domingo, 21 de febrero de 2010

Línea roja: Café con libros

Domingo, 14 de febrero
TRISTE GRACIA

Leyendo la antología de Julián del Casal que acaba de publicar Renacimiento me viene a la memoria uno de los poemas mínimos de Ángel González: “Triste gracia: / Se murió de risa”. El desolado poeta cubano (“ansias de aniquilarme sólo siento”) padecía tuberculosis. Tras pasar una temporada en el campo, en el verano de 1893, regresó a La Habana. Un amigo, el doctor Lucas de los Santos, se lo encuentra en la calle, aparentemente muy recuperado, y lo invita a comer. Durante la comida se muestra animado y feliz. En la sobremesa, alguien cuenta un chiste. El poeta ríe a carcajadas. Como consecuencia de ello, sufre un aneurisma con hemorragia que al instante le provoca la muerte.
“¿Por qué has hecho, ¡oh, Dios mío!, mi alma tan triste?”, termina uno de sus poemas. Parece que ese Dios al que invoca le hubiera querido gastar una macabra broma final.



Lunes, 15 de febrero
ZSA ZSA GABOR

Yo le conocí –se había acercado a mi mesa en Los Porches a recoger el periódico de la casa y señalaba las memorias de Indro Montanelli—, tuve la suerte de hablar con él más de una vez cuando era ya muy viejo. Tenía infinidad de cosas que contar, pero le gustaba hablar sobre todo de sus andanzas en Abisinia. Antes de marchar, desde París le envió a Kipling una traducción de su poema más famoso. A punto de embarcarse le llegó una invitación para que le visitara en Inglaterra. Le contestó: “Sepa usted que parto por culpa suya. Voy a Abisinia por haberle leído”. Y el escritor le respondió: “Si no fuese un viejo enfermo, partiría con usted”.
Yo también –continuó, ya sentado frente a mí, después de haber pedido permiso— me embarqué a los veinte años, pero no para Abisinia, sino para Hollywood. Tuve la suerte de formar parte, como ayudante de cocina, del “Angelita”, el velero más lujoso que jamás haya existido. Era una especie de palacio de Versalles flotante. Alfombras persas, auténticos gobelinos. Había hasta cuadros del Renacimiento. En la biblioteca, viejas cartas marinas e incunables sobre temas náuticos. La tripulación estaba formada por ciento veinte hombres de la Marina de guerra. Con nosotros viajaba una orquesta formada por los más famosos músicos del Caribe. La primera etapa fue Acapulco. No hubo belleza que no pasara por las fiestas que se dieron a bordo ni por las manos desdeñosas de Ramfis, que era el jefe del Estado Mayor de las Fuerzas Armadas dominicanas y un vividor que no tenía nada que envidiar a su cuñado, Porfirio Rubirosa. Mis padres, que eran de Moreda, emigraron a América cuando yo era niño. Solo tenían dos admiraciones en el mundo: una era Franco; otra, Rafael Leónidas Trujillo. El primero había reconstruido el país tras la guerra; el segundo, tras un terremoto todavía más devastador que el de Haití. Yo entonces tenía veinte años y me parecía vivir un sueño. La tripulación, claro, no participaba en las fiestas, pero de vez en cuando alguna belleza borracha se extraviaba por los pasillos y, bueno, yo entonces tenía veinte años. Ya en Los Ángeles me tocó la lotería. Quien se extravió por el interior del navío fue nada menos que Zsa Zsa Gabor, que tenía una aventura con el jefe, pero a la que éste ya no hacía demasiado caso porque andaba muy ilusionado con Kim Novak, otra rubia espectacular. De los crímenes del hijo y del padre yo entonces no sabía nada; tardé en saberlo. Una vez Ramfis fue a felicitar a los cocineros y a mí me dio la mano y una palmadita en el hombro; durante mucho tiempo estuve más orgulloso de ello que de haberme acostado con la actriz”.



Martes, 16 de febrero
LIBRE DE LIBROS

El mejor café, si no es con un libro recién llegado a mis manos, no me sabe a nada. Esta fría tarde de carnaval, en la que todo el mundo parece haberse disfrazado de hombre invisible, abro el número 700 de la colección Visor, de feo título, Filobiblón, y hermoso subtítulo: “Amor al libro”. Lo primero que escucho es una queja de José María Velázquez-Gaztelu que parece hacerse eco de las mías: “No sé dónde guardar los libros. Rebosan, se amontonan en las estanterías, encima de las sillas se doblan cuarteados. Aquí y allá, por todas partes libros y más libros inundando las mesas, reventando los cajones. En cualquier sitio hay libros. Alguien me sugiere selección rigurosísima, que tire la mitad, o casi todos, escasos como estamos de espacio para muebles o discos o cuadros que duermen escondidos, sin ver su luz la luz”.
De la segunda parte del poema –porque se trata de un presunto poema escrito presuntamente en verso, aunque yo lo copie en prosa— parece deducirse que no va a ser capaz de librarse del ahogo libresco: “Pero yo quiero a los libros: / los buenos y los malos, si los hay”.
Cuántas tonterías escribimos los poetas. Yo también amo los libros, pero eso no quiere decir que me sienta obligado a conservar todos los que llegan a mis manos. La mayoría se agotan en una primera lectura o una rápida hojeada, y a los otros de nada sirve conservarlos si cuando los necesito no puedo encontrarlos.
He hablado con varios libreros para que pasen por casa y me ayuden a hacerla más habitable. No siento pena por desprenderme de libros que alguna vez me hicieron feliz. Que vayan en busca de otras manos, de otros ojos. A mis libros los quiero libres.


Ya tengo la mejor biblioteca del mundo, sin necesidad de convertir mi casa en un almacén. Mi sección de fondo está en la biblioteca del Milán, a dos pasos. Para las novedades, tengo una biblioteca de mañana, que es la librería Cervantes; por la tarde, Ojanguren, que ya surtía a Clarín, y por supuesto Valdés, con su cordial trastienda. Y luego están los libros que me llegan sin solicitarlos a la redacción de la revista o a mi casa (estos, casi siempre de poesía y dedicados por sus autores, lo que plantea un problema adicional a la hora de desprenderse de ellos). No todas esas bibliotecas son gratis. En algunas tengo que pagar. Y lo hago con placer. El libro que me interesa nunca me parece caro. ¡Hace falta tanto trabajo, tanto esfuerzo, tantísima gente –autor, editor, corrector, impresor, mozo de almacén, distribuidor, librero— para que yo pueda disfrutar cada día escogiendo en la mesa de novedades el volumen que me va a proporcionar mi cotidiana ración de felicidad!



Miércoles, 17 de febrero
CELOS

En el patio de la Universidad, tras la conferencia de Darío Villanueva, me encuentro a un fatigado Antonio Masip. “¡La que habéis armado! –le digo— Pobre Ángel González…”
Qué historia más triste la de esa fundación con la que hicieron ilusionarse al poeta en los últimos tiempos, a pesar de que él no era hombre de fundaciones. Y qué historia más repetida. Siempre los herederos acaban tirándose los trastos en público. En el fondo, una historia de celos. Los amigos por un lado; el último gran amor, por el otro.
Pero quizá no se pierda nada con que se pierda esa fundación que serviría sin duda más para lucimiento de otros que para gloria del poeta.
Veo alejarse por el patio a Masip y siento haberle recriminado. Seguro que es el que menos culpa tiene.



Jueves, 18 de febrero
NI CONTIGO NI SIN TI

Esta fría tarde en el Rosal, junto a la cristalera anochecida y el habitual café, abro al azar Travesías vanguardistas, de Domingo Ródenas, y el primer párrafo que encuentro dice así: “En el camposanto de la historia literaria no todo son mausoleos y nichos con su lápida, también existe una fosa común anónima e innúmera. Las razones de que un escritor acabe ahí son múltiples y en ocasiones muy caprichosas, por ejemplo no elegir adecuadamente las compañías”. Cuenta luego la novelera historia de una escritora mexicana, Lucila Harmony, que sedujo a un viejo verde, Benjamín Jarnés, y firmaba con el nombre de una de sus heroínas, Paulita Brook. Nada me entretiene más que la chismosa erudición.
¿Encontró Ángel González las mejores compañías? Siempre se dejó querer por los amigos que le convenían, pero el amor no sabe de conveniencias. En los últimos tiempos, no podía vivir con Susana allá en el desolado Nuevo México, pero tampoco podía vivir sin ella en el amical y etílico Madrid. Esa fue su tragedia. Las dos mitades de su corazón parece que siguen siendo incompatibles.



Viernes, 19 de febrero
EN LOS PORCHES

“Cada mañana lo veo aquí en Los Porches, y siempre con libros distintos. ¿Tiene tiempo de leerlos todos? No acabé de contarle la historia de Ramfis. Me lo volví a encontrar en Madrid, en un bar en el que yo trabajaba de camarero. No había cambiado nada. Se le veía feliz acompañado de una dama espectacular. Me acerqué a saludarle. Se le iluminó la cara cuando le hablé de aquella travesía hasta California. Desde entonces habían ocurrido algunas cosas. Una noche Trujillo, vestido de blanco y con el pecho lleno de condecoraciones, se subió a su Cadillac para ir a visitar a su amante. Siempre le acompañaban dos guardaespaldas, pero aquella vez hizo un gesto para que se quedaran fuera. El chófer se extrañó. A unos diez kilómetros de la ciudad se dieron cuenta de que los seguían. En un cruce, el coche, se acercó a una distancia de diez metros y en ese momento se bajaron los cristales de las ventanillas. Varios hombres, armados con metralletas, se asomaron a ellas volcándose hacia el exterior y empezaron a disparar. El Cadillac aceleró, sin responder a los disparos. Uno de ellos reventó un neumático y el vehículo cayó por la cuneta. El chófer salió disparando. Trujillo también salió, sin acabar de creérselo, y en seguida fue abatido por los disparos. El capitán lo fue poco después, aunque finalmente salvaría la vida. A Trujillo le siguieron disparando después de muerto. Luego cargaron su cadáver en el coche y lo pasearon por la ciudad, como un trofeo de caza. Pero Ramfis, a pesar de aquella tragedia, seguía siendo un príncipe, como cuando seducía a las actrices de Hollywood. Al despedirse, me dejó como propina varios billetes de mil pesetas, que entonces eran una fortuna. Le puedo asegurar que en aquellos billetes, que me vinieron muy bien y me permitieron casarme, no había, o por lo menos no se notaba, ni una sola mancha de sangre”.

2 comentarios:

  1. Amigo José Luis, qué tal. Sigo disfrutando mucho con tus cosas, con tus historias. Eres un figura, de verdad. Estoy contigo en lo de desprenderse de los libros que ya no nos sirven. Yo también lo hago. A la papelera con ellos, como diría Álvarez.
    Terminé MENTIRAS VERDADERAS. Sin palabras. No sabes lo bien que lo he pasado leyéndolo. Mil Gracias. Ahora lo ha empezado mi mujer, a ver qué le parece. Yo voy a empezar ARCO DEL PARAISO o ALREDEDORES DEL PARAISO esta misma noche. Me acaban de llegar y estoy ansioso por meterles el diente ya. No sé por cuál de los dos empezar. Ya me dirás...
    Un abrazo lluvioso desde Pamplona.
    Alfredo

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  2. José Luis García Martín27 de febrero de 2010, 11:16

    Muchas gracias por tus palabras. Puedes empezar por cualquiera de ellos. A ver si no te defraudan demasiado, o no te empachan, que es el riesgo de leer demasiado a un escritor. Todos somos inevitablemente monótonos y por eso conviene tomarse vacaciones de lector.
    Un abrazo

    JLGM

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