escritor español que
siguió sus pasos en París, José Muñoz Millanes. Yo ahora sigo los pasos de
ambos.
Estamos
todavía en tiempo de Navidad. Ante los escaparates de los almacenes Printemps,
cada uno de ellos un fastuoso espectáculo animado, se amontonan padres y niños.
Yo pienso en lo tristes que debieron ser las navidades de aquel remoto 1936.
El anciano
escritor había nacido en Monóvar, en 1873; cuando se alojaba en el mismo hotel
en que yo me alojo estos días, cuando se asomaba a la ventana y veía un jardín
que era también cementerio, tenía sesenta y tres años, la misma edad que yo
tengo ahora. No me lo acabo de creer, vuelvo a echar las cuentas, pero no hay
error.
El Azorín
crepuscular que paseaba por París en los días de la guerra civil tenía la misma
edad que el aprendiz de escritor que ahora sigue sus pasos. Debería ponerme melancólico,
pero no solo no me molesta tener la edad que tengo, sino que me gustaría seguir
teniéndola durante los próximos veinte o treinta años.
A Azorín todavía
le quedaban por escribir algunos de sus libros que a mí más me gustan, como la
novela El escritor, que me regalaron
cuando tenía doce años porque entonces me pasaba el día escribiendo. Todavía
recuerdo de memoria su comienzo: “Nada en suma. Absolutamente nada. Nada que se
salga del carril cotidiano. La vida fluye incesable y uniforme: duermo,
trabajo, hojeo al azar un libro nuevo…”
Lo que a mí
me quede por escribir valdrá, poco más o menos, lo mismo que lo que he escrito.
Pero ahora paseo por las calles de una ciudad y por las páginas de un libro; me
acompaña la luna sobre las mansardas y luego, cuando yo me detengo sobre un
puente, se detiene también para contemplar las aguas negras del río que de
pronto se agitan con el paso de una barcaza iluminada.
Nada que se
salga del carril cotidiano. Nada que se salga del cotidiano asombro de estar
vivo.
Sábado, 4 de enero
AVENIDA KLÉBER
Recorro la avenida Kléber, desde el Arco del Triunfo hasta
el Trocadero, y al cruzar frente al antiguo hotel Majestic, ahora vallado y en
reconstrucción, no puedo dejar de pensar en Ernst Jünger y en los días de la
ocupación alemana. Cierto que su historia es mucho más dilatada y que a este
mismo lugar, pero no a este mismo edificio, llegó un día Galdós a visitar a una
simpática anciana que hacía años que era parte de la historia de España y
protagonista de la más picante chismografía. Y que en este hotel celebró Proust,
que vivía cerca, una de sus últimas fiestas, una cena a la que asistieron
Stravinsky y Picasso y no sé si también Cocteau.
Pero lo que
a mí me viene a la memoria son los días en blanco y negro de la ocupación,
cuando era la sede de la
Comandancia alemana. Aquí tenía su despacho Jünger, que se
alojaba en el cercano Raphaël. Un día, a última hora de la tarde, fue a verle
el teniente coronel Von Hofacker. Sospechaba que había escuchas y le pidió que
bajaran a la calle para charlar tranquilos. Mientras iban y venían del
Trocadero a la Étoile, le ha dado algunos detalles contenidos en informes de
gente de confianza que trabaja para los generales en el alto mando de las SS. Ya
no es posible evitar la catástrofe, pero sí atenuarla y para ello la condición
previa es la desaparición de Hitler (al que Jünger en sus diarios denomina
Kniébolo) al que hay que hacer saltar por los aires en alguna de las reuniones
del Gran Cuartel General.
Escuadrillas
aéreas han sobrevolado la ciudad a última hora de la tarde; en el patio del
hotel Majestic han llovido del cielo cascos de metralla. Una de esas
incursiones aéreas la observa Jünger desde la terraza del hotel Raphaël, a la
hora de la puesta del sol, con un vaso de borgoña en la mano –“en el que
flotaban fresas”–, como un gran espectáculo de luz y sonido: “La ciudad con sus
torres y cúpulas rojas se extendía a mi alrededor en toda su poderosa belleza,
semejante al cáliz de una flor sobrevolado por insectos metálicos para recibir
una fecundación letal”.
No deja de
anotar las lecturas de cada día y a mí se me ha quedado en la memoria su
definición de las rubaiyatas de Omar Jayyam: “tulipanes rojos brotados de la
tierra blanda de un cementerio”.
La
atmósfera sombría de la ocupación desaparece al llegar al palacio del
Trocadero, donde hay una gran exposición titulada “1925, quand l’art déco
séduit le monde”. Y yo me dejo seducir por la minuciosa elegancia –preludio de
la catástrofe– de los bibelots y de los rascacielos, de los paquebotes y de los
hoteles de lujo.
Domingo, 5 de enero
PARC MONCEAU
Avenidas desiertas, perezosa luz de la mañana de domingo. La
hermosa verja dorada que rodea al parque parece que no ha sido suficiente para
contener el avance de la ciudad. Tras ella me encuentro con la calle Murillo.
Me dan ganas de buscar el número 5, de subir al 4º D y llamar a la puerta.
¿Quién me abrirá? ¿Quién será el desconocido que comparte mi dirección?
Luego, el arbolado
óvalo del parque, a esta hora ocupado solo por gente que corre y por las
decimonónicas estatuas de músicos y escritores. Saludo primero a Gounod, un
poco más allá a Guy de Maupassant. Para mejor pasar la eternidad todos están
acompañados de su musa, voluptuosamente desnuda o envuelta en los ropajes de la
época, pero siempre humildemente a los pies.
Admiro, al
fondo de la avenida central, la antigua casa de la aduana, que algo me recuerda
al tempietto romano de San Pietro in Montorio. Busco luego los restos del
“jardín de los sueños” imaginado por Louis Carmontelle en los años finales del
Antiguo Régimen: el estanque con su isla, la columnata corintia, la pirámide,
la artificiosa cascada… Pero lo mejor son los grandes árboles, que dibujan su
ramaje en tinta china sobre el cielo invernal, y las mansiones a uno y otro
lado de la verja. La más hermosa está en la avenida Van Dyck; tiene un
modernista mirador de hierro y cristal que da al parque y un par de briosos
caballos sobre el dintel de la puerta principal; en alguna parte he leído que
la construyó un fabricante de chocolate; basta mirarla para darse cuenta de que
conocía perfectamente lo que era la sabrosa dulzura de vivir.
Nunca antes
había estado aquí, pero algo en este lugar me resulta familiar. Y de pronto
recuerdo un pasaje de los diarios de Jünger, que estos días me vienen
continuamente a la cabeza. Habla en él de una sesión de trabajo en uno de los
edificios de la Avenida
Van Dyck. Frente a sus ventanas se alzaba un gran castaño en
flor, quizá el mismo que, ya sin flores, tengo yo ahora delante: “A pleno sol
sus flores se destacan del cielo azul por su luminoso color rojo coral; en la
sombra resaltan del follaje verde como modeladas en cera rosa. Cuando se
marchitan, sus pétalos caen con tal profusión que el tronco queda rodeado por
un círculo de sombra intensamente rojo, es como un vestido de flores que el
árbol se ha quitado”.
Lunes, 6 de enero
EL MISMO CIELO
De pronto, caminando al azar por los alrededores de la Bolsa , tras cruzar Les
Halles, ahora en obras, y entrar en San Eustaquio, donde Rameau comparte la
eternidad con Molière y la madre de Mozart, me encuentro la entrada de las
galerías Vivienne, ese mágico espacio que en “El otro cielo” de Julio Cortázar
enlazaba, a través del tiempo y del espacio, con el pasaje Güemes, en Buenos
Aires, muy cerca de la calle Florida.
Las figuras
alegóricas que alargan las manos para ofrecernos una guirnalda son las mismas
de cuando vivía, en el número 13, el enigmático Vidocq, el primer detective,
que fue ladrón antes que fraile, el Vautrin de Balzac, protector de ambiciosos
y guapos jóvenes provincianos. Siguen aquí las librerías de viejo y las
agencias de viaje que parecen vender billetes para países fuera del mapa y del
calendario.
Me detengo
en el mismo lugar en que el protagonista de “El otro cielo” conoció a Josiane
“bajo las figuras de yeso que el pico del gas llenaba de temblores (las
guirnaldas iban y venían entre los dedos de las Musas polvorientas)” y cierro
un momento los ojos. Noto entonces una presencia ardiente y cercana. No sé si
se trata de Josiane o de Laurent, de la víctima o del asesino. Todo parece
posible en estas galerías.
Los caminos
que yo prefiero son los que llevan de la vida a los libros. Recorrerlos y luego
cerrar la puerta –cerrar el libro– y quedarse dentro.
Martes, 7 de enero
JARDÍN Y BIBLIOTECA
La primera vez que estuve en los jardines del Luxemburgo no
fue a mediados de los setenta, durante mi primer viaje a París, sino muchos antes,
cuando de la biblioteca Bances Candamo, en Avilés, saqué Los últimos románticos y luego, al día siguiente, Las tragedias grotescas. Las dos
recreaciones barojianas del París del segundo imperio comienzan en este mismo
lugar: “En aquel momento, una hora antes del anochecer, diluviaba. El agua caía
de una manera torrencial en grandes gotas; sonaba en las aceras como un
chasquido metálico y mojaba las hojas nacientes de los árboles del Luxemburgo,
en cuyas enramadas verdes piaban los pájaros con algarabía estrepitosa”.
Ha dejado
de llover. Me acerco hasta la fuente de Medici. Antes admiro al fauno danzante
en el paseo que corona la cúpula del Panteón. La bella Galatea, “más suave /
que los claveles que tronchó la aurora”, cierra voluptuosa los ojos en brazos
de Acis, mientras sobre ellos acecha Polifemo. Las ramas de los árboles
tiemblan en el agua del estanque, donde flotan todavía algunas hojas doradas.
Miro el
mundo y solo veo una edición ilustrada de la historia de la literatura.
Miércoles, 8 de enero
AUTORRETRATO ENCONTRADO
Abro al azar un libro y lo primero que leo me hace sonreír: “Admiro
el orden y la precisión de su pensamiento, su ingenio volteriano y a la vez
como de gato, que tiende ágilmente la zarpa hacia hombres y cosas, les da la
vuelta como jugando y también les causa dolorosas heridas con sus arañazos”.
Me gustaría
merecer un elogio semejante; de momento ya coincido en causar, como jugando, y
no siempre sin darme cuenta, dolorosas heridas a quienes más quiero.
Magnífico "post". Siempre nos quedará París...
ResponderEliminarSin olvidar a Nápoles, por supuesto.
EliminarJLGM
Salvemos la belleza de Sierra Almijara
ResponderEliminarNo al campo de golf con 1000 viviendas
Por favor firmar la protesta en change.org
http://chn.ge/19hXVqN
Ttenemos 250 firmas y ahora me piden llegar a las 500. Pasad el enlace a vuestros contactos. Seguiremos luchando. Gracias.
Jose Luis, estamos intentando parar la locura del penúltimo "pelotazo" urbanístico.
Gracias por vuestro apoyo
Miguel