En pocos lugares se siente uno tan en el centro del mundo
como en la terraza del Café Le Nemours, con su columnata neoclásica que parece
especialmente dispuesta para servir de escenario a una tragedia de Racine.
––¿Le
conoces? –me dijo el amigo de los tiempos de la Facultad con el que acababa de
reencontrarme en París.
Pero no, yo
no conocía al anciano de barba blanca al que me señalaba, un anciano que
caminaba erguido y solo entre la colorista multitud que iba o venía del cercano
Louvre.
––Es
Bertrand de Jouvenel, el Hipólito de aquella Fedra que se llamó Colette.
Yo había
leído algunos de sus libros sobre economía y ecología política; los volví a
releer tras la crisis reciente y me parecieron que todavía podían seguir siendo
útiles. Pero no se me ocurría qué relación podía tener con Colette (la plaza en
la que está el café, junto a la Comédie Française, lleva su nombre) y mucho
menos con Fedra y con Hipólito.
––Es el
hijastro de la escritora. Su padre, Henry de Jouvenel, fue el segundo marido de
Colette. El primero, ya lo sabes, fue Willy, un vividor que firmaba lo que ella
escribía (y lo que escribían otros). Cuando se separaron, no sé si antes,
inició una relación con su hijastro que entonces tenía dieciséis años mientras
que ella andaba ya cerca de los cincuenta. Nunca fue mujer muy escrupulosa en
esos asuntos. Antes se había enamorado de una de las amantes de su primer
marido y durante un tiempo formaron un trío feliz. Vivió muy cerca de aquí, al
otro lado del Palais-Royal, en la calle Beaujolais. Fue curioso como encontró
ese piso que da a los jardines. Ya había residido allí fugazmente. Un día,
mientras preparaba una mudanza, la entrevistaron para el Paris-Midi. “Me he enterado –le dijo el periodista– de que va usted
a mudarse, parece que nada le encanta tanto como los traslados”. Colette negó
que eso fuera cierto: “Solo he cambiado de casa poco más de media docena de
veces y siempre por una necesidad ineludible. La prueba es que, cuando vivía en
el Palais-Royal, hace diez años, moví cielo y tierra para lograr que me
alquilaran el primer piso de la casa; si hubiera podido conseguirlo, aún
continuaría allí”. Al día siguiente, recibió una carta: “Señora, he leído que
siempre ha deseado ocupar el primer piso del número 9 de la calle Beaujolais.
Soy su actual ocupante y estoy dispuesto a cedérselo”.
La errabunda
Colette encontró refugio para lo que le quedaba de vida. Allí pasó la Ocupación
y los años finales en que la artrosis la mantuvo varada en una butaca frente a
una de las ventanas. Parece un escenario de cuento de hadas, en el corazón de
París, pero las cosas no son siempre lo que parecen. La hermosa y simétrica
hilera de casas que rodea el jardín fue construida en cuatro años, con material
de desecho, y continuamente amenaza ruina. En cualquier otro barrio, solía
decir ella, los inquilinos protestarían diariamente, pero no aquí, en este
alargado rectángulo de verdor “en cuyo centro un redondo estanque brilla como
la piedra de una sortija o eleva al aire un penacho de plata y arco iris”.
Cuando llueve, llueve también en el comedor y ha de ir corriendo a la cocina
para buscar un recipiente; el goteo a veces se convierte en catarata y ha de
recurrir incluso al cubo de la basura. Pero ¿qué importa eso si por esas
arcadas dieciochescas se pasearon las víctimas y los verdugos de la Revolución,
intrigaron y se amaron los personajes de Balzac? Su vecino favorito, durante
los días de la Ocupación, fue Jean Cocteau, que vivía en un sótano. Gracias a
él, a quien no le importó demasiado invitar a los alemanes a su perpetua
fiesta, aquellos años oscuros fueron menos oscuros. Como Colette, Cocteau
conocía las costumbres, los gatos y los perros de todo el mundo. Se paseaba
entre sonrisas y comentando las novedades con unos y con otros. Acodado en la
ventana, charlaba con Colette, que cruzaba el jardín con su bastón, su foulard
anudado al cuello, su sombrero de fieltro, sus hermosos ojos, sus pies
descalzos, sus sandalias. Pronto dejaría de hacerlo y tendría que contentarse
con contemplar Paris de ma fenêtre, como
titula uno de sus libros últimos. No a todo el mundo le agradaba el modo de
vivir, desenvuelto y libre, de Colette. Cuando murió, en 1954, convertida ya en
una gloria nacional, el arzobispo de París le negó los funerales religiosos.
Hubo católicos que protestaron, como Julien Green, pero fueron los menos:
aquella mujer, antes de presidir la Academia Francesa, había sido artista de Music hall e incluso había salido
desnuda al escenario (en realidad, según su tercer marido, solo había enseñado
fugazmente un seno).
––No sé si
te gusta Julien Green, me imagino que sí. A mí sus novelas me aburren, como la
mayoría de las novelas. Pero sigo hojeando con gusto los muchos tomos de su
diario. Y también recuerdo la sorpresa y una cierta incomodidad con que leí Partir antes del alba y las otras
entregas de sus memorias. Colette hablaba de sus amores con total naturalidad.
A la vez que se enredaba con su hijastro, mandaba a su única hija, la hermana
del muchacho, a un internado. La quiso mucho cuando era pequeña, pero en cuanto
tuvo cierta edad se desentendió de ella, lo mismo que hace la gata con sus
crías. Julien Green hablaba como quien confiesa sus pecados y nos hacía
sentirnos un tanto incómodos, al menos a mí, que soy de los que piensan que un
caballero nunca cuenta con quien se acuesta y menos todavía si se acuesta con
otro caballero. En la adolescencia, tenía relaciones sexuales con un amigo,
pero nunca hablaban de ello. Jugaban al ajedrez y de pronto interrumpían la
partida, se desahogaban con prisa, y luego, ya tranquilos, se sentaban uno
frente al otro como si no hubiera pasado nada. También nos cuenta sus merodeos,
a ciertas horas de la noche, por determinados lugares de París en busca de
encuentros con tipos anónimos a los que no volvería a ver. Lo confiesa como quien
hace penitencia y eso resulta poco elegante. De lo que es pura fisiología no
habla un caballero, me parece a mí. Julien Green le dedicó a esta ciudad, en la
que nació, en la que vivió la mayor parte de su vida (aunque nunca quiso
nacionalizarse francés), un folleto de ochenta páginas que es el resumen de una
obra imposible: “He soñado a menudo con escribir sobre París un libro que fuera
como un largo paseo a la deriva, un paseo en el que no se encuentra nada de lo
que se busca, pero sí muchas cosas que a uno no se le había ocurrido buscar”.
Descubrió que París tenía la forma de un cerebro humano, como los que pintaban
los frenólogos. Y lo mismo que en ellos podía verse dónde se situaba la
memoria, dónde la inventiva, dónde el lenguaje, también Julien Green, en los
años de la guerra, cuando estaba fuera de París, se entretenía en ir buscando
en su plano el lugar de la imaginación (el barrio de Passy, el de su infancia)
y el de la memoria, en el Marais, y el de los razonamientos aritméticos, en el
de la Bolsa. Soñaba entonces con abarcar la ciudad de una mirada como hacía con
Nueva York desde lo algo del Empire State. Cuando volvió, lo primero que hizo
fue subir a la cúpula de Sacré Coeur, donde nunca había estado: “Llegué al
cielo, cerré los ojos con un vuelvo del corazón; luego abrí a la fuerza los
párpados y miré. Me pareció que recibía a la ciudad entera en el pecho. El
invierno tocaba a su fin. La deslumbrante luminosidad de marzo lo devoraba
todo. Hasta el límite de mi mirada se extendía París. Llevaba, como un abrigo
que le resbalase por los hombros, la sombra de las grandes nubes que el viento
perseguía de un lugar a otro del cielo”.
––A Julien
Green le he conocido personalmente. Tenía entonces ya más de ochenta años. Yo
acababa de comprar uno de sus diarios en uno de los puestos junto al Sena. Era Ce qui reste de jour, y todavía no me
había decidido a quitarle su envoltorio transparente cuando me lo encontré
sentado en una terraza, solo. Miraba con curiosidad el ir y venir de la gente,
especialmente de los más jóvenes. Sorprendido por la casualidad, con el libro
en la mano, me acerqué a saludarle. Elogié su obra, le pregunté si podría
firmarme el libro que acababa de comprar. Aceptó sonriente. Quité el envoltorio
del libro y se lo tendí. Sacó una estilográfica y buscó la página de respeto.
Pero inmediatamente, con un gesto de malhumor, cerró el volumen y me lo
devolvió. Yo no supe qué decir, le pedí disculpas y me alejé de allí sin
explicarme qué podía haber pasado. Me senté en un banco y abrí el libro. Ya
estaba dedicado a un tal Monsieur Jacques Douel. Luego supe que era un crítico
que había publicado un libro sobre los diarios.
Nadie puede
pretender conocer bien una ciudad sin haber perdido mucho tiempo en ella. Y al
Julien Green, ya viejo, le gustaba perderlo observando a los jóvenes, que le
parecían representantes de otro mundo mejor: “En una calle de Rambouillet, dos
muchachos de una belleza espléndida, marchan uno al lado del otro con la
gravedad de los dioses. Goethe les habría admirado y descrito admirablemente.
Eran grandes y sólidos, con el rostro de una gravedad que los elevaba por
encima de la multitud”.
Colette
hacía el amor con quien le apetecía, pero quizá solo amó de verdad a sí misma y
a su gata, La Chatte, a la que dedicó
un libro y a la que no quiso sustituir. Julien Green únicamente amó París y a
los dioses que paseaban sus calles “tan cerca de sus ojos, / tan lejos de su
vida”.
––O quizá
solo estoy hablando de mí, como siempre hago –terminó mi amigo.
Paris es hoy un viejo coloso agotado y postrado, sobredimensionado y exhausto, al que la estatua de Rimbaud en los jardines de Luxembourg parece observar con ironía y nostalgia. Bajo los pasos de tren elevados aún oye uno blasfemar a Marlon Brando, pero el Metro está estancado, sucio, obsoleto, adornado de chorretones de óxido, y sus paredes han quedado renegridas y desportilladas. Nadie parece ocuparse de ello, quizás por la existencia de necesidades más perentorias. Los cafés y brasseries aún abren sus puertas de par en par a los grandes bulevares, pero ya no cobijan aquellas vanguardias de Sartre o de Foucault, lo que no impide que St Germain se llene de turistas sabedores de que aquel chisporroteo existió, que acuden a contemplar su escenario marchito y a avivar el recuerdo.
ResponderEliminarEl interés, quizás la preocupación, por el Islam se hace patente en quioscos y librerías, en particular en aquellas que rodean la Sorbona. La que fue soberbia potencia colonial paga ahora, irónicamente, su tributo a las colonias alimentando a una legión de africanos que legítimamente buscan el pan mientras matizan, contaminan o enriquecen la lengua francesa. Los bellos rasgos, rotundos y pronunciados, de los senegaleses o de las congoleñas hacen que los rostros europeos se le antojen a uno, de vez en cuando, como inacabados o modelados a medias. Algo de aquel paradigma de la elegancia y la carestía queda aún por los aledaños de la plaza Vendôme, pero los Campos Elíseos han perdido casi todo su esplendor y sólo son ámbito, abarrotado y sucio, de bandadas de turistas alborotadores y no muy educados que blanden palos de selfie, la última obsesión colectiva.
Climaco Acosta