Domingo, 31 de enero
GOOGLE MAPS
Mañana pasearé por las calles de Burdeos y esta mañana ya lo hago en la pantalla del ordenador. Trazo mis itinerarios: busco la plaza de la Bolsa, la del Gran Teatro, la librería Laurenciers, en el muelle de la Harina, que me ha recomendado Valdés; llego hasta el calmo río… El hotel está cerca de la Place des Grandes Hommes, con su rara cubierta de invernadero, allí podré refugiarme si hace mal tiempo.
Dejo el ordenador y abro un libro de François Mauriac. En Burdeos me aguardan las sombras amigas de Goya y Moratín, pero es el minucioso cronista de las sórdidas pasiones provinciales el que más me atrae: “Las casas, las calles de Burdeos son los acontecimientos de mi vida. Cuando el tren aminora la marcha sobre el puente del Garona y a la luz del crepúsculo vislumbro enteramente el cuerpo inmenso que se estira y se desposa con la curva del río, busco los lugares señalados por un campanario, una alegría, un pecado, un sueño. Burdeos es mi infancia y mi adolescencia separadas de mí, hechas piedra. Su historia es la historia de mi cuerpo y de mi alma”.
Para mí no hay nada más grato que recorrer una ciudad llena de historias, pero al margen de mi historia. Es como estrenar el mundo.
Lunes, 1 de febrero
LA DESCONOCIDA DEL RESTAURANTE
Había estado trabajando toda la mañana en el pequeño huerto que tengo detrás de casa, luego me duché, me cambié de ropa y cogí el coche para irme a comer al restaurante de Darío, en el centro del pueblo. Los fines de semana suele haber bastante gente y también los miércoles, día de mercado, pero hoy estaba casi vacío: una pareja a la que conocía de vista, a la que saludé con un gesto, y una mujer que comía cerca de la ventana que daba a la plaza. Yo me senté en mi mesa favorita, en la otra esquina, y mientras esperaba que me sirvieran no pude dejar de ojearla. No era ni muy guapa ni muy joven, pero era –no sé si me explico bien— confortable. Daba la impresión de que era capaz de hacer la vida más fácil a todo el que se moviera cerca de ella. Me habría gustado encontrar algún pretexto para entrar en conversación, pero antes de que pudiera decidirme hizo un gesto al camarero, pagó la cuenta y salió a la calle. Le pregunté a Darío, que en aquel momento salía de la cocina, si sabía algo de ella. “No la he visto nunca; tampoco parece que tuviera ganas de hablar”, me dijo.
Últimamente ando algo bajo de ánimos. No hay ninguna razón para ello, pero voy a cumplir sesenta, vivo solo, y cosas que hasta ahora habían ocupado buena parte de mi tiempo han comenzado a dejar de interesarme. He recorrido medio mundo, pero ahora me cuesta coger el coche si no es para comer en algún restaurante cercano. Sigo comprando libros, como siempre hice, pero ya no abro los paquetes impaciente nada más recibir un nuevo envío. Ahora quedan sin abrir a veces durante semanas. Las mujeres nunca me han interesado mucho. Me casé porque todo el mundo lo hacía y me divorcié luego sin demasiada pena, aunque un poco fastidiado por tanto engorro.
Ahora que no lo soy puedo decir sin equivocarme que durante los últimos años he sido feliz. Mi casa está bastante aislada, desde la ventana del dormitorio y desde la terraza veo el mar, tengo un pequeño huerto y una gran biblioteca, relativamente buena salud, nadie que me moleste, ¿qué más puedo pedir? Y de pronto fue como si los alimentos dejaran de tener sabor, como si el mundo entero, y con él mi pequeño paraíso, se volviera insípido.
Cuando salí del restaurante, me puse a pasear por el pueblo con la secreta esperanza, con la absurda esperanza, de volver a ver a aquella mujer. Una mujer, lo repito, que no tenía nada especial. No la encontré, por supuesto. Tampoco me detuve a hablar con nadie. La verdad es que tengo poca capacidad de hacer amigos. Llevo viviendo en este pueblo más de diez años y, salvo la asistenta, son muy pocas las personas que han estado en mi casa y yo no he estado de visita en ninguna casa. Hasta ahora no había echado de menos esa falta de vida social, todo lo contrario. Mi aislamiento era voluntario y formaba parte de mi felicidad. Y ahora, de pronto, sin saber por qué, comenzaba a pesarme. Debe de ser porque voy a cumplir sesenta años.
Di una vuelta por el pueblo, respondí al saludo de unas cuantas personas, entré en la iglesia (no a rezar, sino porque me gusta su penumbra silenciosa y una imagen de San Roque con su perro), me demoré cuanto pude, esperando no sé qué, y luego cogí el coche y volví a casa. Siempre me ha gustado volver a casa, yo creo que muchas veces si salía a dar una vuelta era solo para disfrutar con el regreso. Pero esta vez no. Esta vez volvía inexplicablemente apesadumbrado.
Iba tan abstraído en mis pensamientos que hasta que no detuve el coche no me di cuenta de que había alguien a la puerta. Se había dado la vuelta al oírme llegar. Su gesto era de impaciencia, como si hubiéramos tenido una cita y yo me hubiera retrasado más de la cuenta. Pero no teníamos ninguna cita. O sí. Porque aquella mujer era precisamente la desconocida del restaurante. Pero ahora, mirándome con gesto de enfado, no tenía un aspecto confortable, sino más bien amenazador.
Martes, 2 de febrero
EL LOBO
Antes de dormirme, me gusta contarme historias. Siempre digo que detesto las novelas, pero en mi cabeza he escrito cientos de novelas en las que yo, algo retocado, soy el protagonista. Supongo que a todos los adolescentes les habrá ocurrido lo mismo. Y yo sigo siendo un adolescente. Ayer, como no me sentía con ánimos para hablar de lo que me había pasado, traté de poner por escrito la última de esas historias, la que me ayudó a soportar la noche del domingo.
“¿Pero no estabas en Burdeos?”, me pregunta Ana Vega cuando me encuentra en el Rosal, hojeando un libro, escuchando música, viendo pasar la gente.
No, no estoy en Burdeos. El domingo, en el cine, a mitad de la película comencé a sentirme mal. Salí al baño: todo se oscureció de pronto. Un buen susto.
Alguna vez vendrá de verdad el lobo, pero esta vez parece que ha sido una falsa alarma. Ayer me creía morir y hoy recupero mis costumbres, lo que es para mí la mayor felicidad.
Miércoles, 3 de febrero
CALVIN KLEIN
En las noches de insomnio, me cuento historias, o pienso en los lugares en los que me gustaría vivir. En el monasterio de Novy Dvur, en la República Checa, por ejemplo. Nunca he estado allí, pero me fascina en las fotografías su geométrica simplicidad, el claustro de bóvedas suspendidas, sin columnas, su elegancia sigilosa. Es un monasterio cisterciense construido en el 2004. La abadía de Sept-Fons, en Borgoña, decidió fundar un nuevo monasterio y buscaron el arquitecto contemporáneo que mejor se adecuara a los preceptos enumerados por San Bernardo de Claraval. Y lo encontraron en John Pawson, famoso por sus minimalistas diseños de las tiendas de Calvin Klein.
No estaría mal retirarse a descansar un tiempo en ese monasterio. Unos frailes que descubren en una tienda de lujo al arquitecto capaz de dar forma actual a los ideales cistercienses seguro que resultarían compañeros interesantes. Pero de lo que yo necesito descansar un tiempo es de mí mismo y me temo que, vaya donde vaya, me llevaría conmigo.
Jueves, 4 de febrero
AÚN NO
Uno está seguro en su casa, en su mundo, y de pronto llaman a la puerta. Ese es siempre el comienzo de las historias que me gusta contar. Abro la puerta a una desconocida y todo cambia. Acaba la tranquilidad, comienza quizás la verdadera vida.
De sobra sé quién será la última visita. Este domingo, por un momento, pensé que era ella quién llamaba. Pero todavía no…
Viernes, 5 de febrero
UNA NOCHE DE INVIERNO
“Qué triste hacerse viejo y vivir y morir solo”, oigo decir en una mesa cercana de Los Porches. Ahora todo el mundo me parece que habla de mí. Pero yo me defiendo recordando una enternecedora historia familiar. La cuenta Mauriac, que amaba tanto a su provincia natal que no la soportaba.
----Un muchachito va una noche a buscar al médico porque su abuelo está enfermo. Se pone en marcha en un cabriolet, en mitad de la noche de invierno, por el camino lleno de baches. Para llegar a la alquería se ha de seguir una vereda de arena en plena oscuridad. A unos cuantos metros de la casa, el doctor ata su caballo a un pino y avanza de puntillas. Sorprende el alboroto de las risas, de las canciones en dialecto, de las botellas descorchadas, todo el estallido de una alegría inmensa porque el viejo se ha muerto. Pero el muchacho, corriendo, da la alarma. En un segundo, los llantos suceden a las risas, las canciones se cambian en gritos y lamentos.
“A los campesinos –escribe Mauriac— no les gusta que sus ascendientes, cuando llegan a cierta edad, duren demasiado. Solo llaman al médico a la cabecera del viejo para guardar las formas y cuando están seguros de que esa visita será la última”.
Sábado, 6 de febrero
UN ARTE DE VIDA
“Es una lástima que no seas creyente –me dice una amiga-, porque tú podrías haber sido un monje perfecto”.
Sonrío, pero la verdad es que el tipo de vida que a mí me habría gustado llevar, y el tipo de persona que me habría gustado ser se parece bastante al de un orensano que vivió casi toda su vida en el monasterio de San Vicente, aquí en Oviedo.
Una celda llena de libros es todo lo que necesito para ser feliz. Pero una celda que no sea un lago estancado, sino un río. Libros nuevos que entran cada día, toda la novedad de las prensas del mundo, y libros que salen para la biblioteca del monasterio, para las librerías de viejo o directamente para el reciclaje. Y no tener que preocuparme de la vida práctica. Solo leer y comentar lo leído, y discutir con este y con aquel, y arremeter incansable contra oscurantismos y sinrazones.
Ya que insistes en que nadie cuide de ti, al menos cuídate tú mismo.
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